II

En aquella época, según yo he aprendido después en los libros, Alemania estaba todavía dividida en diez Círculos. más tarde, nuevas varia-ciones establecieron la Confederación del Rhin, hacia 1806, bajo el protectorado de Napoleón; y después, en 1815, la Confederación Germánica.

Dos de estos Círculos, que comprendía los electorados de Sajonia y de Brandeburgo, llevaba entonces el nombre de Círculo de la Alta Sajonia.

Este electorado de Brandeburgo debía llegar a ser más tarde una de las provincias de Prusia, y dividirse en dos distritos: el distrito de Brandeburgo, propiamente dicho, y el distrito de Postdam.

Digo todo esto, a fin de que se sepa bien dónde se encuentra la pequeña ciudad de Belzingen, 22

E L C A M I N O D E F R A N C I A situada en el distrito de Postdam, hacia la parte sudoeste, a algunas leguas de la frontera.

A esta frontera fue adonde llegué el 16 de Junio, después de haber recorrido las ciento cincuenta leguas que la separan de Francia. Si había empleado nueve días en recorrer este tramo, era porque las comunicaciones no eran muy fáciles.. Yo había gastado más tachuelas de mis zapatos, que herraduras o ruedas de carruajes, de carretas por mejor decir1. Además, ya no me paraba a empollar huevos, como dicen los picardos. No poseía más que las ruines economías de mí paga, y quería gastar lo menos posible. Muy felizmente, durante el tiempo que estuve de guarnición en la frontera, había podido aprender algunas palabras en alemán, que aún retenía, lo cual me sirvió para ayudarme mucho en mi difícil situación. Sin embargo, hubiera sido muy difícil el ocultar que yo era francés, por lo cual durante mi viaje se. me lanzaron al pasar más de una mirada de reojo. Ya se comprenderá, que yo me guardaba muy bien de decir que era el sargento Natalis Delpierre. No podrá menos de aprobarse mi 1 Se trata de las leguas francesas antiguas, que tenían 4.000

varas solamente, mientras que la española tiene 6666 2/3.

(N. del T .)

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conducta prudente en aquellas circunstancias, puesto que era muy de temer una guerra con Prusia y Austria; es decir, con la Alemania entera.

En la frontera del distrito tuve una buena sorpresa.

Iba a pie. Me dirigía a una posada para descansar en ella; la posada del Ecktvende , es. decir, de Vuelve la esquina. Después de una noche bastante fresca, amanecía una mañana muy hermosa. Bonito tiempo. El sol, a las siete de la mañana, bebía ya el rocío de las praderas. Lo., pájaros formaban un verdadero hormiguero sobro las hayas, las encinas y los olmos. Poca cultura en la campiña, mustios campos en erial. Por otra parte, esto no es extraño: pues el clima es muy duro en este país.

A la puerta del Ecktvende esperaba un pequeño carruajillo, al cual estaba enganchado un caballejo flaco y débil, que apenas podría andar las dos leguas en dos horas, si no lo echaban demasiada carga.

Una mujer se encontraba allí; una mujer alta, fuerte, bien constituida, que llevaba un corpiño con tirantes adornados con pasamanería, sombrero de paja engalanado con cintas amarillas, falda de rayas rojas y vio], ta, todo bien ajustado, bien puesto, muy 24

E L C A M I N O D E F R A N C I A limpio, como podría serlo un traje de domingo o de dio de fiesta.

Y, a la verdad, aquel día era. un día de mucha fiesta para aquella mujer, aunque no fuese domingo.

Me miraba detenidamente, y yo la dejaba mirarme.

De repente abro Ios brazos, y sin decir a la una, a las dos, corre hacia mí, y exclama:

-¡Natalis!

-¡Irma!

Era ella, en efecto; mi hermana Irma. Al momento me reconoció. Verdaderamente las mujeres tienen mejor golpe de vista que nosotros para estos reconocimientos que vienen del corazón; o al menos, tienen un golpe de vista más perspicaz.

Iba a hacer bien pronto trece años que no nos habíamos visto; ya se comprenderá, si me enojaría el encontrarla.

¡Qué buena y qué robusta se había conservado!

Al verla, me recordaba a nuestra madre, con sus ojos grandes y vivos, y también con sus cabellos negros, que comenzaban a blanquear por las sienes.

La abracé fuertemente, y la bese a boca que quieres, en sus dos mejillas enrojecidas por el viento 25

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de la campiña; y os aseguro que podéis creer que ella hizo a su vez estallar sus labios sobre las mías.

Precisamente era por verla a ella por lo que yo había pedido mi licencia. Comenzaba a inquietarme de que estuviese fuera de Francia en el momento en que el juego empezaba a embrollarse. ¡Una francesa en medio de aquellos alemanes! Si la guerra llegaba por fin a ser declarada, podía acarrearle grandes disgustos. En semejante caso, vale más estar en su país, y si ella quería, yo estaba dispuesto a conducirla conmigo. Para esto sería preciso dejar a su señora, Mad. Keller, y yo dudaba que ella consintiese. En fin, sería cosa de pensarse.

