V

Dimos, pues, M. Juan y yo, un buen paseo por el camino que suba hasta el Hagelberg, por el lado de Brandeburgo. Hablábamos más que mirábamos.

Verdaderamente, no había cosas demasiado curiosas que ver.

Sin embargo, lo que yo observaba atentamente era que las gentes me miraban mucho. ¿Qué queréis? Una persona desconocida en una población pequeña, siempre es una novedad y un Suceso.

También hice esta otra observación, a saber: que del. Keller gozaba de la estimación general. Entre todos los que iban y venían, había bien pocos que no conocieran a la familia Keller. Por consiguiente, menudeaban los saludos, a los cuales, yo me creía obligado a contestar muy cumplidamente, aunque 58

E L C A M I N O D E F R A N C I A no fueran dirigidos a mí. Era preciso no faltar a la vieja política francesa.

¿De qué me habló M. Juan durante este paseo?

¡Ah! De lo que preocupaba sobre todo a su familia; de ese proceso que parece que lleva trazas de no acabar nunca.

Me refirió el asunto con toda extensión. Las fornituras suministradas habían sido entregadas en los plazos convenidos. Como del. Keller era prusiano, llenaba las condiciones exigidas en la contratos, y el beneficio, legítima y honradamente adquirido, debía habérsele entregado sin dilación de ninguna especie. Seguramente, si algún pleito merecía ser ganado, era este. En tales circunstancias, los agentes del Estado se conducían como unos miserables.

- Pero ¡demonio! (añadí yo): esos agentes no son los jueces. Estos os darán justicia. Me parece imposible que podáis perder ....

- Siempre se puede perder un pleito; aun el que parezca más fácil de ganar. Si la mala voluntad se mezcla en ello, ¿cómo he de esperar que se nos haga justicia? He visto a nuestros jueces, los veo con frecuencia, y comprendo bien que tienen cierta prevención contra una familia que está unida por 59

J U L I O V E R N E

algún lazo a Francia; ahora sobre todo, que las relaciones entro los dos países son muy tirantes.

Hace quince meses, a la muerte de mi padre nadie hubiera dudado de la bondad de nuestra causa; pero ahora, no sé qué pensar. Si perdemos este pleito, será para nosotros la ruina, pues toda nuestra fortuna estaba metida en ese negocio. Apenas nos quedará con qué vivir.

- ¡Eso no sucederá! -exclamé yo.

- Preciso es temerlo todo, Natalis. ¡Oh! No por mi (añadió M. Juan); yo soy joven y trabajaría; ¡pero mi madre! .... Entretanto que yo pudiera llegar a rehacer la gran posición....; mi corazón se angustia al pensar que durante varios años habría de vivir con escasez y con privaciones.

- ¡Pobre Mad. Keller! .... Mi hermana me ha hablado mucho de ella. ¿La amáis mucho?

-¡Que si la amo! ....

M. Juan guardó silencio por un instante.

Después añadió :

- Sin este proceso, Natalis, ya hubiera realizado nuestra fortuna; y puesto que mi madre no tiene más que un deseo, el de volver a su querida Francia, a la cual veinticinco años de ausencia no han podido hacer olvidar, hubiera arreglado todos nuestros 60

E L C A M I N O D E F R A N C I A asuntos de manera que pudiera darle esta alegría de aquí a un año; acaso de aquí a algunos meses solamente.

- Pero (preguntó yo) que el proceso se gane o se pierda, ¿no podrá Mad. Keller dejar la Alemania cuando guste?

-¡Ah, Natalis! Volver a su patria, a aquella Picardía que mi madre ama tanto, para no encontrar allí las modestas comodidades a las cuales estaba acostumbrada, lo seria en extremo penoso. Yo trabajaré, sin duda alguna, y con tanto más valor, cuanto que trabajaré por ella. ¿Obtendrá éxito?

¡Quién puede saberlo! Sobre todo en medio de las turbaciones que preveo, y con las cuales sufrirá tanto el comercio.

Al oír a M. Juan hablar de este modo, me causaba una emoción tan grande, que no procuraba disimularla. Varias veces me había estrechado la mano. Yo correspondía esta prueba de afecto, y él debía comprender todo lo que yo experimentaba.

¡Ah! ¡Qué es lo que yo no hubiera querido hacer por ahorrarles un disgusto a él y a su madre!

Él cesaba entonces de hablar, y se quedaba con los ojos fijos, como un hombre que mira en el porvenir.

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- Natalis (me dijo entonces, con una entonación singular). ¿Habéis notado cuán mal se arreglan las cosas en este mundo? Mi madre ha venido a ser alemana por su matrimonio, y yo he de permanecer alemán, aun cuando me case con una francesa.

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E L C A M I N O D E F R A N C I A Esta fue la sola alusión que hizo al proyecto de que Irma me había hablado por la mañana. Sin embargo, como M. Juan no se extendió más sobre el asunto, yo no creí deber insistir. Es preciso ser discretos con las personas que nos demuestran amistad. Cuando a M. Keller le conviniera, hablarme de su asunto más largamente, encontrarla siempre un oído atento para escucharla, y una lengua presta para felicitarle.

El paseo continuó. Se habló de varias cosas, de multitud de asuntos, y más particularmente, e aquello que me concernía. Todavía me vi obligado a contar algunos hechos de mi campaña en América.

M Juan encontraba muy hermoso esto de que Francia hubiese prestado su apoyo a los americanos para ayudarles a conquistar su libertad. Envidiaba la suerte de nuestros compatriotas, grandes o pequeños, cuya fortuna o cuya vida habían sido puestas al servicio de tan justa causa. Ciertamente, si él se hubiese encontrado en condiciones de poderlo hacer, no hubiera dudado un momento, y se habría alistado entra los soldados de Rochambeau, hubiera desgarrado su primer cartucho en Yorktown, y se hubiera batido por arrancar la América de la dominación inglesa.

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Y solamente por la manera que tenía de decir esto, por su voz vibrante y su acento que me penetraba hasta el corazón, puedo afirmar que M.

Juan hubiera cumplido -perfectamente con su deber. Pero se es raramente dueño de sus acciones y de su vida. ¡Qué de grandes cosas, que no se han hecho, se hubieran podido hacer! En fin, el destino es así, y es preciso tomarle como viene.

