XIII

No teníamos ni un solo día que perder. A contrario, teníamos que recorrer ciento cincuenta leguas antes de llegar a la frontera; ciento cincuenta leguas a través de un país enemigo, por caminos interceptados por regimientos en marcha, de caballería y de infantería, sin contar la impedimenta que sigue siempre a un ejército en campaña. a pesar de que nos habíamos asegurado de tener medios de transporte, podía muy bien suceder que nos faltasen. durante el camino; pues si esto sucedía, nos veríamos en la precisión de caminar a pie. En todo caso, era preciso contar con las fatigas de un viaje tan largo. ¿Teníamos la seguridad de encontrar posadas en los sitios en que las necesitásemos para tomar reposo?. No, evidentemente. Solo yo, no me hubiera encontrado apurado para marchar adelante, 156

E L C A M I N O D E F R A N C I A acostumbrado como estaba ya a las grandes camina-tas, a las privaciones, habituado a asombrar a los más grandes andarines. Pero con M. de Lauranay, un anciano de setenta años, y con dos mujeres, 157

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Mlle. Marta y mi hermana, era pedir lo imposible.

En fin, yo haría todo lo posible, más de lo que estuviese de mi parte, para conducirlos sanos y salvos a Francia, y estaba seguro de que cada cual haría también todo lo que de si dependiese.

Por consiguiente, ya lo ha dicho; no teníamos tiempo de sobra. Por otra parte, la policía iba a estar siempre sobre nuestros talones. Veinticuatro horas para salir de Belzingen; veinte días para evacuar el territorio alemán; esto debía bastarnos, si no nos deteníamos en el campo.

Los pasaportes que Kallkreuth nos entregó aquella misma noche no serían válidos sino por aquel período de tiempo. Espirado este plazo, podríamos ser arrestados y detenidos hasta el fin de la guerra. En los mismos pasaportes se nos marcaba un itinerario, del cual no podríamos separarnos, pues estaba terminantemente prohibido; y era preciso que fuesen visados en las ciudades o poblaciones indicadas en las etapas.

Además, era probable que los sucesos se desarrollasen con una extrema rapidez.

Acaso la metralla y las balas se estaban cambiando en aquellos momentos en la frontera manifiesto del duque de Brunswick, la nación, por 158

E L C A M I N O D E F R A N C I A boca de sus diputados, había respondido como era conveniente; y el presidente de la Asamblea legislativa acababa de lanzar a la luz de Francia estas resonantes palabras:

« La patria está en peligro ».

El 16 de Agosto, a las primeras horas de mañana, nos encontrábamos ya dispuestos partir.

Todos los asuntos estaban arreglados. La habitación de M. de Lauranay debía quedar al cuidado de un viejo sirviente, suizo de origen, que estaba a su servicio desde hacía largos años, y con cuyo Interés y lealtad se podía contar. Era seguro que aquel buen hombre pondría todo su cuidado y todas sus fuerzas en hacer respetar la propiedad de su señor.

En cuanto a la casa de Mad. Keller, entretanto que se presentaba comprador, continuaría estando habitada por la criada, que era de nacionalidad Prusiana.

En la mañana de aquel mismo día supimos que el regimiento de Lieb acababa de salir de Borna, y se dirigía hacia Magdeburgo.

M. de Lauranay, Mlle. Marta, mi hermana y yo, hicimos una última tentativa para decidir a Mad.

Keller a que nos siguiera.

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- No, amigos míos; no insistáis (respondió). Hoy mismo emprenderé el camino de Magdeburgo.

Tengo el presentimiento de alguna gran desgracia, y quiero estar al lado de mi hijo, o por lo menos cerca de él.

Entonces comprendimos que todos nuestros esfuerzos serían en vano, y que nuestras súplicas y nuestras intenciones se estrellarían contra una determinación de la cual no se volvería atrás Mad.

Keller.

No nos quedaba más remedio que decirle adiós, después de haberla indicado las ciudades y aldeas en que la policía nos obligaba a detenernos.