- Qué alegría el vernos, Natalis!.... (me dijo). ¡Y

el encontrarnos tan lejos de Francia! ¡Tan lejos de nuestra Picardía! Me parece que me traes con tu presencia un poco de aquel aire grato de nuestra tierra. ¡Cuánto tiempo hemos estado sin encontrarnos! ....

-Trece años, Irma.

-Sí, trece años; trece años de separación. ¡Qué plazo tan largo, Natalis!.

-¡Querida Irma! - respondí.

Y véannos Vds. a mi hermana y a mi, yendo y viniendo, cogidos del brazo, a lo largo del camino.

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-¿Y cómo te va? – le pregunté.

-Siempre poco más o menos. ¿Y tú?

-Vamos marchando.

-¡Ya lo creo! ¡Y sargento que eras ya! He aquí un honor para la familia.

- Sí, Irma, muy grande. ¿Quién hubiese pensado jamás que el pequeño guardián de polos de Grattepanche llegaría a ser sargento?.... Pero.... es preciso no decirlo muy alto.

- ¿Por qué? ¿Qué mal hay en ello?

-Porque el decir que soy soldado, no dejaría de tener inconvenientes en este país. En el momento en que corran rumores de guerra, ya es grave para un francés el encontrarse en Alemania. No, yo soy tu hermano, don Nadie, que ha venido a ver a su hermana, y nada más.

-Bien, Natalis; seré muda respecto a este punto

-, yo te lo prometo.

-Será cosa muy prudente, pues los coplas alemanes tienen muy buen olfato.

-Está tranquilo.

-Y aun si quieres seguir mi consejo, Irma, te conduciré conmigo a Francia.

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Los ojos de mi hermana mostraron señales evidentes de pena, y me dio la respuesta que yo esperaba.

-¡Dejar a Mad. Keller! ¡Natalis!.... Cuando la hayas visto, comprenderás que no puedo dejarla sola.

Yo comprendía esto de antemano, y dejé el asunto para mejor ocasión.

Viendo que yo no insistía, la alegría volvió a brillar en los ojos de Irma. No hacía más que preguntarme noticias acerca de nuestro país y de las personas conocidas.

- ¿Y nuestra hermana Firminia?

- En buena salud. He tenido noticias suyas por nuestro vecino Létocard, que ha venido hace dos meses a Charleville. ¿Te acuerdas bien de Létocard?

-¿El hijo del carretero?

- Sí. Ya sabes, o, mejor dicho, no sabes que se ha casado con una Matifas.

-¿La hija de aquel viejo de Fouencamps?

- El mismo. Me ha dicho que nuestra hermana no se quejaba de su salud. ¡Ah! Se ha trabajado y se trabaja de veras en Escarbotin. A d e más, ha tenido cuatro hijos, y el último.... con mucho trabajo. En cambio, y felizmente tiene un marido honrado, 28

E L C A M I N O D E F R A N C I A buen obrero y nada bebedor, excepto los lunes. En fin : no lo falta que hacer para su edad.

¡Ya es vieja! ¡Diablo! Cinco años más que tú, Irma, y catorce más que yo. Ya va siendo bastante.

¿Qué quieres? Pero es una mujer valerosa, lo mismo que tú.

-¡Oh! ¡Yo, Natalis!... Si yo he conocido la pena, no ha sido más que la pena de los otros. Desde que he salido de Grattepanche no he conocido la miseria. ¡Pero esto de ver sufrir cerca de si sin poder prestar remedio alguno!....

El rostro de mi hermana había entristecido de nuevo. En el momento varió de conversación.

-¿Y tu viaje?- me preguntó.

-No se ha pasado mal. Hace bastante buen tiempo para la estación, y, además, como ve; tengo sólidas piernas. Por otra parte, ¿qué significa la fatiga cuando se está bien seguro de ser recibido con alegría a su llegada?

-Dices bien, Natalis; se te hará buen recibimiento, y se te querrá en la familia como se me quiere a mi.

-¡Pobre Mad. Keller! ¿Sabes, hermana mía que si la encuentro sola no la reconocerla? Para mí es todavía la joven señorita hija de los señores de 29

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Acloque, aquellas honradas gentes da Sainy-Sauflieu. Cuando contrajo matrimonio, y de esto ya a hacer ya pronto veinticinco años, no era yo más que un chiquillo. Pero nuestro padre y nuestra madre decían tanto bien de ella y de su familia, que esto no me ha olvidado nunca, -¡Pobre mujer! (dijo entonces Irma) Bien cambiada y bien mediana está a la hora presente. ¡Qué esposa ha sido, Natalis!. Y

sobre todo, qué madre es todavía!

-¡Y su hijo?

-El mejor de los hijos, que se ha puesto a trabajar valerosamente para reemplazar a su padre, muerto hace quince meses.

-¡Pobre M. Juan!

