I

¡Famosas aquellas ferias de Santos y Difuntos! La Plaza de Armas, Monotombo, Arquillo de Madres, eran zoco de boliches y pulperías, ruletas y naipes. Corre la chusma a los anuncios de toro candil en los portalitos de Penitentes: Corren las rondas de burlones apagando las luminarias, al procuro de hacer más vistoso el candil del bulto toreado. Quiebra el oscuro en el vasto cielo, la luna chocarrera y cacareante: Ahúman las candilejas de petróleo por las embocaduras de tutilimundis, tinglados y barracas: Los ciegos de guitarrón cantan en los corros de pelados. El criollaje ranchero — poncho, facón, jarano— se estaciona al ruedo de las mesas con tableros de azares y suertes fulleras. Circula en racimos la plebe cobriza, greñuda, descalza, y por las escalerillas de las iglesias, indios alfareros venden esquilones de barro con círculos y palotes de pinturas estentóreas y dramáticas. Beatas y chamacos mercan los fúnebres barros, de tañido tan triste que recuerdan la tena y el caso del fraile peruano. A cada vuelta saltan risas y bravatas.

En los portalitos, por las pulperías de cholos y lepes, la guitarra rasguea los corridos de milagros y ladrones:

Era Diego

Pedernales,

de buena

generación.

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