IV.

la belleza es la intuición de la unidad, y sus caminos, los misticos caminos de dios.

A NTES de llegar á este quietismo estético, divino deleite, pasé por una aridez muy grande, siempre acongojado por la sensación del movimiento y del vivir estéril. Aquel Espíritu que borra eternamente sus huellas me tenía poseso, y mi existencia fué como el remedo de sus vuelos en el Horus del Pleroma. He consumido muchos años mirando cómo todas las cosas se mudaban y perecían, ciego para ver su eternidad. Era tan firme el cimiento de mi egoísmo, que sólo alcanzaba á conocer aquello que en algún modo guardaba relación con los afanes de cada hora, y los sentidos aprendían cordinados con ellos, sin desvincularse jamás, sin poder rasgar los velos que ocultan el enigma místico del Mundo. Ciego, sin la luz de amor que hace eternas todas las vidas, fui como un hombre condenado á caminar por arenales, entre ráfagas de viento que los transmudan. Hallé y gocé como un pecado místico la mudanza de las formas y el fluir del Tiempo. Años enteros de mi vida eran evocados por la memoria, y volvían con todas sus imágenes, llenos de una palpitación eterna. El momento más pequeño era un sésamo que guardaba sensaciones de muchos años. Mi alma desprendida volaba sobre los caminos lejanos, los caminos otras veces recorridos, y tornaba á oir las mismas voces y los mismos ecos. Yo sentía un terror sagrado al descubrir mi sombra inmóvil, guardando el signo de cada momento, á lo largo de la Vida.

El Tiempo era un vasto mar que me tragaba, y de su seno angustioso y tenebroso mi alma salía cubierta de recuerdos como si hubiese vivido mil años. Yo me comparaba con aquel caballero de una vieja leyenda santiaguista que, habiendo naufragado, salió de los abismos del mar con el sayo cubierto de conchas. Los instantes se abrían como círculos de largas vidas, y en este crecimiento fabuloso, todas las cosas se revelaban á mis sentidos con la gracia de un nuevo significado. Cada grano de la espiga, cada pájaro de la bandada, descubrían á mis ojos el matiz de sus diferencias, inconfundibles y expresivos como rostros humanos. Yo conocía fuera de la razón utilitaria, transmigraba amorosamente en la conciencia de las cosas y rompía las Normas.

Mis ojos y mis oídos creaban la eternidad.

Esta gracia intuitiva la disfruté por primera vez una tarde dorada, mirando al mar azul. Llegaban las barcas pescadoras, las anunciaba el caracol, volaban las gaviotas en torno de las velas ambarinas, y mis ojos las podían seguir en sus círculos más ligeros, y viéndolas desaparecer á lo lejos, al volver las reconocía una á una, no sólo en el plumaje sino en el secreto de su instinto, por cansadas, por viejas, por hambrientas, por feroces...

La tarde había perdido sus oros, y era toda azul. Yo, sentado bajo el parral de mi huerto aldeano, me puse á rezar. En aquella beatitud del campo, del mar y del cielo, me sentí lleno de un sentimiento divino. Todo el amor de la hora estaba en mí, el crepúsculo se me revelaba como el vínculo eucarístico que enlaza la noche con el día, como la hora verbo que participa de las dos substancias, y es armonía de lo que ha sido con lo que espera ser. Seguía sonando el caracol de los pescadores, y sobre las ondas se tendía el último rayo del sol: Por aquel camino luminoso se remontaron mis ojos al azulado término del mar. Entonces sentí lo que jamás había sentido: Bajo las tintas del ocaso estaba la tarde quieta, dormida, eterna: El color y ¡a forma de las nubes eran la evocación de los momentos anteriores, ninguno había pasado, todos se sumaban en el último. Me sentí anegado en la onda de un deleite fragante como las rosas, y gustoso como hidromiel. Mi vida y todas las vidas se descomponían por volver á su primer instante, depuradas del Tiempo. Tenía el campo una gracia matutina y bautismal. Como las nubes del ocaso, el racimo que maduraba en el parral de mi huerto, mostraba en el azul profundo de sus granos maduros, la sucesión de sus metamorfosis, hasta el verde agraz. Me conmovió un gran sollozo, y en la estrella que nacía vi el rostro de Dios.

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