X

Más adelante, cuando Berta fué reponiéndose y empezó a despertarse del doloroso ensueño del parto y se vió separada de su hijita, de su Quelina, por Raquel y por la nodriza que Raquel buscó y que la obedecía en todo, apercibióse a la lucha. Al fin vió claro en la sima en que cayera; al fin vió a quién y a qué había sido sacrificada. Es decir, no vió todo, no podía ver todo. Había en la viuda abismos a que ella, Berta, no lograba llegar. Ni lo intentaba, pues sólo el asomarse a ellos le daba vértigo. Y luego aquellas canciones de cuna en lengua extraña.

BERTA.—¿Pero qué es eso que le canta?

RAQUEL.—¡Oh, recuerdos de mi infancia…!

BERTA.—¿Cómo?

RAQUEL.—No quiera saber más, Berta. ¿Para qué…?

¡No; ella, Berta, no podía querer saber más! ¡Sabía ya demasiado! ¡Ojalá no supiera tanto! ¡Ojalá no se hubiera dejado tentar de la serpiente a probar de la fruta del árbol de la ciencia del bien y del mal! Y sus padres, sus buenos padres, parecían como huidos de la casa. Había que llevarles la nietecita a que la vieran. ¡Y era la nodriza quien se la llevaba…!

Lo que sintió entonces Berta fué encendérsele en el pecho una devoradora compasión de su hombre, de su pobre Juan. Tomábale en sus brazos flacos como para ampararle de algún enemigo oculto, de algún terrible peligro, y apoyando su cabeza sudorosa y desgreñada sobre el hombro de su marido lloraba, lloraba, lloraba, mientras su pecho, agitado por convulsos sollozos, latía sobre el pecho acongojado del pobre don Juan. Y como una de éstas veces la esposa madre gimiese «¡Hijo mío! ¡Hijo mío…! ¡Hijo mío…!», quedóse luego como muerta de terror al ver la congoja de muerte que crispó, enjabelgándola, la cara de su Juan.

BERTA.—¿Qué te pasa, hijo mío? ¿Qué tienes?

DON JUAN.—Calla, Quelina, calla, que me estás matando…

BERTA.—Pero si estás conmigo, Juan, conmigo, con tu Berta…

DON JUAN.—No sé dónde estoy.

BERTA.—¿Pero qué tienes, hijo…?

DON JUAN.—No digas eso…, no digas eso…, no digas eso…

Berta adivinó todo el tormento de su hombre. Y se propuso irlo ganando, ahijándolo, rescatándoselo. Aunque para ello hubiese que abandonar y que entregar a la hija. Quería su hombre, ¡su hombre!

Y él, el hombre, Juan, iba sintiéndose por su parte hombre, hombre más que padre. Sentía que para Raquel no fué más que un instrumento, un medio. ¿Un medio de qué? ¿De satisfacer un furioso hambre de maternidad? ¿O no más bien una extraña venganza, una venganza de otros mundos? Aquellas extrañas canciones de cuna que en lengua desconocida cantaba Raquel a Quelina, no a su ahijada, sino a su hija —su hija, sí, la de la viuda—, ¿hablaban de una dulce venganza, de una venganza suave y adormecedora como un veneno que hace dormirse? ¡Y cómo le miraba ahora Raquel a él, a su Juan! Y le buscaba menos que antes.

Pero cuando le buscaba y le encontraba, eran los antiguos encuentros, sólo que más sombríos y más frenéticos.

RAQUEL.—Y ahora —le dijo una vez— dedícate más a tu Berta, a tu esposa, entrégate más a ella. Es menester que le des un hijo, que ella lo merece, porque ésta, mi Quelina, ésta es mía, mía, mía. Y tú lo sabes. Ésta se debe a mí, me la debo a mí misma. Poco me faltó para hacerle a tu Berta, a nuestra Berta, parir sobre mis rodillas, como nos contaban en la Historia Sagrada. ¡Entrégate ahora a ella, hijo mío!

DON JUAN.—Que me matas, Raquel.

RAQUEL.—Mira, Juan, son ya muchas las veces que me vas saliendo con esa cantilena y estoy segura de que se la habrás colocado también a ella, a tu esposa, alguna vez. Si quieres, pues, matarte, mátate; pero no nos vengas a culparnos de ello. Pero yo creo que debes vivir, porque le haces todavía mucha falta a tu Berta en el mundo.

Y como Juan forcejease entonces por desprenderse de los brazos recios de Raquel, ésta le dijo abrazándole:

RAQUEL.—Sí, ya lo he visto…; ¡que nos vea!

Entró Berta.

RAQUEL.—Te he visto, Berta —y recalcó el te—; te he visto que venías.

Y poniendo su mano, como un yugo, sobre el cuello de Juan, de quien se apartó un poco entonces, prosiguió:

RAQUEL.—Pero te equivocas. Estaba ganándote a tu marido, ganándolo para ti. Estaba diciéndole que se te entregue y que se te entregue sin reservas. Te lo cedo. Pues que a mí me ha hecho ya madre, que te haga madre a ti. Y que puedas llamarle a boca llena: ¡hijo! Si es que con esto de llamarle hijo no le estamos matando, como él dice. Ya sabrás la historia de las dos madres que se presentaron a Salomón reclamando un mismo niño. Aquí está el niño, el… ¡don Juan de antaño! No quiero que lo partamos en dos, que sería matarle como él dice. Tómalo todo entero.

BERTA.—Es decir, que tú…

RAQUEL.—¡Yo soy aquí la madre de verdad, yo!

Entonces Berta, fuera de sí, cogió a su marido, que se dejaba hacer, del brazo, arrancándolo de bajo el yugo de Raquel, se lo presentó a ésta y le gritó:

BERTA.—¡Pues bien, no! La madre soy yo, yo, yo… Y le quiero entero, le quiero más entero que tú. Tómalo y acaba de matarlo. ¡Pero dame a mi hija, devuélveme a mi hija!

RAQUEL.—¿Qué hija?

BERTA.—A… a… a…

Le quemaba los labios el nombre.

RAQUEL.—¿A mi Quelina? ¡Que es yo misma, yo…! ¿Que me entregue yo? ¿Que te entregue mi Quelina, mi Raquel, para que hagas de ella otra como tú, otra Berta Lapeira, otra como vosotras? ¿Como vosotras, las honradas esposas? Ah, también yo fui esposa; sí, esposa; también yo sé…

BERTA.—¿Y qué culpa tengo yo de que ni tu marido ni luego Juan pudiesen contigo lo que éste conmigo ha podido, lo que he podido yo con él?

RAQUEL.—¿Y tú, Juan, tú, hi-jo mí-o, te vas a repartir? ¿O estás para tu esposa entero?

Juan huyó de las dos.

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