V

Niño Santos se retiró de la ventana para

recibir a una endomingada diputación de la

Colonia Española: El abarrotero, el empeñista,

el chulo del braguetazo, el patriota jactancioso,

el doctor sin reválida, el periodista hampón, el

rico mal afamado, se inclinaban en hilera ante

la momia taciturna con la verde salivilla en el

canto de los labios. Don Celestino Galindo,

orondo, redondo, pedante, tomó la palabra, y

con aduladoras hipérboles saludó al glorioso

pacificador de Zamalpoa:

—La Colonia Española eleva sus homenajes

al benemérito patricio, raro ejemplo de virtud y

energía, que ha sabido restablecer el imperio

del orden, imponiendo un castigo ejemplar a la

demagogia revolucionaria. ¡La Colonia

Española, siempre noble y generosa, tiene una

oración y una lágrima para las víctimas de una

ilusión funesta, de un virus perturbador! Pero

la Colonia Española no puede menos de

reconocer que en el inflexible cumplimiento de

las leyes está la única salvaguardia del orden y

el florecimiento de la República.

La fila de gachupines asintió con

murmullos: Unos eran toscos, encendidos y

fuertes: Otros tenían la expresión cavilosa y

hepática de los tenderos viejos: Otros,

enjoyados y panzudos, exudaban zurda

pedancia. A todos ponía un acento de familia el

embarazo de las manos con guantes. Tirano

Banderas masculló estudiadas cláusulas de

dómine:

—Me congratula ver cómo los hermanos de

raza aquí radicados, afirmando su fe

inquebrantable en los ideales de orden y

progreso, responden a la tradición de la Madre

Patria. Me congratula mucho este apoyo moral

de la Colonia Hispana. Santos Banderas no

tiene la ambición de mando que le critican sus

adversarios: Santos Banderas les garanta que el

día más feliz de su vida será cuando pueda

retirarse y sumirse en la oscuridad a labrar su predio, como Cincinato. Crean, amigos, que

para un viejo son fardel muy pesado las

obligaciones de la Presidencia. El gobernante,

muchas veces precisa ahogar los sentimientos

de su corazón, porque el cumplimiento de la

ley es la garantía de los ciudadanos

trabajadores y honrados: El gobernante, llegado

el trance de firmar una sentencia de pena

capital, puede tener lágrimas en los ojos, pero a

su mano no le está permitido temblar. Esta

tragedia del gobernante, como les platicaba

recién, es superior a las fuerzas de un viejo.

Entre amigos tan leales, puedo declarar mi

flaqueza, y les garanto que el corazón se me

desgarraba al firmar los fusilamientos de

Zamalpoa. ¡Tres noches he pasado en vela!

—¡Atiza!

Se descompuso la ringla de gachupines.

Los charolados pies juanetudos cambiaron de

loseta. Las manos, enguantadas y torponas, se

removieron indecisas, sin saber dónde posarse.

En un tácito acuerdo, los gachupines jugaron

con las brasileñas leontinas de sus relojes.

Acentuó la momia:

—¡Tres días con sus noches en ayuno y en

vela!—¡Arrea!

Era el que tan castizo apostillaba un

vinatero montañés, chaparro y negrote, con el

pelo en erizo, y el cuello de toro desbordante

sobre la tirilla de celuloide: La voz fachendosa

tenía la brutalidad intempestiva de una claque

de teatro. Tirano Banderas sacó la petaca y

ofreció a todos su picadura de Virginia:

—Pues, como les platicaba, el corazón se

destroza, y las responsabilidades de la

gobernación llegan a constituir una carga

demasiado pesada. Busquen al hombre que

sostenga las finanzas, al hombre que encauce

las fuerzas vitales del país. La República, sin

duda, tiene personalidades que podrán regirla

con más acierto que este viejo valetudinario.

Pónganse de acuerdo todos los elementos

representativos, así nacionales como

extranjeros...

Hablaba meciendo la cabeza de pergamino:

La mirada, un misterio tras las verdosas

antiparras. Y la ringla de gachupines

balanceaba un murmullo, señalando su

aduladora disidencia. Cacareó Don Celestino:

—¡Los hombres providenciales no pueden

ser reemplazados sino por hombres

providenciales!

La fila aplaudió, removiéndose en las

losetas, como ganado inquieto por la mosca.

Tirano Banderas, con un gesto cuáquero,

estrechó la mano del pomposo gachupín:

—Quédese, Don Celes, y echaremos un

partido de ranita.

—¡Muy complacido!

Tirano Banderas, trasmudándose sobre su

última palabra, hacía a los otros gachupines un

saludo frío y parco:

—A ustedes, amigos, no quiero distraerles

de sus ocupaciones. Me dejan mandado.

