1 Un buque en alta mar

El 18 de octubre de 1827, hacia las cinco de la tarde, un pequeño buque levantino ceñía el viento en el intento de alcanzar, antes de que se hiciera de noche, el puerto de Vitylo, a la entrada del golfo de Corón.\n Este puerto, el antiguo Oitylos de Homero, está situado en una de las tres profundas incisiones que recortan, en el mar Jónico y en el mar Egeo, esa hoja de plátano con la que, muy acertadamente, ha sido comparada la Grecia meridional. Sobre esta hoja se extiende el antiguo Peloponeso, la Morea de la geografía moderna. La primera de tales mordeduras, al oeste, es el golfo de Corón, abierto entre la Mesenia y la Maina; la segunda es el golfo de Maratón, que escota ampliamente el litoral de la severa Laconia; la tercera es el golfo de Nauplia, cuyas aguas separan la Laconia de la Argólida.

Al primero de estos tres golfos pertenece el puerto de Vitylo. Excavado en el límite de su costa oriental, en el fondo de una ensenada irregular, ocupa los primeros estribos marítimos del Taigeto, cuya prolongación orográfica forma la osamenta de esta región que es la Mamá. La seguridad de sus fondos, la orientación de sus pasos y las alturas que lo abrigan hacen de él uno de los mejores refugios de una costa incesantemente azotada por todos los vientos de esos mares mediterráneos.

El buque, que se elevaba, todo a ceñir, contra una brisa bastante fresca de nornoroeste, no podía ser visto desde los muelles de Vitylo.

Una distancia de entre seis y siete millas lo separaba todavía del puerto. Aunque el día era muy claro, sobre el fondo luminoso del lejano horizonte se recortaba apenas la orla de sus velas más altas.

Mas lo que no podía verse desde abajo podía verse desde arriba, es decir, desde la cima de las crestas monta1 ñosas que dominan el pueblo. Vitylo está construido, en forma de anfiteatro, sobre rocas abruptas defendidas por la antigua acrópolis de Kelafa. Por encima se yerguen algunas viejas torres en ruinas, de un origen posterior a los curiosos restos de un templo de Serapis, cuyas columnas y capiteles de orden jónico adornan aún la iglesia de Vitylo. Cerca de esas torres se levantan asimismo dos o tres capillitas poco frecuentadas, que atienden unos monjes, encargados del culto.

Es conveniente que aclaremos la expresión «encargados del culto» e incluso esa calificación de «monje» que aplicamos a los basilios de la costa mesenia. Por otra parte, vamos a poder juzgar, directamente del natural, a uno de ellos, que acababa de abandonar su capilla.

En aquella época, la religión, en Grecia, era todavía una mezcla singular de las leyendas del paganismo y de las creencias del cristianismo.

2[2] De ahí la existencia de ciertas prácticas extravagantes y de anomalías que hacen sonreír, y de ahí también la aparición, a veces, de una clerecía incapaz de desenredar ese caos poco ortodoxo.

Durante el primer cuarto del presente siglo, sobre todo -hace unos cincuenta años, en la época en que comienza esta historia, el clero de la península helénica era todavía más ignorante, y los monjes, indolentes, ingenuos, simples y complacientes, no parecían estar demasiado capacitados para guiar a unas gentes supersti2[2] Del griego eclesiástico panagia, nombre que, en la religión ortodoxa, se le da a la Virgen ciosas por naturaleza.

¡Y si por lo menos esos basilios hubiesen sido tan sólo ignorantes! Pero, en ciertas partes de Grecia, sobre todo en las regiones salvajes de la Maina, aquellos pobres hombres -reclutados, dicho sea de paso, entre las clases más bajas, mendigos por naturaleza y por necesidad, que vivían pordioseando las dracmas que les lanzaban de vez en cuando los viajeros caritativos, sin otra ocupación que la de dar a besar a los fieles la imagen apócrifa de algún santo o la de mantener encendida la lámpara ante la hornacina de alguna santa y desesperados por el poco rendimiento que obtenían de los diezmos, las confesiones, los entierros y los bautizos, no manifestaban ningún escrúpulo a la hora de hacer de vigías -¡y menudos vigías!por cuenta de los habitantes del litoral.

