14 Sacratif

Aquella flotilla, compuesta de doce barcos, habla salido la víspera de las guaridas de Escarpanto. Ya fuera atacando a la corbeta de frente, o rodeándola, le presentaría batalla en condiciones muy desiguales. De eso no cabía ninguna duda. Pero, debido a la falta de viento, no había más remedio que aceptar aquel combate. Por otra parte, de haber existido alguna posibilidad de evitar la lucha, Henry d'Albaret la hubiese rechazado. El pabellón de la Syphanta no podía huir ante el pabellón de los piratas del Archipiélago sin que ello representase una deshonra.

Entre aquellos doce navíos se contaban cuatro bergantines, que llevaban entre dieciséis y dieciocho cañones. Los ocho barcos restantes, de un tonelaje inferior, pero provistos de una artillería ligera, eran grandes saicas de dos mástiles, paquebotes de arboladura recta, faluchos y sacolevas armados para la guerra. Según los cálculos de los oficiales de la corbeta, eran más de cien bocas de fuego, a las cuales tendrían que responder con veintidós cañones y seis carronadas. Y contra setecientos u ochocientos hombres tendrían que combatir los doscientos cincuenta marineros de su tripulación. Lucha desigual, sin duda. De todos modos, la superioridad de la artillería de la Syphanta podía darle alguna posibilidad de éxito, a condición de que no dejara que se le acercasen demasiado. Había, pues, que mantener aquella flotilla a distancia, desmantelando poco a poco sus navíos mediante andanadas enviadas con precisión. En una palabra, se trataba de hacer todo lo posible para evitar un abordaje, es decir, un combate cuerpo a cuerpo. En este último caso, -el número habría acabado por imponerse, pues este factor tiene aún más importancia en el mar que en la tierra, ya que, al ser la retirada imposible, todo se resume en esto: saltar por los aires o rendirse. Una hora después de que la niebla se hubiese disipado, la flotilla había ganado sensiblemente terreno a la corbeta, tan inmóvil como si hubiese estado fondeada en medio de una rada.

Entretanto, Henry d'Albaret no cesaba de observar la marcha y la maniobra de los piratas. El zafarrancho se había llevado a cabo rápidamente a bordo de su nave. Todos, oficiales y marineros, estaban en su puesto de combate.

Los pasajeros que eran útiles habían pedido batirse entre las filas de la tripulación y se les habían dado armas. Un silencio absoluto reinaba en la batería y sobre la cubierta, apenas interrumpido por algunas palabras que el comandante intercambiaba con el capitán Todros.

-No nos dejaremos abordar -le decía-. Esperaremos a que los primeros buques estén a nuestro alcance y haremos fuego con nuestros cañones de estribor.

-¿Dispararemos a hundir o a desarbolar? preguntó el segundo.

-A hundir -respondió Henry d'Albaret.

Era lo mejor que podía hacerse para combatir a aquellos piratas, tan terribles en el abordaje, y particularmente a aquel Sacratif, que acababa de izar con desvergüenza su pabellón negro. Y, si lo había hecho, era, sin duda, porque contaba con que ningún hombre de la corbeta sobreviviese, ningún hombre que pudiera jactarse de haberlo visto cara a cara.

Hacia la una de la tarde, la flotilla se encontraba tan sólo a una milla a barlovento. Seguía acercándose, sirviéndose de sus remos. La Syphanta, con la proa al noroeste, mantenía con dificultad aquel rumbo. Los piratas avanzaban sobre ella en línea de batalla, dos de los bergantines en mitad de la línea y los otros dos en los extremos. Maniobraban de manera que les fuese posible rodear la corbeta .por la proa y por la popa, con el fin de envolverla en una circunferencia, cuyo radio disminuyese poco a poco. Su objetivo era evidentemente aplastarla primero entre fuegos convergentes y tomarla luego al abordaje.

Henry d'Albaret había comprendido perfectamente esta maniobra, tan peligrosa para él, y no podía impedirla, puesto que estaba condenado a la inmovilidad. Pero tal vez conseguiría romper aquella línea a cañonazos, antes de que lo hubiese envuelto por todas partes. Incluso los oficiales se preguntaban ya por qué su comandante no daba la orden de abrir fuego, con aquella voz firme y sosegada que todos le conocían.

