SÉPTIMA PARTE

Recreos del Tirano

Libro Primero

I

Generalito Banderas metía el tejuelo por la

boca de la rana. Doña Lupita, muy peripuesta

de anillos y collares, presidía el juego sentada

entre el anafre del café y el metate de las

tortillas, bajo un rayado parasol, en los círculos

de un ruedo de colores:

—¡Rana!

II

—¡Cuá! ¡Cuá!

Nachito, adulón y ramplón, asistía en la

rueda de compadritos, por maligna humorada

del Tirano. La mueca verde remegía los

venenos de una befa aún soturna y larvada en

los repliegues del ánimo: Diseñaba la vírgula de un sarcasmo hipocondriaco:

—Licenciado Veguillas, en la próxima

tirada va usted a ser mi socio. Procure

mostrarse a la altura de su reputación, y no

chingarla. ¡Ya está usted como un bejuco

temblando! ¡Pero qué flojo se ha vuelto,

valedor! Un vasito de limón le caerá muy

bueno. Licenciadito, si no serena los pulsos

perderá su buena reputación. ¡No se arrugue,

Licenciado! El refresquito de limón es muy

provechoso para los pasmos del ánimo.

Signifíquese, no más, con la vieja rabona, y

brinde a los amigos la convidada. Despídase

rumboso y le rezaremos cuando estire el

zancajo.

Nachito suspiraba meciéndose sobre el

pando compás de las piernas, rubicundo,

inflada la carota de lágrimas:

—¡La sílfide mundana me ha suicidado!

—¡No divague!

—¡Generalito, me condena un juego

ilusorio de las Ánimas Benditas! ¡Apelo de mi

martirio! ¡Una esperanza! ¡Una esperanza no

más! En el médano más desamparado da sus

flores el rosal de la esperanza. No vive el

hombre sin esperanza. El pájaro tiene

esperanza, y canta aunque la rama cruja,

porque sabe lo que son sus alas. El rayo de la

aurora tiene esperanza. ¡Mi Generalito, todos

los seres se decoran con el verde manto de la

Deidad! ¡Canta su voz en todos los seres! ¡El

rayo de su mirada se sume hasta el fondo de las

cárceles! ¡Consuela al sentenciado en capilla!

¡Le ofrece la promesa de ser indultado por los

Poderes Públicos!

Niño Santos extraía de su levitón el

pañuelo de dómine y se lo pasaba por la

calavera:

—¡Chac! ¡Chac! Una síntesis ha hecho, muy

elocuente, Licenciadito. El Doctor Sánchez

Ocaña le ha dado, sin duda, sus lecciones, en

Santa Mónica. ¡Chac! ¡Chac!

Hacían bulla los compadres, celebrando el

rejo maligno del Tirano.

III

Doña Lupita, achamizada, zalamera, servía

en un rayo de sol el iris de los refrescos. Niño

Santos, alternativamente, ponía los labios en el

vidrio de limón y fisgaba a la comadreja: Sartas

de corales, mieles de esclava, sonrisa de

Oriente:

—¡Chac! ¡Chac! Doña Lupita, me está

pareciendo que tenés vos la nariz de la Reina

Cleopatra. Por mero la cachiza de cuatro copas,

un puro trastorno habéis vos traído a la

República. Enredáis vos más que el Honorable

Cuerpo Diplomático. ¿Cuántas copas os había

quebrado el Coronel de la Gándara? ¡Doña

Lupita, por menos de un boliviano me lo habéis

puesto en la bola revolucionaria! No hacia más

la nariz de la Reina Faraona. Doña Lupita, la

deuda de justicia que vos me habéis reclamado

ha sido una madeja de circunstancias fatales: Es

causa primordial en la actuación rebelde del Coronel de la Gándara: Ha puesto en Santa

Mónica al chamaco de Doña Rosa Pintado.

Cucarachita la Taracena reclama contra la

clausura de su lenocinio, y tenemos pendiente

una nota del Ministro de Su Majestad Católica.

¡Pueden romperse las relaciones con la Madre

Patria! ¡Y vos, mi vieja, ahí os estás, sin la

menor conturbación por tantas catástrofes!

Finalmente, cuatro copas de vuestra mesilla, un

peso papel, menos que nada, me han puesto en

el trance de renunciar a los conciertos batracios

del Licenciadito Veguillas.

—¡Cuá! ¡Cuá!

Nachito, por congraciarse, hostigaba la

befa, mimando el canto y el compás saltarín de

la rana. Con cuáqueros vinagres le apostrofó el

Tirano:

—No haga el bufón, Señor Licenciado.

Estos buenos amigos que van a juzgarle, no se

dejarán influenciar por sus macanas: Espíritus

cultivados, el que menos, ha visto funcionar los Parlamentos de la vieja Europa.

—¡Juvenal y Quevedo!

El ilustre gachupín se acariciaba las patillas

de canela, rotunda la botarga, inflado el papo

de aduladores énfasis. Se santiguaba la vieja

rabona:

—¡Virgen de mi Nombre, la jugó Patillas!

—¡Pues hizo saque!

—¡De salir siempre tan enredada la madeja

del mundo, no se libraba ni el más santo de

verse en el Infierno!

—Una buena sentencia, Doña Lupita. ¿Pero

su alma no siente el sobresalto de haber

concitado el tumulto de tantas acciones, de

tantos vitales relámpagos?

—¡Mi jefecito, no me asombre!

—Doña Lupita, ¿no temblás vos ante el

problema de nuestras eternas

responsabilidades?

—¡Entre mí estoy rezando!

IV

Recalaba sobre el camino la mirada Tirano

Banderas:

—¡Chac! ¡Chac! El que tenga de ustedes

mejor vista, sírvase documentarme y decirme

qué tropa es aquélla. ¿El jinete charro que viene

delante no es el ameritado Don Roque Cepeda?