En esto volvíamos ya hacia Belzingen, desandando el camino. Las primeras casas de la población blanqueaban, heridas por el sol. Sus techos rojos, muy visibles entre los árboles, se destacaban como flores en medio de la verdura. No estábamos ya de la población más que a dos tiros de fusil, cuando M. Juan me dijo :

- Esta noche, después de cenar, tenemos que hacer una visita mi madre y yo.

- ¡No os molestéis por mí! (respondí). Yo me quedaré con mi hermana Irma.

- No, el contrario, Natalis, yo os ruego que vengáis conmigo a casa de esas personas.

- Como vos queráis.

- Son, compatriotas vuestros, del. y Mlle. de Lauranay, que habitan hace bastante tiempo en 64

E L C A M I N O D E F R A N C I A Belzingen. Tendrán mucho gusto en veros, puesto que venís de su país, y yo deseo que os conozcan.

- Lo que vos dispongáis, - respondí.

Yo comprendí perfectamente que M. Juan quería informarme más adelante de los secretos de su familia. Pero dije para mí: este matrimonio, ¿no será un obstáculo más para el proyecto de volver a Francia? ¿No creará nuevos lazos que ligarán más obstinadamente a Mad. Keller y su hijo a este país, si del. y Mlle. de Lauranay están en él sin intenciones de volver a su país natal? Acerca de esto, debía yo sabor bien pronto a qué atenerme.

¡Un poco de paciencia!.... Es preciso no marchar más de prisa que el molino, o se echará a perder la harina.

Ya habíamos llegado a las primeras casas de Belzingen. Entrábamos precisamente por la calle principal, cuando escuché a lo lejos un ruido de tambores.

Había. entonces en Belzingen un regimiento de infantería, el regimiento Lieb, mandado por el coronel von Grawert. Más tarde supe que dicho regimiento estaba allí de guarnición hacia cinco o seis meses. Muy probablemente, a consecuencia de¡movimiento de tropas que se operaba hacia el 65

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Oeste de Alemania, no tardaría en ir a reunirse con el grueso del ejército prusiano.

Un soldado mira siempre con gusto a los demás soldados, aun cuando estos sean extranjeros. Se procura averiguar lo que está bien y lo que está mal.

Cuestión de oficio.

Desde el último botón de las polainas hasta la pluma del sombrero, se examina su uniforme, y se repara con atención cómo desfilan. Esto no deja de ser interesante.

Yo me detuve, pues, y M. Juan se detuvo también.

Los tambores batían una de esas marchas de ritmo continuo, que son de origen prusiano.

Detrás de ellos, cuatro compañías del regimiento de Lieb marchaban marcando el paso.

No era aquello una marcha a operaciones, sino simplemente un paseo militar.

M. Juan y yo estábamos parados a un lado de la calla para dejar el paso libre.

Los tambores habían llegado al punto en que nosotros estábamos, cuando sentí que M. Juan me cogió vivamente por el brazo, como si hubiese querido hacerme permanecer clavado en aquel sitio.

Yo le miré.

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E L C A M I N O D E F R A N C I A

-¿Qué es ello? -le pregunte.

-¡Nada!

M. Juan se había puesto al principio densamente pálido. En aquel momento toda su sangre pareció haber subido a su rostro. Se hubiese dicho que acababa de sufrir un desvanecimiento; lo que nosotros llamamos ver los objetos dobles. Después su mirada permaneció fija, y hubiera sido difícil hacérsela bajar.

A la cabeza de la primera compañía, al lado izquierdo, marchaba un teniente, y, por consecuencia, había de pasar por donde nosotros estábamos.

Era éste uno de esos oficiales alemanes, como se veían tantos entonces, y como tantos se han visto después. Un hombre bastante buen mozo, rubio tirando a rojo, con los ojos azules, fríos y duros, aire bravucón, y con un contoneamiento como echándoselas de elegante.

Pero, no obstante sus pretensiones de elegancia, se veía que era pesado. Para mi gusto, aquel bellaco sólo podía inspirar antipatía y aun repulsión.

Sin dada esto mismo era lo que inspiraba a M.

Juan; acaso algo más que la repulsión misma.

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J U L I O V E R N E

Yo observé, además, que el oficial no parecía animado de mejores sentimientos con respecto a M.

Juan. La mirada que echó sobre él no fue de benevolencia ni mucho menos.

Entre ambos no mediaban más que algunos pasos cuando pasó por delante de nosotros el oficial, el cual, en el momento de pasar, hizo intencionadamente un movimiento desdeñoso, encogiéndose de hombros. La mano de M. Juan apretó convulsivamente la mía en un movimiento de cólera. Hubo un instante en que creí que iba a lanzarse sobre el militar. Por fin pudo contenerse.

Evidentemente, entre aquellos dos hombres había un odio profundo, cuya causa no adivinaba yo, pero que no debía tardar en serme revelada.

Poco después la compañía pasó, y el batallón se perdió tras una esquina.

M. Juan no había pronunciado una palabra.

Miraba cómo se alejaban los soldados, y parecía que estaba clavado en aquel sitio.

Allí permaneció hasta que el ruido de los tambores dejó de oírse por completo.

Entonces, volviéndose hacia mí, me dijo:

-¡Vamos, Natalis! a la escuela.

Y los dos entramos en casa de Mad. Keller.

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E L C A M I N O D E F R A N C I A VI

Yo tenía un buen maestro. ¿Le haría honor el discípulo? No lo sabía yo mismo. El aprender a leer a los treinta y un años es cosa que no deja de ser bastante difícil. Es preciso tener un cerebro de niño; esa blanda cera en que toda impresión se graba sin que haya necesidad de imprimir muy fuerte, y mi cerebro estaba ya un duro como el cráneo que le cubría.

Sin embargo, yo me puse con resolución al trabajo, y, dicho sea en honor de la verdad, parece que tenia disposiciones para aprender pronto.

Todas las vocales las aprendí en esta primera lección. M. Juan dio muestras de tener una paciencia de que aún lo estoy agradecido. Pira fijar mejor las letras en mi memoria, me las hizo escribir con lápiz diez, veinte, cien veces seguidas. De esta manera, yo 69

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aprendería a escribir al mismo tiempo que a leer.

Recomiendo este procedimiento a los alumnos tan viejos como yo, y a los maestros que no saben salir de la rutina antigua.

