15 Desenlace

El combate entre la flotilla y la corbeta había durado más de dos horas y media. Del lado de los asaltantes había que contar al menos ciento cincuenta hombres muertos o heridos, y casi otros tantos en la tripulación de la Syphanta, compuesta inicialmente de doscientos cincuenta. Estas cifras indican con qué encarnizamiento se había luchado, tanto por una parte como por la otra. La victoria no había sido para el bando al que en justicia correspondía. Henry d'Albaret, sus oficiales, sus marineros y sus pasajeros estaban ahora en manos del despiadado Sacratif.Sacratif o Starkos, pues, en efecto, eran el mismo hombre. Hasta entonces, nadie había sabido que, bajo aquel nombre, se escondía un griego, un hijo de la Maina, un traidor, ganado para la causa de los opresores. ¡Sí! ¡Era Nicolás Starkos quien mandaba aquella flotilla, cuyos espantosos desmanes habían sembrado el terror en aquellos mares! ¡Era él quien unía al infame oficio de pirata un comercio más infame aún! ¡Era él quien vendía, a los bárbaros y los infieles, a los compatriotas que habían escapado de las matanzas de los turcos! ¡Él, Sacratif! ¡Y ese nombre de guerra, o más bien ese nombre de piratería, era el nombre del hijo de Andronika Starkos! Desde hacía muchos años, Sacratif -ahora hay que llamarlo asíhabía establecido el centro de sus operaciones en la isla de Escarpanto.

Allí, en el fondo de las calas desconocidas de su costa oriental, se encontraban los principales apostaderos de la flotilla. Allí, compañeros suyos sin religión ni moral, que lo obedecían ciegamente y a los cuales podía pedir cualquier acto de violencia y de audacia, formaban las tripulaciones de una veintena de barcos, cuyo mando le pertenecía sin disputa.

Después de su partida de Corfú, a bordo de la Karysta, Sacratif había dado la vela directamente hacia Escarpanto. Su intención era reemprender sus campañas en el Archipiélago, con la esperanza de encontrar aquella corbeta que había visto aparejar para hacerse a la mar y cuyo destino conocía. Sin embargo, aun ocupándose de la Syphanta, no renunciaba a dar con Hadjine Elizundo y sus millones, como tampoco renunciaba a vengarse de Henry d'Albaret.

La flotilla de los piratas se puso, pues, a buscar la corbeta; pero, aunque Sacratif había oído hablar a menudo de ella y de las represalias que había tomado contra los piratas del norte del Archipiélago, no pudo dar con su pista. No era él, como ya se ha dicho, quien llevaba el mando en el combate de Lemnos, donde el capitán Stradena encontró la muerte; pero sí era él quien había huido de Tasos en la sacoleva, aprovechando la batalla que la corbeta libraba a la vista del puerto. Sólo que, en esa época, ignoraba todavía que la Syphanta hubiese pasado a estar bajo el mando de Henry d'Albaret y no lo supo hasta que lo vio en el mercado de Escarpanto.

Al dejar Tasos, Sacratif había ido a recalar a Sira y no había abandonado esta isla hasta cuarenta y ocho horas antes de la llegada de la corbeta. No se habían equivocado al pensar que la sacoleva había debido de dar vela hacia Creta.

Allí, en el puerto de Grabusa, esperaba el bergantín que debía llevar a Sacratif a Escarpanto para preparar una nueva campaña. La corbeta lo vio poco después de que hubiese salido de Grabusa y le dio caza, sin poder alcanzarlo, tan superior era su marcha.

Sacratif, por su parte, había reconocido perfectamente la Syphanta. Ir tras ella, intentar tomarla al abordaje, satisfacer su odio destruyéndola, ésa había sido su idea al principio.

Pero, después de reflexionar, se dijo que valía más dejarse perseguir a lo largo del litoral de Creta, arrastrar a la corbeta hasta los parajes de Escarpanto y luego desaparecer en uno de aquellos refugios que sólo él conocía.

Eso fue lo que hizo y, cuando las circunstancias precipitaron el desenlace de este drama, el jefe de los piratas se ocupaba de poner su flotilla a punto para atacar a la Syphanta.