Por eso, cuando vieron que uno de sus monjes bajaba rápidamente hacia el pueblo agitando los brazos, los marinos de Vitylo, que estaban tumbados en el puerto, como esos lazzaroni3[3] que necesitan dos horas de descanso después de realizar un trabajo de unos minutos, se levantaron.

El monje era un hombre de unos cincuenta a cincuenta y cinco años, no sólo corpulento, sino también gordo, con esa gordura que genera la ociosidad, y su fisonomía astuta no podía inspirar sino una mediocre confianza.

-¿Qué pasa, padre? ¿Qué pasa? -exclamó uno de los marineros corriendo hacia él.

El vityliano hablaba con ese tono gangoso que haría creer que Nasón fue uno de los antepasados de los helenos, y utilizaba el dialecto mainota, en el que se mezclan el griego, el turco, el italiano y el albanés, como si hubiese existido en tiempos de la torre de Babel.

-¿Es que los soldados de Ibrahim han invadido las alturas del Taigeto? -preguntó otro marinero, con un gesto de apatía que denotaba escaso patriotismo.

3[3] «Gandul», en italiano en el original.

-¡A menos que sean los franceses, que no nos hacen ninguna falta! -contestó el primer interlocutor.

-¡Iguales son unos que otros! -replicó un tercero.

Y esta respuesta indicaba que la lucha, entonces en su fase más terrible, interesaba muy poco a aquellos indígenas de los confines del Peloponeso, enormemente diferentes de los mainotas del norte, que tan brillantemente se distinguieron durante la guerra de la Independencia.

Pero el obeso monje no podía replicar ni a uno ni a otro. Se había sofocado bajando las rápidas pendientes del acantilado. Su pecho de asmático jadeaba. Quería hablar y no lo conseguía. Al menos, uno de sus antepasados de la Hélade, el soldado de Maratón, antes de caer muerto había podido anunciar la victoria de Milcíades. Pero ya no se trataba de Milcíades ni de la guerra de los atenienses y los persas. Eran sólo griegos, aquellos hoscos habitantes de la punta extrema de la Maina.

-¡Habla, padre, habla ya! -exclamó un viejo marino llamado Gozzo, más impaciente que los otros, como si hubiera adivinado lo que el monje había venido a anunciarles.

Éste consiguió por fin recuperar el aliento.

Luego, tendiendo la mano hacia el horizonte, dijo: -¡Barco a la vista! Y, al oír estas palabras, todos aquellos haraganes se pusieron en pie dando palmas y echaron a correr hacia un roquedal que dominaba el puerto. Desde allí, su vista podía abarcar un sector más vasto del mar.

Un extranjero habría podido creer que aquel movimiento está provocado por el natural interés que todo navío arribando a puerto inspira necesariamente en unos marineros fanáticos de las cosas del mar. Nada más lejos de la realidad. De hecho, si algún tipo de interés podía apasionar a aquellos indígenas, era desde un punto de vista muy especial.