El celo y la atención no me faltaron ni un instante. Hubiera continuado estudiando el alfabeto hasta muy tardo, si a eso de las siete la criada no hubiese venido a decirme que la cena esperaba. Subí a la pequeña habitación que se me había dispuesto cerca de la de mi hermana; me lavé las manos, y bajó al comedor.

La cena no nos entretuvo más de media hora; y como no doblamos de Ir a casi de del de Lauranay hasta un poco más tarde, pedí permiso para esperar fuera, y me lo concedieron. Allí, cerca de la puerta, me entregué al placer de fumar lo que nosotros los picardos llamamos una buena pipa de tranquilidad.

Hecho esto, volví a entrar donde estaban los demás. Mad. Keller y su hijo estaban ya dispuestos.

Irma, teniendo que hacer en casa, no podía acompañarnos. Salimos los tres solos, y madame Keller me pidió el brazo. Presentéselo yo bastante aturdidamente por cierto, pero no importaba; yo estaba orgulloso de sentir aquella excelente señora 70

E L C A M I N O D E F R A N C I A apoyarse en mi. Aquello era un honor y una felicidad a la vez.

¡No tuvimos que caminar mucho tiempo. M. de Lauranay vivía al otro extremo de la calle. Ocupaba una bonita casa, fresca de color y de aspecto atrayente, con un parterre lleno de flores delante de la fachada, grandes hayas a los lados, y detrás con un vasto jardín lleno de céspedes y árboles de todas clases. Esta habitación indicaba en su propietario una posición bastante desahogada. M. de Lauranay se encontraba efectivamente en una bastante buena situación de fortuna.

A tiempo que entrábamos, Mad. Keller me hizo saber que Mlle. de Lauranay no era hija de M. de Lauranay, sino su nieta, por eso no me sorprendí al verlos de su diferencia de edad.

M. de Lauranay tendría entonces setenta años.

Era un hombre de elevada estatura, al cual la vejez no había encorvado todavía. Sus cabellos, más bien grises que blancos, servían de marco a una expresiva y noble fisonomía. Sus ojos miraron con dulzura.

En sus maneras se reconocía fácilmente al hombre de calidad. No había más simpático que su aspecto.

El de que antecedía al apellido Lauranay, y al cual no acompañaba ningún título, indicaba 71

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solamente que pertenecía a esa clase colocada entre la nobleza y la clase media, que no ha desdeñado la industria ni el comercio, de lo cual no se puede menos de felicitarla.

Si personalmente M. de Lauranay no se había dedicado a los negocios, su abuelo y su padre lo habían hecho antes que él. Por consiguiente, no había motivo para reprocharle el que hubiese encontrado una fortuna adquirida cuando nació.

La familia de Lauranay era lorenesa de origen y protestante en religión, como la familia de M.

Keller. Sin embargo, si sus antecesores se habían visto obligados a dejar el territorio francés después de la revocación del edicto de Nantes, no había sido con la intención de permanecer en el extranjero. del fue que volvieron a su país desde el momento en que la dominación de ideas más liberales les permitió volver, y desde aquella época no habían abandonado jamás la Francia. En cuanto a M. de Lauranay, sí habitaba en Belzingen, era porque en este rincón de Prusia había heredado de un tío algunas propiedades bastante buenas, que era preciso cuidar y hacer valer. Sin duda alguna, él hubiese preferido venderlos y volverse a Lorena.

Desgraciadamente, la ocasión no se presentó. M.

72

E L C A M I N O D E F R A N C I A Keller, el padre, encargado de los intereses, no encontró más que compradores a vil precio, pues el dinero no era lo que más abundaba en Alemania, y antes que deshacerse en malas condiciones de sus propiedades, M. de Lauranay prefirió conservarlas.

A consecuencia de las relaciones de negocios entre M. Keller y M. de Lauranay, no tardaron en establecerse relaciones de amistad entro una y otra familia. Esto duraba ya desde hacía veinte años.

Jamás una ligera nube, había obscurecido una intimidad fundada en la semejanza de gustos, de caracteres y de costumbres.

M. de Lauranay había quedado viudo siendo muy joven todavía. De su matrimonio había tenido un hijo, que los Keller apenas conocieron. Casado en Francia, este hijo no fue más que una o dos veces a Belzingen. Era su padre quien iba a verlo todos los años, lo cual procuraba a M. de Lauranay el placer de pasar algunos meses en su país.

M. de Lauranay, hijo, tuvo una niña, cuyo nacimiento costó la vida a su madre, y él mismo, afligido con esta pérdida, no tardó mucho tiempo en morir. Su hija le conoció apenas, pues no tenía más que cinco años cuando quedó huérfana. Por 73

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toda familia, no tuvo entonces la pobre niña más que su abuelo.

Éste no faltó a sus deberes. Fue en busca de esta niño, y la condujo consigo a Alemania, consagrándose por completo a su educación y a su cuidado. Digámoslo de una vez: en mucha parte fue ayudado en esto por Mad. Keller, que tomó a la pequeña gran afección, y le prodigó los cuidados de una madre. La felicidad que encontró M. de Lauranay en poder confiar su hija a la amistad y el cariño de una mujer tal como Mad. Keller, es imposible de pintar.

Mi hermana Irma, se comprenderá fácilmente que secundó a su señora de buena voluntad.

¡Cuántas veces haría saltar a la pequeña sobre sus rodillas, o la dormiría entre sus brazos, no solamente con la aprobación, sino con el agrade-cimiento del abuelo! En una palabra: la niña llegó a ser una encantadora joven, a quien yo veía en aquel momento, con mucha discreción, por supuesto, para no molestarla.

Mlle. de Lauranay había nacido en 1772. Por consiguiente, tenía entonces veinte años. Era de una estatura bastante elevada para una mujer; rubia,

«con los ojos azules muy obscuros; con los rasgos 74

E L C A M I N O D E F R A N C I A de su fisonomía encantadores, y de un aire lleno de gracia y de soltura, que no se parecía en nada a todo lo que yo había podido ver de población femenina en Belzingen.

Yo admiraba su aspecto modesto y sencillo; no más serio que lo preciso, pues su fisonomía reflejaba la felicidad. Poseía algunas habilidades tan agradables para sí misma como para los demás.

Tocaba admirablemente el clavicordio, no presumiendo de maestra, aunque lo pareciese de primera fuerza a un sargento como yo. Sabía también arreglar bonitos ramos de flores en es-tuches de papel.

