IV

Venía por el vasto zagúan frailero una

escolta de soldados con la bayoneta armada en

los negros fusiles, y entre las filas un roto

greñudo, con la cara dando sangre. Al frente,

sobre el flanco derecho, fulminaba el charrasco

del Mayor Abilio del Valle. El retinto garabato

del bigote dábale fiero resalte al arregaño

lobatón de los dientes que sujetan el fiador del

pavero con toquilla de plata:

—¡Alto!

Mirando a las ventanas del convento,

formó la escuadra. Destacáronse dos caporales,

que, a modo de pretinas, llevaban cruzadas

sobre el pecho sendas pencas con argollones, y

despojaron al reo del fementido sabanil que le

cubría las carnes. Sumiso y adoctrinado, con la

espalda corita al sol, entróse el cobrizo a un

hoyo profundo de tres pies, como disponen las

Ordenanzas de Castigos Militares. Los dos

caporales apisonaron echando tierra, y quedó

soterrado hasta los estremecidos ijares. El torso

desnudo, la greña, las manos con fierros, saltan

fuera del hoyo colmados de negra expresión

dramática: Metía el chivón de la barba en el

pecho, con furbo atisbo a los caporales que se

desceñían las pencas. Señaló el tambor un

compás alterno y dio principio el castigo del

chicote, clásico en los cuarteles:

—¡Uno! ¡Dos! ¡Tres!

El greñudo, sin un gemido, se arqueaba

sobre las manos esposadas, ocultos los hierros

en la cavación del pecho. Le saltaban de los

costados ramos de sangre, y sujetándose al

ritmo del tambor, solfeaban los dos caporales:

—¡Siete! ¡Ocho! ¡Nueve!

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