Lección de Loyola
Libro Primero
I
El indio triste que divierte sus penas
corriendo gallos, susurra por bochinches y
conventillos justicias, crueldades, poderes
mágicos de Niño Santos. El Dragón del Señor
San Miguelito le descubría el misterio de las
conjuras, le adoctrinaba. ¡Eran compadres!
¡Tenían pacto! ¡Generalito Banderas se
proclamaba inmune para las balas por una
firma de Satanás! Ante aquel poder tenebroso,
invisible yen vela, la plebe cobriza revivía un
terror teológico, una fatalidad religiosa poblada
de espantos.
II
En San Martín de los Mostenses era el
relevo de guardias, y el fámulo barbero
enjabonaba la cara del Tirano. El Mayor del
Valle, cuadrado militarmente, inmovilizábase
en la puerta de la recámara. El Tirano, vuelto
de espaldas, había oído el parte sin sorpresa,
aparentando hallarse noticioso:
—Nuestro Licenciadito Veguillas es un
alma cándida. ¡Está bueno el fregado! Mayor
del Valle, merece usted una condecoración.
Era de mal agüero aquella sorna insidiosa.
El Mayor presentía el enconado rumiar de la
boca: Instintivamente cambió una mirada con
los ayudantes, retirados en el fondo, dos
lagartijos con brillantes uniformes, cordones y
plumeros. La estancia era una celda grande y
fresca, solada de un rojo polvoriento, con nidos
de palomas en la viguería. Tirano Banderas se
volvió con la máscara enjabonada. El Mayor
permanecía en la puerta, cuadrado, con la
mano en la sien: Había querido animarse con
cuatro copas para rendir el parte y sentía una
irrealidad angustiosa: Las figuras, cargadas de
enajenamiento, indecisas, tenían una sensación embotada de irrealidad soñolienta. El Tirano le
miró en silencio, remegiendo la boca: Luego,
con un gesto, indicó al fámulo que continuase
haciéndole la rasura. Don Cruz, el fámulo, era
un negro de alambre, amacacado y vejete, con
el crespo vellón griseante: Nacido en la
esclavitud, tenía la mirada húmeda y
deprimida de los perros castigados. Con
quiebros tilingos se movía en torno del Tirano:
—¿Cómo están las navajas, mi jefecito?
—Para hacer la barba a un muerto.
—¡Pues son las inglesas!
—Don Cruz, eso quiere decir que no están
cumplidamente vaciadas.
—Mi jefecito, el solazo de estas campañas
le ha puesto la piel muy delicada.
El Mayor se inmovilizaba en el saludo
militar. Niño Santos, mirando de refilón el
espejillo que tenía delante, veía proyectarse la
puerta y una parte de la estancia con
perspectiva desconcertada:
—Me aflige que se haya puesto fuera de ley
el Coronel de la Gándara. ¡Siento de veras la
pérdida del amigo, pues se arruina por su
genio atropellado! Me hubiera sido grato
indultarle, y la ha fregado nuestro Licenciadito.
Es un sentimental, que no puede ver lástimas,
merecedor de otra condecoración; una cruz
pensionada. Mayor del Valle, pase usted orden
de comparecencia para interrogar a esa alma
cándida. Y el chamaco estudiante, ¿por qué
motivación ha sido preso?
El Mayor del Valle, cuadrado en el umbral,
procuró esclarecerlo:
—Presenta malos informes, y le complica la
ventana abierta.
La voz tenía una modulación maquinal,
desviada del instante, una tónica opaca. Tirano
Banderas remegía la boca:
—Muy buena observación, visto que usted
más tarde había de arrugarse frente al tejado.
¿De qué familia es el chamaco?
—Hijo del difunto Doctor Rosales.
—¿Y está suficientemente dilucidada su
simpatía con el utopismo revolucionario?
Convendría pedir un informe al Negociado de
Policía. Cumplimente usted esa diligencia,
Mayor del Valle. Teniente Morcillo, usted
encárguese de tramitar las órdenes oportunas
para la pronta captura del Coronel Domiciano
de la Gándara. El Comandante de la Plaza que
disponga la urgente salida de fuerzas con el
objetivo de batir toda la zona. Hay que operar
diligente. Al Coronelito, si hoy no lo cazamos,
mañana lo tenemos en el campo insurrecto.
Teniente Valdivia, entérese si hay mucha
caravana para audiencia.
Terminada la rasura de la barba, el fámulo
tilingo le ayudaba a revestirse el levitón de
clérigo. Los ayudantes, con ritmo de autómatas
alemanes, habían girado, marcando la media
vuelta, y salían por lados opuestos,
recogiéndose los sables, sonoras las espuelas:
—¡Chac! ¡Chac!
El Tirano, con el sol en la calavera, fisgaba por los vidrios de la ventana. Sonaban las
cornetas, y en la campa barcina, ante la puerta
del convento, una escolta de dragones revolvía
los caballos en torno del arqueológico landó
con atalaje de mulas, que usaba para las visitas
de ceremonia Niño Santos.
III
Con su paso menudo de rata fisgona,
asolapándose el levitón de clérigo, salió al
locutorio de audiencias Tirano Banderas:
—¡Salutem plurimam!
Doña Rosita Pintado, caído el rebozo, con
dramática escuela, se arrojó a las plantas del
Tirano:
—¡Generalito, no es justicia lo que se hace
con mi chamaco!
Avinagró el gesto la momia indiana:
—Alce, Doña Rosita, no es un tablado de
comedia la audiencia del Primer Magistrado de
la Nación. Exponga su pleito con
comedimiento. ¿Qué le sucede al hijo del
lamentado Doctor Rosales? ¡Aquel conspicuo
patricio hoy nos sería un auxiliar muy valioso
para el sostenimiento del orden! ¡Doña Rosita,
exponga su pleito!
—¡Generalito, esta mañana se me llevaron
preso al chamaco!
—Doña Rosita, explíqueme las
circunstancias de ese arresto.
—El Mayor del Valle venía sobre los pasos
de un fugado.
—¿Usted le había dado acogimiento?
—¡Ni lo menos! Por lo que entendí, era su
compadre Domiciano.
—¡Mi compadre Domiciano! Doña Rosita,
¿no querrá decir el Coronel Domiciano de la
Gándara?
—¡Me tiraniza pidiéndome tan justa
gramática!