-No causará, pues, admiración el que M. Juan llegara a enamorarse de esta joven, ni que Mlle.. de Lauranay hubiese notado todo cuanto habia de bueno y de amable en el hijo de Mad. Keller, ni que las familias hubiesen visto con alegría la intimidad de los dos jóvenes, educados el uno cerca del otro, cambiarse poco a poco en un sentimiento más tierno. Ambos se merecían, y habían sabido apreciarse; y si el matrimonio no se había verificado todavía, era por un exceso de delicadeza de M. Juan, delicadeza que comprenderán perfectamente todos los que tengan el corazón bien colocado.

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En efecto: no se habrá olvidado que la situación de los Keller no dejaba de ser comprometida. M.

Juan hubiera querido que aquel pleito, del cual dependía su porvenir, estuviese terminado. Si lo ganaba, perfectamente; aportaría a su matrimonio una regular fortuna; pero si el pleito se perdía y M.

Juan se encontraría entonces sin nada. Ciertamente que Mlle. Marta era rica, y que debía ser todavía mucho más a la muerte de su abuelo; pero a M.

Juan le repugnaba ir a tomar parte y a disfrutar de esta riqueza. Según yo, este sentimiento no podía menos de honrarle.

Sin embargo, las circunstancias se presentaban ya tan apremiantes, que M. Juan no podía menos de decidirse a tomar un partido. Lass conveniencias de familia se reunían en este matrimonio; pues tenían ambas partes la misma religión, y aun el mismo origen, al menos en el pasado. Si los jóvenes esposos habían de venir a fijarse en Francia, ¿por qué los hijos que de ellos naciesen no habían de ser naturalizados franceses? En este estado se hallaban las cosas.

Importaba, pues, decidirse, y sin tardanza, tanto más, que el estado de situación podía autorizar en cierta manera las asiduidades de un rival.

76

E L C A M I N O D E F R A N C I A No es que M. Juan hubiese tenido motivos para estar celoso. ¿Y cómo hubiese podido estarlo, si no había más que decir una palabra para que Mlle.. de Lauranay fuese su mujer?

Pero si no eran celos los que sentía, era una irritación profunda y muy natural contra aquel joven oficial que habíamos encontrado en el regimiento de Lieb mientras dábamos nuestro paseo por el camino de Belzingen.

En efecto: desde hacía varios meses, el teniente Franz von Grawert se había fijado en Mlle. Marta de Lauranay. Perteneciendo a una familia rica e influyente, no dudaba de que M de Lauranay se creyera muy honrado con sus atenciones y con su predilección por su nieta.

Por consiguiente, este Frantz molestaba a Mlle.

Marta con sus pretensiones. La seguía en la calle con una obstinación tal, que, a menos de verse muy obligada, la joven rehusaba siempre salir.

M. Juan sabia todo esto. Más de una vez estuvo a punto de ir a pedir explicaciones a aquel majadero, que tanto presumía entre la alta sociedad de Belzingen; pero el temor de ver el nombre de Mlle.

Marta mezclado en este asunto la había detenido siempre. Cuando fuese su mujer, si el oficial 77

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continuaba persiguiéndola, él sabría perfectamente atraparía sin ruido y hacerle variar de conducta.

Hasta entonces era más conveniente aparentar que no se había apercibido de sus asiduidades. Más valía evitar un escándalo, como el cual padecería la reputación de la joven.

Entretanto, la mano de Mlle. Marta de Lauranay había sido pedida, hacía tres semanas, para el teniente Franz. El padre de éste, coronel del regimiento, se había presentado en casa de M. de Lauranay. Había hecho presentes sus títulos, su fortuna y el gran porvenir que esperaba a su hijo.

Era un hombre rudo, habituado a mandar militarmente, y ya se sabe lo que esto quiera decir; no admitiendo ni una vacilación, ni una negativa; en fin, un prusiano completo, desde la ruedecilla de sus espuelas hasta la punta de su plumero.

M. de Lauranay dio muchas gracias al coronel von Grawert, y lo dijo que se consideraba muy honrado con la petición que se lo hacía; pero al mismo tiempo lo hizo saber que compromisos anteriores hacían aquel matrimonio imposible.

El Coronel, tan cortésmente despedido, se retiró muy despechado del mal éxito de su comisión. El teniente Frantz quedó por ello fuertemente irritado.

78

E L C A M I N O D E F R A N C I A No ignoraba que Juan Keller, alemán como él, era recibido en casa de M. de Lauranay con un título que a él le negaban.

De aquí nació el odio que por del Juan sentía, y además un deseo ardiente de venganza, que no esperaba, sin duda, más que una ocasión para manifestarse.

Sin embargo, el joven oficial, bien fuese impulsado por los celos o por la cólera, no cesó de pretender a Mlle.. Marta. Por este motivo la joven tomó desde aquel día la firme resolución de no salir sola jamás, conforme lo permiten las costumbres alemanas, ni con su abuelo, ni con Mad. Keller, ni con mi hermana.

Todas estas cosas no las supe yo hasta más tarde. Sin embargo, he preferido contárselas seguidas, tal como pasaron.

En cuanto al recibimiento que me fue hecho por la familia de M. de Lauranay, baste deciros que no se puede desear mejor.

- El hermano de mi buena Irma es de nuestro; amigos (me dijo Mlle.. Marta), y tengo mucha satisfacción en poder estrecharlo la mano.

¿Y creeréis que yo no encontré palabras para responder? Os digo con verdad que si alguna vez he 79

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sido tonto, fue precisamente aquel día. Cohibido, atolondrado, permanecí silencioso como un muerto.

¡Y aquella mano se me tendía con tanta gracia y de tan buena voluntad!

En fin, yo alargué la mía, y la estreché apenas; tanto miedo tenía de romperla. ¡Qué queréis! ¡Un pobre sargento!....

Después fuimos todos al jardín, y nos paseamos.

La conversación me hizo estar más en mi centro. Se habló de Francia. M. de Lauranay me Interrogó acerca de los sucesos que allí se preparaban. Parecía temeroso de que llegasen a ser de naturaleza tal, que produjeran muchos disgustos a nuestros compatriotas establecidos en Alemania. Se preguntaba si no seria mejor salir de Belzingen y volver a establecerse en su país, en la Lorena.