Don Roque, con una escolta de cuatro

indios caballerangos, se detenía al otro lado del

seto, sobre el camino, al pie de la talanquera. La

frente tostada, el áureo sombrero en la mano, el

potro cubierto de platas, daban a la figura del

jinete, en las luces del ocaso, un prestigio de

santoral románico. Tirano Banderas, con

cuáquera mesura, hacía la farsa del

acogimiento:

—¡Muy feliz de verle por estos pagos! A

Santos Banderas le correspondía la obligación

de entrevistarle. Mi Señor Don Roque, por qué

se ha molestado? Era este servidor quien estaba

en el débito de acudir a su casa y darle excusas

con todo el Gobierno. A este propósito ha sido el enviarle uno de mis ayudantes, suplicándole

audiencia y usted no más, extremando la

cortesía, que se molesta, cuando el obligado era

Santos Banderas.

Apeábase Don Roque, y abría los brazos

con encomio amistoso el Tirano. Largas y

confidenciales palabras tuvieron en el banco

miradero de los frailes, frente al recalmado mar

ecuatorial, con caminos de sol sobre el vasto

incendio del poniente:

—¡Chac! ¡Chac! Muy feliz de verle.

—Señor Presidente, no he querido

ausentarme para la campaña sin pasar a

visitarle. Al acto de cortesía se suma mi

sentimiento de amor a la República. He

recibido la visita de su ayudante, Señor

Presidente, y recién la de mi antiguo

compañero Lauro Méndez, Secretario de

Relaciones. He actuado en consecuencia de la

plática que tuvimos, y de la cual supongo

enterado al Señor Presidente.

—El Señor Secretario ha hecho mal si no le

dijo que obedecía mis indicaciones. Me gusta la

franqueza. Amigo Don Roque, la

independencia nacional corre un momento de

peligro, asaltada por todas las codicias

extranjeras. El Honorable Cuerpo Diplomático

—una ladronera de intereses coloniales— nos

combate de flanco con notas chicaneras que

divulga el cable. La Diplomacia tiene sus

agencias de difamación, y hoy las emplea

contra la República de Santa Fe. El caucho, las

minas, el petróleo, despiertan las codicias del

yanqui y del europeo. Preveo horas de suprema

angustia para todos los espíritus patriotas.

Acaso nos amenaza una intervención militar, y

a fin de proponer a usted una tregua solicitaba

su audiencia. ¡Chac! ¡Chac!

Repetía Don Roque:

—¿Una tregua?

—Una tregua hasta que se resuelva el

conflicto internacional. Fije usted sus

condiciones. Yo comienzo por ofrecerle una

amplia amnistía para todos los presos políticos que no hayan hecho armas.

Don Roque murmuró:

—La amnistía es un acto de justicia que

aplaudo sin reservas. ¿Pero cuántos no han sido

acusados injustamente de conspiración?

—A todos alcanzará el indulto.

—¿Y la propaganda electoral, será

verdaderamente libre? ¿No se verá coaccionada

por los agentes políticos del Gobierno?

—Libre y salvaguardada por las leyes.

¿Puedo decirle más? Deseo la pacificación del

país y le brindo con ella. Santos Banderas no es

el ambicioso vulgar que motejan en los círculos

disidentes. Yo sólo amo el bien de la República.

El día más feliz de mi vida será aquel en que,

oscurecido, vuelva a mi predio, como

Cincinato. En suma, usted, sus amigos,

recobran la libertad, el pleno ejercicio de sus

derechos civiles: Pero usted, hombre leal,

espíritu patriota, trabajará por derivar la

revolución a los cauces de la legalidad.

Entonces, si en la lucha el pueblo le otorga sus sufragios, yo seré el primero en acatar la

voluntad soberana de la Nación. Don Roque,

admiro su ideal humanitario y siento el acíbar

de no poder compartir tan consolador

optimismo. ¡Es mi tragedia de gobernante!

Usted, criollo de la mejor prosapia, reniega del

criollismo. Yo, en cambio, indio por las cuatro

ramas, descreo de las virtudes y capacidades de

mi raza. Usted se me representa como un

iluminado, su fe en los destinos de la familia

indígena me rememora al Padre Las Casas.

Quiere usted aventar las sombras que han

echado sobre el alma del indio trescientos años

del régimen colonial. ¡Admirable propósito!

Que usted lo consiga es el mayor deseo de

Santos Banderas. Don Roque, pasadas las

actuales circunstancias, vénzame, aniquíleme,

muéstreme con una victoria —que seré el

primero en celebrar— todas las dormidas

potencialidades de mi raza. Su triunfo,

apartada mi derrota ocasional, sería el triunfo

de la gravitación permanente del indio en los destinos de la Historia Patria. Don Roque,

active su propaganda, logre el milagro, dentro

de las leyes, y crea que seré el primero en

celebrarlo. Don Roque, le agradezco que me

haya escuchado y le ruego que me puntualice

sus objeciones con toda la franqueza. No quiero

que ahora se comprometa con una palabra que

acaso luego no pudiera cumplir. Consulte a los

conspicuos de su facción y ofrézcales el ramo

de oliva en nombre de Santos Banderas.

Don Roque le miraba con honrada y

apacible expresión, tan ingenua que descubría

las sospechas del ánimo:

—¡Una tregua!

—Una tregua. La unión sagrada. Don

Roque, salvemos la independencia de la Patria.

Tirano Banderas abría los brazos con

patético gesto. Llegaba, cortado en ráfagas, el

choteo de los compadritos, que en el fondo

crepuscular de la campa se divertían con befas

y chuelas al Licenciado Veguillas.

V

Don Roque, trotando por el camino,

saludaba de lejos con el pañuelo. Niño Santos,

asomado a la talanquera, respondía con la

castora. Caballo y jinete ya iban ocultos por los

altos maizales, y aún sobresalía el brazo con el

blanco saludo del pañuelo:

—¡Chac! ¡Chac! ¡Una paloma!