-Adora a su madre; no vive más que para ella, del mismo modo que ella no vive más que para é.

- No le he visto nunca, Irma, y ardo en deseos de conocerle. Me parece que siento ya cariño por ese joven., - No me admira eso, Natalis. Es un afecto que te viene de mi parte.

- Vaya; en marcha, hermana mía.

- En marcha.

- ¡Minuto!.... ¿Á qué distancia estamos de Belzingen?

- A cinco leguas largas.

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-¡Bah! (respondí.) Si yo estuviese sólo, las recorrería en dos horas; pero será preciso ....

-No lo creas, Natalis. Yo iré más de prisa que tú.

-¿Con tus piernas?

-No; con las piernas de mi caballo.

Y al decir esto, Irma me mostraba el carruajillo, que esperaba a la puerta de la posada.

-¿Es que has venido a buscarme en ese carruaje?

-Si, Natalis, a fin de conducirte a Belzingen. He salido de allí muy temprano, y estaba llamando a esta puerta a las siete de la mañana. Y si la carta que nos has enviado hubiese llegado más pronto, hubiera ido a buscarte más.

-¡Oh! ¡Era inútil, hermana mia! Vamos; en marcha. ¿Tienes algo que pagar en la posada? Tengo aquí algunas monedas.

-Gracias, Natalis; está todo pagado; no tenemos que hacer más que echar a andar.

Mientras que nosotros hablábamos, el posadero del Ecktvende, apoyado en el marco de la puerta , parecía escuchar sin que tuviese apariencias de oír.

Esto no me satisfizo de ninguna manera.. Acaso hubiéramos hecho mejor con habernos ido a charlar más lejos. . .

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Aquel posadero era un hombretón gordo, montaraz, tenia una fisonomía desagradable, unos ojos como agujeros abiertos con berbiqui, con los párpados plegados, la nariz aplastada, la boca grande, como si cuando hubiese sido pequeño le hubieran dado la papilla con un sable. En fin, la fisonomía repugnante de un hombre de mala raza.

Después de todo, nosotros no hablamos dicho cosas comprometedoras. Y acaso no hubiese entendido nada de nuestra conversación. Por otra parte, si no sabia el francés no podía comprender que yo venia de Francia.

Por fin montamos en el carrillo. El posadero los vio partir sin hacer un gesto. Yo tomé las bridas, y fustigué suavemente al caballejo. Corríamos por el camino como el viento de Enero. Esto, sin embargo, no nos impedía hablar, y, por consiguiente, Irma pudo ponerme al corriente de todo.

De este modo, con lo que yo sabia ya y con lo que ella me dijo., hay lo suficiente para que conozcáis lo que concierne a la familia Keller.

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E L C A M I N O D E F R A N C I A III

Mad. Keller, nacida en 1757, tenía entonces cuarenta y cinco años. Originaria de Sainy-Sauflieu, como antes he dicho, pertenecía a una familia de pequeños propietarios. del. y Mad. Acloque (su padre y su madre), de posición muy modesta, habían visto disminuir su pequeña fortuna de año en año, a consecuencia de las necesidades de la vida.

Murieron poco después uño de otro, hacia el año 1765. La joven quedo entregada a los cuidados de una tía vieja a, cuyo fallecimiento debía dejarla bien pronto sola en el mundo.

En esta situación se encontraba cuando fue pretendida por del. Keller, que había venido a Picardía para asuntos de su comercio, el cual ejerció durante diez y ocho meses en Amiens y en los alrededores, donde se ocupaba del transporte de mercancías. Era un hombre serio, de buena 33

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presencia, inteligente y activo. Por aquella época no teníamos nosotros todavía por la gente de raza alemana la repulsión que debían inspirarnos más tarde los odios nacionales sostenidos por treinta arios de guerra del. Keller disponía de una regular fortuna, que no podía menos de acrecentar con su celo y con su actividad ante los negocios, y, en resu-men, preguntó a Mlle.. Acloque si quería ser su esposa. Mlle. Acloque dudó, porque se vería obligada a salir de Saint-Saugieu y de su Picardía, a la cual estaba unida de todo corazón. Y, además, este matrimonio, ¿no debía hacerla perder su cualidad de francesa? Pero entonces no poseía por toda fortuna más que una casita, que seria necesario vender muy pronto. ¿Qué seria de ella después de este último sacrificio? Por estas razones, Mad.

Dufrenay, su vieja tía, sintiendo su próximo fin, y asustándose de la situación en que se encontraría su sobrina, la impulsó a que aceptara el ofrecimiento.

Mlle. Acloque consintió. El matrimonio fue celebrado en Saini-Sauflieu; y la que ya era Mad.

Keller, dejó la Picardía algunos meses más tarde, y siguió a su marido al otro lado de la frontera.

Mad. Keller no tuvo motivo para arrepentirse de la elección que había hecho. Su marido fue bueno 34

E L C A M I N O D E F R A N C I A para ella, como ella fue buena para di. Siempre atento y cariñoso, puso todo su cuidado en conseguir que su esposa no conociese demasiado que había perdido su nacionalidad. Para este matrimonio, completamente de razón y de conveniencia, no hubo, sin embargo, más que días felices; lo cual es raro en nuestros tiempos, y lo era ya también entonces.