- ¿Pensaríais en partir? - preguntó vivamente Juan Keller.

- Temo que nos veamos obligados a ello, -

respondió M. de Lauranay.

- Y no quisiéramos partir solos - añadió Mlle.

Marta). ¿Cuánto tiempo tenéis de licencia del.

Delpierre?

- Dos meses, - respondí.

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- Y bien, querido Juan, ¿no asistirá del. Delpierre a nuestro casamiento antes de su partida?

- Si, Marta, si.

M. Juan no sabia qué responder. Su razón se rebelaba contra su corazón.

- Mlle. Marta (dijo); yo sería muy feliz si pudiera....

-Mi querido Juan (replicó ella, cortándole la frase), ¿no procuraremos esta satisfacción a M.

Natalis Delpierre?

- Sí, querida Marta - respondió M. Juan, que no pudo decir otra cosa.

Pero esto me pareció suficiente.

En el momento en que los tres íbamos a retirarnos, pues ya se hacía tarde:

- ¡Hija mia (dijo Mad. Keller, abrazando a la joven): es digno de ti!....

- Ya lo sé, puesto que es vuestro hijo, - respondió Mlle. Marta.

Después volvimos a nuestra casi. Irma nos esperaba. Mad, Keller le dijo que no faltaba más, sino fijar la fecha del matrimonio.

Todos nos fuimos a acostar, y si alguna vez he pasado una noche excelente, a pesar de las vocales del alfabeto que saltaban ante mis ojos entre sueños, 81

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fue aquella seguramente, la cual pasé durmiendo de un tirón en la casa de Mad. Keller.

82

E L C A M I N O D E F R A N C I A VII

Al día siguiente no desperté hasta muy tarde.

Debían ser ya lo menos las siete.

Me apresuré a vestirme para ponerme a hacer mi tema, es decir, a repasar las vocales, entretanto que llegaban las consonantes.

Cuando llegaba a los últimos peldaños de la escalera, encontré a mi hermana Irma que subía.

- Ya iba yo a despertarte, - me dijo.

- Sí, se me han pegado las sábanas, y me ha retrasado.

- No es eso, Natalis; no son más que las siete -, pero hay alguien que te busca.

-¿Á mí?

- Si, un agente.

- ¡Un agente! .... ¡Diablo!.... No me gustan mucho esta clase de visitas.

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¿Qué era lo que podría querer de mi? Mi hermana no parecía muy tranquila.

Casi en seguida apareció M. Juan.

- Es un agente de policía (me dijo). Tened mucho cuidado, Natalis, en no decir nada que pueda comprometeros.

- Estaría gracioso que supiera que yo soy soldado, - respondí.

- Eso no es probable, Vos habéis venido a Belzingen a ver a vuestra hermana, y nada más.

Esto era la verdad, por otra parte, y yo me prometí a mi mismo mantenerme en una prudente reserva.

En esto llegué al umbral de la puerta. Allí apercibí al agente; un bribón seguramente, una facha rara, una figura estrambólica, todo des-trozado, con las piernas torcidas como los pies de un banco, con cara de borracho, es decir, con el tragadero en pendiente, como se dice en mi país.

M Juan la preguntó en alemán qué era lo que quería.

- ¿Tenéis en vuestra casa un viajero llegado ayer a Belzingen?

- Si; ¿y qué más?

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E L C A M I N O D E F R A N C I A

- El director de policía le envía una orden para que se presente en su despacho.

- Está bien; irá.

M Juan me tradujo esta breve conversación. No era sencillamente una invitación; era una orden la que se me comunicaba; era preciso, pues, obedecerla.

El hombre de los pies de banco se había marchado, lo cual me produjo satisfacción. No me era, a la verdad, muy grato atravesar las calles de Belzingen con aquel asqueroso polizonte. Se me indicaría dónde estaba el director de policía, y yo me arreglaría para encontrar su casa.

- ¿Qué clase de persona es? - pregunté a M.

Juan.

- Un hombre que no carece de cierta finura. Sin embargo, Natalis; debéis desconfiar de él. Se llama Kalkcreuth. Este Kallkreuth no ha procurado nunca más que proporcionarnos molestias, porque le parece que nosotros nos ocupamos demasiado de Francia. Por eso procuramos estar distanciados de él; y él lo sabe. No me admiraría el que procurara complicarnos en algún mal negocio. Por consiguiente, tened cuidado con vuestras palabras.

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- ¿Por qué no me acompañáis a su oficina, M.

Juan? - dije yo.

- Kallkreuth no me ha llamado (respondió), y es probable que no lo agradara el verme allí.

- ¿Masculla el francés, siquiera?

- Lo habla perfectamente; pero no olvidéis, Natalis, de reflexionar bien antes de responder; y no digáis a Kallkreuth más que lo que justamente debáis decir.

- Estad tranquilo, M. Juan.

Se me dieron las señas de la vivienda del dicho Kallkreuth. No tenía que andar más que algunos cientos de pasos para llegar a su casa, y llegué a ella en un instante.

El agente se encontraba a la puerta, y me introdujo en seguida en el despacho del director de policía.

Parece que quiso ser una sonrisa lo que me dirigió este personaje al entrar, pues sus labios la distendieron de una oreja a la otra. Después, para invitarme a que me sentara, hizo un gesto que, sin duda, para él, debía ser de lo más gracioso.

Al mismo tiempo continuaba ojeando los papelotes que tenía amontonados sobre su mesa.

86

E L C A M I N O D E F R A N C I A Yo me aproveché de su ocupación para examinar a mi gusto a Kalkcreuth.

Era un hombre alto y aflautado, cubierto con una especie de túnica de las que usan los bran-deburgueses; tenía lo menos cinco pies y ocho pulgadas; muy largo de busto lo que nosotros llamamos un quince-costillas flaco, huesudo, con los pies de una longitud enorme; una cara apergaminada, que debía estar siempre sucia, aun cuando acabara de lavarse; la boca ancha, los dientes amarillentos, la nariz aplastada por la punta, las sienes rugosas, los ojos pequeños, como agujeros de berbiqui, un punto luminoso bajo unas espesas cejas; en fin, una verdadera cara de cataplasma.

M. Juan me había prevenido que desconfiara, precaución bien inútil; la desconfianza venia por sí sola desde el momento en que uno se encontraba en presencia de tal hombre.