La momia alargaba humorística el veneno

de su mueca y miraba a la vieja rabona, que en

los círculos del ruedo, entre el anafre del café y

el metate de las tortillas, pasaba las cuentas del

rosario, sobrecogida, estremecida en el terror

de una noche sagrada. Se alzó a una seña del

Tirano:

—Mi Generalito, los enredos del mundo

meten al más santo en las calderas del Infierno.

—Mi vieja, vos tendrés que amputar la

nariz de Cleopatra.

—Si con ello arreglase el mundo, ñata me

quedaba esta noche mesma.

—Un zafarrancho de cuatro copas en

vuestra mesilla, ha sacado una baza de Lucifer.

¡Vea, no más, a este filarmónico amigo en

desgracia, acusado de traición! ¡Posiblemente le

caerá sentencia de muerte!

—¿Y la culpa de mi tajamar?

—Ese problema se lo habrán de proponer

los futuros historiadores. Licenciado Veguillas,

despídase de la vieja rabona y otórguele su

perdón: Manifieste su ánimo generoso:

Revístase la clámide, y asombre a estos amigos

que le ven chuela, con un gesto magnánimo.

—¡Juvenal y Quevedo!

La momia miró al gachupín con

avinagrado sarcasmo:

—Ilustre Don Celestino, usted ocasionará

que me saquen alguna chufla. Ni Quevedo ni

Juvenal: Santos Banderas: Una figura en el

continente del Sur. ¡Chac! ¡Chac!

La terraza del club

Libro Segundo

I

El Doctor Carlos Esparza, Ministro del

Uruguay, oía con gesto burlón y mundano las

confidencias de su caro colega el Doctor Aníbal

Roncali, Ministro del Ecuador. Cenaban en el

Círculo de Armas:

—Me ha creado una situación enojosa el

Barón de Benicarlés. Digá vos, no más, que

tengo muy brillantes ejecutorias de macho para

temer murmuraciones, pero no dejan de ser

molestas esas actitudes del Ministro de España.

¡Qué sonrisas! ¡Qué miradas, amigo!

—¡Ché! Una pasión.

El Doctor Esparza, calvo, miope, elegante,

se incrustaba en la órbita el monóculo de

concha rubia. El Doctor Aníbal Roncali le miró

entre quejoso y risueño:

—Vos estás de chirigota.

El Ministro del Uruguay se disculpó con un

aspaviento burlón:

—Aníbal, te veo próximo a dejar la capa

entre las manos del Barón de Benicarlés. ¡Y eso

puede aparejar un conflicto diplomático, y

hasta una reclamación de la Madre Patria!

El Ministro del Ecuador hizo un gesto de

impaciencia, acentuado por el revuelo de los

rizos:—¡Sigue el choteo!

—¿Qué pensás vos hacer?

——No lo sé.

—¿Sin duda no aceptar el puesto de

secretario para colaborar en la gran empresa

que tan elocuentemente tenés vos expuesto esta

noche?

—Indudablemente.

—¡Por una meticulosidad!...

—No jugués vos del vocablo.

—Sin juego. Repito que no te asiste razón

suficiente para malograr una aproximación de

tan lindas esperanzas. El águila y los

aguiluchos que abren las juveniles alas para el heroico vuelo. ¡Has estado muy feliz! ¡Eres un

gran lírico!

—No me veás vos chuela, Doctorcito.

—¡Lírico, sentimental, sensitivo, sensible,

exclamaba el Cisne de Nicaragua! Por eso no

lográs vos separar la actuación diplomática y el

flirt del Ministro de España.

—Hablemos en serio, Doctorcito. ¿Qué

opinión te merece la iniciativa de Sir Jonnes?

—Es un primer avance.

—¿Y qué ulteriores consecuencias le

asignás vos a la Nota?

—¡Qui lo si! La Nota puede ser precursora

de otras Notas... Ello depende de la actitud que

adopte el Presidente. Sir Jonnes, tan cordial, tan

evangélico, sólo persigue una indemnización

de veinte millones para la West Company

Limited. Una vez más, el florido ramillete de

los sentimientos humanitarios esconde un

áspid.

—La Nota, indudablemente, es un sondeo.

Pero ¿cómo opinás vos respecto a la actitud del

General? ¿Acordará el Gobierno satisfacer la

indemnización?

—Nuestra América sigue siendo,

desgraciadamente, una Colonia Europea... Pero

el Gobierno de Santa Fe, en esta ocasión,

posiblemente no se dejará coaccionar: Sabe que

el ideario de los revolucionarios está en pugna

con los monopolios de las Compañías. Tirano

Banderas no morirá de cornada diplomática. Se

unen para sostenerlo los egoísmos del criollaje,

dueño de la tierra, y las finanzas extranjeras. El

Gobierno, llegado el caso, podría negar las

indemnizaciones, seguro de que los

radicalismos revolucionarios en ningún

momento merecerán el apoyo de las

Cancillerías. Cierto que la emancipación del

indio debemos enfocarla como un hecho fatal.

No es cuerdo cerrar los ojos a esa realidad. Pero

reconocer la fatalidad de un hecho, no apareja

su inminencia. Fatal es la muerte, y toda

nuestra vida se construye en un esfuerzo para alejarla. El Cuerpo Diplomático actúa

razonablemente, defendiendo la existencia de

los viejos organismos políticos que declinan.

Nosotros somos las muletas de esos

valetudinarios crónicos, valetudinarios como

aquellos éticos antiguos, que no acaban de

morirse.

La brisa ondulaba los estores, y el azul

telón de la marina se mostraba en un lejos de

sombras profundas, encendido de opalinos

faros y luces de masteleros.

II

Humeando los tabacos salieron a la terraza

los Ministros del Ecuador y del Uruguay. El

Ministro del Japón, Tu-Lag-Thi, al verlos, se

incorporó en su mecedora de bambú, con un

saludo falso y amable, de diplomacia oriental:

Saboreaba el moka y tenía las gafas de oro

abiertas sobre un periódico inglés. Se acercaron

los Ministros Latino-Americanos. Zalemas,

sonrisas, empaque farsero, cabezadas de

rigodón, apretones de mano, cháchara francesa.