—El Primer Magistrado de un pueblo no
tiene compadres, Doña Rosita. ¿Y cómo en
horas tan intempestivas la visita del Coronel de la Gándara?
—¡Un centellón, no más, mi Generalito!
Entró de la calle y salió por la ventana sin
explicarse.
—¿Y a qué obedece haber elegido la casa de
usted, Doña Rosita?
—Mi Generalito, ¿y a qué obedece el sino
que rige la vida?
—Acorde con esa doctrina, espere el sino
del chamaco, que nada podrá sucederle fuera
de esa ley natural. Mi señora Doña Rosita, me
deja muy obligado. Me ha sido de una especial
complacencia volver a verla y memorizar
tiempos antiguos, cuando la festejaba el
lamentado Laurencio Rosales. ¡Veo siempre en
usted aquella cabalgadora del Ranchito de
Talapachi! Váyase muy consolada, que contra
el sino de cada cual no hay poder suficiente
para modificarlo, en lo limitado de nuestras
voluntades.
—¡Generalito, no me hablés encubierto!
—Fíjese no más: El Coronel de la Gándara,
hurtándose a la ley por una ventana, tramita
todas las incidencias de este pleito, y en modo
alguno podemos ya sustraernos a la actuación
que nos deja pendiente. Mi señora Doña Rosita,
convengamos que nuestra condición en el
mundo es la de niños rebeldes que caminasen
con las manos atadas, bajo el rebencazo de los
acontecimientos. ¿Por qué eligió la casa de
usted el Coronel Domiciano de la Gándara?
Doña Rosita, excúseme que no pueda dilatar la
audiencia, pero lleve mis seguridades de que se
proveerá en justicia. ¡Y en últimas resultas,
siempre será el sino de las criaturas quien
sentencie el pleito! ¡Nos vemos!
Se apartó hecho un rígido espeto, y con
austera seña de la mano llamó al ayudante
cuadrado en la puerta:
—Se dan por finalizadas las audiencias.
Vamos a Santa Mónica.
IV
La llama del sol encendía con destellos el
arduo tenderete de azoteas, encastillado sobre
la curva del Puerto. El vasto mar ecuatorial,
caliginoso de tormentas y calmas, se
inmovilizaba en llanuras de luz, desde los
muelles al confín remoto. Los muros de
reductos y hornabeques destacaban su ruda
geometría castrense, como bulldogs
trascendidos a expresión matemática. Una
charanga, brillante y ramplona, divertía al
vulgo municipal en el quiosco de la Plaza de
Armas. En la muda desolación del cielo,
abismado en el martirio de la luz, era como una
injuria la metálica estridencia. La pelazón de
indios ensabanados, arrendándose a las aceras
y porches, o encumbrada por escalerillas de
iglesias y conventos, saludaba con una
genuflexión el paso del Tirano. Tuvo un gesto
humorístico la momia enlevitada:
—¡Chac! ¡Chac! ¡Tan humildes en la
apariencia, y son ingobernables! No está mal el
razonamiento de los científicos, cuando nos
dicen que la originaria organización comunal
del indígena se ha visto fregada por el
individualismo español, raíz de nuestro
caudillaje. El caudillaje criollo, la indiferencia
del indígena, la crápula del mestizo y la
teocracia colonial son los tópicos con que nos
denigran el industrialismo yanqui y las monas
de la diplomacia europea. Su negocio está en
hacerle la capa a los bucaneros de la revolución,
par arruinar nuestros valores y alzarse
concesionarios de minas, ferrocarriles y
aduanas... ¡Vamos a pelearles el gallo sacando
de la prisión con todos los honores, al futuro
Presidente de la República!
El Generalito rasgaba la boca con fasos
teclados. Asentían con militar tiesura los
ayudantes. La escolta dragona, imperativa de
brillos y sones marciales, rodeaba el landó.
Apartábase la plebe con e temor de ser
atropellada, y repentinos espacios desiertos silenciaban la calle. En el borde de la acera, el
indio de sabanil y chupalla, greñudo y
genuflexo, saludaba con religiosas cruces. Se
entusiasmaban con vítores y palmas los
billaristas asomados a la balconada del Casi no
Español. La momia enlevitada respondía con
cuáquera dignidad alzándose la chistera, y con
el saludo militar los ayudantes.
V
El Fuerte de Santa Mónica descollaba el
dramón de su arquitectura en el luminoso
ribazo marino. Formaba el retén en la poterna.
El Ti rano no movió una sola arruga de su
mascara indiana para responde al saludo del
Coronel Irineo Castañón —Pata de Palo—.
Inmovilizábase en un gesto de duras aristas,
como los ídolos tallados en obsidiana:
—Qué calabozo ocupa Don Roque Cepeda?
—El número tres.
—Han sido tratados con toda la
consideración que merecen tan ilustre patricio y
sus compañeros? El antagonismo político
dentro de la vigencia legal, merece todos los
respetos del Poder Público. El rigor de las leyes
ha de ser aplicado a los insurgentes en armas.
Aténgase a esta, instrucciones en lo sucesivo.
Vamos a vernos con el candidato de las
oposiciones para la Presidencia de la República.
Coronel Castañón rompa marcha.
El Coronel giró con la mano en la visera, y
su remo de palo, con tieso destaque, trazó la
media vuelta en el aire: Puesto en marcha, a
tilingo de las llaves en pretina, advirtió con
marciales escandidos:
—Don Trinidad, vos nos precedes.
Corrió Don Trino con morisquetas
quebradas por los juanetes Rechinaron cerrojos
y gonces. Abierta la ferrona cancela, renovó e
trote con sones y compases del pretino llavero:
Bailarín de alambre relamía gambetas sobre el
lujo chafado de los charoles. El Coronel Irineo
Castañón, al frente de la comitiva, marcaba el paso. ¡Tac! ¡Tac! Por bovedizos y galerías,
apostillaba un eco el ritmo cojitranco de la pata
de palo: ¡Tac! ¡Tac! El Tirano, raposo y clerical,
arrugaba la boca entre sus ayudantes
lagartijeros. Echó los bofes el Coronel Alcaide:
—¡Calabozo número tres!