¡No! Henry d'Albaret no tenía intención de disparar mientras no estuviese seguro de dar en el blanco y quería dejar que se le acercasen hasta tenerlos a su alcance.

Pasaron aún diez minutos. Todos esperaban, los artilleros apuntadores, con el ojo en la culata de sus cañones, los oficiales de la batería, listos para transmitir las órdenes del comandante, los marineros de la cubierta, mirando por encima de las empavesadas. ¿No vendrían las primeras andanadas del enemigo, ahora que la distancia le permitía lanzarlas con provecho? Henry d'Albaret seguía callado. Miraba la línea que comenzaba a curvarse por los dos extremos. Los bergantines del centro -y uno de ellos era el que había izado el pabellón negro de Sacratifse encontraban entonces a menos de una milla.

Pero si el comandante de la Syphanta no se apresuraba a iniciar el fuego, no parecía que el jefe de la flotilla tuviera más prisa que él en hacerlo. Tal vez, incluso, pretendía abordar la corbeta sin haber disparado un solo cañonazo, con el fin de lanzar a algunos centenares de sus piratas al abordaje.

Por fin, Henry d'Albaret pensó que no debía esperar más tiempo. Una última ráfaga, que llegó hasta la corbeta, le permitió abatir un cuarto sobre su rumbo. Después de haber rectificado su posición, de modo que podía ver a los dos bergantines de costado, a menos de media milla, gritó: -¡Atención en la cubierta y la batería! Se oyó un ligero murmullo a bordo, que fue seguido de un silencio absoluto.

-¡A hundir! -dijo Henry d'Albaret.

La orden fue repetida enseguida por los oficiales, y los artilleros de la batería apuntaron cuidadosamente al casco de los dos bergantines, mientras que los de la cubierta apuntaban a la arboladura.

-¡Fuego! -gritó el comandante D'Albaret.

Tronó la andanada de estribor. Desde el puente y desde la batería de la corbeta, once cañones y tres carronadas vomitaron sus proyectiles, y entre otros, varios pares de aquellas balas enramadas, que están pensadas para desarbolar un buque a media distancia.

En cuanto los vapores de la pólvora, repelidos hacia atrás, permitieron contemplar el horizonte, se pudo constatar el efecto producido por esta descarga sobre los dos barcos. Sin ser completo, no dejaba de ser importante.

Uno de los dos bergantines que ocupaban el centro de la línea había sido alcanzado por encima de la línea de flotación. Además, habiendo quedado cortados varios de sus obenques y burdas, su palo trinquete, decentado a algunos pies por encima de la cubierta, acababa de caer hacia adelante, rompiendo al mismo tiempo la espiga del palo mayor. En estas condiciones, el bergantín iba a perder algún tiempo reparando sus averías; pero todavía podía cargar contra la corbeta. El peligro de ser cercada que ésta corría no había sido, pues, atenuado por aquel inicio de combate.

En efecto, los otros dos bergantines, colocados en el extremo del ala derecha y del ala izquierda, habían llegado ya a la altura de la Syphanta. Desde allí, empezaban a volverse hacia ella; pero no lo hicieron sin haberla saludado antes con una andanada de enfilada que le resultó imposible evitar.

Fue aquél un golpe doble y desgraciado. El palo de mesana de la corbeta quedó cortado a la altura de las cacholas. Todo el faro de popa se derrumbó, por suerte sin llevarse por delante nada del aparejo del palo mayor. Al mismo tiempo, la madera de respeto y una embarcación quedaban hechas pedazos. Lo más lamentable de todo fue la muerte de un oficial y dos marineros, alcanzados por el impacto, sin contar a otros tres o cuatro, gravemente heridos, que fueron transportados a la cubierta inferior.

Enseguida, Henry d'Albaret dio órdenes para que se escombrase la toldilla sin tardanza.

Aparejos, velas, restos de vergas y perchas fueron retirados en unos minutos. El espacio volvió a quedar libre y practicable. No había ni un instante que perder. El combate de artillería iba a recomenzar con más violencia. La corbeta, cogida entre dos fuegos, se vería obligada a resistir por las dos bordas.

En ese momento, una nueva andanada fue lanzada por la Syphanta, y con tan buena puntería, esta vez, que dos de los barcos de la flotilla -uno de los paquebotes y una saica-, alcanzados en pleno casco por debajo de la línea de flotación, se fueron a pique en unos instantes.