El viaje se había de efectuar en las siguientes condiciones:

M. de Lauranay poseía una vieja silla de posta, de la cual no se servía. Este carruaje me había parecido muy a propósito para recorrer aquel trayecto de ciento cincuenta leguas, que nos veíamos obligados a franquear.

En tiempos ordinarios es fácil viajar, encon-trando siempre caballos de relevo en las estaciones de todos los caminos de la confederación. Pero a consecuencia de la guerra, como se hacia por todas partes requisa de ellos para el servicio del ejército, el 160

E L C A M I N O D E F R A N C I A transporte de municiones y de víveres, hubiera sido Imprudente contar con los relevos regularmente establecidos.

Así, a fin de obviar este inconveniente, habíamos decidido proceder de otro modo.

Yo fui encargado por M. de Lauranay de pro-curarme dos buenos caballos, sin mirar el precio.

Como yo era en esto inteligente, cumplí perfectamente esta comisión. Encontré dos bestias, un poco pesadas acaso, pero de gran corpulencia y vigor.

Después, comprendiendo también que seria necesario posarse sin postillones, me ofrecí para llenar este vacío, lo que fue naturalmente aceptado.

Y ya comprenderéis que no había de ser a un jinete del Real de Picardía a quien se le hubiese de reprender por no saber guiar un carruaje.

El 16 de Agosto, a las ocho de la mañana, nos hallábamos dispuestos a partir. Yo no tenía más que subir a mi asiento. En cuanto a armas, poseíamos un buen por de pistolas de arzón, con las cuales se podría imponer respeto a los merodeadores; Y

respecto a provisiones, llevábamos en nuestras maletas lo suficiente para las necesidades de los primeros días habíamos convenido en que M. y Mlle. de Lauranay ocuparían el fondo de la berlina, 161

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y que mi hermana iría en el lado opuesto, enfrente de Mlle. Marta. Yo, vestido con un traje a propósito, y pertrechado de una buena tralla, podría desafiar el mal tiempo.

Por fin, se hicieron las últimas despedidas.

Abrazamos todos a Mad. Keller, con este triste presentimiento, que nos oprimía el corazón: ¿nos volveremos a ver? El tiempo era bastante bueno pero el calor sería probablemente muy fuerte hacia el medio del día. Por consiguiente, el momento que yo pensaba a elegir para dar descanso a mis caballos, era entre mediodía y las dos de la tarde; reposo que sería indispensable, si se quería que pudiesen hacer buenas jornadas.

Partimos al fin; y al mismo tiempo que silbaba para excitar a mis caballos, desgarraba el aire con los restallidos de mi tralla.

Al otro lado de Belzingen pasamos, sin que nos molestara mucho lo interceptados que se hallaban los caminos, entre cientos de carruajes que seguían al ejército que marchaba hacia Coblentza.

No hay mucho más de dos leguas de Belzingen a Borna, y, por consiguiente, en menos de una hora llegamos a esta pequeña localidad.

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E L C A M I N O D E F R A N C I A Allí era donde el regimiento de Lieb había estado de guarnición durante algunas semanas.

Desde aquel punto se había dirigido a Magdeburgo, adonde Mad. Keller quería también dirigirse.

Mlle. Marta experimentó una viva emoción al atravesar las calles de Borna. Se representaba a M.

Juan bajo las órdenes del teniente Frantz, siguiendo el mismo camino que nuestro itinerario nos obligaba a dejar en aquel punto para tomar el camino del Sud-Oeste.

No quise detenerme en Borna, esperando hacerlo cuatro leguas más adelante, hacia la frontera que marca actualmente los limites de la provincia de Brandeburgo, pues en aquella época, según las antiguas divisiones del territorio alemán, era por los caminos de la Alta Sajonia por donde habíamos de ir.

Las doce serian próximamente cuando llegamos a aquel punto de la frontera. Algunos des-tacamentos de caballería vivaqueaban por una y otra parte.

Una especie de ventorrillo aislado estaba abierto frente al camino. Allí pude dar un poco de forraje a mis caballos.

