2 Cara a cara

Diez minutos más tarde, una ligera embarcación, un gig7[7], abandonaba la sacoleva y de7[7] En inglés en el original. Especie de falúa, embarcación alargada de remo, al servicio del capitán o Jefe de escuadra.

positaba al pie del muelle, sin ningún compañero y sin arma alguna, a aquel hombre ante el cual los vitylianos acababan de batirse en retirada con tanta presteza.

Era el capitán de la Karysta. Así se llamaba el pequeño buque que acababa de fondear en el puerto.

Hombre de estatura mediana, mostraba, bajo la tupida gorra de marino, una frente ancha y orgullosa. Tenía unos ojos duros, de mirada fija. Sobre el labio, lucía bigotes de klefta8[8], dispuestos horizontalmente y rematados en un grueso mechón, no en punta. Era ancho de pecho y de miembros vigorosos. Los cabellos negros le caían en bucles sobre los hombros. Si pasaba de los treinta y cinco años, debía de ser apenas por unos meses. Pero su tez curtida por las brisas, la dureza de su fisonomía y el plie8[8] Del griego moderno klephtés, nombre que se les daba a los bandidos que vivían en las montañas de la región del Olimpo y que representaron un papel importante en la guerra de la Independencia contra los turcos.

gue de su frente, como un surco en el cual ninguna cosa honesta podía germinar, lo hacían parecer mucho más viejo de lo que era.

Por lo que se refiere al atuendo que llevaba en aquel momento, nada tenía que ver con la chaqueta, la almilla y las enagüillas del palikare9[9]. El caftán, con capucha de color pardo bordada de discretas trencillas, el pantalón verdoso con anchos pliegues, que se perdía dentro de unas botas de caña alta, recordaban más bien la vestimenta de un marino de las costas berberiscas.

Y sin embargo, Nicolas Starkos era griego de nacimiento y originario del puerto de Vitylo.

Allí era donde había pasado los primeros años de su juventud. Durante su infancia y adolescencia, había hecho entre aquellas rocas el aprendizaje de la vida del mar. Había navegado al azar por aquellos parajes, dejándose lle9[9] Del griego moderno pallikári, miliciano griego que combatía contra los turcos.

var por las corrientes y los vientos. No había una sola ensenada cuyo braceaje y acantilados no hubiera verificado, ni un escollo, bancal o roca submarina cuya marcación fuera desconocida para él, ni un solo recodo del canal cuyas múltiples sinuosidades no fuera capaz de seguir, sin compás ni piloto. Así pues, resulta fácil comprender cómo, a despecho de las falsas señales de sus compatriotas, había podido dirigir la sacoleva con mano tan segura. Además, él sabía que los vitylianos eran poco de fiar. Los había visto en acción anteriormente. Y es muy probable que no desaprobara sus instintos rapaces, en la medida en que no había tenido que sufrirlos personalmente.

Pero si él conocía a los vitylianos, también los vitylianos conocían a Nicolas Starkos. Después de la muerte de su padre, que fue uno entré las miles de víctimas de la crueldad de los turcos, a su madre, ansiosa de venganza, le faltó tiempo para unirse a la primera sublevación contra la tiranía otomana. Él, con dieciocho años, había abandonado la Maina para recorrer los mares, y particularmente el Archipiélago, y aprendió no sólo el oficio de marino, sino también el de pirata. Nadie, a excepción de él mismo, habría podido decir a bordo de qué navíos sirvió durante aquel período de su existencia, ni qué jefes, entre los que mandaban bandas de filibusteros o corsarios, lo tuvieron a sus órdenes, ni bajo qué pabellón llevó a cabo sus primeros hechos de armas, ni qué sangre derramó su mano, si la de los enemigos de Grecia o la de sus defensores, la misma que corría por sus propias venas. Con todo, varias veces había sido visto en los diversos puertos del golfo de Corón. Compatriotas suyos que habían tomado parte en alguna de sus empresas, habían relatado sus más notables actos de piratería: barcos mercantes atacados y destruidos, ricos cargamentos repartidos como botín. Un cierto misterio envolvía el nombre de Nicolas Starkos, y, sin embargo, ese nombre era tan conocido en las provincias de la Maina que, ante él, todos se inclinaban.

Así se explica el recibimiento que le dieron los habitantes de Vitylo, por qué consiguió imponerse tan sólo con su presencia y por qué todos abandonaron el proyecto de saquear la sacoleva en el momento mismo en que reconocieron al hombre que la comandaba.