En efecto, en el momento en el que escribo no en el momento en que tenía lugar esta historia-, la Mamá es todavía un país aparte en medio de Grecia, convertida ésta nuevamente en reino independiente por voluntad de las potencias europeas, signatarias del Tratado de Andrinópolis de 1829. Los mainotas, o al menos los de tal nombre que viven en esas puntas alargadas entre los golfos, han permanecido en un estado semibárbaro, más preocupados por su propia libertad que por la libertad de su país. De ahí que esa lengua extrema de la tierra que es la Morea inferior haya sido, en todas las épocas, prácticamente irreductible. Ni los jenízaros turcos, ni los soldados griegos pudieron vencer a los mainotas. Pendencieros, vindicativos, transmitiéndose de padres a hijos, como los corsos, odios entre familias que no pueden extinguirse si no es a través de la sangre, saqueadores de nacimiento y sin embargo hospitalarios, asesinos cuando el robo exige el asesinato, estos rudos montañeses se consideran, a pesar de todo, los descendientes directos de los espartanos; pero, encerrados en las ramificacio-nes del Taigeto, donde se cuentan por millares esas pequeñas ciudadelas o pyrgos casi inaccesibles, desempeñan de muy buen grado el papel equívoco de aquellos forajidos de la Edad Media que ejercían sus derechos feudales a puñaladas y a tiros.

Pues bien, si actualmente los mainotas son todavía medio salvajes, resulta fácil imaginar lo que debían de ser hace cincuenta años. Durante el primer tercio de este siglo, antes de que los cruceros de los barcos de vapor hubiesen frenado en gran medida sus depredaciones en el mar, fueron los piratas más osados y los más temidos por los buques mercantes que hacían escala en los puertos de Levante.

Y precisamente, el puerto de Vitylo, por el hecho de hallarse situado en el extremo del Peloponeso, a la entrada de dos mares, y por su proximidad con la isla de Cerigoto, refugio predilecto de los corsarios, estaba en el lugar idóneo para acoger a todos aquellos malhechores que pirateaban en la zona del Archipiélago y los parajes vecinos del Mediterráneo. El punto de concentración de los habitantes de esta parte de la Maina se llamaba entonces, concretamente, Kakovoni, y los kakovoniotas, a caballo de esa punta en la que termina el cabo Matapán, podían operar cómodamente. En el mar, atacaban a los navíos; desde tierra, los atraían por medio de falsas señales. En todas partes los saqueaban y los quemaban. Poco importaba que la tripulación estuviese compuesta de turcos, malteses, egipcios, incluso griegos: todos eran degollados sin piedad o vendidos como esclavos en las costas berberiscas. Cuando faltaba el trabajo, cuando escaseaban los barcos de cabotaje en los parajes del golfo de Corón o del golfo de Maratón, alrededor de Cerigo o del cabo Gallo, se elevaban rogativas al dios de las tempestades, a fin de que se dignase lanzar contra aquellas costas algún buque de gran tonelaje y rica carga. Y los basilios no se negaban a realizar estas plegarias, que redundaban en mayor beneficio de sus fieles.

Pues bien, desde hacía algunas semanas no habían podido saquear nada. Ningún buque había venido a atracar en las orillas de la Maina. Por eso se produjo una explosión de júbilo, no bien el monje hubo dejado escapar aquellas palabras, entrecortadas por sus jadeos asmáticos: -¡Barco a la vista! Casi inmediatamente se oyeron los tañidos sordos de la simandra,4[4] especie de campana de madera chapada en hierro usada en aquellas provincias, donde los turcos no permiten el empleo de las campanas de metal. Pero aquellos lúgubres repiques bastaban para reunir a una población ansiosa: hombres, mujeres, niños, perros feroces y temibles, todos igualmente aptos para el saqueo y el asesinato.

4[4] Sin traducción. De esperon (éperon), .espolón.. Barco maltés de cabotaje Entretanto, los vitylianos, reunidos sobre el alto peñasco, discutían a gritos. Aquel buque avistado por el monje, ¿qué tipo de barco era? Impulsado por la brisa del nornoroeste, que arreciaba al caer la noche, el navío, amuras a babor, avanzaba rápidamente. Era posible incluso que rebasara el cabo Matapán dando bordadas. A juzgar por la dirección que llevaba, parecía venir de los alrededores de Creta. El casco empezaba a mostrarse por encima de la estela blanca que dejaba tras él; pero a esa distancia, el velamen no era todavía más que una masa confusa. Resultaba, pues, difícil reconocer a qué tipo de buque pertenecía. De ahí que los comentarios se contradijeran a cada momento.