Ya sabemos lo que había pasado, ya sabemos por qué Sacratif había ido al mercado de Arkassa, y cómo, después de haber vuelto a encontrar a Hadjine Elizundo entre los prisioneros del batistan, se vio frente a Henry d'Albaret, el comandante de la corbeta.

Sacratif, creyendo que Hadjine Elizundo todavía era la rica heredera del banquero corfiota, había querido a toda costa convertirse en su dueño... La intervención de Henry d'Albaret hizo fracasar su tentativa.

Más decidido que nunca a apoderarse de Hadjine Elizundo, a vengarse de su rival y a destruir la corbeta, Sacratif se llevó consigo a Skopelo y volvió a la costa oeste de la isla. No podía haber duda de que Henry d'Albaret pensaba abandonar inmediatamente Escarpanto a fin de repatriar a los prisioneros. La flotilla había sido reunida casi al completo y, al día siguiente, se hacía de nuevo a la mar. Las circunstancias habían favorecido su marcha, y así la Syphanta había caído en su poder.

Cuando Sacratif puso los pies sobre la cubierta de la corbeta, eran las tres de la tarde. La brisa empezaba a arreciar, lo cual permitió a los otros navíos recuperar sus posiciones, de modo que siguieran teniendo a la Syphanta al alcance de sus cañones. En cuanto a los dos bergantines, pegados a sus flancos, tuvieron que esperar a que su jefe estuviese dispuesto a embarcar.Pero, en ese momento, no pensaba en hacer tal cosa y un centenar de piratas permanecieron con él a bordo de la corbeta.

Sacratif no había dirigido todavía la palabra al comandante D'Albaret. Se había contentado con cambiar algunas palabras con Skopelo, que hizo conducir a los prisioneros, oficiales y marineros, hacia las escotillas. Allí se reunieron con aquellos de sus compañeros que habían sido apresados en la batería y el entrepuente; luego, todos fueron obligados a bajar al fondo de la cala, cuyos cuarteles volvieron a cerrarse sobre ellos. ¿Qué suerte les estaba reservada? ¡Sin duda, una muerte horrible que los aniquilaría destruyendo la Syphanta! En ese momento, ya sólo quedaban en la toldilla Henry d'Albaret y el capitán Todros, desarmados, atados y vigilados.

Sacratif, rodeado de una docena de sus más feroces piratas, dio un paso hacia ellos.

-¡No sabía -dijoque la Syphanta estuviese al mando de Henry d'Albaret! Si lo hubiera sabido, no habría dudado en presentarle batalla en los mares de Creta, ¡y así no habría ido a hacerles la competencia a los padres de la Merced al mercado de Escarpanto! -¡Si Nicolas Starkos nos hubiese esperado en los mares de Creta -respondió el comandante D'Albaretestaría ya colgado de la verga de trinquete de la Syphanta! -¿De veras? -prosiguió Sacratif-. Una justicia expeditiva y sumaria...

-¡Sí!... ¡La justicia que conviene al jefe de unos piratas! -Tened cuidado, Henry d'Albaret -exclamó Sacratif-. ¡Tened cuidado! Vuestra verga de trinquete está todavía en pie y yo sólo tengo que hacer una señal... -¡Hacedla! -¡No se cuelga a un oficial! -exclamó el capitán Todros-. ¡Se le fusila! Esa muerte infamante...-¿Acaso no es la única que puede dar un infame? -respondió Henry d'Albaret.

Ante esta última palabra, Sacratif hizo un gesto, cuyo significado era más que conocido por los piratas.

Era una sentencia de muerte.

Cinco o seis hombres se lanzaron sobre Henry d'Albaret, mientras que los otros retenían al capitán Todros, que intentaba romper sus ata-duras.

El comandante de la Syphanta fue arrastrado hacia proa, en medio de las más abominables maldiciones. Un andarivel había sido ya largado desde la empuñadura de la verga, y no faltaban más que unos segundos para que aquella infame ejecución se llevara a cabo en la persona de un oficial francés, cuando Hadjine Elizundo apareció en cubierta.