El criado, mulato tilingo, atento a los

movimientos de la diplomacia, arrastraba dos

mecedoras. El Doctor Roncali, agitando los

rizos, se lanzó en un arrebato oratorio,

cantando la belleza de la noche, de la luna y del

mar. Tu-Lag-Thi, Ministro del Japón, atendía

con su oscura mueca premiosa, los labios como

dos viras moradas recogidas sobre la albura de

los dientes, los ojos oblicuos, recelosos,

malignos. El Doctor Esparza insinuó, curioso

de novelerías exóticas:

—¡En el Japón, las noches deben ser

admirables!

—¡Oh!... ¡Ciertamente! ¡Y esta noche no está

falta de cachet japonés!

Tu-Lag-Thi tenía la voz flaca, de pianillos

desvencijados, y una movilidad rígida de

muñeco automático, un accionar esquinado de

resorte, una vida interior de alambre en espiral:

Sonreía con su mueca amanerada y oscura:

—Queridos colegas, anteriormente no he

podido solicitar la opinión de ustedes. ¿Qué

importancia conceden ustedes a la Nota?

—¡Es un primer paso!...

El Doctor Esparza daba intención a sus

palabras con una sonrisa ambigua, llena de

reservas. Insistió el Ministro del Japón:

—Todos lo hemos entendido así.

Indudablemente. Un primer paso. ¿Pero cuáles

serán los pasos sucesivos? ¿No se romperá el

acuerdo del Cuerpo Diplomático? ¿Adónde

vamos? El Ministro inglés actúa bajo el

imperativo de sus sentimientos humanitarios,

pero este generoso impulso acaso se vea

cohibido. Las Colonias Extranjeras, sin

exclusión de ninguna, representan intereses

poco simpatizantes con el ideario de la

Revolución. La Colonia Española, tan

numerosa, tan influyente, tan vinculada con el

criollaje en sus actividades, en sus sentimientos,

en su visión de los problemas sociales, es

francamente hostil a la reforma agraria,

contenida en el Plan de Zamalpoa. En estos

momentos —son mis informes— proyecta un

acto que sintetice y afirme sus afinidades con el

Gobierno de la República. ¿No ocurrirá que se

vea desasistido en su humanitaria actuación el

Honorable Sir Scott?

Guiñaba los ojos con miopía inteligente y

maliciosa el Doctor Carlos Esparza:

—Querido colega, convengamos en que las

relaciones diplomáticas no pueden regirse por

las claras normas del Evangelio. Tu-Lag-Thi

repuso con flébiles maullidos:

—El Japón supedita intereses de sus

naturales, aquí radicados, a los principios del

Derecho de Gentes. Pero en el camino de las

confidencias, y aun de las indiscreciones, no he

de ocultar mis pesimismos respecto al apoyo

moral que presten algunos colegas a los

laudables sentimientos del Ministro inglés.

Como hombre de honor, no puedo dar crédito a

las insinuaciones y malicias de ciertos rotativos,

demasiado afectos al Gobierno de la República.

¡La West Company! ¡Aberrante!

La truculenta palabra final se desgarró,

transformada en un chifle de eles y efes, entre

la asiática y lipuda sonrisa de Tu-Lag-Thi. El

Doctor Aníbal Roncali se acariciaba el bigote, y

a flor de labio, con leve temblor, retocaba una

frase sentimental. Se lanzó con aquel tic

nervioso que agitaba eréctiles, como rabos de

lagartijas, los rizos de su negra cabellera:

—El Doctor Banderas no puede ordenar el

cierre de los expendios de bebidas. Si tal

hiciese, sobrevendría un motín de la plebe.

¡Estas ferias son las bacanales del cholo y del

roto!

III

Llegaban ecos de la verbena. Bailaban en

ringla las cuerdas de farolillos, a lo largo de la

calle. Al final giraba la rueda de un tiovivo. Su

grito luminoso, histérico, estridente,

hipnotizaba a los gatos sobre el borde de los

aleros. La calle tenía súbitos guiños,

concertados con el rumor y los ejercicios

acrobáticos del viento en las cuerdas de

farolillos. A lo lejos, sobre la bruma de estrellas,

calcaba el negro perfil de su arquitectura San

Martín de los Mostenses.

Paso de bufones

Libro Tercero

I

Tirano Banderas, en la ventana, apuntaba

su catalejo sobre la ciudad de Santa Fe:

—¡Están de gusto las luminarias! ¡Pero que

muy lindas, amigos!

La rueda de compadres y valedores

rodeaba el catalejo y la escalerilla astrológica

con la mueca verde encaramada en el pináculo:

—No puede negársele al pueblo pan y

circo. ¡Están pero que muy lindas las

luminarias!

De Santa Mónica, el viento del mar traía los

opacos estampidos de una fusilada:

—¡El pueblo, libre de propagandas

funestas, es bueno! ¡Y el rigor muy saludable!

La trinca de compadritos, abierta en

círculo, tenía la atención pendiente del Tirano.

II

Tirano Banderas dejó su pináculo, y

metiéndose en el círculo de valedores y

compadres, sacó de una oreja al Licenciado

Veguillas:

—Vamos a oír por última vez su concierto

batracio. ¿Cómo tiene la gola? ¿Quiere aclararse

la voz con algún gargarismo?

En torno, adulando la befa, reía la trinca,

asustada, complaciente y ramplona. Aleló

Nachito:

—Qué limpieza de notas se le puede pedir

a un presunto cadáver?