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Un año después, en Belzingen, donde vivían Mad. Keller dio a luz un niño. Entonces que consagrarse toda entera a la educación de su hijo, del cual se ha de tratar mucho en nuestra historia.

Algún tiempo después del nacimiento de eso niño, hacia 1771, fue cuando mi hermana Irma de edad entonces de diez y nueva años, entró a servir a la familia Keller. Mad. Keller la había conocido muy niña, cuando ella misma no era más que una pollita.

Nuestro padre había trabajado algunas veces en casa de del. Acloque, ya señora y su hija se interesaban por su situación

De Grattepanche a Saini-Sauflieu no hay mucha distancia. Mad. Acloque encontraba con frecuencia a mi hermano, la besaba, la abrazaba, le hacía pequeños regalos, y sintió, en fin, por ella, una gran amistad; amistad que habia de ser pagada más tarde con el más acendrado y puro afecto.

Así, cuando supo la muerte de nuestro padre y de nuestra madre, que nos dejaban casi sin recursos, Mad. Keller tuvo la idea de llevarse consigo a Irma, que estaba ya sirviendo en una casa de Saint-Sauflieu, en lo cual mi hermana consintió de buen grado, sin que jamás haya tenido que arrepentirse de ello.

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E L C A M I N O D E F R A N C I A Ya he dicho que del. Keller era de sangre francesa por sus antecesores. Veamos de qué modo.

Poco más de un siglo antes, los Keller habitaban la parte francesa de la Lorena. Eran hábiles y entendidos comerciantes, y estaban ya en una posición muy desahogada, que hubieran seguramente mejorado mucho, sin los graves acontecimientos que vinieron a trastornar el porvenir de millares de familias, que se contaban entre las más industriosas de toda Francia.

Los Keller eran protestantes. Muy apegados a su religión, no había cuestión alguna de Interés, por importante que fuese, que pudiera hacer dis ellos renegados.

Bien lo demostraron cuando fue revocado el edicto de Nantes en 1685, pues tuvieron, como tantos otros, que elegir entre dejar el. país o renegar de su fe. Como tantos otros también, eligieron el destierro.

Manufactureros, artesanos, obreros de todas clases, agricultores, salieron de Francia, para ir a enriquecer la Inglaterra, los Países Bajos, la Suiza, la Alemania, y más particularmente el Brandeburgo.

Allí recibieron una cordial acogida por parte del 37

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Elector de Prusia y de Postdam, en Berlín, en Magdeburgo, en Battin y en Francfort-sur-l’Oder.

Precisamente fueron habitantes de Metz, en número de veinticinco mil, los que fundaron las florecientes colonias de Stettin, y de Postdam.

Los Keller abandonaron, pues, la Lorena, no sin esperanza de volver, indudablemente después de haber tenido que ceder sus fondos de comercio por un pan de centeno.

- ¡Sí! Cuando se sale de un país, se dice que se volverá a él cuando las circunstancias lo permitan; pero entretanto que llegan estas circunstancias, se instala uno en el extranjero. Se establecen nuevas relaciones y se crean nuevos intereses. Los años corren, y después se queda uno allá. Esto ha sucedido con muchas familias, con detrimento de Francia.

En aquella época, la Prusia, cuya elevación a reino data sólo de 1701, no poseía sobra el Rhin.

más que el ducado de Cleves, el condado de la Mark, y una parte del Gueldres.

En esta última provincia precisamente, casi en los confines de los Países Bajos, fue donde llegaron a buscar refugio los Keller. Allí crearon establecimientos industriales, emprendieron de 38

E L C A M I N O D E F R A N C I A nuevo su comercio, interrumpido por la inicua y deplorable revocación del edicto de Nantes, dado por Enrique IV. Da generación en generación, se hicieron relaciones y aun alianzas con los nuevos compatriotas; las familias se mezclaron tan completamente, que aquellos antiguos franceses llegaron poco a poco a convertirse en súbditos alemanes.

Hacia 1760, uno de los Keller dejó el Gueldres para ir a establecerse en la pequeña ciudad de Belzingen, en medio del Circulo de la Alta Sajonia, que comprendía una parte de la Prusia. Este Keller tuvo fortuna en sus negocios, lo cual le permitió ofrecer a Mlle. Acloque las comodidades que ésta no podía encontrar en Saint-Sauflieu. fue en el mismo Belzingen donde su hijo vino al mundo, prusiano por parte de padre, si bien por parte de su madre corría en sus venas sangre francesa.

Y lo digo con una emoción que me hace todavía derramar lágrimas; era un francés de corazón aquel joven, en quien resucitaba el alma maternal. Mad.