VI

Una mulata entrecana, descalza, temblona

de pechos, aportó con el refresco de limonada y

chocolate, dilecto de frailes y corregidores,

cuando el virreinato. Con tintín de plata y

cristales en las manos prietas, miró la mucama

al patroncito, dudosa, interrogante. Niño

Santos, con una mueca de la calavera, le indicó

la mesilla de campamento que, en el vano de

un arco, abría sus compases de araña. La

mulata obedeció haldeando. Sumisa, húmeda,

lúbrica, se encogía y deslizaba. Mojó los labios

en la limonada Niño Santos:

—Consecutivamente, desde hace cincuenta

años, tomo este refresco, y me prueba muy

medicinal... Se lo recomiendo, Don Celes.

Don Celes infló la botarga:

—¡Cabal, es mi propio refresco! Tenemos

los gustos parejos, y me siento orgulloso.

¡Cómo no!

Tirano Banderas, con gesto huraño, esquivó

el humo de la adulación, las volutas enfáticas.

Manchados de verde los cantos de la boca, se

encogía en su gesto soturno:

—Amigo Don Celes, las revoluciones, para

acabarlas de raíz, precisan balas de plata.

Reforzó campanudo el gachupín:

—¡Balas que no llevan pólvora ni hacen

estruendo!

—La momia acogió con una mueca

enigmática:

—Ésas, amigo, que van calladas, son las

mejores. En toda revolución hay siempre dos

momentos críticos: El de las ejecuciones

fulminantes, y el segundo momento, cuando

convienen las balas de plata. Amigo Don Celes,

recién esas balas, nos ganarían las mejores

batallas. Ahora la política es atraerse a los

revolucionarios. Yo hago honor a mis

enemigos, y no se me oculta que cuentan con

muchos elementos simpatizantes en las vecinas

Repúblicas. Entre los revolucionarios, hay

científicos que pueden con sus luces laborar en

provecho de la Patria. La inteligencia merece respeto. ¿No le parece, Don Celes?

Don Celes asentía con el grasiento arrebol

de una sonrisa:

—Es un todo de acuerdo. ¡Cómo no!

—Pues para esos científicos quiero yo las

balas de plata: Hay entre ellos muy buenas

cabezas que lucirían en cotejo con las

eminencias del Extranjero. En Europa, esos

hombres pueden hacer estudios que aquí nos

orienten. Su puesto está en la Diplomacia... En

los Congresos Científicos... En las Comisiones

que se crean para el Extranjero.

Ponderó el ricacho:

—¡Eso es hacer política sabia!

Y susurró confidencial Generalito

Banderas:

—Don Celes, para esa política preciso un

gordo amunicionamiento de plata. ¿Qué dice el

amigo? Séame leal, y que no salga de los dos

ninguna cosa de lo hablado. Le tomo por

consejero, reconociendo lo mucho que vale.

Don Celes soplábase los bigotes

escarchados de brillantina y aspiraba, deleite de

sibarita, las auras barberiles que derramaba en

su ámbito. Resplandecía, como búdico vientre,

el cebollón de su calva, y esfumaba su

pensamiento un sueño de orientales mirajes: La

contrata de vituallas para el Ejército Libertador.

Cortó el encanto Tirano Banderas:

—Mucho lo medita, y hace bien, que el

asunto tiene coda la importancia.

Declamó el gachupín, con la mano sobre la

botarga:

—Mi fortuna, muy escasa siempre, y estos

tiempos harto quebrantada, en su corta medida

está al servicio del Gobierno. Pobre es mi

ayuda, pero ella representa el fruto del trabajo

honrado en esta tierra generosa, a la cual amo

como a una patria de elección.

Generalito Banderas interrumpió con el

ademán impaciente de apartarse un tábano:

—¿La Colonia Española no cubriría un

empréstito?

—La Colonia ha sufrido mucho estos

tiempos. Sin embargo, teniendo en cuenta sus

vinculaciones con la República...

El Generalito plegó la boca, reconcentrado

en un pensamiento:

—¿La Colonia Española comprende hasta

dónde peligran sus intereses con el ideario de

la Revolución? Si lo comprende, trabájela usted

en el sentido indicado. El Gobierno sólo cuenta

con ella para el triunfo del orden: El país está

anarquizado por las malas propagandas.

Inflóse Don Celes:

—El indio dueño de la tierra es una utopía

de universitarios.

—Conformes. Por eso le decía que a los

científicos hay que darles puestos fuera del

país, adonde su talento no sea perjudicial para

la República. Don Celestino, es indispensable

un amunicionamiento de plata, y usted queda

comisionado para todo lo referente. Véase con

el Secretario de Finanzas. No lo dilate. El

Licenciadito tiene estudiado el asunto y le

pondrá al corriente: Discutan las garantías y resuelvan violento, pues es de la mayor

urgencia balear con plata a los revolucionarios.

