Niño Santos se retiró de la ventana para
recibir a una endomingada diputación de la
Colonia Española: El abarrotero, el empeñista,
el chulo del braguetazo, el patriota jactancioso,
el doctor sin reválida, el periodista hampón, el
rico mal afamado, se inclinaban en hilera ante
la momia taciturna con la verde salivilla en el
canto de los labios. Don Celestino Galindo,
orondo, redondo, pedante, tomó la palabra, y
con aduladoras hipérboles saludó al glorioso
pacificador de Zamalpoa:
—La Colonia Española eleva sus homenajes
al benemérito patricio, raro ejemplo de virtud y
energía, que ha sabido restablecer el imperio
del orden, imponiendo un castigo ejemplar a la
demagogia revolucionaria. ¡La Colonia
Española, siempre noble y generosa, tiene una
oración y una lágrima para las víctimas de una
ilusión funesta, de un virus perturbador! Pero
la Colonia Española no puede menos de
reconocer que en el inflexible cumplimiento de
las leyes está la única salvaguardia del orden y
el florecimiento de la República.
La fila de gachupines asintió con
murmullos: Unos eran toscos, encendidos y
fuertes: Otros tenían la expresión cavilosa y
hepática de los tenderos viejos: Otros,
enjoyados y panzudos, exudaban zurda
pedancia. A todos ponía un acento de familia el
embarazo de las manos con guantes. Tirano
Banderas masculló estudiadas cláusulas de
dómine:
—Me congratula ver cómo los hermanos de
raza aquí radicados, afirmando su fe
inquebrantable en los ideales de orden y
progreso, responden a la tradición de la Madre
Patria. Me congratula mucho este apoyo moral
de la Colonia Hispana. Santos Banderas no
tiene la ambición de mando que le critican sus
adversarios: Santos Banderas les garanta que el
día más feliz de su vida será cuando pueda
retirarse y sumirse en la oscuridad a labrar su predio, como Cincinato. Crean, amigos, que
para un viejo son fardel muy pesado las
obligaciones de la Presidencia. El gobernante,
muchas veces precisa ahogar los sentimientos
de su corazón, porque el cumplimiento de la
ley es la garantía de los ciudadanos
trabajadores y honrados: El gobernante, llegado
el trance de firmar una sentencia de pena
capital, puede tener lágrimas en los ojos, pero a
su mano no le está permitido temblar. Esta
tragedia del gobernante, como les platicaba
recién, es superior a las fuerzas de un viejo.
Entre amigos tan leales, puedo declarar mi
flaqueza, y les garanto que el corazón se me
desgarraba al firmar los fusilamientos de
Zamalpoa. ¡Tres noches he pasado en vela!
—¡Atiza!
Se descompuso la ringla de gachupines.
Los charolados pies juanetudos cambiaron de
loseta. Las manos, enguantadas y torponas, se
removieron indecisas, sin saber dónde posarse.
En un tácito acuerdo, los gachupines jugaron
con las brasileñas leontinas de sus relojes.
Acentuó la momia:
—¡Tres días con sus noches en ayuno y en
vela!—¡Arrea!
Era el que tan castizo apostillaba un
vinatero montañés, chaparro y negrote, con el
pelo en erizo, y el cuello de toro desbordante
sobre la tirilla de celuloide: La voz fachendosa
tenía la brutalidad intempestiva de una claque
de teatro. Tirano Banderas sacó la petaca y
ofreció a todos su picadura de Virginia:
—Pues, como les platicaba, el corazón se
destroza, y las responsabilidades de la
gobernación llegan a constituir una carga
demasiado pesada. Busquen al hombre que
sostenga las finanzas, al hombre que encauce
las fuerzas vitales del país. La República, sin
duda, tiene personalidades que podrán regirla
con más acierto que este viejo valetudinario.
Pónganse de acuerdo todos los elementos
representativos, así nacionales como
extranjeros...
Hablaba meciendo la cabeza de pergamino:
La mirada, un misterio tras las verdosas
antiparras. Y la ringla de gachupines
balanceaba un murmullo, señalando su
aduladora disidencia. Cacareó Don Celestino:
—¡Los hombres providenciales no pueden
ser reemplazados sino por hombres
providenciales!
La fila aplaudió, removiéndose en las
losetas, como ganado inquieto por la mosca.
Tirano Banderas, con un gesto cuáquero,
estrechó la mano del pomposo gachupín:
—Quédese, Don Celes, y echaremos un
partido de ranita.
—¡Muy complacido!
Tirano Banderas, trasmudándose sobre su
última palabra, hacía a los otros gachupines un
saludo frío y parco:
—A ustedes, amigos, no quiero distraerles
de sus ocupaciones. Me dejan mandado.