Tirano Banderas, en el umbral, saludó,
quitándose el sombrero, tendidos los ojos para
descubrir a Don Roque. Todo aquel mundo
carcelario estaba vuelto a la puerta,
inmovilizado en muda zozobra. El Tirano,
acostumbrada la vista a la media luz del
calabozo, penetró por la doble hilera de
hamacas. Extremando su rancia ceremonia,
señalaba un deferente saludo al corro centrado
por Don Roque Cepeda:
—Mi señor Don Roque, recién me entero de
su detención en el fuerte. ¡Lo he deplorado!
Hágame el honor de considerarme ajeno a esa
molestia. Santos Banderas guarda todos los
miramientos a un repúblico tan ameritado, y
nuestras diferencias ideológicas no son tan
irreductibles como usted parece presuponerlo,
mi Señor Don Roque. En todas las
circunstancias usted representa para mí, en el
campo político, al adversario que, consciente de
sus deberes ciudadanos, acude a los comicios y
riñe la batalla sin salirse fuera de la Carta
Constitucional. Notoriamente, he procedido
con el mayor rigor en las sumarias instruidas a
los aventureros que toman las armas y se
colocan fuera de las leyes. Para esos caudillos
que no vacilan en provocar una intervención
extranjera, seré siempre inexorable, pero esta
actuación no excluye mi respeto y hasta mi
complacencia para los que me presentan batalla
amparados en el derecho que les confieren las
leyes. Don Roque, en ese terreno deseo verle a
usted, y comienzo por decir-le que reconozco
plenamente su patriotismo, que me congratula
la generosa intención de su propaganda por
tonificar de estímulos ciudadanos a la raza
indígena. Sobre este tópico aún hemos de
conversar, pero horita sólo quiero expresarle mis excusas ante el lamentado error policial,
originándose que la ergástula del vicio y de la
corrupción se vea enaltecida por el varón justo
de que nos habla el latino Horacio.
Don Roque Cepeda, en la rueda taciturna
de sus amigos incrédulos, se iluminaba con una
sonrisa de santo campesino, tenía un suave
reflejo en las bruñidas arrugas:
—Señor General, perdóneme la franqueza.
Oyéndole me parece escuchar a la Serpiente del
Génesis.
Era de tan ingenua honradez la expresión
de los ojos y el reflejo de la sonrisa en las
arrugas, que excusaban como acentos
benévolos la censura de las cláusulas. Tirano
Banderas inmovilizaba las aristas de su verde
mueca:
—Mi Señor Don Roque, no esperaba de su
parte esa fineza. De la mía propositaba
ofrecerle una leal amistad y estrechar su mano,
pero visto que usted no me juzga sincero, me limito a reiterarle mis excusas.
Saludó con la castora, y, apostillado por los
dos ayudantes, se di-rigió a la puerta.
VI
Entre la doble fila de hamacas saltó, llorón
y grotesco, el Licenciado Veguillas:
—¡Cuá! ¡Cuá!
La momia remegió la boca:
—¡Macaneador!
—¡Cuá! ¡Cuá!
—No seas payaso.
—¡Cuá! ¡Cuá!
—Que no me divierte horita esa bufonada.
—¡Cuá! ¡Cuá!
—Tendré que apartarle con la punta de la
boca.—¡Cuá! ¡Cuá!
El Licenciadito, recogida la guayabera en el
talle, terco, llorón, saltaba en cuclillas, inflada la
máscara, el ojo implorante:
—¡Me sonroja verle! Sus delaciones no se
redimen cantando la rana.
—Mi Generalito es un viceversa magnético.
Tirano Banderas, con la punta de la bota, le
hizo rodar por delante del centinela, que,
pegado al quicio de la puerta, presentaba el
arma:
—Voy a regalarle un gorro de cascabeles.
—¡Mi Generalito, para qué se molesta!
—Se presentará con él a San Pedro. Ándele
no más, le subo en mi carruaje a los Mostenses.
No quiero que se vaya al otro mundo
descontento de Santos Banderas. Me
conversará durante el día, ya que tan pronto
dejaremos de comunicarnos. Posiblemente le
alcanza una sentencia de pena capital.
Licenciadito, por qué me ha sido tan pendejo?
¿Quién le inspiró la divulgación de las
resoluciones presidenciales? ¿A qué móviles ha
obedecido tan vituperable conducta? ¿Qué
cómplices tiene? Hónreme montando en mi
carruaje y tome luneta a mi diestra. Todavía no
ha recaído sentencia sobre su conducta y no
quiero prejuzgar su delincuencia.
Flaquezas humanas
Libro Segundo
I
Don Mariano Isabel Cristino Queralt y
Roca de Togores, Ministro Plenipotenciario de
Su Majestad Católica en Santa Fe de Tierra
Firme, Barón de Benicarlés y Caballero
Maestrante, condecorado con más lilailos que
borrico cañí, era a las doce del día en la cama,
con gorra de encajes y camisón de seda rosa.
Merlín, el gozque faldero, le lamía el colorete y
adobaba el mascarón esparciéndole el afeite con
la espátula linguaria. Tenía en el hocico el
faldero arrumacos, melindres y mimos de
maricuela.
II
Sin anuncio del ayuda de cámara, entró,
gambetero, Currito Mi-Alma. El niño andaluz
se detuvo en la puerta, marcó un redoble de las
uñas en el alón del cordobés, y con un papirote se lo puso terciado. En el mismo compás
levantaba el veguero al modo de caña
sanluqueña, entonado, ceceante, con el mejor
estilo de la cátedra sevillana:
—¡Gachó! ¿Te has pintado para la Semana
de Pasión? Merlín te ha puesto la propia jeta de
un disciplinante.
Su Excelencia se volvió, dando la espalda al
niño marchoso:
—¡Eres incorregible! Ayer, todo el día sin
dejarte ver el pelo.
—Formula una reclamación diplomática.
Horita salgo del estaribel, que decimos los
clásicos.
—Deja la guasa, Curro. Estoy sumamente
irritado.
—La veri, Isabelita.
—¡Eres incorregible! Habrás dado algún
escándalo.
—Ojerizas. He dormido en la delega, sobre
un petate, y esto no es lo más malo: La poli se
ha hecho cargo de mi administración y de toda la correspondencia.
El Ministro de España se incorporó en las
almohadas, y al faldero, suspendiéndole por las
lanas del cuello, espatarró en la alfombra:
—¿Qué dices?