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En este sitio permanecimos tres horas largas.

durante este primer día de viaje me parecía prudente no fatigar demasiado las bestias, a fin de no inutilizarlas, dándoles demasiado trabajo desde el principio.

En el mismo punto fue necesario revisar nuestros pasaportes. Nuestra cualidad de franceses nos valió algunas miradas escudriñadoras. Pero no importaba; los llevábamos en regla. Por otra parte, puesto que se nos arrojaba de Alemania, puesto que teníamos la orden de abandonar el territorio en un plazo fijo, lo menos que se nos podía conceder era no detenernos en nuestro viaje.

Nuestro designio era pasar la noche en Zorbst.

Había sido decidido desde el principio que, salvo en las circunstancias excepcionales, no viajaríamos más que de día. Los caminos no parecían bastante seguros para que fuese prudente aventurarse por ellos en medio de la obscuridad. El país estaba recorrido constantemente por muchos vagabundos, y era preciso tener prudencia para no exponerse a un mal encuentro.

Debo advertir que en aquellos países que se aproximan al Norte, la noche es muy corta en el mes de Agosto; el sol sale antes de las tres de la 164

E L C A M I N O D E F R A N C I A mañana, y no se oculta hasta después de las nueve de la noche.

El descanso, pues, no había de ser mas quizás de algunas horas; el tiempo justo para que descansaran nuestras caballerías y aun nosotros mismos. Cuando fuese necesario hacer una jornada extraordinaria, se batía.

Desde el punto de la frontera en que nos habíamos detenido con la berlina hacia mediodía hasta Zorbst, hay unas siete ú ocho leguas sin más.

Podíamos, pues, recorrer esta distancia entro las tres y lis ocho de la tardo.

Sin embargo, yo comprendí perfectamente que había que contar con los inconvenientes, los retrasos que surgieren más de una vez.

Aquel día, en el camino, tuvimos que habérnoslas con un requisador de caballos, un hombre alto, seco, escuálido como un Viernes Santo, hablador como un chalán, que quería absolutamente incluir en la requisa nuestros caballos. Era, según decía, para el servicio del Estado. ¡Bribón!.... Yo me imaginé al punto que el Estado era él, como dijo Luis XIV, y que requisaba por su cuenta.

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Pero.... ¡minuto!. aun cuando así fuese, estaba obligado a respetar nuestros pasaportes y la firma del director de policía. a pesar de todo, perdimos una hora larga en batallar con aquel tunante. Por fin: la berlina volvió a emprender su marcha, y puse los caballos al trote para recuperar el tiempo perdido.

Nos encontrábamos entonces en el territorio que ha formado después el principado de Anhalt.

Los caminos estaban por allí más expeditos, porque el grueso del ejército prusiano marchaba hacia el Norte, en dirección de Magdeburgo.

No sufrimos, por consiguiente, ningún impedimento para llegar a Zerbst, especie de caserío de poca importancia, casi totalmente desprovisto de recursos, a cuyo punto llegamos a eso de las nuevo de la noche. Se veía que los merodeadores habían pasado por allí, y que no se preocupaban mucho de vivir sobre el país. Por muy exigente que se sea, no es serio mucho el pretender una habitación, un albergue para pasar la noche. Pues para encontrar este albergue entre todas aquellas casas cerradas por prudencia, hubimos de pasar grandes apuros y fatigas. Vi próximo el momento en que nos quedábamos a dormir al raso, en la berlina. Por 166

E L C A M I N O D E F R A N C I A nosotros no había gran inconveniente; pero ¿y los caballos? ¿No les era necesario forraje y agua? Yo pensaba en ellos antes que todo, y gemía ante la idea de que pudiesen faltarnos durante el camino.

Me proponía, pues, continuar a fin de llegar a otro punto a propósito para hacer alto, Acken, por ejemplo, a tres leguas y media de Zerbst en el Sudoeste. Podíamos llegar allí antes de media noche, a condición de no volver a emprender la marcha hasta las diez de la mañana del día siguiente, a fin de no quitar ningún momento de reposo a las caballerías.

