Torva, esquiva, aguzados los ojos como montés alimaña, penetró, dando gritos, una mujer encamisada y pelona. Por la sala pasó un silencio, los coloquios quedaron en el aire. Tirano Banderas, tras una espantada, se recobró batiendo el pie con ira y denuesto. Temerosos del castigo, se arrestaron en la puerta la recamarera y el mucamo, que acudían a la captura de la encamisada. Fulminó el Tirano:
—¡Chingada, guarda tenés de la niña! ¡Hi de tal, la tenés bien guardada!
Las dos figuras parejas se recogían, susurrantes en el umbral de la puerta. Eran, sobre el hueco profundo de sombra, oscuros bultos de borroso realce. Tirano Banderas se acercó a la encamisada, que con el gesto obstinado de los locos, hundía las uñas en la greña y se agazapaba en un rincón, aullando:
—Manolita, vos serés bien mandada.
Andate no más para la recámara. Aquella pelona encamisada era la hija de Tirano Banderas: Joven, lozana, de pulido bronce, casi una niña, con la expresión inmóvil, sellaba un enigma cruel su máscara de ídolo: Huidiza y doblada, se recogió al amparo de la recamarera y el mucamo, arrestados en la puerta. Se la llevaron con amonestaciones, y en la oscuridad se perdieron. Tirano Banderas, con un monólogo tartajoso, comenzó a dar paseos: Al cabo, resolviéndose, hizo una cortesía de estantigua, y comenzó a subir la escalera:
—Al macaneador de mi compadre, será prudente arrestarlo esta noche, Mayor del Valle.