El Curro afligió la cara:
—¡Isabelita, un sinapismo para puesto en el
rabo!—¿Dónde tenías mis cartas?
—En una valija con siete candados
mecánicos.
—¡Nos conocemos, Curro! Te vienes con
ese infundio idiota para sacarme dinero.
—¡Que no es combina, Isabelita!
—¡Curro, tú te pasas de sinvergüenza!
—Isabelita, agradezco el requiebro, pero en
esta corrida sólo es empresa el Licenciado
López de Salamanca.
—¡Currito, eres un canalla!
—¡Que me coja un toro y me mate!
—¡Esas cartas se queman! ¡Deben
quemarse! ¡Es lo correcto!
—Pero siempre se guardan.
—¡Si anda en esto la mano del Presidente!
¡No quiero pensarlo! ¡Es una situación muy
difícil y muy complicada!
——¿Me dirás que es la primera en que te
ves?—¡No me exasperes! En las circunstancias
actuales puede costar-me la pérdida de la
carrera.
—¡Acude al quite!
—Estoy distanciado del Gobierno.
—Pues te arrimas al morlaco y lo pasas de
muleta. ¡Mi alma, que no sabes tú hacer eso!
El representante de Su Majestad Católica
echó los pies fuera de la cama, agarrándose la
cabeza:
—¡Si trasciende a los periódicos se me crea
una situación imposible! ¡Cuando menos su
silencio me cuesta un riñón y mitad del otro!
—Dale changüí a Tirano Banderas.
El Ministro de España se levantó apretando
los puños:
—¡No sé cómo no te araño!
—Una duda muy meritoria.
—¡Currito, eres un canalla! Todo esto son
gaterías tuyas para sacarme dinero, y me están
atormentando.
—Isabelita, ¿ves estas cruces? Te hago
juramento por lo más sagrado.
El Barón repitió, temoso:
—¡Eres un canalla!
—Deja esa alicantina. Te lo juro por el
escapulario que mi madre, pobrecita, me puso
al salir de la adorada España.
El Curro se había conmovido con un eco
sentimental de copla andaluza. Su Excelencia
apuntaba una llama irónica en el azulino
horizonte de sus ojos huevones:
—Bueno, sírveme de azafata.
—¡Sinvergonzona!
III
El representante de Su Majestad Católica,
perfumado y acicalado, acudió al salón donde
hacía espera Don Celes. Un pesimismo sensual
y decadente, con lemas y apostillas literarias,
retocaba, como otro afeite, el perfil psicológico
del carcamal diplomático, que en los posos de
su conciencia sublimaba resabios de amor, con
laureles clásicos: Frecuentemente, en el trato
social, traslucía sus aberrantes gustos con el
libre cinismo de un elegante en el Lacio: Tenía
siempre pronta una burla de amables
epigramas para los jóvenes colegas
incomprensivos, sin fantasía y sin
humanidades: Insinuante, con indiscreta
confidencia, se decía sacerdote de Hebe y de
Ganímedes. Bajo esta apariencia de frívolo
cinismo, prosperaban alarde y engaño, porque
nunca pudo sacrificar a Hebe. El Barón de
Benicarlés mimaba aquella postiza afición
flirteando entre las damas, con un vacuo
cotorreo susurrante de risas, reticencias e
intimidades. Para las madamas era encantador
aquel pesimismo de casaca diplomática,
aquellos giros disertantes y parabólicos de los
guantes londinenses, rozados de frases
ingeniosas diluidas en una sonrisa de oros
odontálgicos. Aquellas agudezas eran motivo
de gorjeos entre las jamonas otoñales: El
mundo podía ofrecer un hospedaje más
confortable, ya que nos tomamos el trabajo de
nacer. Sería conveniente que hubiese menos
tontos, que no doliesen las muelas, que los
banqueros cancelasen sus créditos. La edad de
morir debía ser una para todos, como la quinta
militar. Son reformas sin espera, y con relación
a las técnicas actuales, está anticuado el Gran
Arquitecto. Hay industriales yanquis y
alemanes que promoverían grandes mejoras en
el orden del mundo si estuviesen en el Consejo
de Administración. El Ministro de Su Majestad
Católica tenía fama de espiritual en el corro de
las madamas, que le tentaban en vano
poniéndole los ojos tiernos.
IV
—¡Querido Celes!
Al penetrar en el salón con sonrisa belfona
recataba la congoja del ánimo, estarcido de
suspicacias: ¡Don Celes! ¡Las cartas! ¡La mueca
del Tirano! Un circunflejo del pensamiento
sellaba la tríada con intuición momentánea, y el
carcamal rememoraba su epistolario amoroso, y
la dolorosa inquietud de otro disgusto lejano,
en una Corte de Europa. El ilustre gachupín era
en el estrado, con el jipi y los guantes sobre la
repisa de la botarga: Bombón y badulaque,
tendida la mano, en el salir de la penumbra
dorada, se detuvo, fulmina-do por el ladrido
del faldero, que arisco y mimoso, sacaba el
agudo flautín entre las zancas de Su Excelencia:
—No quiere reconocerme por amigo.
Don Celes, como en un pésame, estrechó
largamente la mano del carcamal, que le animó
con gesto de benévola indiferencia:
—¡Querido Celes, trae usted cara de
grandes sucesos!
—Estoy, mi querido amigo,
verdaderamente atribulado.
El Barón de Benicarlés le interrogó con una
mueca de suripanta:
—¿Qué ocurre?
—Querido Mariano, me causa una gran
mortificación dar este paso. Créamelo usted.
Pero las críticas circunstancias por que
atraviesan las finanzas del país me obligan a
recoger numerario.
El Ministro de Su Majestad Católica, falso y
declamatorio, estrechó las manos del ilustre
gachupín:
—Celes, es usted el hombre más bueno del
mundo. Estoy viendo lo que usted sufre al
pedirme su plata. Hoy se me ha revelado su
gran corazón. ¿Sabe usted las últimas noticias de España?
—¿Pero hubo paquete?
—Me refiero al cable.
—¿Hay cambio político?
—El Posibilismo en Palacio.
—¿De veras? No me sorprende. Eran mis
noticias, pero los sucesos han debido
anticiparse.
—Celes, usted será Ministro de Hacienda.
Acuérdese usted de este desterrado y venga un
abrazo.
—¡Querido Mariano!