Sin embargo, M. de Lauranay me hizo entonces observar que tendríamos que franquear el Elba, que el paso se efectuaba en una barca, y que esta operación valía más efectuarla de día.

M. de Lauranay no se engañaba; debíamos encontrar el Elba antes de llegar a Acken. Era fácil, pues, que tuviéramos allí algunas dificultades.

Me es preciso, para no olvidarlo, mencionar lo siguiente: M. de Lauranay conocía bien el territorio alemán desde Belzingen hasta la frontera francesa.

Durante varios años, cuando vivía su hijo, había recorrido este camino en todas las estaciones, y se orientaba en él fácilmente, consultando su mapa. En 167

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cuanto a mi, aquella era solamente la segunda vez que le recorría. M. de Lauranay debía, pues, ser un guía muy seguro, y era muy prudente confiarse por completo a él.

En fin: a fuerza de buscar en Zerbst, con la bolsa en la mano, acabó por encontrar cuadra y forraje para nuestros caballos, y para nosotros alimento y habitación, pues siempre que encontrábamos comestibles los comprábamos, a fin de economizar los que llevábamos de reserva en la berlina.

Así pasamos la noche mejor aún de lo que pensábamos y de lo que podíamos esperar de aquel miserable caserío de Zerbst.

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E L C A M I N O D E F R A N C I A XIV

Un poco antes de llegar a Zerbst, nuestra berlina había rodado por el territorio que forma el principado de Anhalt y de sus tres ducados. Al día siguiente debíamos atravesarlo de Norte a Sur, a fin de llegar a la pequeña ciudad de Acken, lo cual nos aproximaría bastante al territorio de Sajonia y al actual distrito de Magdeburgo. Después, el Anhalt reaparecería otra vez., cuando tomáramos la dirección de Bernsburgo, capital del ducado de este nombre. Desde allí entraríamos por tercera vez en Sajonia, a través del distrito de Merseburgo. Tal era por aquellos tiempos la Confederación Germánica, con sus cientos de pequeños Estados o territorios, que el ogro del pequeño Pulgarin hubiera podido franquear de un salto.

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Como se comprende, yo digo estás cosas por habérselas oído a M. de Lauranay. Esto me en-señaba su mapa, y con el dedo me indicaba la situación de las provincias, la topografía de las principales ciudades, y la dirección del curso de los ríos. En el regimiento, no hubiera podido estudiar un curso de geografía. Esto, suponiendo que yo hubiera sabido leer.

¡Ah! ¡mi pobre alfabeto, tan bruscamente interrumpido en el momento en que comenzaba a unir las vocales y las consonantes! ¡Y fui buen profesor, M. Juan, que en aquel instante caminaba con la mochila a la espalda, comprendido en aquella especie de lava que se había llevado toda la juventud de las escuelas y el comercio! Pero, en fin, no nos apesadumbremos demasiado con esto cosas, y emprendamos de nuevo nuestro camino.

Desde la víspera por la noche, el tiempo era caluroso, de tempestad; el cielo parecía de un color mala con pequeños trozos de azul entre las nubes, pero tan pequeños, que, como se dice en mi tierra, apenas habría bastante para unos pantalones de gendarme. Aquel día arreé mis caballos, pues importaba mucho llegar antes de la noche a Bernsburgo, para lo cual era preciso hacer una 170

E L C A M I N O D E F R A N C I A jornada de una docena de leguas. La cosa no era imposible, a condición, sin embargo, de que el cielo no viniese a Interrumpir nuestra marcha, o que no se presentase ningún otro obstáculo.

Pero precisamente estaba allí el Elba, que nos detenía en el camino, y, a la verdad, yo tenía miedo de que esta detención fuese más larga de lo que era de desear.

Habiendo salido de Zarbat a la seis de la ma-

ñana, habíamos llegado dos horas después a la ribera derecha del Elba, un río bastante hermoso, ancho ya por aquellos parajes, y encajonado entre altas orillas, erizadas de millares y millares de cañas.