Keller lo hablo alimentado con su lecho; sus primeras palabras de niño las había balbuceado en francés, y en este idioma, y no en alemán, había aprendido a decir madre. Nuestro lenguaje era el 39

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que primeramente había escuchado y hablado después, pues éste era el que se empleaba más habitualmente en la casa de Belzingen, aunque Mad.

Keller y mi hermana Irma hubiesen aprendido bien pronto a servirse de la lengua alemana.

La infancia del pequeño Juan fué, pues, arrullada con las canciones de nuestro país. Su padre no pensó jamás en oponerse a ello; al contrario. ¿No era la lengua de sus antecesores aquella lengua de Lorena, tan francesa, cuya pureza no ha sido alterada por la vecindad de la frontera germánica?

Y no solamente Mad. Keller había nutrido con su leche a aquel niño, sino también con sus propias ideas, en todo lo que a Francia se refería. Amaba profundamente a su país de origen: jamás había perdido la esperanza de volver a él algún día. No ocultaba la felicidad que para ella sería volver a ver su vieja tierra picarda. del. Keller no oponía a ello repugnancia alguna. Sin duda, después de hecha su fortuna, él hubiese dejado voluntariamente la Alemania para ir a fijarse definitivamente en el país de su mujer. Pero le era preciso trabajar algunos años todavía, a fin de asegurar una situación conveniente a su mujer y a su hijo.

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E L C A M I N O D E F R A N C I A Desgraciadamente, la muerte había venido a sorprenderla apenas ha. cía quince meses.

Tales fueron las cosas que mi hermana se había puesto a contarme en el camino, mientras que el carrillo rodaba hacia Belzingen. Desde luego, esta muerte inesperada había tenido por primer resultado el retrasar la vuelta de la familia Keller a Francia; y ¡qué de desgracias habían de seguir a ésta!

En efecto: cuando M. Keller murió, estaba sosteniendo un gran pleito con el Estado prusiano.

Desde hacía dos o tres años era proveedor de fornituras militares por cuenta del gobierno, y había comprometido en este negocio, además de toda su fortuna, algunos fondos que la habían sido confiados. Con los primeros ingresos había podido reembolsar a sus asociados; pero a él le quedaba todavía que reclamar el saldo de la operación, que constituía casi todo su haber.

Pero el arreglo de este saldo no llegaba jamás. Se jugaba con del. Keller, se le repelaba, como nosotros decimos, se le oponían dificultades de todas clases, hasta que se vio obligado a recurrir a los tribunales de Berlín.

Pero el pleito marchaba muy lentamente. Sabido es, por otra parte, que no es bueno pleitear contra 41

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los gobiernos, sean del Estado que quieran. Los jueces prusianos daban muestras de mala voluntad demasiado evidente. Sin embargo, del. Keller había cumplido sus compromisos con una perfecta buena fe, pues era un hombre honrado. Se trataba para él.

de veinte mil florines, una fortuna en aquella época, y la pérdida de aquel pleito seria su ruina.

Y repito: sin este retraso, la situación quizá hubiera podido arreglarse en Belzingen. Este es, por otra parte, el resultado que perseguía Mad. Keller desde la muerte de su marido, pues ya se comprende que su más vivo deseo era el de volverse a Francia.

Esto fue lo que me contó mi hermana. En cuanto a su posición, bien puede adivinarse. Irma había criado y educado al niño casi desde su nacimiento, uniendo sus cuidados a los de su madre; por. consiguiente, lo amaba también con un amor verdaderamente maternal. Por eso en la casa no se la miraba como una una sirviente, sino como a una compañera, una humilde y modesta amiga. Ella era de la familia, tratada como tal, y consagrada sin reserva a aquellos buenos gentes. Si los Keller dejaban la Alemania, seria para ella una gran alegría 42

E L C A M I N O D E F R A N C I A el seguirles; si continuaban en Belzingen, ella permanecería con ellos.

- ¡Separarme de Mad. Keller! Me parece que me moriría, - me dijo.

Yo comprendí que nada podría decidir a mi hermana a volver conmigo, puesto que su señora te veía obligada a permanecer en Belzingen hasta el cobro completo de sus intereses. Y, sin embargo, sólo el verla en medio de aquel país, pronto a levantarse contra el nuestro, no dejaba de. cansarme grandes inquietudes. Y había motivo para ello, pues el la guerra se declaraba, no sería leve ni por poco tiempo.

Después, cuando Irma hubo acabado de darme las estas noticias relativas a los Keller, me dijo:

- ¿Vas a permanecer con nosotros todo el tiempo que dure tu licencia?

- Si; todo el tiempo que dure, si es que puedo.

- Pues bien, Natalis; es posible que asistas bien pronto a una boda.

- ¡Quién se casa? ¿M. Juan?

- Sí.

-¿Y con quién se casa? ¿Con una alemana?

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- No, Natalis; y esto es lo que constituye nuestra alegría. Si su madre se casó con un alemán, la mujer de él será una francesa.

- ¡Bella?

- Bella como un ángel.

- Esta noticia me causa mucho placer, Irma.