—Hace mal rehusando amansar con la

música a sus jueces. Señores, este amigo

entrañable aparece como reo de traición, y de

no haberse descubierto su complicidad, pudo

fregarles a todos ustedes. Recordarán cómo en

la noche de ayer, actuando en el seno de la

confianza, les declaré el propósito justiciero en

que estaba con respecto a las subversiones del

Coronel Domiciano de la Gándara. Fuera de

este recinto han sido divulgadas las palabras

que profirió en el seno de la amistad Santos

Banderas. Ustedes van a instruirme, en cuanto

a la pena que corresponde a este divulgador de

mis secretos. Han sido citados los testigos de su

defensa, y si lo autorizan, se les hará

comparecer y oirán sus descargos. Según tiene

manifestado, una mundana con sonambulismo

le adivinó el pensamiento. Con antelación, esta

niña había estado sometida a los pases

magnéticos de un cierto Doctor Polaco.

¡Estamos en un folletín de Alejandro Dumas!

Ese Doctor que magnetiza y desenvuelve la

visión profética en las niñas de los congales, es

un descendiente venido a menos de José

Balsamo. ¿Se recuerdan ustedes la novela? Un

folletín muy interesante. ¡Lo estamos viviendo!

¡El Licenciadito Veguillas, observen no más,

émulo del genial mulato! Merito va a decirnos

adónde emigraba en compañía del rebelde

Coronel Domiciano de la Gándara.

Hipaba Nachito:

—Pues no más que salíamos platicando de

un establecimiento.

—¿Los dos briagos?

—¡Patroncito, dimanante de las ferias, es

una pura farra toda Santa Fe! Pues no más

aquel macaneador, tal como íbamos platicando,

da una espantada y se mete por una puerta.

Merito merito la abría un encamisado. Y en el

atolondro, yo metí detrás las orejas como un

guanaco.

—¿Puede manifestarnos el establecimiento

donde se habían juntado para la farra?

—Mi Generalito, no me sonroje, que es un

lugar muy profano para nombrarlo en esta Sala

de Audiencia. Ante su noble figura patricia, mi

cara se cubre de vergüenza.

—Conteste a la pregunta. ¿En qué crápula

se halló con el Coronel de la Gándara, y qué

confidencias tuvieron en este presunto lugar?

Licenciadito, usted conocía la orden de arresto,

y con alguna palabra pronunciada durante la

embriaguez puso en sospecha al fugado.

—¿Mi lealtad de tantos años, no me

acredita?

—Pudo ser un acto irreflexivo, pero el

estado de alcoholismo no es atenuante en el

Tribunal de Santos Banderas. Usted es un

briago que se pasa las noches de farra en los

lenocinios. Sepa que todos sus pasos los conoce

Santos Banderas. Le antepongo que solamente

con la verdad podrá desenojarme. Licenciadito,

quiero tenderle una mano y sacarle de la

ciénaga donde cornea atorado, porque el delito

de traición apareja una penalidad muy severa

en nuestros Códigos.

—Señor Presidente, hay enredos en la vida

que sobrecogen y hacen cavilar, enredos que

son una novela. La noche de autos he visitado a

una gatita que lee los pensamientos.

—¿Y una gatita con tanta ciencia está en un

lenocinio para que usted la festeje?

—Pues la pasada noche así sucedió en lo de

Cucarachita. Quiero declararlo todo y

desahogar mi conciencia. Estábamos los dos

pecando. ¡Noche de Difuntos era la de ayer,

Generalito! Valedores, por mi honor lo garanto,

aquella morocha tenía un cirio bendito

desvelándole los misterios. ¡Leía los

pensamientos!

—Licenciadito, ésas son quimeras

alcohólicas, pues la pasada noche se hallaba

usted totalmente briago cuando entró con la

chinita. Me ha sido usted traidor, divulgando

mis secretos en vitando comercio con una

mundana, y por primera providencia, para

templar esa carne tan ardorosa, le está indicado

el cepo. Licenciadito, reléguese a un rincón,

arrodíllese y procure elevar el pensamiento al

Ser Supremo. Estos amigos dilectos van a

juzgarle, y de sus deliberaciones puede salirle

una sentencia de muerte. Licenciadito, van a

comparecer los testigos que ha nominado en su

defensa, y si le favorecen sus declaraciones,

será para mí de sumo beneplácito. Señor

Coronel López de Salamanca, luego luego

ejecute las diligencias para que acudan a

esclarecernos la niña mundana y el Doctor

Polaco.

III

El Coronel Licenciado López de Salamanca,

arrestándose a un canto de la puerta, hizo

entrar al Doctor Polaco. Detrás, pisando de

puntas, asomó Lupita la Romántica. El Doctor

Polaco, alto, patilludo, gran frente, melena de

sabio, vestía de fraque con dos bandas al pecho

y una roseta en la solapa. Saludó con una

curvatura pomposa y escenográfica,

colocándose la chistera bajo el brazo:

—Presento mis homenajes al Supremo

Dignatario de la República. Michaelis Lugín,

Doctor por la Universidad del Cairo, iniciado

en la Ciencia Secreta de los Brahmanes de

Bengala.

—¿Profesa usted las doctrinas de Allán

Kardec?

—Soy no más un modesto discípulo de

Mesmer. El espiritismo allankardiano es una

corruptela pueril de la antigua nigromancia.

Las evocaciones de los muertos se hallan en los

papiros egipcios y en los ladrillos caldeos. La

palabra con que son designados estos

fenómenos se forma de dos griegas.

—¡Este Doctorcito se expresa muy

doctoralmente! ¿Y ganás vos la plata con el

título de Profeta del Cairo?

—Señor Presidente, mi mérito, si alguno

tengo, no está en ganar plata y amontonar

riquezas. He recibido la misión de difundir las

Doctrinas Teosóficas y preparar al pueblo para

una próxima era de milagros. El Nuevo Cristo

arrastra su sombra por los caminos del Planeta.

—¿Reconoce haber dormido a esta niña con

pases magnéticos?

—Reconozco haber realizado algunas

experiencias. Es un sujeto muy remarcable.

—Puntualice cada una.