Las dos tripulaciones tuvieron el tiempo justo de lanzarse a las embarcaciones, a fin de llegar hasta los dos bergantines del centro, donde fueron recogidos enseguida.

-¡Hurra! ¡Hurra! Éste fue el grito de los marineros de la corbeta, después de aquel doble impacto que honraba a sus jefes de pieza.

-¡Dos hundidos! -dijo el capitán Todros.

-Sí -respondió Henry d'Albaret-, pero los granujas que los tripulaban han podido embarcarse a bordo de los bergantines, ¡y temo todavía un abordaje que les daría la ventaja del número! Todavía durante un cuarto de hora, los cañonazos continuaron por una parte y por la otra. Los navíos piratas, al igual que la corbeta, desaparecían en medio de los vapores blancos de la pólvora, y era preciso esperar a que se disipasen para verificar el daño que se habían hecho mutuamente. Por desgracia, ese daño era bastante sensible a bordo de la Syphanta. Varios marineros habían caído muertos; otros, en mayor número, estaban gravemente heridos.

Un oficial francés, alcanzado en mitad del pecho, acababa de ser abatido, en el momento en que el comandante le daba sus órdenes.

Los muertos y los heridos fueron bajados enseguida a la cubierta inferior. El cirujano y sus ayudantes ya no daban abasto con las curas y las operaciones que exigía el estado de aquellos que habían sido alcanzados directamente por los proyectiles o indirectamente por los fragmentos del casco, sobre la cubierta o en la batería. Si bien la fusilería no había hablado aún entre aquellos barcos, que seguían manteniéndose a medio alcance de cañón, si no había que extraer balas ni cascos de metralla, las heridas no eran por ello menos graves, y sí más horribles.

En aquellos momentos, las mujeres, que habían sido confinadas en la bodega, no faltaron a su deber. Hadjine Elizundo les dio ejemplo. Todas se apresuraron a atender a los heridos, animándoles y reconfortándoles.

Fue entonces cuando la vieja prisionera de Escarpanto abandonó su oscuro retiro. La vista de la sangre no podía asustarla y, sin duda, los azares de su vida la habían conducido ya a más de un campo de batalla. Al resplandor de las lámparas de la cubierta inferior, se inclinó sobre la cabecera de las literas en las que reposaban los heridos, echó una mano en las operaciones más dolorosas, y, cuando una nueva andanada hacía temblar la corbeta hasta las carlingas, ni el más leve movimiento de sus ojos indicaba que aquellas espantosas detonaciones la hubiesen hecho estremecerse.

Entretanto, se aproximaba la hora en la que la tripulación de la Syphanta iba a verse obligada a luchar con arma blanca contra los piratas. La línea se había cerrado, el círculo se estrechaba. La corbeta se convertía en el punto de mira de todos aquellos fuegos convergentes.

Pero se defendía bien, en honor al pabellón que ondeaba todavía en su pico. Su artillería causaba grandes estragos a bordo de la flotilla.

Otros dos barcos, una saica y un falucho, fueron destruidos. Uno se hundió. El otro, agujereado por balas rojas, no tardó en desaparecer en medio de las llamas.

De todos modos, el abordaje era inevitable.

La Syphanta sólo habría podido eludirlo forzando la línea que la rodeaba. A falta de viento, no podía hacerlo, mientras que los piratas, movidos por sus remos de galera, se acercaban estrechando el círculo.

El bergantín con el pabellón negro estaba sólo a un tiro de pistola cuando soltó su andanada. Una bala de cañón estalló contra los herrajes del codaste en la popa de la corbeta y le desmontó el timón.

Henry d'Albaret se preparó entonces para recibir el asalto de los piratas y mandó izar las redes defensivas y de abordaje. Ahora, era la fusilería la que detonaba de un lado y del otro.

Pedreros y trabucos, mosquetes y pistolas, hacían llover una granizada de balas sobre la cubierta de la Syphanta. Muchos hombres cayeron aún, casi todos heridos mortalmente. Veinte veces estuvo Henry d'Albaret a punto de ser alcanzado; pero, inmóvil y tranquilo sobre el puente de mando, daba sus órdenes con la misma sangre fría que si hubiese estado comandando una salva de honor en una revista de escuadra.