—¡Qué digna coronación de su vida,
Celestino!
Falso y confidencial, hizo sentar en el sofá
al orondo ricacho, y, sacando la cadera,
cotorrón, tomó asiento a su lado. La botarga del
gachupín se inflaba complacida. Emilio le
llamaría por cable. ¡La Madre Patria! Se sintió
con una conciencia difusa de nuevas
obligaciones, una respetabilidad adiposa de
personaje. Experimentaba la extraña sensación de que su sombra creciese desmesurada-mente,
mientras el cuerpo se achicaba. Enternecíase. Le
sonaban eufónicamente escandidas palabras —
Sacerdocio, Ponencia, Parlamento,
Holocausto—. Y adoptaba un lema: ¡Todo por
mi Patria! Aquella matrona entrada en carnes,
corona, rodela y estoque, le conmovía como
dama de tablas que corta el verso en la tramoya
de candilejas, bambalinas y telones. Don Celes
sentíase revestido de sagradas ínfulas y
desplegaba petulante la curva de su destino con
casaca bordada, como el pavo real la fábula de
su cola. Fatuas imágenes y suspicacias de
negociante compendiaban sus larvados
arabescos en fugas colmadas de resonancias. El
ilustre gachupín temía la mengua de sus lucros,
si trocaba la explotación de cholos y morenos
por el servicio de la Madre Patria. Se tocó el
pecho y sacó la cartera:
—¡Querido Mariano, real y
verdaderamente, en las circunstancias por que
atraviesa este país, con la incertidumbre y poca fijeza de sus finanzas, me representa un grave
quebranto la radicación en España! ¡Usted me
conoce, usted sabe todo lo que me violenta
apremiarle, usted, dándose cuenta de mi buena
voluntad, no me creará una situación
embarazosa!...
El Barón de Benicarlés, con apagada
sonrisa, tiraba de las orejas a Merlín:
—¡Carísimo Celestino, pero si está usted
haciendo mi rol! Sus disculpas, todas sus
palabras, las hago mías. No es a usted a quien
corresponde hablar así. ¡Carísimo Celestino, no
me amenace usted con la cartera que me da
más miedo que una pistola! ¡Guárdesela para
que sigamos hablando! Tengo en venta una
masía en Alicante. ¿Por qué no se decide usted
y me la compra? Sería un espléndido regalo
para su amigo el elocuente tribuno. Decídase
usted, que se la doy barata.
Don Celes Galindo entornaba los ojos,
abierta una sonrisa de oráculo entre las patillas
de canela.
V
El ilustre gachupín extravagaba por los más
encumbrados limbos la voluta del
pensamiento: Investido de conciencia histórica,
pomposo, apesadumbrado, discernía como un
deshonor rojo y gualda el epistolario del
Ministro de Su Majestad Católica al Currito de
Se-villa. ¡Aberraciones! Y subitánea, en un silo
de sombra taciturna, atisbó la mueca de Tirano
Banderas. ¡Aberraciones! El verde mohín
trituraba las letras. Y Don Celes, con mentales
votos de hijo predilecto, ofrecía el sonrojo de su
calva panzona en holocausto de la Madre
Patria. El impulso de imponerle un parche en
las vergüenzas le inundó generoso, calde, con
el latido entusiasta de la onda sanguínea en los
brindis y aniversarios nacionales. La botarga
del ricacho era una boya de ecos magnánimos.
El Barón, de media anqueta en el sofá,
cristalizaba los ambiguos caramelos de una
sonrisa protocolaria. Don Celestino le tendió la
mano condolido, piadoso, tal corno su lienzo en
el Vía-Crucis la María Verónica:
—Yo he vivido mucho. Cuando se ha
vivido mucho, se adquiere cierta filosofía para
considerar las acciones humanas. Usted me
comprende, querido Mariano.
—Todavía no.
El Barón de Benicarlés, limitaba el azul
horizonte de los ojos huevones, entornando los
párpados. Don Celes cambió toda la cara en un
gran gesto abismado y confidencial:
—Ayer, la policía, en mi opinión
propasándose, ha efectuado la detención de un
súbdito español y practicado un registro en sus
petacas..
Ya
digo,
en
mi
opinión,
extralimitándose.
El carcamal diplomático asintió con
melindre displicente:
—Acabo de enterarme. Me ha visitado con
ese mismo duelo Currito Mi-Alma.
El Ministro de Su Majestad Católica
sonreía, y sobre la crasa rasura, el colorete,
abriéndose en grietas, tenía un sarcasmo de
careta chafada. Se consternó Don Celes:
—Mariano, es asunto muy grave. Precisa
que, puestos de acuerdo, lo silenciemos.
—¡Carísimo Celestino, es usted una virgen
inocente! Todo eso carece de importancia.
En la liviana contracción de su máscara, el
colorete seguía abriéndose, con nuevas roturas.
Don Celes acentuaba su gesto confidencial:
—Querido Mariano, mi deber es prevenirle.
Esas cartas están en poder del General
Banderas. Acaso violo un secreto político, pero
usted, su amistad, y la Patria... ¡Querido
Mariano, no podemos, no debemos olvidarnos
de la Patria! Esas cartas actúan en poder del
General Banderas.
—Me satisface la noticia. El Señor
Presidente es bien seguro que sabrá guardarlas.
El Barón de Benicarlés acogíase en una
actitud sibilina de hierofante en sabias
perversidades. Insistía Don Celes, un poco
captado por aquel tono:
—Querido Mariano, ya he dicho que no
juzgo de esas cartas, pero mi deber es
prevenirle.
—Y se lo agradezco. Usted, ilustre amigo,
se deja arrebatar de la imaginación, Crea usted
que esas cartas no tienen la más pequeña
importancia.
—Me alegraría que así fuese. Pero temo un
escándalo, querido Mariano.
—¿Puede ser tanta la incultura de este
medio social? Sería perfectamente ridículo.
Don Celes se avino, marcando con un gesto
su avenencia.
—Indudablemente; pero hay que silenciar
el escándalo.
El Barón de Benicarlés entornaba los ojos,
relamido de desdenes:
—¡Un devaneo! Ese Currito, le confieso a
usted que me ha tenido interesado. ¿Usted le
conoce? ¡Vale la pena!