—El Señor Presidente, si lo desea, puede

ver el programa de mis experiencias en los

Coliseos y Centros Académicos de San

Petersburgo, Viena, Nápoles, Berlín, París,

Londres, Lisboa, Río Janeiro. Últimamente se

han discutido mis teorías sobre el karma y la

sugestión biomagnética en la gran Prensa de

Chicago y Filadelfia. El Club Habanero de la

Estrella Teosófica me ha conferido el título de

Hermano Perfecto. La Emperatriz de Austria

me honra frecuentemente consultándome el

sentido de sus sueños. Poseo secretos que no

revelaré jamás. El Presidente de la República

Francesa y el Rey de Prusia han querido

sobornarme durante mi actuación en aquellas

capitales. ¡Inútilmente! El Sendero Teosófico

enseña el menosprecio de honores y riquezas.

Si se me autoriza, pondré mis álbumes de

fotografías y recortes a las órdenes del Señor

Presidente.

—¿Y cómo doctorándose en tan austeras

doctrinas, y con tan alto grado en la iniciación

teosófica, corre la farra por los lenocinios?

Sírvase iluminarnos con su ciencia y justificar la

aparente aberración de esa conducta.

—Permítame el Señor Presidente que

solicite el testimonio de la Señorita Médium.

Señorita, venciendo el natural rubor, manifieste

a los señores si ha mediado concupiscencia.

Señor Presidente, el interés científico de las

experiencias biomagnéticas, sin otras

derivaciones, ha sido norma de mi actuación.

He visitado ese lugar porque me habían

hablado de esta Señorita. Deseaba conocerla y,

si era posible, trascender su vida a otro círculo

más perfecto. ¿Señorita, no le propuse a usted

redimirla?

—¿Pagarme la deuda? El que toda la noche

no paró con esa sonsera fue el Licenciado.

—¡Señorita Guadalupe, recuerde usted que

como un padre la he propuesto acompañarme

en la peregrinación por el Sendero!

—¡Sacarme en los teatros!

—Mostrar a los públicos incrédulos los

ocultos poderes demiúrgicos que duermen en

el barro humano. Usted me ha rechazado, y he

tenido que retirarme con el dolor de mi fracaso.

Señor Presidente, creo haber disipado toda

sospecha referente a la pureza de mis acciones.

En Europa, los más relevantes hombres de

ciencia estudian estos casos. El Mesmerismo

tiene hoy su mayor desenvolvimiento en las

Universidades de Alemania.

—Va usted a servirse repetir, punto por

punto, las experiencias que la pasada noche

realizó con esa niña.

—El Señor Presidente me tiene a sus

órdenes. Repito que puedo ofrecerle un

programa selecto de experiencias similares.

—Esa niña, en atención a su sexo, será

primeramente interrogada. El Licenciado

Veguillas tiene manifestado como evidente que

en determinada circunstancia le fue sustraído el

pensamiento por los influjos magnéticos de la interfecta.

La niña del trato bajaba los ojos a las falsas

pedrerías de sus manos:

—A tener esos poderes, no me vería esclava

de un débito con la Cucaracha. Licenciadito,

vos lo sabés.

—Lupita, para mí has sido una serpiente

biomagnética.

—¡Que así me acusés vos, con todito que os

di el amoniaco!

—Lupita, reconoce que estabas la noche

pasada con un histerismo magnético. Tú me

leíste el pensamiento cuando alborotaba en el

baile aquel macaneador de Domiciano. Tú le

diste el santo para que se volase.

—¡Licenciado, si estaban los dos ustedes

puntos briagos! Yo quise no más verlos fuera

de la recámara.

—Lupita, en aquella hora tú me adivinaste

lo que yo pensaba. Lupita, tú tienes comercio

con los espíritus. ¿Negarás que te has revelado médium cuando te durmió el Doctor Polaco?

—Efectivamente, esta Señorita es un caso

muy remarcable de lucidez magnética. Para

que la distinguida concurrencia pueda apreciar

mejor los fenómenos, la Señorita Médium

ocupará una silla en el centro, bajo el

lampadario. Señorita Médium, usted me hará el

honor.

La tomó de la mano y, ceremonioso, la sacó

al centro de la sala. La niña, muy honesta, con

pisar de puntas y los ojos en tierra, apenas

apoyaba el teclado de las uñas suspendida en el

guante blanco del Doctor Polaco.

—¡Chac! ¡Chac!

IV

Tenía una verde senectud la mueca

humorística de la momia indiana. El Doctor

Polaco sacó del fraque la vara mágica, forjada

de siete metales, y con ella tocó los párpados de

Lupita: Finalizó con una gran cortesía,

saludando con la vara mágica. Entre suspiros, enajenóse la daifa. Veguillas, arrodillado en un

rincón, esperaba el milagro: Iba a resplandecer

la luz de su inocencia: Lupita y el farandul le

apasionaban en aquel momento con un encanto

de folletín sagrado: Oscuramente, de aquellos

misterios, esperaba volver a la gracia del

Tirano. Se estremeció. La mueca verde mordía

la herrumbre del silencio:

—¡Chac! ¡Chac! Va usted a servirse repetir,

punto por punto, como creo haberle indicado,

las experiencias que la noche de ayer realizó

con la niña de autos.

—Señor Presidente, tres formas adscritas al

tiempo adopta la visión telepática: Pasado,

Actual, Futuro. Este triple fenómeno rara vez se

completa en un médium. Aparece disperso. En

la Señorita Guadalupe, la potencialidad

telepática no alcanza fuera del círculo del

Presente. Pasado y Venidero son para ella

puertas selladas. ¿Y dentro del fenómeno de su

visión telepática, el ayer más próximo es un

remoto pretérito. Esta Señorita está

imposibilitada, absolutamente, para repetir una

anterior experiencia. ¡Absolutamente! Esta

Señorita es un médium poco desenvuelto: ¡Un

diamante sin lapidario! El Señor Presidente me

tiene a sus órdenes para ofrecerle un programa

selecto de experiencias similares, en lo posible.

La acerba mueca llenaba de arrugas la

máscara del Tirano:

—Señor Doctor, no se raje para dar

satisfacción al deseo que le tengo manifestado.