Cuando hubo acabado de revolver sus papeles, Kalkcreuth levantó la nariz, tomó la palabra, y me interrogó en un francés muy claro. Pero, a fin de darme tiempo para reflexionar, yo hice como que tenia alguna dificultad en comprenderle. Hasta tuve el cuidado de hacerle repetir cada una de sus frases.

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Ved aquí, en suma, lo que me preguntó y lo que respondí en aquel interrogatorio.

- ¿Vuestro nombre?

- Natalis Delpierre.

- ¿Francés?

- Francés.

- ¿Y vuestra profesión?

- Vendedor ambulante.

- ¡Ambulante!... ¡Ambulante! .... Explicaos bien; no comprendo qué significa eso.

- Significa que recorro las ferias y los mercados, para comprar...., para vender.... En fin. ambulante; ello mismo lo dice.

- ¿Habéis venido a Belzingen?

- Así parece.

- ¿Á hacer qué?

-A ver a mi hermana Irma Delpierre, a la cual no había visto hacía trece años.

- ¿Vuestra hermana, una francesa que está al servicio de la familia Keller? ....

- Esa misma.

Al llegar aquí hubo un ligero intervalo en las preguntas del director de policía.

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- ¿Es decir (preguntó de nuevo Kallkreuth), que vuestro viaje a Alemania no tiene ningún otro objeto?

- Ninguno.

- Y ¿cuándo os marchéis....?

- Emprenderé el mismo camino por donde he venido, sencillamente.

- Y haréis bien. ¿Para cuándo, poco más o menos, pensáis partir?

- Cuando lo crea más oportuno. Se me figura que un extranjero ha de poder ir y venir por Prusia según se lo antoje.

- Es posible.

Kallkreuth, después de esta palabra, clavó más fijamente sus ojos en mi. Mis respuestas lo parecían, sin duda, un poco más seguras de lo que a él lo convenía. Pero aquello no fue más que un relámpago, y el trueno no estalló todavía.

- ¡Minuto! (me dije a mí mismo.) Este galopín tiene todo el aire de un solapado bribón que no busca más que lapidarme, como dicen nuestros picardos. Ahora es cuando es preciso estar sobre aviso.

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J U L I O V E R N E

Kallkreuth volvió a comenzar su Interrogatorio, tomando de nuevo su aspecto hipócrita y su voz socarrona.

Entonces me preguntó:

- ¿Cuántos días habéis empleado en venir de Francia a Prusia?

- Nueve días.

- ¿Qué camino habéis traído?

- El más corto, que era al mismo tiempo el mejor.

-¿Podría yo saber exactamente por dónde babéis pasado?

- Señor (dije yo entonces): ¿se puede saber a qué vienen todas esas preguntas?

- M. Delpierre (me dijo entonces Kallkreuth con tono seco): en Prusia tenemos la costumbre de interrogar a los extranjeros que vienen a visitarnos.

Esta es una formalidad de la policía; y sin duda vos no tendréis la intención de sustraeros a ella.

- Sea (dije.) he venido por la frontera de los Países Bajos; el Brabante, la Westfalia, el Luxemburgo, la Sajonia ....

- ¿Entonces habéis debido dar un gran rodeo?....

- ¿Por qué?

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- Porque habéis llegado a Belzingen por el camino de Thuringia.

-De Thuringia, en efecto.

Yo comprendí que aquel curioso sabia ya a qué atenerse, y era preciso no cortarse.

- ¿Podréis decirme por qué punto habéis pasado la frontera de Francia?

- Por Tournay.

- ¡Es extraño!

- ¿Por qué es extraño?

- Porque vos estáis señalado como habiendo seguido el camino de Zerbst.

- Eso se explica por el rodeo.

Evidentemente había sido espiado, y no me cabía duda de que lo había sido por el posadero del Ecktvende. Se recordará que aquel hombre me había visto llegar mientras mi hermana me esperaba en el camino. En suma: la cosa estaba convenida; Kallkreuth quería embrollarme, para tener noticias de Francia. Yo me dispuso, pues, a guardar más reserva que nunca.

Él continuó:

- ¿Entonces no habéis encontrado a los alemanes del lado de Thionville?

- No.

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- ¿Y no sabéis nada del general Dumourieff.

- No le conozco.

- ¿Ni nada del movimiento de las tropas francesas reunidas en la frontera?

- Nada.

Á esta respuesta, la fisonomía de Kallkreutb cambió, y su voz se hizo imperiosa.

- Tened cuidado, del. Delpierre, - me dijo.

- ¿De qué? - repliqué yo.

- Este momento no es el más favorable para que los extranjeros viajen por Alemania, sobre todo cuando son franceses, pues a nosotros no nos gusta que se venga a ver lo que aquí pasa.

- Pero no os disgustaría saber lo que pasa en otras partes. Sabed que yo no soy un espía.

- Lo deseo por interés vuestro (respondió Kallkreuth con tono amenazador). Tendré los ojos siempre sobre vos, porque al fin sois francés. Ya habéis ido a visitará una familia francesa, la de M. de Lauranay; habéis venido a parar en casa de la familia Keller, que ha conservado siempre algo que la tira a Francia; no es preciso más, en las circunstancias en que nos encontramos, para ser sospechoso.

- ¿No era yo libre para venir a Belzingen? -

respondí.

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- Perfectamente.

- ¿Están en guerra Francia y Alemania?

- Todavía no. Decid, del. Delpierre: ¿vos parecéis tener buenos ojos?

- Excelentes.

- Pues bien : yo os invito a no serviros de ellos demasiado.

- ¿Por qué?

- Porque cuando se mira, se ve; y cuando se ve, se está tentado de contar lo que se ha visto.

- Por segunda vez, del. Kallkreuth, os repito que no soy un espía.

- Y por segunda vez os repito que así lo deseo; de lo contrario ....

- ¿De lo contrario qué? ....

- Me obligaríais a haceros conducir a la frontera, a menos que ....

- ¿Á menos qué?

- Que con objeto de ahorraros las molestias del viaje nos conviniese cuidar de vuestra alimentación y vuestro alojamiento durante un tiempo más o menos largo.

Dicho esto, Kallkreuth me indicó con un gesto que podía retirarme.