¡El extranjero acoge las calumnias que propalan

las Agencias! Hemos protestado por la vía

diplomática para que sea coaccionada la

campaña de difamación, pero no basta. Amigo

Don Celes, a su bien tajada péñola le

corresponde redactar un documento que, con

las firmas de los españoles preeminentes, sirva

para ilustrar al Gobierno de la Madre Patria. La

Colonia debe señalar una orientación, hacerles

saber a los estadistas distraídos que el ideario

revolucionario es el peligro amarillo en

América. La Revolución representa la ruina de

los estancieros españoles. Que lo sepan allá,

que se capaciten. ¡Es muy grave el momento,

Don Celestino! Por rumores que me llegaron,

tengo noticia de cierta actuación que proyecta

el Cuerpo Diplomático. Los rumores son de

una protesta por las ejecuciones de Zamalpoa.

¿Sabe usted si esa protesta piensa suscribirla el

Ministro de España?

Al rico gachupín se le enrojeció la calva:

—¡Sería una bofetada a la Colonia!

—¿Y el Ministro de España, considera

usted que sea sujeto para esas bofetadas?

—Es hombre apático... Hace lo que le

cuesta menos trabajo. Hombre poco claro.

—¿No hace negocios?

—Hace deudas, que no paga. ¿Quiere usted

mayor negocio? Mira como un destierro su

radicación en la República.

—Qué se teme usted ¿una pendejada?

—Me la temo.

—Pues hay que evitarla.

El gachupín simuló una inspiración

repentina, con palmada en la frente panzona:

—La Colonia puede actuar sobre el

Ministro.

Dos Santos rasgó con una sonrisa su verde

máscara indiana:

—Eso se llama meter el tejo por la boca de

la ranita. Conviene actuar violento. Los

españoles aquí radicados tienen intereses

contrarios a las utopías de la Diplomacia. Todas

esas lucubraciones del protocolo suponen un

desconocimiento de las realidades americanas.

La Humanidad, para la política de estos países,

es una entelequia con tres cabezas: El criollo, el

indio y el negro. Tres Humanidades. Otra

política para estos climas es pura macana.

El gachupín, barroco y pomposo, le tendió

la mano:

—¡Mi admiración crece escuchándole!

—No se dilate, Don Celes. Quiere decirse

que se remite para mañana la invitación que le

hice. ¿A usted no le complace el juego de la

ranita? Es mi medicina para esparcir el ánimo,

mi juego desde chamaco, y lo practico todas las

tardes. Muy saludable, no arruina como otros

juegos.

El ricacho se arrebolada:

—¡Asombroso cómo somos de gustos

parejos!

—Don Celes, hasta lueguito.

Interrogó el gachupín:

—¿Lueguito será mañana?

Movió la cabeza Don Santos:

—Si antes puede ser, antes. Yo no duermo.

Encomió Don Celes:

—¡Profesor de energía, como dicen en

nuestro Diario!

El Tirano le despidió, ceremonioso,

desbaratada la voz en una cucaña de gallos.

VII

Tirano Banderas, sumido en el hueco de la

ventana, tenía siempre el prestigio de un pájaro

nocharniego. Desde aquella altura fisgaba la

campa donde seguían maniobrando algunos

pelotones de indios, armados con fusiles

antiguos. La ciudad se encendía de reflejos

sobre la marina esmeralda. La brisa era

fragante, plena de azahares y tamarindos. En el

cielo, remoto y desierto, subían globos de

verbena, con cauda de luces. Santa Fe celebraba

sus ferias otoñales, tradición que venía del

tiempo de los virreyes españoles. Por la conga del convento, saltarín y liviano, con

morisquetas de lechuguino, rodaba el quitrí de

Don Celes. La ciudad, pueril ajedrezado de

blancas y rosadas azoteas, tenía una luminosa

palpitación, acastillada en la curva del Puerto.

La marina era llena de cabrilleos, y en la

desolación azul, toda azul, de la tarde,

encendían su roja llamarada las cornetas de los

cuarteles. El quitrí del gachupín saltaba como

una araña negra, en el final solanero de Cuesta

Mostenses.

VIII

Tirano Banderas, agaritado en la ventana,

inmóvil y distante, acrecentaba su prestigio de

pájaro sagrado. Cuesta Mostenses flotaba en la

luminosidad del marino poniente, y un ciego

cribado de viruelas rasgaba el guitarrillo al pie

de los nopales, que proyectaban sus brazos

como candelabros de Jerusalén. La voz del

ciego desgarraba el calino silencio:

—Era Diego Pedernales de noble

generación, pero las obligaciones de su sangre

no siguió.

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