En ese momento, a través de los desgarrones de la humareda, las tripulaciones enemigas podían verse cara a cara. Se oían las horribles imprecaciones de los bandidos. A bordo del bergantín con pabellón negro, Henry d'Albaret intentaba en vano ver a aquel Sacratif, cuyo solo nombre causaba espanto en todo el Archipiélago.

Fue entonces cuando, por estribor y por babor, aquel bergantín y uno de los que habían cerrado la línea, sostenidos en la retaguardia por los otros barcos, se situaron junto a la corbeta, cuyas cintas gimieron bajo la presión. Los arpeos lanzados a propósito se engancharon al aparejo y ataron los tres navíos. Los cañones tuvieron que callar; pero, como las portas de la Syphanta eran otras tantas brechas abiertas a los piratas, los sirvientes permanecieron en su puesto para defenderlas a hachazos, pistoletazos y golpes de pica. Tal era la orden del comandante, orden que fue enviada a la batería en el momento en el que los dos bergantines abordaban la corbeta.

De pronto, un grito estalló por todas partes, con tal violencia que dominó por un instante el estruendo de la fusilería.

-¡Al abordaje! ¡Al abordaje! El combate, cuerpo a cuerpo, devino entonces espantoso. Ni las descargas de los trabucos, los pedreros y los fusiles, ni los hachazos y los golpes de pica pudieron impedir que aquellos piratas rabiosos, ebrios de furor, ávidos de sangre, pusieran pie en la corbeta. Desde sus cofas lanzaban una lluvia de granadas que hacía imposible defender la cubierta de la Syphanta, a pesar de que también ésta les respondiese desde sus propias cofas por medio de los gavieros.

Henry d'Albaret se vio acometido por todos lados. Los empalletados de la Syphanta, a pesar de que eran más elevados que los de los bergantines, fueron tomados al asalto. Los corsarios pasaban de verga en verga y, agujereando las redes defensivas, se descolgaban sobre la cubierta. ¡Qué importaba que algunos murieran antes de alcanzarla! Su número era tal que no lo parecía.

La tripulación de la corbeta, reducida ahora a menos de doscientos hombres útiles, tenía que batirse contra más de seiscientos.

En efecto, los dos bergantines servían incesantemente de paso a nuevos asaltantes, traídos por las embarcaciones de la flotilla. Era una masa a la que resultaba casi imposible resistir.

La sangre no tardó en correr a mares sobre la cubierta de la Syphanta. Los heridos, en medio de las convulsiones de la agonía, se levantaban aún para dar un último pistoletazo o una puñalada.

Todo era confusión en medio de la humareda. ¡Pero el pabellón corfiota no sería arriado mientras quedase un hombre para defenderlo! En medio de esta horrible refriega, Xaris se batía como un león. No había abandonado la toldilla. Veinte veces, su hacha, sujeta por el estrobo a su vigorosa muñeca, abatiéndose sobre la cabeza de un pirata, salvó de la muerte a Henry d'Albaret.

Éste, mientras tanto, en mitad de aquella agitación, no pudiendo hacer nada contra el número de sus enemigos, permanecía siempre dueño de sí mismo. ¿En qué pensaba? ¿En rendirse? ¡No! Un oficial francés no se rinde ante piratas. Pero, entonces, ¿qué haría? ¿Imitaría al heroico Bisson, que, diez meses antes, en condiciones similares, se había hecho saltar por los aires para no caer en manos de los turcos? ¿Destruiría, con la corbeta, los dos bergantines enganchados a sus flancos? ¡Pero esto suponía condenar también a la destrucción a los heridos de la Syphanta, los prisioneros arrancados a Nicolas Starkos, aquellas mujeres, aquellos niños...! ¡Era sacrificar a Hadjine!... Y aquellos a los que perdonara la explosión, si Sacratif los dejaba con vida, ¿cómo escaparían esta vez de los horrores de la esclavitud? -¡Tened cuidado, mi comandante! -exclamó Xaris, que acababa de lanzarse delante de él.

Un segundo más y Henry d'Albaret habría sido herido de muerte. Pero Xaris aferró con sus dos manos al pirata que iba a golpearlo y lo precipitó al mar. Por tres veces, otros quisieron llegar hasta Henry d'Albaret; por tres veces, Xaris los abatió a sus pies.