Quiero que una por una repita todas las

experiencias de anoche en el lenocinio.

—Señor Presidente, sólo puedo repetir

experimentos parejos. La Señorita Médium no

logra la mirada retrospectiva. Es una vidente

muy limitada. Puede llegar a leer el

pensamiento, presenciar un suceso lejano,

adivinar un número en el cual se sirva pensar el

Señor Presidente.

—¿Y con tantos méritos de perro sabio se

prostituye en una casa de trato?

—La gran neurosis histérica de la ciencia

moderna podría explicarlo. Señorita, el Señor

Presidente se dignará elegir un número con el

pensamiento. Va usted a tomarle la mano y a

decirlo en voz alta, que todos lo oigamos. Voz

alta y muy clara, Señorita Médium.

—¡Siete!

—Como siete puñales. ¡Chac! ¡Chac!

Gimió en su destierro Nachito:

—¡Con ese juego ilusorio me adivinaste

ayer el pensamiento!

Tirano Banderas se volvió, avinagrado y

humorístico:

—¿Por qué visita los malos lugares, mi

viejo?

—Patroncito, hasta en música está puesto

que el hombre es frágil.

El Tirano, recogiéndose en su gesto

soturno, clavó los ojos con suspicaz insistencia

en la pendejuela del trato. Desmayada en la

silla, se le soltaban los peines y el moño se le

desbarata en una cobra negra. Tirano Banderas se metió en la rueda de compadres:

—De chamacos hemos visto estos milagros

por dos reales. Tantos diplomas, tantas bandas

y tan poca suficiencia. Se me está usted

antojando un impostor, y voy a dar órdenes

para que le afeiten en seco la melena de sabio

alemán. No tiene usted derecho a llevarla.

—Señor Presidente, soy un extranjero

acogido en su exilio bajo la bandera de esta

noble República. Enseño la verdad al pueblo, y

le aparto del positivismo materialista. Con mis

cortas experiencias, adquiere el proletariado la

noción tangible de un mundo sobrenatural. ¡La

vida del pueblo se ennoblece cuando se inclina

sobre el abismo del misterio!

—¡Don Cruz! Por lo lindo que platica le

harés, no más, la rasura de media cabeza.

El Tirano remegía su mueca con

avinagrado humorismo, mirando al fámulo

rapista, que le presentaba un bodrio peludo,

suspendido en el prieto racimo de los dedos:

—¡Es peluca, patrón!

V

La niña del trato se despertaba suspirante,

salía a las fronteras del mundo con lívido

pasmo, y en el pináculo de la escalerilla, la

momia indiana apuntaba su catalejo sobre la

ciudad. El guiño desorbitado de las luminarias

brizaba clamorosos tumultos de pólvoras,

incendios y campanas, con apremiantes toques

de cornetas militares:

—¡Chac! ¡Chac! ¡Zafarrancho tenemos! Don

Cruz, andate a disponerme los arreos militares.

El guaita de la torre ha desclavado su

bayoneta de la luna, y dispara el fusil en la

oscuridad poblada de alarmas. El reloj de

Catedral difunde la rueda sonora de sus doce

campanadas, y sobre la escalerilla dicta órdenes

el Tirano:

—Mayor del Valle, tome usted algunos

hombres, explore el campo y observe por qué

cuarteles se ha pronunciado el tiroteo.

Cuando el Mayor del Valle salía por la

puerta, entraba el fámulo, que abiertos los

brazos, con pinturera morisqueta, portaba en

bandeja el uniforme, cruzado con la matona de

su Generalito Banderas. Se han dado de bruces,

y rueda estruendosa la matona. El Tirano,

chillón y colérico, encismado, batió con el pie,

haciendo temblar escalerilla y catalejo:

—¡Sofregados, ninguno la mueva! ¡Vaya un

augurio! ¿Qué enigma descifra usted, Señor

Doctor Mágico?

El farandul, con nitidez estática, vio la sala

iluminada, el susto de los rostros, la torva

superstición del Tirano. Saludó:

—En estas circunstancias, no me es posible

formular un oráculo.

—¿Y esta joven honesta, que otras veces ha

mostrado tan buena vista, no puede darnos

referencia, en cuanto al tumulto de Santa Fe?

Señor Doctor, sírvase usted dormir e interrogar

a la Señorita Médium. Yo paso a vestirme el

uniforme. ¡Que ninguno toque mi espada!

Un levantado son de armas rodaba por los

claustros luneros, retenes de tropas acudían a

redoblar las guardias. La morocha del trato

suspira bajo los pases magnéticos del pelón

farandul, vuelto el blanco de los ojos sobre el

misterio:

—¿Qué ve usted, Señorita Médium?

VI

El reloj de Catedral enmudece. Aún quedan

en el aire las doce campanadas, y espantan la

cresta los gallos de las veletas. Se consultan

sobre los tejados los gatos y asoman por las

guardillas bultos en camisa. Se ha vuelto loco el

esquilón de las Madres. Por el Arquillo cornea

una punta de toros y los cabestros, en fuga,

tolodrean la cencerra. Estampidos de pólvora.

Militares toques de cornetas. Un tropel de

monjas pelonas y encamisadas acude con voces

y devociones a la profanada puerta del

convento. Por remotos rumbos ráfagas de

tiroteos. Revueltos caballos. Tumultos con

asustados clamores. Contrarias mareas del

gentío. Los tigres, escapados de sus jaulones,

rampan con encendidos ojos por los esquinales

de las casas. Por un terradillo blanco de luna,

dos sombras fugitivas arrastran un piano

negro. A su espalda, la bocana del escotillón

vierte borbotones de humo entre lenguas rojas.

Con las ropas incendiadas, las dos sombras,

cogidas de la mano, van en un correr por el

brocal del terradillo, se arrojan a la calle

cogidas de la mano. Y la luna, puesta la venda

de una nube, juega con las estrellas a la gallina

ciega, sobre la revolucionada Santa Fe de Tierra

Firme.

