II.

En las creaciones del arte, las imágenes del mundo son adecuaciones al recuerdo donde se nos representan fuera del tiempo, en una visión inmutable.

DE TODAS LAS RANCIAS CIUDADES ESPAÑOLAS, la que parece inmovilizada en un sueño de granito, inmutable y eterno, es Santiago de Compostela. La ciudad de las conchas acendra su aroma piadoso como las rosas que en las estancias cerradas exhalan al marchitarse su más delicada fragancia. Rosa mística de piedra, flor románica y tosca, como en el tiempo de las peregrinaciones conserva una gracia ingenua de viejo latín rimado. Día por día, la oración de mil años renace en el tañido de sus cien campanas, en la sombra de sus pórticos con santos y mendigos, en el silencio sonoro de sus atrios con flores franciscanas entre la juntura de las losas, en el verdor cristalino de sus campos do romerías, con aquellos robles de excavado tronco que recuerdan las viviendas de los ermitaños.

En esta ciudad petrificada huye la idea del Tiempo. No parece antigua, sino eterna. Tiene la soledad, la tristeza y la fuerza de una montaña. Sus piedras no exhalan esa impresión de polvo, de vejez y de muerte que exhalan las ruinas de Toledo. En su arquitectura la piedra tiene una belleza tenaz macerada de quietismo, y las ciudades castellanas son deleznables y sórdidas como esos pináculos de calaveras que se desmoronan en los osarios. Ciudades amarillas, calcinadas y desencantadas, recuerdan el todo vanidad de las cosas humanas. Acaso sus hastiales de adobe tienen las evocaciones de una crónica que en bárbaro latín reza loores de santos y hazañas de reyes, acaso sus claustros que se desmoronan bajo el encalado moruno, juntan á la emoción ascética, una emoción literaria, pero su ámbito sin resonancias nunca es bello con la belleza de la arquitectura, toda fuerza y armonía, sonoridad y quietud. El romance es lo único que vive con vida potente en el cerco de estas ciudades de adobe, donde sólo por acaso se encuentra algún sillar más fuerte que los siglos. Y Compostela, como sus peregrinos de calva sien y resplandeciente faz, está llena de una emoción ingenua y románica de que carece Toledo. Toledo es en todos sus momentos la calavera que ríe con tres dientes sobre el infolio de un anacoreta, y dice que todo es polvo. La ciudad castellana, evocadora como una crónica, sabe de reyes y reinas, de abades y condes, de frailes inquisidores y de judíos mercaderes. En Toledo cada hora arrastró un fantasma distinto. Pero Compostela, inmovilizada en el éxtasis de los peregrinos, junta todas sus piedras en una sola evocación, y la cadena de siglos tuvo siempre en sus ecos la misma resonancia. Allí las horas son una misma hora eternamente repetida bajo el cielo lluvioso.

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