- ¡Y a nosotros! Pero ¿y tú, Natalis, no piensas en casarte?

- ¡Yo?

- No has dejado nada por esas tierras?

- Sí, Irma.

- ¿Y qué es?

- La patria, hermana mía. ¿Es necesaria otra cosa para un soldado?

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E L C A M I N O D E F R A N C I A IV

Belzingen, pequeña ciudad situada a menos de veinte leguas de Berlín, está construida cerca de la aldea de Hagelberg, donde en 1813 los franceses debían medirse con las tropas prusianos. Dominada por la cima del Flameng, la población se extiende a sus pies, en una situación bastante pintoresca. Su comercio comprende los caballos, el ganado lanar, el lino, el trébol y los cereales.

Allí fue donde llegamos mi hermana y yo, hacia las diez de la mañana. Algunos Instantes después, el carruajillo se detenía delante de una casa muy limpia y muy atractivo, aunque modesta. Era la casa de Mad. Keller.

En este país se creería uno en plena Holanda.

Los aldeanos llevan largos gabanes azulados, chalecos escarlata, terminados en un alto y sólido 45

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cuello, que podría protegerlos perfectamente de un golpe de sabio. Las mujeres, con sus dobles y triples sayas, sus gorros con alas blancas, parecerían hermanas de la Caridad, si no fuera por el pañuelo de colores vivos que les cubre el talle, y su corpiño, de terciopelo negro, que no tiene nada de monástico. Esto es, por lo menos, lo que vi por el camino.

En cuanto a la acogida que se me hizo, fácilmente se podrá imaginar.

¿No era yo el propio hermano de Irma? Por esto comprendí perfectamente que su situación en la familia no era Inferior a la que me había dicho.

Mad. Keller me honró con una afectuosa sonrisa, y M. Juan con dos buenos apretones de manos. Ya se comprenderá que mi cualidad de francés debía entrar por mucho en tan buen recibimiento.

- M. Delpierre (me dijo): mi madre y yo contamos con que pasaréis aquí todo el tiempo que dure vuestra licencia. Algunas semanas solamente: esto no es dedicar demasiado a vuestra hermana, puesto que no la habéis visto desde hace trece años.

- Se los dedicaré a mi hermana, a vuestra señora madre y a vos, M. Juan (respondí). Yo no he olvidado el bien que vuestra familia ha hecho a la 46

E L C A M I N O D E F R A N C I A mía; y es una felicidad para Irma el haber sido acogida en vuestra casa.

Lo confieso ingenuamente: yo llevaba preparado este cumplimiento para no quedar parado como un bobo a mi entrada. Pero era Inútil con tan buena gente, bastaba dejar salir a su gusto lo que uno tuviese en el corazón.

Mirando a Mad. Keller, recordaba perfectamente sus rasgos de joven, que estaban bien gra-bados en mi memoria. Su belleza parecía no haber cambiado con los años. En la época de su juventud, la gravedad de su fisonomía llamaba la atención, y a mí me parecía verla, poco más o menos, tal como la veía entonces. Si sus cabellos negros blanqueaban por algunos sitios, sus ojos no habían perdido nada de su vivacidad de joven. Todavía estaban llenos de fuego, a pesar de las lágrimas que les habían anegado desde la muerte de su esposo. Su actitud era tranquila. Sabía escuchar, no siendo de esas mujeres que charlan como urracas o murmuran como un enjambre dentro de una colmena.

Francamente, esas no me gustan mucho. Se comprendía que estaba llena de buen sentido, sabiendo escuchar y tener en cuenta su razón antes de hablar o de decidirse a una determinación, 47

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siendo, por consiguiente, muy entendida en dirigirlos negocios.

Además, según bien pronto pude observar, no salía sino muy raramente del hogar doméstico. No andaba de visitas en casa de las vecinas; huía los conocimientos, y se encontraba perfectamente en su casa. Esto es lo que me agrada en una mujer. Yo hago poco caso de aquellas que, como los músicos ambulantes, no se encuentran nunca mejor que fuera de su casa.

Una cosa me causó también gran placer, y fue que Mad. Keller, sin desdeñar las costumbres alemanas, había conservado alguna de nuestras costumbres picardas. As!, el Interior de su casa recordaba mucho el de las casas de Saint-Sauflieu.

Con el arreglo de los muebles, la organización del servicio, la manera de preparar las comidas, se hubiera uno creído en su país. Esto lo ha conservado siempre en la memoria.

M. Juan tenía entonces veinticuatro años. Era un joven de una estatura algo más elevada que la mediana; de cabellos y bigote negros, y con los ojos tan obscuros, que parecían negros también. Si bien era alemán, no tenla nada al menos de la tiesura teutónica, que contrastaba con la gracia y la 48

E L C A M I N O D E F R A N C I A elegancia de sus maneras. Su naturaleza franca, abierta y simpática, atraía. Se parecía mucho a su madre. Naturalmente serio como ella, agradaba, pesar de su aire grave, siendo además muy atento y servicial. A mí me agradó por completo desde que la vi la primera vez. Si en alguna ocasión tiene necesidad de un verdadero amigo, lo encontrará en Natalis Delpierre.