En cuanto el capitán de la Karysta atracó en el muelle del puerto, un poco por detrás de la escollera, hombres y mujeres, que habían acudido para recibirlo, se alinearon respetuosamente a su paso. Cuando desembarcó, ni un solo grito fue proferido. Parecía como si Nicolas Starkos tuviera bastante prestigio para imponer el silencio a su alrededor tan sólo por el respeto que inspiraba. Esperaban que él hablase, y, si no lo hacía -lo cual era posible-, nadie se permitiría la licencia de dirigirle la palabra.

Después de ordenar a los marineros de su gig que volvieran a bordo, Nicolas Starkos avanzó hacia el ángulo que forma el muelle al fondo del puerto. Pero apenas había dado unos veinte pasos en esa dirección cuando se detuvo.

Luego, viendo al viejo marinero que lo seguía como si esperase recibir alguna orden, dijo: -Gozzo, necesitaré diez hombres vigorosos para completar mi tripulación.

-Los tendrás, Nicolas Starkos -respondió Gozzo.

Si el capitán de la Karysta hubiese querido cien, los habría encontrado también entre aquella población marinera, y habría podido incluso elegir. Y esos cien hombres, sin preguntar adónde se los llevaba, ni a qué tarea se los destinaba, ni por cuenta de quién iban a navegar o a batirse, habrían seguido a su compatriota, dispuestos a compartir su suerte, sabiendo muy bien que de una manera u otra saldrían ganando.-Que dentro de una hora esos diez hombres estén a bordo de la Karysta -añadió el capitán.

-Allí estarán -respondió Gozzo.

Nicolas Starkos, indicando con un gesto que no deseaba ser acompañado, subió por el malecón, que se redondea al final del muelle, y desapareció de su vista en una de las estrechas calles del puerto.

El viejo Gozzo, respetando su voluntad, volvió al lado de sus compañeros y ya no se ocupó de otra cosa que de escoger a los diez hombres destinados a completar la tripulación de la sacoleva.

Entretanto, Nicolas Starkos subía lentamente las cuestas de aquel abrupto acantilado sobre el cual se asienta el poblado de Vitylo. A aquella altura, no se oía otro ruido que los ladridos de los perros salvajes, casi tan temibles para los viajeros como los chacales o los lobos, unos perros de formidables mandíbulas y ancha cara de dogo, que no se dejan intimidar por el bastón. Algunas gaviotas se arremolinaban en el espacio, agitando con pequeños movimientos sus amplias alas extendidas, de camino hacia las cuevas del litoral.

Pronto, Nicolas Starkos dejó atrás las últimas casas de Vitylo. Tomó entonces el escarpado sendero que rodea la acrópolis de Kelafa. Después de seguir por las ruinas de una ciudadela, levantada en aquel lugar por Ville-Hardouin, en la época en que los cruzados ocupaban diversos puntos del Peloponeso, rodeó la base de las viejas torres que todavía hoy coronan el acantilado. Allí se detuvo un momento y se volvió.

En el horizonte, más acá del cabo Gallo, el cuarto creciente de la luna estaba a punto de apagarse en las aguas del mar Jónico. Unas pocas estrellas centelleaban a través de los estrechos desgarrones de las nubes, un silencio absoluto reinaba alrededor de la acrópolis. Dos o tres pequeñas velas apenas visibles surcaban la superficie del golfo, atravesándolo hacia Corón o remontándolo hacia Calamata. De no ser por el fanal, que se balanceaba en el extremo del mástil, tal vez hubiera sido imposible distinguirlas. Más abajo, siete u ocho luces brillaban también en diferentes puntos de la orilla, y su resplandor se veía doblado por la temblorosa reverberación de las aguas. ¿Eran los faroles de las barcas de pesca o las luces encendidas de las viviendas? Imposible precisarlo.

Nicolas Starkos recorría, con su mirada habituada a las tinieblas, toda aquella inmensidad.

Hay en el ojo del marino una capacidad de visión penetrante, que le permite ver cosas allí donde otros no verían nada. Pero en aquel momento, no parecía que las cosas exteriores pudiesen impresionar al capitán de la Karysta, acostumbrado sin duda a escenas totalmente diferentes. No, era dentro de sí mismo donde miraba. Respiraba casi inconscientemente aquel aire natal, que es como el aliento del país. Permanecía inmóvil, pensativo, con los brazos cruzados, y tampoco su cabeza, ahora descubierta, se movía más de lo que lo hubiera hecho de haber estado esculpida en piedra.