Felizmente la suerte nos fue propicia en este punto. La barca para carruajes y viajeros se encontraba en la orilla derecha del río, y como M.

de Lauranay no escatimó ni los florines ni ninguna otra clase de moneda, el batelero no nos hizo esperar. En un cuarto de hora la berlina y los caballos estuvieron embarcados. 'La travesía se efectuó sin ningún accidente desagradable. Si nos ocurría lo mismo en las demás corrientes de agua, no tendríamos motivo para quejarnos.

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Estábamos ya en la pequeña ciudad de Acken, que la berlina atravesó sin detenerse, para tomar la dirección de Bernsburgo.

Yo marchaba muy a gusto. Como se comprenderá fácilmente, los caminos no eran entonces lo que son hoy. Parecían estrechas cintas apenas tratadas sobre un suelo desigual, más bien hechas por las ruedas de los carruajes que por la mano de los hombres.

Durante la estación de las lluvias debían ponerse impracticables, y aun en el verano mismo dejaban mucho que desear. Pero en aquella ocasión era preciso no hacerse el santo descontentadizo.

Se caminó durante toda la mañana, sin dificultad alguna. Sin embargo, hacia mediodía, felizmente mientras que hacíamos alto, se nos adelantó un regimiento de caballería austríaco. Entonces fue la vez primera que yo vi aquella clase de tropas, que parecían una especie de bárbaros. Iban galopando a todo brida, y entro los torbellinos de las nubes da polvo que levantaban y que se clavaban hasta el cielo, se divisaban los reflejos rojos de sus capas y la mancha negruzca de los gorros de piel de carnero con que cubrían la cabeza aquellos salvajes.

172

E L C A M I N O D E F R A N C I A Buena suerte tuvimos en encontrarnos en aquellos momentos guarecidos a un lado del camino, y el abrigo de los árboles de un bosquecillo próximo, en el cual yo había escondido el carruaje.

De este modo no fuimos vistos; pues, de lo contrario, con semejantes gentes, Dios sabe lo que hubiera podido sucedernos. Por de pronto, una vez nuestros caballos hubieran convenido a aquellos soldadotes, y nuestra berlina a sus jefes ú oficiales.

Seguramente, si nos hubiésemos encontrado a su paso, en medio del camino, no hubieran esperado que se los dejase el campo libre; nos hubiesen barrido.

Hacia las cuatro de la tarde señalé a M. de Lauranay un punto bastante elevado que dominaba la llanura, a una legua larga, en la dirección del Oeste.

- Aquello debe ser el castillo de Bernsburgo, -

me respondió.

En efecto: aquel castillo, situado en lo más alto de una colina, se deja apercibir de bastante lejos.

Yo di prisa a los caballos. Una media hora después atravesábamos Bernsburgo, donde nuestros pasaportas fueron de nuevo revisados. Después, muy fatigados de aquella jornada tan accidentada, 173

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habiendo atravesado también en una barca el río Saale, que debíamos atravesar todavía otra vez, entramos en Alstleben, hacia las diez de la noche.

Esta noche la pasamos bastante bien. Estábamos alojados en un hotel muy bien dispuesto, en el cual no se encontraban oficiales prusianos, lo que aseguraba nuestra tranquilidad i y al día siguiente emprendimos de nuevo nuestra marcha, cuando sonaban las diez de la mañana.

No me detendré a dar detalles de las ciudades, villas y aldeas por donde pasamos. En todos ellos había pocas cosas que ver, de las cuales no nos cuidábamos, puesto que viajábamos, no por nuestro placer, sino como gentes a quienes se expulsa de un país, que ellas abandonan también sin pesar.

Lo importante en estas diversas localidades era que no nos aconteciese nada perjudicial, y que pudiésemos pasar todos libremente. de una a otra.