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Esta vez su brazo no estaba terminado por una mano abierta, sino por un puño cerrado. No encontrándome de humor de echar raíces en la oficina de policía, giré sobre mis demasiado militarmente acaso, dando una media vuelta, que podía delatarme como soldado. No estaba yo seguro de que aquel animal no la hubiese notado.

Volví entonces a casa de Mad. Keller. Para en adelante, ya estaba advertido. No se me perdería de vista.

M. Juan me esperaba. Lo conté en detalle todo lo que había pasado entro Kallkreuth y yo, haciéndole saber que me encontraba directamente amenazado.

- Eso no me admira nada absolutamente (respondió). Y podéis alabaros de que no habéis salido mal librado de la policía prusiana; pero tanto para vos, como para nosotros, Natalis, temo complicaciones en el porvenir.

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E L C A M I N O D E F R A N C I A VIII

Sin embargo, los días pasaban agradablemente te, entre paseos y trabajos. Mi joven maestro hacía constar con satisfacción mis progresos. La vocales estaban ya bien metidas en mi cabeza. Habíamos atacado a las consonantes. Hay algunas que me dieron mucho que hacer. Las últimas, sobre todo.

Pero, en fin, la cosa marchaba. Bien pronto llegaría a reunir las letras para formar palabras. Parece que yo tenía buenas disposiciones .... ¡a los treinta y un años! ....

No tuvimos más noticias de Kallkreuth, ni recibí orden de presentarme de nuevo en su oficina. Sin embargo, no cabía duda de que se nos espiaba, y más particularmente a vuestro servidor, a pesar de que el género de vida que hacia no daba lugar a ninguna sospecha. Yo pensaba, pues, que me vería 95

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libre con la primera advertencia, y que el director de policía no se encargaría de alojarme ni de conducirme a la frontera.

Durante la semana siguiente, M. Juan se vio obligado a ausentarse por pocos días. La fue preciso ir a Berlín, a causa de su maldito pleito. A toda costa quería una solución, pues la situación se hacía insostenible. ¿Cómo seria acogida su pretensión?

¿Volvería sin haber podido obtener siquiera una fecha para la vista? ¿Es que buscaban la manera de ganar tiempo? Era de temer.

Durante la ausencia de del, Juan, por consejo de Irma, yo me había encargado de observar las maniobras de Frantz von Grawert. Por lo demás, como Mlle. Marta no salió más que una vez para ir al templo, no pudo ser encontrada por el teniente.

Todos los días pasaba este varias veces por delante de la casa de M de Lauranay, tan pronto a pie, contoneándose y haciendo sonar sus botas, tan pronto cabalgando y haciendo caracolear su caballo, un animal magnífico, es decir, lo mismo que su amo. Pero a todo "te, rejas corridas y puerta cerrada. Yo dejo a vuestra consideración lo que él debía rabiar. Pero por esto mismo convenía acelerar el matrimonio.

96

E L C A M I N O D E F R A N C I A Por esta razón había querido M. Juan ir por -

última vez a Berlín. Fuese cualquiera el resultado de su viaje, estaba decidido que se fijaría la fecha del matrimonio en el momento que estuviese de vuelta en Belzingen.

M. Juan había partido el 18 de Junio, y no debía volver hasta el 21. Durante este tiempo, yo había trabajado con ardor. Ad, Keller reemplazaba a su hijo en el trabajo de mi enseñanza. Ponía en ello una complacencia que cada vez iba en aumento.

¡Con qué Impaciencia esperábamos la vuelta del ausente! Fácil es de imaginarse. En efecto: las cosas urgían. Se juzgará de la situación por el hecho siguiente que voy a contar, y que no supe hasta más adelante, sin dar mi opinión acerca de el; pues, lo confieso francamente, cuando se trata de las enmarañadas cosas de la política, no entiendo ni jota.

Desde 1790, los emigrados franceses se hallaban refugiados en Coblentza. El año último, el 91, después de haber aceptado la Constitución, el rey Luis XVI había notificado esta aceptación a las potencias extranjeras. Inglaterra, Austria y Prusia protestaron entonces de sus amistosas intenciones.

Pero ¿se podía confiar en ellas? Los emigrados, por 97

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su parte, no cesaban de incitar a la guerra. Adquirían multitud de fornituras militares, y formaban batallones. a pesar de que el rey les había dado orden de volver a Francia, no interrumpían sus preparativos belicosos. Aunque la Asamblea legislativa hubiese instado a los electores de Maguncia y Tréveris, y a otros príncipes del Imperio, a que trataran de dispersar la aglomeración de emigrados cerca de la frontera, ellos permanecían siempre allí, dispuestos a conducir los invasores.

Entonces fueron organizados tres ejércitos en el Este, de manera que pudiesen darse la mano. El conde de Rochambeau, mi antiguo general, fue a Flandes a tomar el mando del ejército del Norte; Lafayette el del Centro, a Metz, y Luckner el del ejército de Alsacia; en total, doscientos mil hombres próximamente entre sables y bayonetas. En cuanto a los emigrados, ¿por qué habían de renunciar a sus proyectos y obedecer las ordenes del Rey, puesto que. Leopoldo de Austria se preparaba a ir en su ayuda?

Tal era el estado de las cosas en 1791. Ved aquí lo que era en 1792. En Francia, los jacobinos, con Robespierre a la cabeza, se habían pronunciado vigorosamente contra la guerra. Los ordeliers los 98

E L C A M I N O D E F R A N C I A sostenían, por el temor de ver surgir una dictadura militar. Al contrario: los girondinos, guiados por Louvet y Drissot, querían la guerra a toda costa, a fin de poner al Rey en la obligación de manifestar claramente sus intenciones.

Entonces fue cuando apareció Dumouriez, que había mandado las tropas en la Veudée y en Normandía. Bien pronto fue llamado, para poner su genio militar y político al servicio de su país. Aceptó el encargo, y formó en seguida un plan de campaña: guerra a la vez ofensiva y defensiva. De ese modo había la seguridad de que las cosas no irían despacio.

Sin embargo, hasta entonces Alemania no se habia movido.

Sus tropas no amenazaban la frontera francesa, y aún repetían que nada hubiese sido más perjudicial para los intereses de Europa.

En estas circunstancias murió Leopoldo de Austria. ¿Qué haría su sucesor? ¿Seria partidario de la moderación? Seguramente no, y así lo demostró en una nota publicada en Viena, que exigía el restablecimiento de la monarquía sobre las bases de la declaración real de 1789.