Así transcurrió casi un cuarto de hora. Durante ese tiempo, Nicolas Starkos no había dejado de observar aquel occidente delimitado por un lejano horizonte de mar. Luego, dio unos pasos y subió por el acantilado en diagonal. No caminaba de ese modo al azar. Un secreto pensamiento lo guiaba; pero se habría dicho que sus ojos evitaban aún mirar aquello que habían venido a buscar a las alturas de Vitylo.

Por otra parte, nada hay tan desolado como esta costa, desde el cabo Matapán hasta el último rincón del golfo. Allí no crecían naranjos, ni limoneros, ni escaramuos, ni adelfas, ni jazmines de la Argólida, ni higueras, ni madroños, ni moreras, ni nada de lo que convierte algunas regiones de Grecia en una rica y verdeante campiña. Ni una encina, ni un plátano, ni un granado que se destacasen sobre el sombrío telón de los cipreses y los cedros. Por todas partes, rocas que un próximo desprendimiento de aquellos terrenos volcánicos podría muy bien precipitar a las aguas del golfo. Por todas partes, una aspereza feroz en aquella tierra de la Maina, incapaz de alimentar a su población.

Apenas algunos pinos descarnados, contorcidos, extravagantes, cuya resina había sido consumida por completo y a los que faltaba la savia, mostrando las profundas heridas de sus troncos. Aquí y allá, enjutos cactos, verdaderos cardos espinosos, cuyas hojas se parecían a pequeños erizos medio pelados. En parte alguna, en fin, ni en los arbustos achaparrados, ni en el suelo, formado más de guijarros que de tierra, nada con que alimentar aquellas cabras que, dada la sobriedad del entorno, no eran tampoco muy exigentes.

Después de dar unos veinte pasos, Nicolas Starkos se paró de nuevo y se volvió hacia el noreste, donde la lejana cresta del Taigeto dibujaba su perfil sobre el fondo menos oscuro del cielo. Una o dos estrellas, que aparecían a esa hora, descansaban allí todavía, a ras del horizonte, como grandes luciérnagas.

Nicolas Starkos permanecía inmóvil contemplando una casita baja de madera que ocupaba un saliente del acantilado, a unos cincuenta pasos. Era una vivienda modesta, aislada encima del pueblo, a la que sólo se llegaba por abruptos senderos, construida en medio de un cercado de árboles medio desnudos y rodeada por un seto de espinos. Se veía que aquella morada estaba deshabitada desde hacía mucho tiempo. El seto, en mal estado, espeso en unas partes y lleno de boquetes en otras, ya no era una barrera suficiente para protegerla. Los perros vagabundos, los chacales, que de vez en cuando visitan la región, habían asolado más de una vez aquel pequeño rincón de suelo mainota. Malas hierbas y zarzas, ésa había sido la aportación de la naturaleza a aquel lugar desierto, desde que la mano del hombre dejara de ejercer su dominio sobre él.

¿A qué era debido el abandono? A que el dueño de aquel pedazo de tierra había muerto hacía ya muchos años. A que su viuda, Andronika Starkos, había abandonado el país para ir a ocupar su lugar entre las filas de las valientes mujeres que se destacaron en la guerra de la Independencia. A que el hijo, después de su partida, no había vuelto jamás a pisar la casa paterna.

Y, sin embargo, allí era donde Nicolas Starkos había nacido. Allí habían transcurrido los primeros años de su infancia. Su padre, después de una larga y honorable vida de marino, se había retirado a aquel asilo, pero se mantenía alejado de la población de Vitylo, cuyos excesos le causaban horror. Más instruido y un poco más acomodado que las gentes del puerto, había logrado crearse una existencia aparte con su mujer y su hijo. Vivía en aquel retiro, ignorado y tranquilo, cuando, un día, dejándose arrastrar por la cólera, intentó resistirse a la opresión y pagó con su vida esa resistencia.

Nadie podía escapar de los agentes turcos, ni siquiera en los confines más extremos de la península.

No estando ya el padre allí para dirigir al hijo, la madre se vio incapaz de contenerlo.

Nicolas Starkos huyó de su casa para ir a recorrer los mares, poniendo al servicio de la piratería y los piratas aquel maravilloso instinto de marino que le venía de su origen.