Hablaba con tan amable sonrisa, con un
matiz británico de tan elegante indiferencia,
que el asombrado gachupín no tuvo ánimos
para sacar del fuelle los grandes gestos.
Fallidos todos, murmuró jugando con los
guantes:
—No, no le conozco. Mariano, mi consejo
es que debe usted tener amigo al General.
—¿Cree usted que no lo sea?
—Creo que debe usted verle.
—Eso, sí, no dejaré de hacerlo.
—Mariano, hágalo usted, se lo ruego, en
nombre de la Madre Patria. Por ella, por la
Colonia. Ya usted conoce sus componentes,
gente inculta, sin complicaciones, sin cultura. Si
el cable comunica alguna novedad política...
—Le tendré a usted al corriente, y le repito
mi enhorabuena. Es usted un gran hombre
plutarquiano. Adiós, querido Celes.
—Vea usted al Presidente.
—Le veré esta tarde.
—Con esa promesa me retiro satisfecho.
VI
Currito Mi-Alma salió rompiendo cortinas
y, por decirlo en su verba, más postinero que
un ocho:
—¡Has estado pero que muy buena,
Isabelita!
El Barón de Benicarlés le detuvo con áulico
aspaviento, la estampa fondona y gallota, toda
conmovida:
—¡Me parece una inconveniencia ese
espionaje!
—¡Mírame este ojo!
—Muy seriamente.
—¡No seas panoli!
Los cedros y los mirtos del jardín
trascendían remansadas penumbras de verdes
acuarios a los estores del salón, apenas
ondulados por la brisa perfumada de nardos. El
jardín de la virreina era una galante geometría de fuentes y mirtos, estanques y ordenados
senderos: Inmóviles cláusulas de negros espejos
pautaban los estanques, entre columnatas de
cipreses. El Ministro de Su Majestad Católica,
con un destello de orgullo en el azul porcelana
de las pupilas, volvió la espalda al rufo, y
recluyéndose en el calmo mirador colonial, se
incrustaba el monóculo bajo la ceja. Trepaban
del jardín verdes de una enredadera, y era
detrás de los cristales toda la sombra verde del
jardín. El Barón de Benicarlés apoyó la frente en
la vidriera: Elegantona, atildada, britanizante,
la figura dibujaba un gran gesto preocupado. El
Curro y Merlín, cada cual desde su esquina, le
contemplaban sumido en la luz acuaria del
mirador; en la curva rotunda, labrada de
olorosas maderas, con una evocación de lacas
orientales y borbónicas, de minué bailado por
Visorreyes y Princesas Flor de Almendro. El
Curro rompió el encanto escupiendo,
marchoso, por el colmillo:
—¡Isabelita, prenda, así te despeines, o te
subas el moño, para menda lo mismo que la
Biblia del Padre Garulla! Isabelita, hay que
mover los pinreles y darse la lengua con Tirano
Banderas.
—¡Canalla!
—¡Isabelita, evitémonos un solfeo!
La nota
Libro Tercero
I
El Excelentísimo Señor Ministro de España
había pedido el coche para las seis y media. El
Barón de Benicarlés, perfumado, maquillado,
decorado, vestido con afeminada elegancia,
dejó sobre una consola el jipi, el junco y los
guantes: Haciéndose lugar en el corsé con un
movimiento de cintura, volvió sobre sus pasos,
y entró en la recámara: Alzóse una pernera, con
mimo de no arrugarla, y se aplicó una
inyección de morfina. Estirando la zanca con
leve cojera, volvió a la consola y se puso, frente
al espejo, el sombrero y los guantes. Los ojos
huevones, la boca fatigada, diseñaban en
fluctuantes signos los toboganes del
pensamiento. Al calzarse los guantes, veía los
guantes amarillos de Don Celes. Y, de repente,
otras imágenes salta-ron en su memoria, con
abigarrada palpitación de sueltos toretes en un redondel. Entre ángulos y roturas gramaticales,
algunas palabras se encadenaban con vigor
epigráfico: —Desecho de tienta. Cría de
Guisando. ¡Graníticos!— Sobre este trampolín,
un salto mortal, y el pensamiento quedaba en
una suspensión ingrávida, gaseado: —¡Don
Celes! ¡Asno divertido! ¡Magnífico!— El
pensamiento, diluyéndose en una vaga
emoción jocosa, se trasmudaba en sucesivas
intuiciones plásticas de un vigoroso grafismo
mental, y una lógica absurda de sueño. Don
Celes, con albarda muy gaitera, hacía monadas
en la pista de un circo. Era realmente el orondo
gachupín. ¡Qué toninada! Castelar le había
hecho creer que cuando gobernase lo llamaría
para Ministro de Hacienda.
El Barón se apartó de la consola, cruzó el
estrado y la galería, dio una orden a su ayuda
de cámara, bajó la escalera. Le inundó el tu-
multo luminoso del arroyo. El coche llegaba
rozando el azoguejo. El cochero inflaba la cara
teniendo los caballos. El lacayo estaba a la portezuela, inmovilizado en el saludo: Las
imágenes tenían un valor aislado y extático, un
relieve lívido y cruel, bajo el celaje de cirrus,
dominado por media luna verde. El Ministro de
España, apoyando el pie en el estribo, diseñaba
su pensamiento con claras palabras mentales:
—Si surge una fórmula, no puedo
singularizarme, cubrir-me de ridículo por
cuatro abarroteros. ¡Absurdo arrostrar el
entredicho del Cuerpo Diplomático!
¡Absurdo!— Rodaba el coche. El Barón,
maquinalmente, se llevó la mano al sombrero.
Luego pensó: —Me han saludado. ¿Quién
era?—. Con un esguince anguloso y oblicuo vio
la calle tumultuosa de luces y músicas.
Banderas españolas decoraban sobre pulperías
y casas de empeño. Con otro esguince le acudió
el recuerdo de una fiesta avinatada y cerril, en
el Casino Español. Luego, por rápidos
toboganes de sombra, descendía a un remanso
de la conciencia, donde gustaba la sensación
refinada y te-diosa de su aislamiento. En
aquella sima, números de una gramática rota y
llena de ángulos, volvían a inscribir los
poliedros del pensamiento, volvían las
cláusulas acrobáticas encadenadas por ocultos
nexos: —Que me destinen al Centro de África.