La joven había sido traída por orden de Sacratif. Ella sabía que el jefe de aquellos piratas era Nicolas Starkos. Pero ni la calma ni la fiereza habían de faltarle.

Primero, sus ojos buscaron a Henry d'Albaret. Ignoraba si había sobrevivido en medio de su tripulación diezmada. ¡Lo vio!... Estaba vivo... ¡Vivo, en el momento de padecer el último suplicio! Hadjine Elizundo corrió a él exclamando.

-¡Henry!... ¡Henry! Los piratas iban a separarlos, cuando Sacratif, que se dirigía hacia la proa de la corbeta, se paró a algunos pasos de Hadjine y de Henry d'Albaret. Los miró a los dos con una ironía cruel.

-¡He aquí a Hadjine Elizundo en manos de Nicolas Starkos! -dijo cruzándose de brazos-.

¡Así pues, tengo en mi poder a la heredera del rico banquero de Corfú! -¡A la heredera del banquero de Corfú, pero no la herencia! -respondió fríamente Hadjine.

Sacratif no podía comprender esta distinción. Por eso, prosiguió diciendo: -¡Quiero creer que la prometida de Nicolas Starkos no le negará su mano al encontrarlo de nuevo bajo el nombre de Sacratif! -¡Yo! -exclamó Hadjine.

-¡Vos! -respondió Sacratif acentuando su ironía-. Está bien que le estéis agradecida al generoso comandante de la Syphanta por lo que ha hecho al rescataros. ¡Pero lo que él ha hecho, intenté hacerlo yo! Era por vos, y no por esos prisioneros, que poco me importan, ¡sí!, ¡sólo por vos, por quien sacrificaba mi fortuna! ¡Un minuto más, bella Hadjine, y me habría convertido en vuestro dueño... o más bien en vuestro esclavo! Mientras hablaba de este modo, Sacratif dio un paso adelante. La joven se apretó más estrechamente contra Henry d'Albaret.

-¡Miserable! -exclamó.

-¡Sí! Bien miserable, Hadjine -respondió Sacratif-. ¡Por eso cuento con vuestros millones para salir de la miseria! Al oír estas palabras, la muchacha se adelantó hacia Sacratif.

-¡Nicolas Starkos -dijo con voz sosegada-, Hadjine Elizundo ya no tiene nada de la fortuna que codiciáis! ¡Ha gastado esa fortuna reparando el mal que su padre había causado para adquirirla! ¡Nicolas Starkos, ahora Hadjine Elizundo es más pobre que el último de estos desgraciados que la Syphanta llevaba de vuelta a su país! Esta revelación inesperada produjo una repentina transformación en Sacratif. Su actitud cambió súbitamente. En sus ojos brilló un relámpago de furor. ¡Sí! ¡Él contaba todavía con aquellos millones que Hadjine Elizundo habría sacrificado para salvar la vida de Henry d'Albaret! ¡Y de esos millones -acababa de decirlo con un acento de sinceridad que no podía dejar ninguna dudaya no quedaba nada! Sacratif miraba a Hadjine, miraba a Henry d'Albaret. Skopelo lo observaba: lo conocía lo bastante para saber cuál sería el desenlace de aquel drama. Por otra parte, las órdenes relativas a la destrucción de la corbeta le habían sido ya dadas, y no esperaba más que una señal para hacerlas ejecutar.

Sacratif se volvió hacia él.

-¡Adelante, Skopelo! -dijo.

Skopelo, seguido por algunos de sus compañeros, bajó por la escalera que conducía a la batería y se dirigió al pañol de la pólvora, situado en la popa de la Syphanta.

Al mismo tiempo, Sacratif ordenaba a los piratas que volviesen a pasar a bordo de los bergantines, todavía sujetos a los flancos de la corbeta.

Henry d'Albaret había comprendido. Ya no era sólo con su muerte con lo que Sacratif iba a satisfacer su venganza. ¡Centenares de desgraciados estaban condenados a perecer con él para saciar completamente el odio de aquel monstruo! Los dos bergantines acababan de soltar sus arpeos de abordaje y comenzaban ya a alejarse orientando hacia el viento algunas velas que ayudaban a sus remos de galera. De todos los piratas, no quedaban más que unos veinte a bordo de la corbeta. Sus embarcaciones esperaban atracadas junto a la Syphanta a que Sacratif les ordenara bajar a ellas.