Hacía diez años, pues, que el hijo había abandonado la casa, y hacía seis que lo había hecho la madre. Sin embargo, en la región se decía que Andronika había vuelto algunas veces. Al menos, algunas personas creían haberla visto, muy de tarde en tarde y durante breves instantes, sin que ella hubiese intentado entrar en contacto con ninguno de los habitantes de Vitylo.

En cuanto a Nicolas Starkos, nunca antes de ese día, aun cuando los azares de sus excursiones lo habían llevado una o dos veces a la Maina, había manifestado la intención de volver a ver la modesta vivienda del acantilado. Jamás había preguntado a nadie acerca del estado de abandono en el que ésta se encontraba. Jamás una alusión a su madre, para saber si había regresado alguna vez a la desierta morada. Pero tal vez el nombre de Andronika había llegado a sus oídos, en relación con los terribles acontecimientos que ensangrentaban entonces Grecia. Y ese nombre habría debido penetrar como un remordimiento en su conciencia, si su conciencia no hubiese sido impenetrable.

No obstante, si aquel día Nicolas Starkos había hecho escala en el puerto de Vitylo, no había sido únicamente para reforzar la tripulación de la sacoleva con diez hombres más. Un deseo -más que un deseo, un imperioso instinto-, del cual tal vez no tenía completa conciencia, lo había empujado hacia allí. Había sentido la necesidad de volver a ver, por última vez, sin duda, la casa de sus padres, de pisar el suelo donde había dado sus primeros pasos, de respirar el aire encerrado entre aquellas paredes, donde había exhalado su primer aliento, donde había balbuceado sus primeras palabras de niño. Sí, aquélla era la razón por la cual acababa de remontar los escarpados senderos del acantilado, la razón por la cual se encontraba en aquel momento delante de la valla del pequeño cercado.

Entonces tuvo un momento de vacilación.

No hay corazón tan duro que no se encoja en presencia de ciertos recuerdos del pasado. No se nace en un lugar para después no sentir nada ante ese sitio donde uno ha sido acunado por la mano de una madre. Las fibras del ser humano no pueden estar gastadas hasta el punto de que ni una sola vibre todavía cuando uno de estos recuerdos la toca.

Y eso fue lo que sintió Nicolas Starkos, de pie en el umbral de la casa abandonada, tan sombría, silenciosa y muerta en el interior como en el exterior.

-¡Entremos!... ¡Sí. . entremos! Éstas fueron las primeras palabras que pronunció Nicolas Starkos. En realidad, no hizo sino murmurarlas, como si temiese ser oído y evocar alguna aparición del pasado.

Entrar en aquel cercado. ¡Qué podía haber más fácil! La valla estaba desvencijada, los montantes yacían en el suelo. Ni siquiera había una puerta que abrir, un barrote que empujar.

Nicolas Starkos entró. Se detuvo ante la casa, cuyos aleros, medio podridos por la lluvia, sólo se sostenían gracias a unos trozos de herraje corroídos y oxidados.

En aquel momento, una lechuza lanzó un grito y salió volando de un matorral de lentiscos que obstruía el umbral de la puerta.

Nicolas Starkos vaciló de nuevo. Estaba firmemente decidido a ver hasta el último aposento de la casa. Pero se sintió enojado por lo que le estaba pasando, por sentir aquella especie de remordimiento. Estaba emocionado, pero también irritado. ¡Parecía como si de aquel techo paterno hubiese de surgir un reproche contra él, una última maldición! Por eso, antes de entrar en la casa, quiso dar una vuelta a su alrededor. La noche era oscura.

Nadie lo veía y -¡él no se veía a sí mismo!».

Quizá, en pleno día, no hubiese llegado hasta allí. En medio de la noche, se sentía con más valor para desafiar a sus recuerdos.

Allí estaba, pues, andando con paso furtivo, como un malhechor inspeccionando los alrededores de una vivienda a la que piensa llevar a la ruina, avanzando a lo largo de las paredes agrietadas en los ángulos, doblando las esquinas, cuyas aristas erosionadas desaparecían bajo el musgo, tanteando con la mano aquellas piedras debilitadas, como para ver si quedaba todavía un poco de vida en aquel cadáver de casa, escuchando, en fin, si el corazón le latía aún. Por la parte de atrás, el cercado estaba más oscuro. El oblicuo fulgor del cuarto creciente, que entonces desaparecía, no hubiese podido llegar hasta allí.