-¡Es un jabeque! -decía uno de los marineros. ¡Acabo de ver las velas cuadradas del trinquete! -¡No! -replicaba otro-. ¡Es un pingue! ¡Mirad la popa levantada y la arrufadura de la roda! -Jabeque o pingue! ¿Quién va a poder distinguirlos a esta distancia? -¿No será más bien una polacra de velas cuadradas? -observó otro marinero, que se había hecho un catalejo con las dos manos medio cerradas.

-¡Que Dios nos asista! -contestó el viejo Gozzo-. ¡Polacra, jabeque o pingue, todos son buques de tres mástiles, y valen más tres mástiles que dos cuando se trata de atracar en nuestras costas con un buen cargamento de vino de Candía o de telas de Esmirna! Tras este juicioso comentario, todos miraron con mayor atención. El navío se acercaba y se iba agrandando poco a poco; pero, precisamente porque navegaba todo a ceñir, no era posible verlo de costado. Hubiera sido, pues, difícil decir si tenía dos o tres mástiles, o sea, si se podía esperar que su tonelaje fuera o no considerable.

-¡Oh, no! ¡Maldita sea nuestra suerte y maldito el diablo que anda en ella! -dijo Gozzo, lanzando uno de aquellos juramentos políglotas con los que acentuaba todas sus frases-. Al final resultará que sólo es un falucho...

-¡O incluso un speronare!5[5] -exclamó el monje, tan decepcionado como su rebaño.

Ni que decir tiene que estas dos observaciones fueron acogidas con gritos de desaliento.

Pero, fuera del tipo que fuera, se podía ya calcular que aquel barco debía de tener una capacidad de a lo sumo cien o ciento veinte toneladas. Después de todo, poco importaba que su cargamento no fuese enorme, si era rico. Hay simples faluchos, o incluso ciertos speronares, que van cargados de vinos preciosos, aceites finos o tejidos de valor. En tal caso, vale la pena atacarlos. ¡Y proporcionan un gran beneficio por poco trabajo! Por lo tanto, no había que desesperar aún. Además, los más viejos de la banda, muy entendidos en la materia, opinaban que el buque tenía un cierto porte elegante que 5[5] Francés échillons, del latín vulgar scalio, -one, «escalera de mano» o «escala de cuerda». Éste era el sentido que tenía la palabra en francés antiguo (escheillon). Actualmente, su significado es «tromba» o manga de agua».

decía mucho en su favor.

Mientras tanto, el sol empezaba a desaparecer tras el horizonte al oeste del mar Jónico; pero el crepúsculo de octubre proyectaría todavía luz suficiente, al menos durante una hora, para que el navío pudiese ser reconocido antes de que se hiciera noche cerrada. Éste, por otra parte, después de haber doblado el cabo Matapán, acababa de abatir dos cuartos sobre su rumbo con objeto de tomar mejor la entrada del golfo y se ofrecía en las mejores condiciones a la mirada de sus observadores.

Al cabo de un instante, una palabra escapó de labios del viejo Gozzo: -¡Sacoleva! -¡Una sacoleva! -exclamaron sus compañeros, y su decepción se tradujo en una descarga de maldiciones.

Pero, a este respecto, no hubo discusión alguna, porque no había error posible. El navío que maniobraba a la entrada del golfo de Corón era, sin lugar a dudas, una sacoleva. A pesar de todo, las gentes de Vitylo no tenían motivo para quejarse de su mala suerte.No es raro encontrar algún cargamento precioso a bordo de estas sacolevas.