Donde no haya Colonia Española... ¡Vaya, Don
Celes! ¡Grotesco personaje!... ¡Qué idea la de
Castelar!... Estuve poco humano. Casi me pesa.
Una broma pesada... Pero ése no venía sin los
pagarés. Estuvo bien haberle parado en seco.
¡Un quiebro oportuno! Y la deuda debe de
subir un pico... Es molesto. Es denigrante. Son
irrisorios los sueldos de la Carrera. Irrisorios
los viáticos.
II
El coche, bamboleando, entraba por la
Rinconada de Madres. Corrían gallos. El
espectáculo se proyectaba sobre un silencio
tenso, cortado por ráfagas de popular algazara.
El Barón alzó el monóculo para mirar a la
plebe, y lo dejó caer. Con una proyección
literaria, por un nexo de contrarios, recordó su
vida en las Cortes Europeas. Le acarició un
cefirillo de azahares. Rozaba el coche las tapias
de un huerto de monjas. El cielo tenía una luz
verde, como algunos ciclos del Veronés. La
Luna, como en todas partes, un halo de versos
italianos, ingleses y franceses. Y el carcamal
diplomático, sobre la reminiscencia pesimista y
sutil de su nostalgia, triangulaba difusos,
confusos, plurales pensamientos.
—
¡Explicaciones! ¿Para qué? Cabezas de
berroqueña—. Por sucesivas derivaciones, en
una teoría de imágenes y palabras cargadas de
significación, como palabras cabalísticas, intuyó
el ensueño de un viaje por países exóticos.
Recaló en su colección de marfiles. El ídolo
panzudo y risueño, que ríe con la panza
desnuda, se parece a Don Celes. Otra vez los
poliedros del pensamiento se inscriben en
palabras: —Va a dolerme dejar el país. Me llevo
muchos recuerdos. Amistades muy gentiles.
Me ha dado miel y acíbar. La vida, igual en
todas partes... Los hombres valen más que las
mujeres. Sucede como en Lisboa. Entre los
jóvenes hay verdaderos Apolos... Es posible
que me acompañe ya siempre la nostalgia de
estos climas tropicales. ¡Hay una palpitación
del desnudo!— El coche rodaba. Portalitos de
Jesús, Plaza de Armas, Monotombo, Rinconada
de Madres, tenían una luminosa palpitación de
talabartería, filigranas de plata, ruedas de
facones, tableros de suertes, vidrios en sartales.
III
Frente a la Legación Inglesa había un
guiñol de mitote y puñales. El coche llegaba
rozando la acera. El cochero inflaba la cara
reteniendo los caballos. El lacayo estaba en la
portezuela, inmovilizado en un saludo. El
Barón, al apearse, distinguió vagamente a una
mujer con rebocillo: Abría la negra tenaza de
los brazos, acaso le requería. Se borró la
imagen. Acaso la vieja luchaba por llegar al
coche. El Barón, deteniéndose un momento en
el estribo, esparcía los ojos sobre la fiesta de la
Rinconada. Entró en la Legación. Un momento
creyó que le llamaban, indudablemente le
llamaban. Pero no pudo volver la cabeza: Dos
Ministros, dos oráculos del protocolo, le
retenían con un saludo, levantándose al mismo
tiempo los sombreros: Estaban en el primer
peldaño de la escalera, bajo la araña destellante
de luces, ante el espejo que proyectaba las
figuras con una geometría oblicua y
disparatada. El Barón de Benicarlés respondía
quitándose a su vez el sombrero, distraído,
alejado el pensamiento. La vieja, los brazos
como tenazas bajo el rebocillo, iniciaba su
imagen. Pasó también perdido bajo el recuerdo
el eco de su propio nombre, la voz que acaso le
llamaba. Maquinalmente sonrió a las dos
figuras, en su espera bajo la araña fulgurante.
Cambiando cortesías y frases amables, subió la
escalera entre los Ministros de Chile y del
Brasil. Murmuró engordando las erres con una fuga de nasales amables y protocolarias:
—Creo que nosotros estamos los primeros.
Se miró los pies con la vaga inquietud de
llevar recogida una pierna del pantalón. Sentía
la picadura de la morfina. Se le aflojaba una
liga. ¡Catastrófico! ¡Y el Ministro del Brasil se
había puesto los guantes amarillos de Don
Celes!
IV
El Decano del Cuerpo Diplomático —Sir
Jonnes H. Scott, Ministro de la Graciosa
Majestad Británica— exprimía sus escrúpulos
puritanos en un francés lacio, orquestado de
haches aspiradas. Era pequeño y tripudo, con
un vientre jovial y una gran calva de patriarca:
Tenía el rostro encendido de bermejo cándido,
y una punta de maliciosa suspicacia en el azul
de los ojos, aún matinales de juegos e infancias:
—Inglaterra ha manifestado en diferentes
actuaciones el disgusto con que mira el
incumplimiento de las más elementales Leyes
de Guerra. Inglaterra no puede asistir
indiferente al fusilamiento de prisioneros,
hecho con violación de codas las normas y
conciertos entre pueblos civilizados.
La Diplomacia Latino-Americana
concertaba un aprobatorio murmullo,
amueblando el silencio cada vez que
humedecía los labios en el refresco de brandy-
soda el Honorable Sir Jonnes H. Scott. El
Ministro de España, distraído en un flirt
sentimental, paraba los ojos sobre el Ministro
del Ecuador, Doctor Aníbal Roncali —un criollo
muy cargados de electricidad, rizos prietos,
ojos ardientes, figura gentil, con cierta emoción
fina y endrina de sombra chinesca—. El
Ministro de Alemania, Von Estrug, cambiaba
en voz baja alguna interminable palabra
tudesca con el Conde Chrispi, Ministro de
Austria. El representante de Francia engallaba
la cabeza, con falsa atención, media cara en el
reflejo del monóculo. Se enjugaba los labios y proseguía el Honorable Sir Jonnes:
—Un sentimiento cristiano de solidaridad
humana nos ofrece a todos el mismo cáliz para
comulgar en una acción conjunta y recabar el
cumplimiento de la legislación internacional al
respecto de las vidas y canje de prisioneros. El
Gobierno de la República, sin duda, no desoirá
las indicaciones del Cuerpo Diplomático. El
Representante de Inglaterra tiene trazada su
norma de conducta, pero tiene al mismo tiempo
un particular interés en oír la opinión del
Cuerpo Diplomático. Señores Ministros, éste es
el objeto de la reunión. Les presento mis
mejores excusas, pero he creído un deber
convocarles, como decano.