En aquel momento, Skopelo y sus hombres reaparecieron sobre la cubierta.

-¡A embarcar! -dijo Skopelo.

-¡A embarcar! -exclamó Sacratif con voz terrible-. ¡En unos minutos no quedará nada de este barco maldito! ¡Ah! ¡No querías una muerte infamante, Henry d'Albaret! ¡Está bien! ¡La explosión no perdonará ni a los prisioneros, ni a la tripulación, ni a los oficiales de la Syphanta! ¡Agradéceme que te dé una muerte semejante en tan buena compañía! -Sí, agradéceselo, Henry -dijo Hadjine-.

¡Agradéceselo! ¡Al menos, moriremos juntos! -¿Morir tú, Hadjine? -respondió Sacratif-.

¡No! Tú vivirás y serás mi esclava... ¡Mi esclava!... ¡Óyelo! -¡Infame! -exclamó Henry d'Albaret.

La joven se aferraba a él más estrechamente.

¡Ella, en poder de aquel hombre! -¡Cogedla! -ordenó Sacratif.

-¡Y a embarcar! -añadió Skopelo-. ¡Tenemos el tiempo justo! Dos piratas se habían lanzado sobre Hadjine, y la arrastraron hacia el portalón de la corbeta.

-Y ahora -exclamó Sacratif-, que todos perezcan con la Syphanta, todos...

-¡Sí!..., todos... ¡y tu madre con ellos! Era la vieja prisionera, que acababa de aparecer sobre la cubierta, esta vez con la cara descubierta.

-¡Mi madre!... ¡A bordo!... -exclamó Sacratif.

-¡Tu madre, Nicolas Starkos! -respondió Andronika-. ¡Y será tu mano la que me cause la muerte! -¡Que se la lleven!... ¡Que se la lleven! -aulló Sacratif.

Algunos de sus compañeros se precipitaron sobre Andronika.

Pero, en ese momento, la cubierta fue invadida por los supervivientes de la Syphanta.

Habían conseguido romper los cuarteles de la cala donde los habían encerrado y acababan de hacer irrupción por el castillo de proa.

-¡A mí!... ¡A mí! -exclamó Sacratif.

Los piratas que estaban todavía en la cubierta, arrastrados por Skopelo, intentaron ir a socorrerlo. Los marinos, armados de hachas y puñales, dieron buena cuenta de ellos, hasta el último.

Sacratif se sintió perdido. ¡Pero, al menos, todos aquellos a quienes odiaba iban a perecer con él! -¡Salta por los aires, corbeta maldita! exclamó-. ¡Salta! -¡Saltar por los aires!... ¡Nuestra Syphanta!...

¡Nunca! Era Xaris, que apareció aguantando una mecha encendida que había arrancado de uno de los toneles del pañol de la pólvora. Luego, abalanzándose sobre Sacratif, lo abatió sobre la cubierta de un hachazo.

Andronika lanzó un grito. Todo lo que puede sobrevivir del sentimiento maternal en el corazón de una madre, incluso después de tantos crímenes, había surgido en aquel instante.

Hubiese querido desviar aquel golpe que acababa de alcanzar a su hijo.

Entonces la vieron acercarse al cuerpo de Nicolas Starkos y arrodillarse, como para darle el último perdón en el último adiós... Luego, cayó a su vez.

Henry d'Albaret se lanzó hacia ella...

-¡Muerta! -dijo-. ¡Que Dios perdone al hijo por piedad hacia la madre! Entretanto, algunos de los piratas, que estaban en las embarcaciones, habían podido abordar uno de los bergantines. La noticia de la muerte de Sacratif se difundió enseguida.

Había que vengarlo y los cañones de la flotilla tronaron de nuevo contra la Syphanta.

Esta vez, fue en vano. Henry d'Albaret había tomado de nuevo el mando de la corbeta. Lo que quedaba de su tripulación -un centenar de hombresse volvió a colocar en las piezas de la batería y en las carronadas del puente, que respondieron victoriosamente a las andanadas de los piratas.