Se llama así a un tipo de buque levantino de tonelaje mediano, cuya arrufadura, es decir, la curva del puente, se acentúa ligeramente levantándose hacia la popa. Sus tres mástiles de una sola pieza van aparejados con velas áuricas. El palo mayor, muy inclinado hacia proa y colocado en el centro, lleva una vela latina, una bandola y una gavia con un juanete alto. Dos foques en la proa y dos velas en punta en los dos mástiles desiguales de popa completan su velamen, que le da un aspecto singular. Los vivos colores del casco, el lanzamiento de la roda, la variedad de su arboladura y el particular corte de sus velas hacen de él uno de los más curiosos especímenes entre esos graciosos navíos que bordean a centenares los estrechos parajes del Archipiélago. Nada tan elegante como este ligero buque, acostándose y enderezándose sobre las olas, coronándose de espuma, saltando sin esfuerzo, como lo haría un enorme pájaro cuyas alas hubiesen rozado el mar, que en ese momento rielaba bajo los últimos rayos de sol.

Aunque la brisa tendía a arreciar y el cielo se cubrió de «mangas», nombre que los levantinos dan a ciertas nubes de su cielo, la sacoleva no reducía en nada su velamen. Conservaba izado incluso el juanete alto, que cualquier marino menos audaz seguramente ya hubiese amainado. Evidentemente, su intención era atracar, pues el capitán no tenía ningún interés en pasar la noche en medio de una mar que estaba ya encrespada y amenazaba con tornarse aún más gruesa.

Pero, aunque en ese momento para los marinos de Vitylo no cabía ya ninguna duda de que la sacoleva estaba entrando en el golfo, no dejaban de preguntarse si se dirigiría a su puerto. -¡Eh! -exclamó uno de ellos-. ¡Se diría que sigue arrimándose al viento en lugar de venir al fondeadero! -¡Que el diablo se la lleve! -replicó otro-. ¿Es que acaso piensa virar por avante y hacerse a la mar de nuevo? -A lo mejor pone rumbo a Cotón.

-O a Calamata.

Estas dos hipótesis eran igualmente admisibles. Coron es un puerto de la costa mainota muy frecuentado por los navíos mercantes de la zona de Levante, y allí se lleva a cabo una parte importante de la exportación de los aceites del sur de Grecia. Lo mismo puede decirse de Calamata, situada en el fondo del golfo, cuyos bazares rebosan de productos manufacturados, telas o cerámicas, que le envían los diversos Estados de Europa occidental. Era, pues, posible que la sacoleva llevara un cargamento para uno de estos dos puertos, lo cual habría desconcertado en gran manera a aquellos vitylianos, en busca de saqueos y pillajes.

Mientras era observada con una atención tan poco desinteresada, la sacoleva avanzaba rápidamente. No tardó en hallarse a la altura de Vitylo. Ése era el instante en el que se decidía su suerte. Si continuaba avanzando hacia el fondo del golfo, Gozzo y sus compañeros deberían perder toda esperanza de capturarla. En efecto, incluso lanzándose a sus más rápidas embarcaciones, no habrían tenido ninguna oportunidad de alcanzarla, tan veloz era su marcha bajo aquel enorme velamen que llevaba sin fatiga.

-¡Ya llega! Estas dos palabras fueron pronunciadas, al cabo de breves momentos, por el viejo marino, cuyo brazo, armado de una mano ganchuda, se lanzó extendido hacia el pequeño buque como un arpeo de abordaje.

Gozzo no se equivocaba. Acababan de poner caña a barlovento, y la sacoleva se dirigía ahora hacia Vitylo. Al mismo tiempo, el juanete alto y el segundo foque fueron arriados; después, la gavia fue recogida. Así, aligerada de una parte de sus velas, resultaba mucho más manejable para el timonel.

Empezaba a anochecer. La sacoleva tenía el tiempo justo para entrar en los pasos de Vitylo.

Aquí y allá, hay rocas submarinas que es preciso evitar, so pena de precipitarse a una destrucción completa. Sin embargo, el pabellón de piloto no había sido izado al palo mayor del pequeño buque. El capitán tenía que conocer perfectamente aquellos fondos tan peligrosos, ya que se aventuraba a través de ellos sin pedir ayuda. Quizá desconfiaba también -y con toda razónde los prácticos vitylianos, que no habrían tenido inconveniente en llevarlo hacia algún arrecife donde buen número de navíos se habían perdido ya.