En la jornada del día 18, a mediodía, estábamos en Hettstadt. Había sido preciso atravesar el Wipper, río situado no lejos de una explotación de minas de cobre. Hacia las tres de la tarde, la berlina llegaba a Leimbach, en la confluencia del Wipper y del Thalbach. ¡Vaya unos nombres graciosos y fáciles de pronunciar para los soldados del Real de 174

E L C A M I N O D E F R A N C I A Picardía! Después de haber pasado Mansteld, dominado por una alta colina que un rayo de sol acariciaba en medio de la lluvia que le rodeaba por todas partes, y de haber pisado por Sangerhausen, sobre el Gena, nuestro carruaje rodó a través de. un país rico en minas, teniendo los picachos del Harz en el horizonte: y al caer el día, llegamos a Artera, ciudad construida sobre el Unstrüt.

La jornada había sido verdaderamente fatigosa; cerca de quince leguas, durante las cuales no habíamos hecho más que un solo descanso. Yo tuve buen cuidado de que no faltara nada a mis caballos; buen pienso a la llegada; buena cama en la cuadra durante la noche. Verdad es que esto costaba mucho; pero M. de Lauranay no reparaba en algunas monedas de suplemento, y tenía razón.

Cuando los caballos no están mal de los pies, los viajeros no corren peligro de encontrarse mal de las piernas.

Al día siguiente, salimos a las ocho de la mañana, no sin haber tenido algunas dificultades con el fondista.

Yo sé bien que no se da nada por nada; pero aseguro que el propietario del hotel de Artera es 175

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uno de los más feroces desolladores de viajeros que puedan encontrarse en todo el Imperio germánico.

Durante esta jornada, el tiempo fue detestable, estallando al fin una terrible tempestad. Los relámpagos nos cegaban, los violentos estampidos del trueno asustaban a los caballos, calados por una lluvia torrencial, una de esas lluvias de las cuales se dice en nuestro país picardo que caen curas.

Al día siguiente, 19 de Agosto, el tiempo se presentó de mejor apariencia. Los campos aparecían bañados de rocío, bajo el soplo del aura, que es la primera brisa de la mañana. Nada de lluvia. Un cielo siempre tempestuoso; un calor sofocante. El suelo era montuoso, y mis caballos se fatigaban mucho.

Muy pronto, según yo preveía, me vería obligado a darles veinticuatro horas de reposo. Pero antes esperaba yo que hubiéramos podido llegar a Gotha.

El camino atravesaba entonces terrenos bastante bien cultivados, que se extienden hasta Heldmungen, sobre el Schmuke, donde la berlina hizo alto.

En suma: desde hacia cuatro días, que habíamos salido de Belzingen, no habíamos sido muy molestados; así es que yo pensaba: 176

E L C A M I N O D E F R A N C I A

- Si hubiéramos podido viajar todos juntos,

¡cómo se hubieran apretado en el fondo del carruaje para hacer sitio a Mad. Keller y a su hijo!.... ¡Pero, en fin!....

Nuestro itinerario cortaba entonces por el territorio que forma el distrito de Erfurth, uno de los tres distritos de la provincia de Sajonia. Los caminos, bastante bien trazados, nos permitieron marchar rápidamente. a la verdad, yo me hubiese atrevido a lanzar mis caballos más de prisa, sin el accidente de la rotura de una rueda, que no pudo ser compuesta en Weissensee. Lo fue en Tennstedt, por un carretero poco hábil. Esto no dejó de inquietarme por el resto del viaje.

Si la jornada fue larga aquel día, era porque estábamos sostenidos por la esperanza de llegar aquella misma noche a Gotha. Allí se descansaría, a condición de encontrar una fonda confortable. No por mi, a Dios gracias, pues, hecho como estoy a cal y canto, yo podía, soportar bien esta y otras pruebas más rudas; pero de M. de Lauranay y su hija, aunque no se quejaban, me parecía que estaban muy fatigados. Mi hermana Irma estaba más animada;

¡pero todos ellos iban tan tristes! De cinco de la tarde a nueve de la noche recorrimos próximamente 177

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unas ocho leguas, después de haber pasado el Schambach y dejado el territorio de Sajonia, para atravesar el de Sajonia-Coburgo.