La Diplomacia Latino-Americana
prolongaba su blando rumor de eses
laudatorias, felicitando al Representante de Su
Graciosa Majestad Británica. El Ministro del
Brasil, figura redonda, azabachada, expresión
asiática de mandarín o de bonzo, tomó la
palabra, acordando sus sentimientos a los del Honorable Sir Jonnes H. Scott. Accionaba
levantando los guantes en ovillejo. El Barón de
Benicarlés sentía una profunda contrariedad: El
revuelo de los guantes amarillos le estorbaba el
flirteo. Dejó su asiento, y con una sonrisa
mundana, se acercó al Ministro Ecuatoriano:
—El colega brasileño se ha venido con unas
terribles lubas de canario.
Explicó el Primer Secretario de la Legación
Francesa, que actuaba de Ministro:
—Son crema. El último grito en la Corte de
Saint James.
El Barón de Benicarlés evocó con cierta
irónica admiración el recuerdo de Don Celes. El
Ministro del Ecuador, que se había puesto en
pie, agitados los rizos de ébano, hablaba
verboso. El Barón de Benicarlés, gran
observante del protocolo, tenía una sonrisa de
sufrimiento y simpatía ante aquella
gesticulación y aquel raudal de metáforas. El
Doctor Aníbal Roncali proponía que los
diplomáticos hispano-americanos celebrasen
una reunión previa bajo la presidencia del
Ministro de España: Las águilas jóvenes que
tendían las alas para el heroico vuelo,
agrupadas en torno del águila materna. La
Diplomacia Latino-Americana manifestó su
conformidad con murmullos. El Barón de
Benicarlés se inclinó: Agradecía el honor en
nombre de la Madre Patria. Después,
estrechando la mano prieta del ecuatoriano,
entre sus manos de odalisca, se explicó
dengoso, la cabeza sobre el hombro, un almíbar
de monja la sonrisa, un derretimiento de
camastrón la mirada:
—¡Querido colega, sólo acepto viniendo
usted a mi lado como Secretario!
El Doctor Aníbal Roncali experimentó un
vivo deseo de libertase la mano que
insistentemente le retenía el Ministro de
España: Se inquietaba con una repugnancia
asustadiza y pueril: Recordó de vieja pintada
que le llamaba desde una esquina, cuando iba
al Liceo. ¡Aquella vieja terrible, insistente como un tema de gramática! Y el carcamal,
reteniéndole la mano, parecía que fuese a
sepultarla en pecho: Hablaba ponderativo,
extasiando los ojos con un cinismo turbador. El
Ministro Ecuatoriano hizo un esfuerzo y se
soltó:—Un momento, Señor Ministro. Tengo que
saludar a Sir Scott.
El Barón de Benicarlés se enderezó,
poniéndose el monóculo:
—Me debe usted una palabra, querido
colega.
El Doctor Aníbal Roncali asintió, agitando
los rizos, y se alejó con una extraña sensación
en la espalda, como si oyese el siseo de aquella
vieja pintada, cuando iba a las aulas del Liceo:
Entró en el corro, donde recibía felicitaciones el
evangélico Plenipotenciario de Inglaterra. El
Barón, erguido, sintiéndose el corsé, ondulando
las caderas, se acercó al Embajador de
Norteamérica. Y el flujo de acciones
extravagantes al núcleo que ofrecía incienso a la diplomacia británica, atrajo al formidable
Von Estrug, Representante del Imperio
Alemán. Satélite de su órbita era el azafranado
Conde Chrispi, Representante del Imperio
Austro-Húngaro. Habló confidencial el yanqui:
—El Honorable Sir Jonnes Scott ha
expresado elocuentemente los sentimientos
humanitarios que animan al Cuerpo
Diplomático. Indudablemente. ¿Pero puede ser
justificativo para intervenir, si-quiera sea
aconsejando, en la política interior de la
República? La República, sin duda, sufre una
profunda conmoción revolucionaria, y la
represión ha de ser concordante. Nosotros
presenciamos las ejecuciones, sentimos el ruido
de las descargas, nos tapamos los oídos,
cerramos los ojos, hablamos de aconsejar...
Señores, somos demasiado sentimentales. El
Gobierno del General Banderas, responsable y
con elementos suficientes de juicio, estimará
necesario todo el rigor. ¿Puede el Cuerpo
Diplomático aconsejar en estas circunstancias?
El Ministro de Alemania, semita de casta,
enriquecido en las regiones bolivianas del
caucho, asentía con impertinencia políglota, en
español, en inglés, en tudesco. El Conde
Chrispi, severo y calvo, también asentía,
rozando con un francés muy puro, su bigote de
azafrán. El Representante de Su Majestad
Católica fluctuaba. Los tres diplomáticos, el
yanqui, el alemán, el austriaco, ensayando el
terceto de su mutua discrepancia, poníanle
sobre los hilos de una intriga, y experimentaba
un dolor sincero, reconociendo que en aquel
mundo, su mundo, todas las cábalas se hacían
sin contar con el Ministro de España. El
Honorable Sir Jonnes H. Scott había vuelto a
tomar la palabra:
—Séame permitido rogar a mis amables
colegas de querer ocupar sus puestos.
Los discretos conciliábulos se dispersaban.
Los Señores Ministros, al sentarse,
inclinándose, hablándose en voz baja,
producían un apagado murmullo babélico. Sir
Scott, con palabra escrupulosa de conciencia
puritana, volvía a ofrecer el cáliz colmado de
sentimientos humanitarios al Honorable
Cuerpo Diplomático. Tras prolija discusión se
redactó una Nota. La firmaban veintisiete
Naciones. Fue un acto trascendental. El suceso,
troquelado con el estilo epigráfico y lacónico
del cable, rodó por los grandes periódicos del
mundo: —Santa Fe de Tierra Firme. El
Honorable Cuerpo Diplomático acordó la
presentación de una Nota al Gobierno de la
República. La Nota, a la cual se atribuye gran
importancia, aconseja el cierre de los expendios
de bebidas y exige el refuerzo de guardias en
las Legaciones y Bancos Extranjeros.
LA MUECA VERDE