Pronto, uno de los bergantines -el mismo en el cual Sacratif había enarbolado su pabellón negrofue alcanzado en la línea de flotación y se hundió en medio de las horribles imprecaciones de los bandidos que había a bordo.

-¡Ánimo! ¡Ánimo, muchachos! -gritó Henry d'Albaret-. ¡Salvaremos nuestra Syphanta! Y el combate continuó por un lado y por el otro; pero el indomable Sacratif ya no estaba allí para enardecer a los piratas y éstos no osaron arriesgarse a las eventualidades de un nuevo abordaje.

Pronto no quedaron más que cinco barcos de toda aquella flotilla. Los cañones de la Syphanta podían hundirlos a distancia. Por eso, siendo la brisa bastante fuerte, se sirvieron de ella y emprendieron la huida.

-¡Viva Grecia! -gritó Henry d'Albaret, mientras los colores de la Syphanta eran izados a la punta del palo mayor.

-¡Viva Francia! -respondió toda la tripulación, asociando aquellos dos nombres, que habían estado tan estrechamente unidos durante la guerra de la Independencia.

Eran entonces las cinco de la tarde. A pesar de tantas fatigas, ninguno de aquellos hombres quiso descansar antes de que la corbeta hubiese sido puesta en condiciones de navegar. Envergaron dos velas de repuesto, enjimelgaron los mástiles bajos, colocaron un bandola para reemplazar el palo de mesana, pasaron drizas nuevas y encapillaron obenques también nuevos, repararon el timón y, esa misma noche, la Syphanta retomaba su rumbo hacia el noroeste.

El cuerpo de Andronika Starkos, depositado bajo la toldilla, fue guardado con el respeto que imponía el recuerdo de su patriotismo. Henry d'Albaret quería devolver a su tierra natal los despojos de aquella valiente mujer.

En cuanto al cadáver de Nicolas Starkos, le ataron a los pies una bala de cañón y desapareció bajo las aguas de aquel Archipiélago que el pirata Sacratif había turbado con tantos crímenes.Veinticuatro horas después, el 7 de septiembre, hacia las seis de la tarde, la Syphanta llegaba a la isla de Egina y entraba en el puerto después de un año de viaje durante el cual había restablecido la seguridad en los mares de Grecia.Allí, los pasajeros hicieron resonar el aire con mil hurras. Luego, Henry d'Albaret se despidió de los oficiales de a bordo y de su tripulación y volvió a poner al capitán Todros al mando de aquella corbeta, que Hadjine había donado al nuevo gobierno.

Algunos días más tarde, en medio de una gran concurrencia, y en presencia del estado mayor, la tripulación y los prisioneros repatriados por la Syphanta, se celebraba el matrimonio de Hadjine Elizundo y Henry d'Albaret. Al día siguiente, los dos partieron hacia Francia con Xaris, que ya no había de dejarlos, pero pensaban volver a Grecia en cuanto las circunstancias lo permitiesen.

Por otra parte, aquellos mares empezaban ya a recobrar la calma durante tanto tiempo turbada. Los últimos piratas habían desaparecido y la Syphanta, bajo las órdenes del comandante Todros, no volvió a encontrar nunca ni rastro de aquel pabellón negro, engullido por las aguas junto con Sacratif. Ya no era el Archipiélago en llamas: era, una vez extinguidos los últimos fuegos, el Archipiélago reabierto al comercio del Extremo Oriente.

El reino helénico, en efecto, gracias al heroísmo de sus hijos, no había de tardar en ocupar su lugar entre los Estados libres de Europa. El 22 de marzo de 1829, el sultán firmaba una convención con las potencias aliadas. El 22 de septiembre, la batalla de Petra aseguraba la victoria a los griegos. En 1832, el Tratado de Londres daba la corona al príncipe Otón de Baviera. El reino de Grecia estaba definitivamente fundado.

Fue hacia esa época cuando Henry y Hadjine d'Albaret volvieron a fijar su residencia en aquel país, con una modesta situación económica, es cierto. Pero ¿qué más necesitaban para ser felices, si la felicidad estaba en ellos mismos?

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