Nicolas Starkos había rodeado lentamente la casa. En la sombría morada reinaba un silencio inquietante. Habríase dicho que estaba embrujada o que era frecuentada por espíritus. Volvió hacia la fachada orientada al oeste. Luego se acercó a la puerta, con la intención de empujarla, si se aguantaba tan sólo con un pasador, o de forzarla, si el pestillo estaba sujeto aún en la gacheta de la cerradura.

Pero entonces la sangre le nubló los ojos y una violenta cólera, un ansia de matar, se apoderó de él10[10]. Quería visitar aquella casa sólo una vez más y no se atrevía a entrar en ella. ¡Le parecía que su padre y su madre iban a aparecer en el umbral, con los brazos extendidos, maldiciéndolo, a él, el mal hijo, el mal ciudadano, el traidor a la familia, el traidor a la patria! En ese momento, la puerta se abrió lentamente. Una mujer apareció en el umbral. Llevaba puesto el traje mainota -un zagalejo de algodón negro con una pequeña orla roja, una camisola de color pardo, ceñida al talle, y, sobre la cabeza, un ancho gorro negruzco, rodeado de un fular con los colores de la bandera griega.

Aquella mujer tenía un rostro enérgico, grandes ojos negros de una vivacidad un poco salvaje y tez curtida, como los pescadores del 10[10] En francés, Il vit «rouge» comme on dit, mais rouge de feu. Dado que la expresión voir rouge no tiene traducción en castellano, he explicitado su sentido y he dado una versión libre de la frase original.

litoral. Era de estatura elevada y se mantenía erguida, a pesar de que tenía ya más de sesenta años.

Era Andronika Starkos. La madre y el hijo, separados física y espiritualmente desde hacía tanto tiempo, se encontraban en ese momento cara a cara.

Nicolas Starkos no había esperado hallarse en presencia de su madre... Aquella aparición lo espantó.

Andronika, con los brazos extendidos hacia su hijo, prohibiéndole el acceso a la casa, pronunció tan sólo estas palabras, con una voz que, viniendo de ella, las hacía terribles: -¡Nicolas Starkos no volverá a poner nunca los pies en la casa de su padre!... ¡Nunca! Y el hijo, encorvado bajo el peso de esa orden terminante, retrocedió poco a poco. Aquella que lo había llevado en sus entrañas lo expulsaba entonces como se expulsa a un traidor.

Quiso dar un paso hacia delante... Un gesto aún más enérgico, el gesto de la maldición, lo detuvo.

Nicolas Starkos se echó hacia atrás. Luego huyó del cercado, retomó el sendero del acantilado y descendió dando grandes zancadas, sin volverse, como si una mano invisible lo empujase por los hombros.

Andronika, inmóvil en el umbral de la casa, lo vio desaparecer en la noche.

Diez minutos más tarde, Nicolas Starkos, sin dejar traslucir su emoción, de nuevo dueño de sí mismo, alcanzaba el puerto, llamaba a su gig y se embarcaba en él.

Los diez hombres elegidos por Gozzo se encontraban ya a bordo de la sacoleva.

Sin pronunciar una sola palabra, Nicolas Starkos su bió a la cubierta de la Karysta y, con un gesto, dio la orden de aparejar.

La maniobra se llevó a cabo rápidamente.

Sólo hizo falta izar las velas que se hallaban dispuestas para una pronta partida. El terral, que acababa de levantarse, facilitaba la salida del puerto.

Cinco minutos más tarde, la Karysta atravesaba los pasos, con seguridad y en silencio, sin que un solo grito hubiera sido proferido por los hombres de a bordo ni por las gentes de Vitylo.

Aún la sacoleva no había llegado a cubrir una milla mar adentro cuando una llama iluminó la cima del acantilado.

Era la morada de Andronika Starkos que ardía hasta los cimientos. La mano de la madre había provocado aquel incendio. No quería que quedase un solo vestigio de la casa en la que su hijo había nacido.

Durante otras tres millas, el capitán no pudo apartar su mirada de aquel fuego que brillaba sobre la tierra de la Maina y lo siguió en la sombra hasta el último resplandor.

Andronika lo había dicho: « ¡Nicolas Starkos no volverá a poner nunca los pies en la casa de su padre!...

¡Nunca!

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