En fin: a las once, la berlina se detuvo en Gotha.

habíamos formado intención de descansara allí veinticuatro horas. Nuestras pobres caballerías habían ganado cumplidamente una noche y un día de reposo. Decididamente, al escogerlas había tenido una mano afortunada. Para esto no hay como ser inteligente en la materia y no reparar en el precio. Ya he dicho que no habíamos llegado a Gotha hasta las once de la noche. Las formalidades exigidas a las puertas de las poblaciones nos habían producido algunos retrasos. De seguro, si no hubiéramos llevado nuestros papeles en regla, hubiéramos sido detenidos. Agentes civiles, agentes militares, todos desplegaban una excesiva severidad.

Podíamos darnos por contentos da que el gobierno prusiano, al pronunciar nuestro decreto de expulsión, nos hubiese proporcionado los medios de poder cumplirlo. Por esto estoy seguro que, si hubiésemos puesto en ejecución nuestro proyecto primero de partir antes de la incorporación de M.

Juan al ejército, Kallkreuth no nos hubiera expedido nuestros pasaportes, y no hubiéramos podido llegar 178

E L C A M I N O D E F R A N C I A jamás a la frontera. Era preciso, pues, dar gracias, a Dios primeramente, y después a S.. M. Federico Guillermo, por habernos facilitado nuestro viaje.

Sin embargo, no es bueno dar las gracias antes de comer: este es uno de nuestros proverbios picardos, el cual puede creerse que vale tanto como cualquiera otro.

Hay muy buenos hoteles en Gotha. Fácilmente encontré en uno, que se titulaba A las armas de Prusia, cuatro habitaciones muy aceptables y una buena cuadra para los caballos.

Á pesar del disgusto que me producía este retraso, yo comprendía que no había otro medio que resignarse.

Por fortuna, de los veinte días que se nos habían concedido como plazo para hacer nuestro viaje, no habíamos empleado más que cuatro, y estaba ya recorrida muy cerca de la tercera parte del trayecto.

Por consiguiente, guardando la misma proporción, debíamos llegar a la frontera de Francia seguramente antes del plazo marcado. Yo no deseaba más que una cosa; a saber: que el regimiento Real de Picardía no disparase sus primeros tiros antes de los últimos días del mes.

179

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Al día siguiente, hacia las ocho, bajó al salón de conversación del hotel, y mi hermana vino a reunirse conmigo.

- ¿Y M. de Lauranay y Mlle. Marta? - le pregunté.

- No han salido todavía de sus habitaciones (me respondió Irma); y es preciso dejarlos tranquilos hasta el almuerzo.

- Comprendido, mi buena Irma; pero tú, ¿dónde vas?

- A ninguna porte, Natalis; pero esta tarde tengo que salir a hacer algunas compras, y a renovar nuestras provisiones. ¡Si me quieres acompañar! ....

- Con mucho gusto; a la hora convenido estaré preparado; entretanto, voy a curiosear un poco por las calles.

Y, efectivamente, salí a la aventura. ¿Qué podré deciros de Gotha? No vi gran cosa en la el ciudad.

Había en ella muchas tropas de infantería, caballería, artillería y bagajes del ejército. Se escuchaban músicas. Se veía relevar las guardias en sus puestos.

A la idea de que todos aquellos soldados marchaban contra Francia, se me oprimía el corazón. ¡Qué dolor me producía el pensar que el suelo de la patria iba a ser, antes de poco, invadido por aquellos 180

E L C A M I N O D E F R A N C I A extranjeros¡ ¡Cuántos de nuestros camaradas sucumbirían queriendo defenderla¡ ¡Sí; era preciso que yo estuviese con ellos para combatir en mi sitio!

El sargento Natalis Delpierre no había de ser, no como esos platos de estaño que no se pueden poner al fuego.

Pero, volviendo a Gotha, diré que recorrí algunos barrios y que vi algunas iglesias, cuyos campanarios se perdían en las nubes.

Decididamente, se encontraban allí demasiados soldados. Aquella ciudad me producía el efecto de un enorme cuartel.