VII

Lupita la Romántica suspira en el trance

magnético, con el blanco de los ojos siempre

vuelto sobre el misterio.

EPÍLOGO

I

—¡Chac! ¡Chac!

El Tirano, cauto, receloso, vigila las

defensas, manda construir fajinas y parapetos,

recorre baluartes y trincheras, dicta órdenes:

—¡Chac! ¡Chac!

Encorajinándose con el poco ánimo que

mostraban las guerrillas, jura castigos muy

severos a los cobardes y traidores: Le contraría

fallarse de su primer propósito que había sido

caer sobre la ciudad revolucionada y

ejemplarizarla con un castigo sangriento.

Rodeado de sus ayudantes, con taciturno

despecho, se retira del frente luego de arengar a

las compañías veteranas, de avanzada en el

Campo de la Ranita:

—¡Chac! ¡Chac!

II

Antes del alba se vio cercado por las

partidas revolucionarias y los batallones

sublevados en los cuarteles de Santa Fe. Para

estudiar la positura y maniobra de los

asaltantes subió a la torre sin campanas: El

enemigo, en difusas líneas, por los caminos

crepusculares, descubría un buen orden militar:

Aún no estrechaba el cerco, proveyendo a los

aproches con paralelas y trincheras. Advertido

del peligro, extremaba su mueca verde Tirano

Banderas. Dos mujerucas raposas cavaban con

las manos en torno del indio soterrado hasta los

ijares en la campa del convento:

—¡Ya me dan por caído esas comadritas!

¿Qué hacés vos, centinela pendejo?

El centinela apuntó despacio:

—Están mal puestas para enfilarlas.

—¡Ponle al cabrón una bala y que se

repartan la cuera!

Disparó el centinela, y suscitóse un tiroteo en toda la línea de avanzadas. Las dos

mujerucas quedaron caídas en rebujo, a los

flancos del indio, entre los humos de la

pólvora, en el aterrorizado silencio que

sobrevino tras la ráfaga de plomo. Y el indio,

con un agujero en la cabeza, agita los brazos,

despidiendo a las últimas estrellas. El

Generalito:

—¡Chac! ¡Chac!

III

En la primera acometida se desertaron los

soldados de una avanzada, y desde la torre fue

visto del Tirano:

—¡Puta madre! ¡Bien sabía yo que al tiempo

de mayor necesidad habíais de rajaros! ¡Don

Cruz, tú vas a salir profeta!

Eran tales dichos porque el fámulo

rapabarbas le soplaba frecuentemente en la

oreja cuentos de traiciones. A todo esto no

dejaban de tirotearse las vanguardias, atentos

los insurgentes a estrechar el cerco para

estorbar cualquier intento de salida por parte

de los sitiados. Había dispuesto cañones en

batería, pero antes de abrir el fuego, salió de las

filas, sobre un buen caballo, el Coronelito de la

Gándara. Y corriendo el campo a riesgo de su

vida, daba voces intimando la rendición.

Injuriábale desde la torre el Tirano:

—¡Bucanero cabrón, he de hacerte fusilar

por la espalda!

Sacando la cabeza sobre los soldados

alineados al pie de la torre, les dio orden de

hacer fuego. Obedecieron, pero apuntando tan

alto, que se veía la intención de no causar bajas:

—¡A las estrellas tiráis, hijos de la

chingada!

En esto, dando una arremetida más larga

de lo que cuadraba a la defensa, se pasó al

campo enemigo el Mayor del Valle. Gritó el

Tirano:

—¡Sólo cuervos he criado!

Y dictando órdenes para que todas las

tropas se encerrasen en el convento, dejó la

torre. Pidió al rapabarbas la lista de

sospechosos, y mandó colgar a quince,

intentando con aquel escarmiento contener las

deserciones:

—¡Piensa Dios que cuatro pendejos van a

ponerme la ceniza en la frente! ¡Pues engañado

está conmigo!

Hacía cuenta de resistir todo el día, y al

amparo de la noche intentar una salida.

IV

Medida la mañana, habían iniciado el fuego

de cañón las partidas rebeldes, y en poco

tiempo abrieron brecha para el asalto. Tirano

Banderas intentó cubrir el portillo, pero las

tropas se le desertaban, y tuvo que volver a

encerrarse en sus cuarteles. Entonces,

juzgándose perdido, mirándose sin otra

compañía que la del fámulo rapabarbas, se

quitó el cinto de las pistolas, y salivando

venenosos verdes, se lo entregó:

—¡El Licenciadito concertista, será

oportuno que nos acompañe en el viaje a los

infiernos!

Sin alterar su paso de rata fisgona, subió a

la recámara donde se recluía la hija. Al abrir la

puerta oyó las voces adementadas:

—¡Hija mía, no habés vos servido para

casada y gran señora, como pensaba este

pecador que horita se ve en el trance de quitarte

la vida que te dio hace veinte años! ¡No es justo

quedés en el mundo para que te gocen los

enemigos de tu padre, y te baldonen

llamándote hija del chingado Banderas!

Oyendo tal, suplicaban despavoridas las

mucamas que tenían a la loca en custodia.

Tirano Banderas las golpeó en la cara:

—¡So chingadas! Si os dejo con vida, es

porque habés de amortajármela como un ángel.

Sacó del pecho un puñal, tomó a la hija de

los cabellos para asegurarla, y cerró los ojos. Un

memorial de los rebeldes dice que la cosió con quince puñaladas.

V

Tirano Banderas salió a la ventana,

blandiendo el puñal, y cayó acribillado. Su

cabeza, befada por sentencia, estuvo tres días

puesta sobre un cadalso con hopas amarillas,

en la Plaza de Armas: El mismo auto mandaba

hacer cuartos el tronco y repartirlos de frontera

a frontera, de mar a mar. Zamalpoa y Nueva

Cartagena, Puerto Colorado y Santa Rosa del

Titipay, fueron las ciudades agraciadas.

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