Añado, además, que se servía de nuestra lengua Como si hubiese sido educado en mi país.

¿Sabía el alemán? Sí, evidentemente, y muy bien.

Pero, a la verdad, hubiera sido preciso preguntárselo como se lo preguntaron a no sé qué reina de Prusia, que habitualmente no hablaba más que el francés.

Y, además, se interesaba sobre todo por las cosas de Francia; amaba a nuestros compatriotas, los buscaba, les prestaba servicios. Se ocupaba en recoger todas cuantas noticias venían de allá, y hacía de ellas el asunto favorito de su conversación.

Por otra parte, él pertenecía a la clase de los industriales y de los comerciantes, y, como tal, se sentía mortificado con la altanería de los fun-cionarios públicos y de los militares, como se sienten mortificados por esta misma causa todos los 49

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jóvenes que, dedicados a los negocios, no tienen nada que ver con el gobierno.

¡Qué lástima que M. Juan Keller, en lugar de no serio más que a medios, no fuese por completo francés ¿Qué queréis? Yo digo lo que pienso, lo que se me ocurre, sin razonarlo, tal como lo siento. Si no soy aficionado a los alemanes, es porque los he visto de cerca durante el tiempo que ha estado de guarnición en la frontera. En las altas clases, aun cuando son bien educados, como se debe serio, con todo el mundo, su natural altanero, molesta siempre. Yo no niego sus buenas cualidades; pero los francesas tienen otras, y no había de ser aquel viaje por Alemania lo que me hiciera cambiar de opinión.

A la muerte de su padre, M. Juan, que estudiaba entonces en la Universidad de Goetting, se vio obligado a dejar sus estudios para ir a poner. se al frente de los negocios de la casa. Mad. Keller encontró en él un ayuda Inteligente, activo y laborioso.

Sin embargo, no se limitaban a tan poca cosa sus aptitudes. Fuera de las cosas del comercio, era muy instruido, según lo que me ha dicho mi hermana, pues yo no hubiera podido juzgar por mí 50

E L C A M I N O D E F R A N C I A mismo. Tenía gran afición por los libro; y la gustaba mucho la música. Tenla una bonita voz, no tan fuerte como la mía; pero más agradable. Cada uno en su oficio es maestro.

Cuando yo gritaba: «Adelante ¡Paso redoblado!

¡Alto!», a los soldados de mi compañía, sobre todo

«¡Alto!», no había uno solo que a quejase de que no me oía. Pero. volvamos a M. Juan. Si me dejase llevar de mi deseo, no acabaría nunca de hacer su elogio. Pero ya se le verá en sus hechos.

Lo que es preciso no olvidar es que, desde la muerte de su padre, todo el peso de los negocios había recaído sobre él, y le era necesario trabajar de firme, pues las cosas habían quedado bastante embrolladas. No tenía más que un deseo, y a él se dirigían todos sus esfuerzos: a poner en claro su situación, y a retirarse del comercio.

Desgraciadamente, el pleito que sostenía contra el Estado no estaba próximo a terminar. Importaba, no obstante, seguirle asiduamente, y para que no se perdiera por negligencia o falta de cuidado era necesario ir con frecuencia a Berlín. Bien se veía que el porvenir de la familia Keller dependía de la solución de aquel negocio. Después de todo, sus derechos eran tan ciertos, que no podía perderle, 51

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por mucha que fuese la mala intención de los empleados y de los jueces.

Aquel día, a las doce, comimos todos en mesa redonda. Estábamos como en familia. Tal era la manera con que se me trataba. Yo estaba al lado de Mad. Keller; mi hermana Irma ocupaba su sitio habitual, al lado de M. Juan, que estaba en frente de mí.

Se habló de mi viaje, de las dificultades que hubiera podido encontrar en el camino, del estado del país. Yo adivinaba las inquietudes de Mad.

Keller y de su hijo a propósito de lo que se preparaba, de las tropas en marcha hacia la frontera de Francia, lo mismo las de Prusia que las de Austria. Sus intereses corrían peligro de estar gravemente y por largo tiempo comprometidos si la guerra estallaba.

Pero más valía no hablar de cosas tan tristes en esta primera comida. Por consiguiente, M. Juan quiso cambiar de conversación, y empezó a hablar de mi.

- ¿Y vuestras campañas? (me preguntó).

¿Habéis disparado los primeros tiros en América? ¿Habéis encontrado en aquellos lejanos países al marqués de Lafayette, a ese heroico francés 52

E L C A M I N O D E F R A N C I A que ha consagrado su fortuna y su vida a la causa de la independencia?

- Si, M. Juan.

- ¿Y habéis visto a Washington?

- Como os estoy viendo a vos (respondí): es un soberbio hombre, con grandes manos, grandes pies; en fin, un gigante.

Evidentemente, esto era lo que me había llamado más la atención en el General americano.