Volví al hotel a. las once, después de haber tenido la precaución de hacer visar nuestros pasaportes, según estaba prevenido; M. de Lauranay estaba todavía en su habitación con Mlle. Marta. La pobre joven. no tenía deseo ninguno de salir a ver la ciudad, lo cual se comprende perfectamente.

En efecto: ¿qué hubiera visto? Nada, sino cosas que le hubieran recordado la situación de M. Juan.

¿Dónde estaba entonces? ¿Habría podido Mad.

Keller reunirse con él, o al menos seguir al regimiento de jornada en jornada? ¿Cómo viajaba esta valerosa mujer? ¿Qué podría hacer ella, si las desgracias que presentía llegaban a realizarse?

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¡Y M. Juan, soldado prusiano, marchando contra un país que amaba al cual hubiera defendido con verdadero placer, y por el que hubiese vertido voluntariamente su sangre! Naturalmente, el almuerzo fue triste. M. de Lauranay había querido que le sirvieran en su habitación, y hacía bien, pues a las Armas de Prusia iban a comer varios oficiales alemanes, y convenía evitar su contacto.

Después del almuerzo, M. y Mlle. de Lauranay permanecieron en el hotel con mi hermana. Yo fui a ver si los caballos carecían de alguna cosa.

El hostelero me había acompañado a la cuadra, y pronto pude comprender que el buen hombre quería hacerme hablar más de lo conveniente, acerca de M. de Lauranay, de nuestro viaje, y, en fin, de cosas que no le importaban. Tenía que habérmelas con un charlatán; pero ¡qué charlatán!....

El que logre aventajarle, bien puede llamarse el primero del mundo. Por consiguiente, me mantuve en la mayor reserva, y todas sus indicaciones fueron en balde.

Á las tres de la tarde salimos mi hermana y yo para terminar las compras. Como Irma hablaba alemán, no teníamos miedo de vernos apurados ni en las calles ni en las tiendas. Sin embargo, se 182

E L C A M I N O D E F R A N C I A comprendía fácilmente que éramos franceses, y esta condición no era la más a propósito para granjearnos un buen recibimiento en ninguna parte.

Entre las tres y las cinco de la tarde hicimos un buen número de recados, y, en suma, recorrí la ciudad de Gotha por todos sus principales sitios y distritos.

Yo hubiera querido tener algunas noticias de lo que por entonces ocurría en Francia; de sus asuntos, tanto interiores como exteriores. Por esta razón encargué a Irma que pusiera mucha atención a lo que se decía, así en las calles como en las tiendas.

Hasta nos atrevíamos a aproximarnos a los grupos en que se hablaba con alguna animación, a escuchar lo que decían; aunque como se comprende, esto no era muy prudente por nuestra parte.

En realidad, lo que pudimos averiguar no era muy satisfactorio para los franceses. Pero, después de todo, más valía tener noticias, aunque fuesen malas, que carecer de ellas.

También vi numerosos edictos pegados en los muros. La mayor parte de ellos no anunciaban otra cosa que movimientos de tropas o de contratas de armamento y vestuario para las tropas.

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Sin embargo, mi hermana se detenía ante algunos, y leía las primeras líneas.

Uno de aquellos edictos llamó más particularmente mi atención. Estaba escrito en gruesos caracteres negros, sobra papel amarillo. Parece que le veo todavía pegado a una esquina, junto al tenducho de un zapatero de viejo.

- ¡Calla! (dije a Irma.) Mira este edicto: ¿no son números los que tiene a la cabeza?

Mi hermana se aproximó al tenducho, y comenzó a leer.

De repente lanzó un grito terrible.

Felizmente estábamos solos, y nadie lo había escuchado.

El edicto decía lo siguiente:

Mil florines de recompensa al que entregue al soldado Juan Keller, de Belzingen, condenado a muerte por haber herido a un oficial del regimiento de Lieb, de paso para Magdeburgo.

FIN DE LA PRIMERA PARTE.#id_index_split_006.html#calibre_pb_5

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