Además, en aquella época, ningún faro iluminaba las costas de esta porción de la Maina.

Una simple luz de puerto servía para guiarse al maniobrar por el estrecho canal.

Mientras tanto, la sacoleva iba acercándose.

Pronto estuvo sólo a media milla de Vitylo.

Recalaba sin vacilar. Se notaba que una mano hábil la maniobraba.

Esto no satisfacía en absoluto a todos aquellos desalmados. Les interesaba que el buque que codiciaban se precipitara contra alguna roca. En situaciones como ésta, el escollo se convertía fácilmente en su cómplice. Empezaba el trabajo y ellos sólo tenían que acabarlo. Primero, el naufragio; el saqueo, después; tal era su manera de actuar. Esto les ahorraba una lucha a mano armada, una agresión directa, de la cual podían ser víctimas algunos de ellos. Algunos de aquellos buques, efectivamente, estaban defendidos por valientes tripulaciones, que no se dejaban atacar impunemente.

Así pues, los compañeros de Gozzo dejaron su puesto de observación y volvieron al puerto sin perder un instante. Tenían que poner en práctica las estratagemas que son familiares a todos los saqueadores de pecios, ya sean de Poniente o de Levante.

Hacer encallar la sacoleva en los estrechos pasos del canal indicándole una dirección falsa: algo muy fácil en medio de aquella oscuridad, que, sin ser profunda aún, lo era bastante para dificultar las evoluciones de la nave.

-¡A la luz del puerto! -dijo simplemente Gozzo, a quien sus compañeros obedecían siempre sin dudar.

La orden del viejo marino fue comprendida.

Dos minutos más tarde, el farol -una simple linterna, encendida en el extremo de una percha levantada sobre el pequeño muellese apagaba súbitamente.

En el mismo instante, aquella luz era sustituida por otra, que al principio fue colocada en la misma dirección; pero si la primera, inmóvil sobre el muelle, indicaba un punto siempre fijo para el navegante, la segunda, gracias a su movilidad, debía arrastrarlo fuera del canal y exponerlo a chocar contra algún escollo.

Se trataba de una linterna cuya luz no difería en absoluto de la del farol del puerto; pero había sido enganchada a los cuernos de una cabra, a la que los vitylianos empujaban lentamente por las primeras rampas del acantilado.

La linterna se desplazaba junto con el animal y debía inducir a la sacoleva a realizar maniobras equivocadas.

No era la primera vez que las gentes de Vitylo actuaban de ese modo. ¡Desde luego que no! Y era incluso raro que hubiesen fracasado en sus criminales empresas.

A todo esto, la sacoleva acababa de entrar en el canal. Después de haber cargado su vela mayor, llevaba desplegadas tan sólo las velas latinas de popa y el foque. Este velamen reducido debía bastarle para llegar a su fondeadero.

Para enorme sorpresa de los marinos que lo observaban, el pequeño buque avanzaba con una increíble seguridad a través de las sinuosidades del canal. No parecía preocuparse en modo alguno de la luz móvil que llevaba la cabra. En pleno día su maniobra no hubiera sido más correcta. Su capitán tenía por fuerza que haber realizado a menudo la aproximación a Vitylo y tenía que conocer bien la zona, hasta el punto de poder aventurarse por aquellos parajes incluso en medio de una noche cerrada.