VI
Una mulata entrecana, descalza, temblona
de pechos, aportó con el refresco de limonada y
chocolate, dilecto de frailes y corregidores,
cuando el virreinato. Con tintín de plata y
cristales en las manos prietas, miró la mucama
al patroncito, dudosa, interrogante. Niño
Santos, con una mueca de la calavera, le indicó
la mesilla de campamento que, en el vano de
un arco, abría sus compases de araña. La
mulata obedeció haldeando. Sumisa, húmeda,
lúbrica, se encogía y deslizaba. Mojó los labios
en la limonada Niño Santos:
—Consecutivamente, desde hace cincuenta
años, tomo este refresco, y me prueba muy
medicinal... Se lo recomiendo, Don Celes.
Don Celes infló la botarga:
—¡Cabal, es mi propio refresco! Tenemos
los gustos parejos, y me siento orgulloso.
¡Cómo no!
Tirano Banderas, con gesto huraño, esquivó
el humo de la adulación, las volutas enfáticas.
Manchados de verde los cantos de la boca, se
encogía en su gesto soturno:
—Amigo Don Celes, las revoluciones, para
acabarlas de raíz, precisan balas de plata.
Reforzó campanudo el gachupín:
—¡Balas que no llevan pólvora ni hacen
estruendo!
—La momia acogió con una mueca
enigmática:
—Ésas, amigo, que van calladas, son las
mejores. En toda revolución hay siempre dos
momentos críticos: El de las ejecuciones
fulminantes, y el segundo momento, cuando
convienen las balas de plata. Amigo Don Celes,
recién esas balas, nos ganarían las mejores
batallas. Ahora la política es atraerse a los
revolucionarios. Yo hago honor a mis
enemigos, y no se me oculta que cuentan con
muchos elementos simpatizantes en las vecinas
Repúblicas. Entre los revolucionarios, hay
científicos que pueden con sus luces laborar en
provecho de la Patria. La inteligencia merece respeto. ¿No le parece, Don Celes?
Don Celes asentía con el grasiento arrebol
de una sonrisa:
—Es un todo de acuerdo. ¡Cómo no!
—Pues para esos científicos quiero yo las
balas de plata: Hay entre ellos muy buenas
cabezas que lucirían en cotejo con las
eminencias del Extranjero. En Europa, esos
hombres pueden hacer estudios que aquí nos
orienten. Su puesto está en la Diplomacia... En
los Congresos Científicos... En las Comisiones
que se crean para el Extranjero.
Ponderó el ricacho:
—¡Eso es hacer política sabia!
Y susurró confidencial Generalito
Banderas:
—Don Celes, para esa política preciso un
gordo amunicionamiento de plata. ¿Qué dice el
amigo? Séame leal, y que no salga de los dos
ninguna cosa de lo hablado. Le tomo por
consejero, reconociendo lo mucho que vale.
Don Celes soplábase los bigotes
escarchados de brillantina y aspiraba, deleite de
sibarita, las auras barberiles que derramaba en
su ámbito. Resplandecía, como búdico vientre,
el cebollón de su calva, y esfumaba su
pensamiento un sueño de orientales mirajes: La
contrata de vituallas para el Ejército Libertador.
Cortó el encanto Tirano Banderas:
—Mucho lo medita, y hace bien, que el
asunto tiene coda la importancia.
Declamó el gachupín, con la mano sobre la
botarga:
—Mi fortuna, muy escasa siempre, y estos
tiempos harto quebrantada, en su corta medida
está al servicio del Gobierno. Pobre es mi
ayuda, pero ella representa el fruto del trabajo
honrado en esta tierra generosa, a la cual amo
como a una patria de elección.
Generalito Banderas interrumpió con el
ademán impaciente de apartarse un tábano:
—¿La Colonia Española no cubriría un
empréstito?
—La Colonia ha sufrido mucho estos
tiempos. Sin embargo, teniendo en cuenta sus
vinculaciones con la República...
El Generalito plegó la boca, reconcentrado
en un pensamiento:
—¿La Colonia Española comprende hasta
dónde peligran sus intereses con el ideario de
la Revolución? Si lo comprende, trabájela usted
en el sentido indicado. El Gobierno sólo cuenta
con ella para el triunfo del orden: El país está
anarquizado por las malas propagandas.
Inflóse Don Celes:
—El indio dueño de la tierra es una utopía
de universitarios.
—Conformes. Por eso le decía que a los
científicos hay que darles puestos fuera del
país, adonde su talento no sea perjudicial para
la República. Don Celestino, es indispensable
un amunicionamiento de plata, y usted queda
comisionado para todo lo referente. Véase con
el Secretario de Finanzas. No lo dilate. El
Licenciadito tiene estudiado el asunto y le
pondrá al corriente: Discutan las garantías y resuelvan violento, pues es de la mayor
urgencia balear con plata a los revolucionarios.