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Como puede comprenderse, Francia no se podí a someter a una opresión semejante, que pasaba los límites de lo justo. El efecto de esta nota fue considerable en todo el país. Luis XVI se vid obligado a proponer a la Asamblea nacional la declaración de guerra a Francisco I, Rey de Hungría y de Bohemia. Así fue decidido, y quedó resuelto el atacarle primeramente en sus posesiones de Bélgica.

El general Birou no tardó en apoderarse de Quiévrain, y era de esperar que no habría nada que pudiese detener el entusiasmo de las tropas francesas, cuando delante de Mons, un pánico injustificado vino a modificar la situación. Los soldados, después de haber lanzado el grito de traición, degollaron a los oficiales Dillon y Berthols.

Al tener noticia de este desastre, Lafayette creyó prudente detener su marcha hacia Givet.

Esto pasaba en los últimos días de Abril, antes de que yo hubiese salido de Charleville.

Como se ve, en aquel momento Alemania no estaba todavía en guerra con Francia.

El 13 de Julio siguiente fue nombrado Dumouriez ministro de la Guerra. Esto lo supimos ya en Belzingen, antes que M. Juan hubiese vuelto de Berlín. Esta noticia era de una gravedad extrema.

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E L C A M I N O D E F R A N C I A Era fácil prever que los acontecimientos iban a cambiar de carácter, y que la situación iba a dibujarse claramente. En efecto: si Prusia había guardado hasta entonces una neutralidad absoluta, era muy de temer que, en vista de los sucesos, se preparase a romperla de un momento a otro. Su habíaba ya de ochenta mil hombres que avanzaban hacia Coblentza.

Al mismo tiempo se había esparcido en Belzingen el rumor de que el mando de los viejos soldados de Federico el Grande seria dado a un general que gozaba da bastante celebridad en Alemania: al duque de Brunswick. Se comprende el efecto que causaría esta noticia, aun antes de que fuese confirmada. Además, incesantemente se veían pasar tropas hacia la frontera.

Yo hubiera dado cualquier cosa por ver al regimiento de Lieb, al coronel von Grawert y a su hijo Frantz partir hacía el mismo sitio. Esto Dos hubiese desembarazado para siempre de tales personajes. Por desgracia, este regimiento no recibió ninguna orden; así fue que el teniente continuó paseando las calles de Belzingen, y más particularmente por delante de la casa, siempre cerrada, de M. de Lauranay.

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En cuanto a mi, mi posición se prestaba a serias reflexiones.

Yo estaba disfrutando una licencia, regularmente concedida, es verdad, y en un país que no habia roto todavía las hostilidades con Francia. Pero ¿podía olvidar que pertenecía al Real de Picardía, y que mis camaradas se encontraban de guarnición en Charlevílle, casi en la frontera?

Ciertamente, si había un choque con los soldados de Francisco de Austria, o de Federico Guillermo de Prusia, el regimiento Real de Picardía estaría en primera fila para recibir los primeros tiros, y yo me hubiese desesperado de estar en mi puesto, a fin de tomar en la lucha la parte que me correspondiera.

Con esto comenzaba yo a inquietarme seriamente. Sin embargo, guardaba mis disgustos para mi, no queriendo entristecer ni a Mad. Keller ni a mi hermana, y no sabía por qué partido decidirme.

En fin, en tales condiciones, la posición de un francés era difícil. Mi hermana lo comprendí.

también en lo que a ella le concernía. Seguramente, por gusto y por voluntad suya, no consentiría jamás en apartarse de Mad. Keller. Pero ¿no podía suceder 102

E L C A M I N O D E F R A N C I A que llegara el caso de que tomaran medidas contra los extranjeros? ¿Y si Kallkreuth venia a darnos veinticuatro horas de término para abandonar a Belzingen?

Fácilmente se comprende cuáles debían ser nuestras inquietudes. No eran tampoco menos grandes cuando pensábamos en la situación de M.

de Lauranay. Si se le obligaba a salir del territorio y a marchar a través de un país en estado de guerra,

¡cuán lleno de peligros estaría aquel viaje para su nieta y para él! Y el matrimonio, que todavía no se había llevado a cabo: ¿cuándo se verificaría?

¿Tendrían el tiempo suficiente para celebrarlo en Belzingen? En verdad, no se podía hablar con seguridad de nada.

Entretanto, cada día pasaban a través de la población tropas de diversas armas, de infantería y de caballería, sobre todo de hulanos, que iban a tomar el camino de Magdeburgo. Después iban los convoyes de pólvora y balas, y los carruajes por centenares.

Era un ruido incesante de tambores y de llamamiento de trompetas. Algunas veces, con bastante frecuencia, hacían paradas de algunas horas en la Plaza Mayor, y entonces, ¡qué de idas y 103

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venidas, regadas con vasos de cerveza y de kirschenwasser, pues el calor era ya fuerte!. Ya se comprenderá que yo no me podía contener de ir a verlos, por más que corriese el riesgo de disgustar a del. Kallkreuth y a sus agentes. En seguida qué escuchaba una música o un redoblo de tambor, me era indispensable salir, si estaba libre.

Digo si estaba libre, pues en el caso de que Mad.

Keller me hubiese estado dando la lección de lectura, por nada del mundo la hubiera dejado. Pero a la hora del recreo, yo me escurría por la puerta, alargaba el paso, llegaba al punto por donde pasaban las tropas, las seguía hasta la Plaza Mayor, y allí me estaba mira que te mira, a pesar de que Kallkreuth me había ordenado no mirar.

En una palabra: si todo aquel movimiento mo interesaba en mi calidad de soldado, en mi cualidad de francés no podía menos de decirme " ¡Minuto!: esto no marcha bien. Es cosa segura que las hostilidades no tardarán en romperse".

El día 21 volvió M. Juan de su viaje a Berlín.

Conforme se lo temía, así resultó. ¡Viaje inútil!

El pleito se hallaba siempre en el mismo estado .

Imposible era prever cuál sería su resultado; ni siquiera cuándo acabaría. Esto era desesperante.

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E L C A M I N O D E F R A N C I A En cuanto a lo demás, según lo que en la capital había oído decir, M. Juan traía esta impresión: que de uno a otro día Prusia iba a declarar la guerra a Francia.

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