Entonces fue preciso contar lo que sabia de la batalla de Yorktown, y cómo el conde de Rochambeau había materialmente barrido a lord Cornwallis.

- ¿Y desde vuestra vuelta a Francia (me preguntó M. Juan), no habéis hecho ninguna campaña?

- Ni una sola (repliqué). El Real de Picardía ha andado siempre de guarnición en guarnición.

Estábamos siempre muy ocupado....

- Lo creo, Natalis; y tan ocupados, que vos no habéis tenido tiempo jamás de enviar noticias vuestras, ni de escribir una sola palabra a vuestra hermana.

Ante esta observación, no pude menos de enrojecer. Irma pareció también un poco molesta.

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En fin, me decidí, y tomé un partido. Después de todo, no era cosa para avergonzarse.

- M. Juan (respondí) : si yo no he escrito a mi hermana, es porque cuando se trata de escribir, yo soy manco de las dos manos.

- ¿No sabéis escribir, Natalis? - exclamó M.

Juan.

- No, señor, con gran sentimiento mío.

- ¿Ni leer?

- Tampoco. Durante mi infancia, aun admitiendo que mi padre y mi madre hubieran podido disponer de algunos recursos para hacerme instruir, no teníamos maestro de escuela en Grattepanche ni en los alrededores. Después.... he vivido siempre con la mochila a la espalda y el fusil sobre el hombro, y no se tiene tiempo sobrado para estudiar entra jornada y jornada. Ved aquí como un sargento, a los treinta y un años, no sabe todavía leer ni escribir.

- Bien, Natalis; nosotros os enseñaremos, - dijo Mad. Keller.

- ¿Vos, señora? ....

- Sí (añadió M. Juan); mi madre y yo; los dos lo tomaremos por nuestra cuenta. Tenéis dos meses de licencia, ¿verdad? ....

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- Dos meses.

- Y vuestra intención es pasarlos aquí? ¡Si no os molesto!....

-¡Molestarnos! .... (dijo Mad. Keller.) ¡Vos! ¡El hermano de Irma!....

- Querida señora (dijo mi hermana); cuando Natalis os conozca mejor, no dirá esas cosas.

- Vos estaréis aquí como en vuestra casa, añadió M. Juan.

- ¡Como en mi casa¡¡Diablo, M. Keller ¡Yo no he tenido jamás casa.

- Pues bien -. en casa de vuestra hermana, si queréis mejor. Os lo repito : permaneced aquí todo el tiempo que gustéis, y en los dos meses que tenéis de licencia, yo me encargo de enseñaros a leer. La escritura vendrá después.

Yo no sabia cómo darlo las gracias.

- Pero.... M. Juan (dijo). ¿No tenéis ocupado todo vuestro tiempo?

- Con dos horas por la mañana y dos por la tarda, será suficiente; os pondré temas, y vos los traduciréis.

- Yo te ayudará, Natalis (me dijo Irma); pues yo sé también leer y escribir, aunque no sea mucho.

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- ¡Ya lo creo! (añadió M. Juan): como que ella ha sido la mejor alumna da mi madre.

¿Qué responder a una proposición hecha con tan buena voluntad?

- Sea; acepto, M. Juan: acepto, Mad. Keller: y si no hago como debo mis temas, me impondréis castigo

M. Juan replicó:

- Comprended, mi querido Natalis, que es preciso que todo hombre sepa leer y escribir.

Pensad en todo cuanto deben ignorar las pobres gentes que no han aprendido. ¡Qué obscuridad en su cerebro! ¡Qué vacío en su inteligencia! Se es tan desgraciado, como si se estuviese privado de un miembro. Y además, que no podréis ascender. Ya sois sargento, está bien; pero ¿cómo pasaréis de ese grado? ¿Cómo podréis llegar a ser teniente, capitán o coronel? Permaneceréis siempre en la situación en que estáis, y es preciso que la ignorancia no pueda deteneros en vuestra carrera.

- No sería la ignorancia lo que me detendría, M.

Juan; serían las ordenanzas. a nosotros los hijos del pueblo, no nos está permitido pasar del grado de capitán.

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- Hasta el presente, Natalis, os sucedía; pero la revolución del 89 ha proclamado la igualdad en Francia, y hará desaparecer los viejos prejuicios. Ya en la nación francesa cada uno es igual a los demás.

Sed, pues, el igual de los que son instruidos, para que podáis llegar hasta donde la instrucción os permita y pueda conduciros. ¡La igualdad! Esta es una palabra que la Alemania no conoce todavía.

¿Con que estáis conforme?

- Conforme, M. Juan.

-Está bien; comenzaremos hoy mismo, y dentro de ocho días estaréis en la última letra del A B C.

Puesto que hemos concluido de comer, vamos a dar un paseo. a la vuelta no pondremos a la tarea.

Y ved aquí de qué manera comencé a aprender a leer y a escribir en la casa Keller.

¡No podían encontrarse gentes más buenas¡

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