Venía por el vasto zagúan frailero una
escolta de soldados con la bayoneta armada en
los negros fusiles, y entre las filas un roto
greñudo, con la cara dando sangre. Al frente,
sobre el flanco derecho, fulminaba el charrasco
del Mayor Abilio del Valle. El retinto garabato
del bigote dábale fiero resalte al arregaño
lobatón de los dientes que sujetan el fiador del
pavero con toquilla de plata:
—¡Alto!
Mirando a las ventanas del convento,
formó la escuadra. Destacáronse dos caporales,
que, a modo de pretinas, llevaban cruzadas
sobre el pecho sendas pencas con argollones, y
despojaron al reo del fementido sabanil que le
cubría las carnes. Sumiso y adoctrinado, con la
espalda corita al sol, entróse el cobrizo a un
hoyo profundo de tres pies, como disponen las
Ordenanzas de Castigos Militares. Los dos
caporales apisonaron echando tierra, y quedó
soterrado hasta los estremecidos ijares. El torso
desnudo, la greña, las manos con fierros, saltan
fuera del hoyo colmados de negra expresión
dramática: Metía el chivón de la barba en el
pecho, con furbo atisbo a los caporales que se
desceñían las pencas. Señaló el tambor un
compás alterno y dio principio el castigo del
chicote, clásico en los cuarteles:
—¡Uno! ¡Dos! ¡Tres!
El greñudo, sin un gemido, se arqueaba
sobre las manos esposadas, ocultos los hierros
en la cavación del pecho. Le saltaban de los
costados ramos de sangre, y sujetándose al
ritmo del tambor, solfeaban los dos caporales:
—¡Siete! ¡Ocho! ¡Nueve!