La cubierta de la corbeta estaba entonces totalmente invadida por la masa de los asaltantes.

Apenas se oían algunas detonaciones. Los hombres se batían sobre todo con arma blanca y los gritos dominaban sobre el estruendo de la pólvora.

Los piratas, dueños ya del castillo de proa, habían acabado por ocupar todo el espacio hasta el pie del palo mayor. Poco a poco, rechazaban a la tripulación hacia la toldilla. Eran diez contra uno, al menos. ¿Cómo hubiera sido posible la resistencia? Si el comandante D'Albaret hubiera querido hacer saltar entonces la corbeta, tampoco habría podido poner en práctica su proyecto. Los asaltantes ocupaban la entrada de las escotillas y de los cuarteles que daban acceso al interior. Se habían esparcido por la batería y el entrepuente, donde la lucha continuaba con el mismo encarnizamiento. Llegar al pañol de la pólvora era ya algo impensable.

Además, por todas partes los piratas se imponían por su número. Sólo una barrera, hecha con los cuerpos de sus camaradas heridos o muertos, los separaba de la popa de la Syphanta. Las primeras filas, empujadas por las últimas, franquearon esa barrera, después de haberla hecho aún más alta amontonando en ella nuevos cadáveres. Luego, pisoteando aquellos cuerpos, con los pies cubiertos de sangre, se precipitaron al asalto de la toldilla.

Allí se habían reunido unos cincuenta hombres y cinco o seis oficiales con el capitán Todros. Rodeaban a su comandante, decididos a resistir hasta la muerte.

En aquel estrecho espacio la lucha fue desesperada. El pabellón, caído del pico de cangreja junto con el palo de mesana, había vuelto a ser izado en el botalón de popa. Aquél era el último puesto que el honor mandaba defender hasta el último hombre.

Pero, por muy valerosa y decidida que fuese, ¿qué podía hacer aquella pequeña tropa contra los quinientos o seiscientos piratas que ocupaban entonces el castillo de proa, el puente y las cofas, de donde caía un verdadero diluvio de granadas? Las tripulaciones de la flotilla seguían llegando en ayuda de los primeros asaltantes. Eran otros tantos bandidos, que el combate no había aún debilitado, mientras que cada minuto disminuía el número de los defensores de la toldilla.

Aquella toldilla, sin embargo, era como una fortaleza. Tuvieron que arremeter contra ella varias veces. ¿Quién sabría decir cuánta sangre se vertió para tomarla? ¡Pero, finalmente, fue tomada! Los hombres de la Syphanta tuvieron que retroceder ante la avalancha hasta el extremo de la popa. Allí se agruparon alrededor del pabellón, formando un escudo con sus cuerpos. Henry d'Albaret, en medio de ellos, con el puñal en una mano y la pistola en la otra, dio y recibió los últimos golpes.

¡No! ¡El comandante de la corbeta no se rindió! ¡Fue aplastado por el número! Entonces quiso morir... ¡Fue en vano! Parecía que aquellos que lo atacaban tuviesen la orden secreta de cogerlo vivo, orden cuya ejecución costó la vida a veinte de los más encarnizados asaltantes, que cayeron bajo el hacha de Xaris.

Henry d'Albaret fue capturado finalmente junto con aquellos de sus oficiales que habían sobrevivido a su lado. Xaris y los otros marineros se vieron reducidos a la impotencia. ¡El pabellón de la Syphanta dejó de flotar en su popa! Al mismo tiempo, gritos, voces y hurras estallaron por todas partes. Eran los vencedores que daban alaridos aclamando a su jefe: -¡Sacratif! ¡Sacratif! Y ese jefe apareció entonces por encima de los empalletados de la corbeta. La masa de corsarios se apartó para hacerle sitio. Caminó lentamente hacia popa, pisando los cadáveres de sus compañeros sin prestarles la menor atención. Luego, después de haber subido la escalera ensangrentada de la toldilla, avanzó hacia Henry d'Albaret.

El comandante de la Syphanta pudo ver por fin a aquel a quien la turba de piratas acababa de saludar con el nombre de Sacratif.

Era Nicolas Starkos.

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