En aquel momento era ya posible distinguir al atrevido marino. Su silueta se destacaba claramente en la sombra sobre la proa de la sacoleva. Se hallaba envuelto en los anchos pliegues de su aba, especie de capa de lana, cuyo capuchón le cubría la cabeza. En realidad, aquel capitán no guardaba, en su actitud, ningún parecido con los modestos patrones de los barcos de cabotaje, que durante la maniobra devanan incesantemente entre sus dedos un rosario de grandes cuentas, y que son el tipo que comúnmente se encuentra en los mares del Archipiélago. ¡No! Éste, con voz baja y sosegada, estaba pendiente tan sólo de transmitir sus órdenes al timonel, situado en la popa del pequeño buque.

En aquel momento, la linterna que paseaban por las rampas del acantilado se apagó de golpe, lo cual, sin embargo, no causó problemas a la sacoleva, que, imperturbable, seguía su ruta.

Por un momento, pareció que un giro brusco iba a enviarla contra una peligrosa roca, situada a flor de agua, a una distancia del puerto de un cable6[6], y que era prácticamente imposible ver en la sombra. Un ligero golpe de timón bastó para modificar su dirección y evitar el escollo, junto al cual pasó rozando.

Igual destreza manifestó el timonel cuando fue necesario evitar un segundo arrecife, que no dejaba más que un estrecho paso a través del canal -arrecife contra el que más de un navío había ya chocado al dirigirse al fondeadero, fuese o no su piloto cómplice de los vitylianos.

Éstos no podían ya contar con la posibilidad de un naufragio, que les hubiera entregado la sacoleva sin defensa. En pocos minutos estaría anclada en el puerto. Para apoderarse de ella, tendrían necesariamente que tomarla al abordaje.

6[6] Un cable es la décima parte de una milla y equivale a 185 metros.

Así lo decidieron, previo acuerdo, aquellos granujas; y es lo que se proponían llevar a la práctica en medio de una oscuridad muy favorable para esta clase de operaciones.

-¡A los botes! -dijo el viejo Gozzo, cuyas órdenes no eran nunca discutidas, sobre todo cuando lo que ordenaba era un saqueo.

Una treintena de hombres vigorosos, algunos armados con pistolas, la mayoría blandiendo puñales y hachas, se lanzaron a los botes amarrados en el muelle y avanzaron en número evidentemente superior al de los hombres de la sacoleva.

En ese mismo instante, con una voz seca, alguien a bordo dio una orden. La sacoleva, después de haber salido del canal, se hallaba en medio del puerto. Largaron las drizas, echaron el ancla y la nave permaneció inmóvil después de una última sacudida producida por la caída de la cadena.

Los botes estaban tan sólo a unas pocas brazas del buque. Aun sin mostrar una desconfianza exagerada, cualquier tripulación, conociendo la mala reputación de las gentes de Vitylo, se hubiese armado, a fin de estar, llegado el caso, en condiciones de defenderse.

Pero, en esta ocasión, no fue así. Después de atracar, el capitán de la sacoleva había abandonado la proa y se había dirigido a popa, mientras sus hombres, sin preocuparse por la llegada de los botes, se dedicaban tranquilamente a plegar las velas, con objeto de dejar libre la cubierta.

El único detalle digno de observación era que no las ataban, de manera que hubiera bastado con drizar para volver a aparejar.

El primer bote abordó la sacoleva por el lado de babor. Los otros toparon con ella casi enseguida. Y como sus bordas empavesadas eran poco elevadas, los asaltantes, profiriendo gritos de muerte, sólo tuvieron que pasar por encima de una zancada para alcanzar la cubierta.

Los más furiosos se precipitaron hacia la popa. Uno de ellos cogió un farol encendido y lo acercó a la cara del capitán.

Éste se apartó la capucha con la mano y la dejó caer sobre sus hombros; su rostro apareció a plena luz.

-¡Vaya! -dijo-. ¿Acaso las gentes de Vitylo no reconocen ya a su compatriota Nicolas Starkos? Mientras hablaba de este modo, el capitán se había cruzado tranquilamente de brazos. Un segundo después, los botes, tras haber desatracado a toda velocidad, habían alcanzado de nuevo el fondo del puerto.

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