¡El extranjero acoge las calumnias que propalan
las Agencias! Hemos protestado por la vía
diplomática para que sea coaccionada la
campaña de difamación, pero no basta. Amigo
Don Celes, a su bien tajada péñola le
corresponde redactar un documento que, con
las firmas de los españoles preeminentes, sirva
para ilustrar al Gobierno de la Madre Patria. La
Colonia debe señalar una orientación, hacerles
saber a los estadistas distraídos que el ideario
revolucionario es el peligro amarillo en
América. La Revolución representa la ruina de
los estancieros españoles. Que lo sepan allá,
que se capaciten. ¡Es muy grave el momento,
Don Celestino! Por rumores que me llegaron,
tengo noticia de cierta actuación que proyecta
el Cuerpo Diplomático. Los rumores son de
una protesta por las ejecuciones de Zamalpoa.
¿Sabe usted si esa protesta piensa suscribirla el
Ministro de España?
Al rico gachupín se le enrojeció la calva:
—¡Sería una bofetada a la Colonia!
—¿Y el Ministro de España, considera
usted que sea sujeto para esas bofetadas?
—Es hombre apático... Hace lo que le
cuesta menos trabajo. Hombre poco claro.
—¿No hace negocios?
—Hace deudas, que no paga. ¿Quiere usted
mayor negocio? Mira como un destierro su
radicación en la República.
—Qué se teme usted ¿una pendejada?
—Me la temo.
—Pues hay que evitarla.
El gachupín simuló una inspiración
repentina, con palmada en la frente panzona:
—La Colonia puede actuar sobre el
Ministro.
Dos Santos rasgó con una sonrisa su verde
máscara indiana:
—Eso se llama meter el tejo por la boca de
la ranita. Conviene actuar violento. Los
españoles aquí radicados tienen intereses
contrarios a las utopías de la Diplomacia. Todas
esas lucubraciones del protocolo suponen un
desconocimiento de las realidades americanas.
La Humanidad, para la política de estos países,
es una entelequia con tres cabezas: El criollo, el
indio y el negro. Tres Humanidades. Otra
política para estos climas es pura macana.
El gachupín, barroco y pomposo, le tendió
la mano:
—¡Mi admiración crece escuchándole!
—No se dilate, Don Celes. Quiere decirse
que se remite para mañana la invitación que le
hice. ¿A usted no le complace el juego de la
ranita? Es mi medicina para esparcir el ánimo,
mi juego desde chamaco, y lo practico todas las
tardes. Muy saludable, no arruina como otros
juegos.
El ricacho se arrebolada:
—¡Asombroso cómo somos de gustos
parejos!
—Don Celes, hasta lueguito.
Interrogó el gachupín:
—¿Lueguito será mañana?
Movió la cabeza Don Santos:
—Si antes puede ser, antes. Yo no duermo.
Encomió Don Celes:
—¡Profesor de energía, como dicen en
nuestro Diario!
El Tirano le despidió, ceremonioso,
desbaratada la voz en una cucaña de gallos.
VII
Tirano Banderas, sumido en el hueco de la
ventana, tenía siempre el prestigio de un pájaro
nocharniego. Desde aquella altura fisgaba la
campa donde seguían maniobrando algunos
pelotones de indios, armados con fusiles
antiguos. La ciudad se encendía de reflejos
sobre la marina esmeralda. La brisa era
fragante, plena de azahares y tamarindos. En el
cielo, remoto y desierto, subían globos de
verbena, con cauda de luces. Santa Fe celebraba
sus ferias otoñales, tradición que venía del
tiempo de los virreyes españoles. Por la conga del convento, saltarín y liviano, con
morisquetas de lechuguino, rodaba el quitrí de
Don Celes. La ciudad, pueril ajedrezado de
blancas y rosadas azoteas, tenía una luminosa
palpitación, acastillada en la curva del Puerto.
La marina era llena de cabrilleos, y en la
desolación azul, toda azul, de la tarde,
encendían su roja llamarada las cornetas de los
cuarteles. El quitrí del gachupín saltaba como
una araña negra, en el final solanero de Cuesta
Mostenses.
VIII
Tirano Banderas, agaritado en la ventana,
inmóvil y distante, acrecentaba su prestigio de
pájaro sagrado. Cuesta Mostenses flotaba en la
luminosidad del marino poniente, y un ciego
cribado de viruelas rasgaba el guitarrillo al pie
de los nopales, que proyectaban sus brazos
como candelabros de Jerusalén. La voz del
ciego desgarraba el calino silencio:
—Era Diego Pedernales de noble
generación, pero las obligaciones de su sangre
no siguió.