Capítulo XVIII Acogida que se dispensó al gobernador general de la ísla gurbí, y acontecimientos ocurridos durante su ausencia

LA Dobryna había salido de la isla el día 31 de enero, y regresaba a ella el 5 de marzo, a los treinta y cinco días de travesía, puesto que el año terrestre era bisiesto A los treinta y cinco días correspondían setenta galianos, porque setenta veces había pasado el Sol por el meridiano de la isla.

Héctor Servadac, al aproximarse a aquel fragmento único del suelo argelino que se había librado de la catástrofe, se emocionó profundamente. Varios días durante la larga ausencia habíase preguntado si volvería a reunirse con su fiel Ben-Zuf, y no era de extrañar que abrigase estas ideas en medio de los numerosos fenómenos que habían modificado la superficie de la Galia. Sus temores no se realizaron. La isla se encontraba en el mismo sitio y, ¡ avis rara!, antes de llegar al puerto del Cheliff, Héctor Servadac vio que una nube de aspecto singular extendíase a cien pies por encima del suelo de su dominio.

Cuando la goleta estuvo a pocos cables de la costa, aquella nube adquirió el aspecto de una masa espesa que bajaba y subía automáticamente en la atmósfera. El capitán Servadac pudo comprobar entonces que no era una masa de vapores reducidos al estado vesicular, sino una aglomeración de aves, tan juntas unas a otras en el aire como los arenques en el agua. De esta enorme nube partían gritos atronadores, a los que respondían detonaciones frecuentes.

La Dobryna disparó un cañonazo al llegar, y fue a anclar en el pequeño puerto del Cheliff.

En el mismo momento acudió un hombre con el fusil en la mano, lanzándose de un salto sobre las primeras rocas.

Era Ben-Zuf.

Ben-Zuf quedó al principio inmóvil con los ojos fijos, a quince pasos, tanto como la conformación del hombre lo permite, según suelen decir los sargentos instructores, en la actitud del más profundo respeto; pero no fue posible al valiente soldado contenerse durante mucho tiempo, y precipitóse a recibir a su capitán, que acababa de desembarcar, besándole la mano con ternura.

Sin embargo, en vez de las frases de salutación y regocijo que suelen pronunciar las personas que, queriéndose, han permanecido mucho tiempo sin verse, Ben-Zuf no hacía sino exclamar:

–¡Ah, miserables! ¡Ah, bandidos! ¡Ah, ha hecho usted bien en venir, mi capitán!

¡Ladrones, piratas, miserables beduinos!

–¿De quién estás hablado, Ben-Zuf? –preguntó Héctor Servadac, a quien aquellas exclamaciones extrañas le hicieron suponer que alguna bandada de ladrones árabes había invadido su dominio.

–De esos endiablados pájaros –respondió Ben-Zuf–. Ya hace un mes que estoy gastando pólvora contra ellos; pero cuantos más mato, más acuden. Si los dejáramos, pronto no quedaría un grano de trigo en la isla.

El conde Timascheff y el teniente Procopio, que acababan de desembarcar, observaron

de igual modo que Servadac, que Ben-Zuf no exageraba. Los granos, que habían prosperado con gran rapidez a causa de los grandes calores de enero, cuando Galia pasaba por su perihelio, encontrábanse expuestos a las depredaciones de algunos millares de aves que amenazaban devorar también el resto de la cosecha; y conviene decir lo que quedaba de ésta, porque Ben-Zuf no había perdido el tiempo durante el viaje de la Dobryna y veíanse muchos haces de espigas ya segadas en la llanura.

Las aves eran todas las que Galia llevaba consigo al separarse del globo terrestre, y naturalmente habían buscado refugio en la isla Gurbí porque allí solamente encontraron campos, praderas y agua dulce, lo que demostraba que ninguna otra parte del asteroide podía proporcionarles alimento. En cambio, tenían que vivir a expensas de los habitantes de la isla, cosa que era necesario impedir a todo trance y por todos los medios posibles.

–Ya veremos lo que conviene hacer –dijo el capitán Servadac.

–A propósito, mi capitán –preguntó Ben-Zuf–, ¿qué ha sido de los compañeros de África?

–Los compañeros de África continúan en África –respondió Héctor Servadac.

–¡Me alegro mucho!

–Sólo que África ha dejado ya de existir –añadió el capitán Servadac.

–¡No existe África! ¿Pero, Francia?

–Francia está muy lejos de nosotros, Ben-Zuf.

–¿Y Montmartre?

Esta pregunta la había hecho el corazón. En pocas palabras explicó el capitán Servadac a su asistente lo ocurrido y cómo Montmartre, París, Francia, Europa y el globo terrestre estaban a más de ochenta millones de leguas de la isla Gurbí. Debía, por consiguiente, perderse toda esperanza de volver a parajes tan distantes.

–¡Bah! –exclamó Ben-Zuf–, ¡no volveré a ver a Montmartre! Tontería, mi capitán, tontería, salvo el respeto que le debo a usted.

Y Ben-Zuf movió la cabeza como hombre imposible de convencer.

–Está bien –respondió el capitán–, espera cuanto quieras, porque el hombre no debe desesperarse nunca. Esta es la divisa de nuestro corresponsal anónimo; pero instalémonos en la isla de Gurbí como si tuviéramos que permanecer aquí siempre.

Héctor Servadac, sin dejar de hablar, y seguido por el conde Timascheff y por el teniente Procopio, habíase dirigido al gurbí levantado ya por Ben-Zuf. El cuerpo de guardia se encontraba en buen estado y Galeta y Céfiro tenían buena cuadra. Allí en aquella modesta cabaña, Héctor Servadac ofreció hospitalidad a sus huéspedes, a la pequeña Nina y a su cabra. Mientras caminaban, el asistente había besado sonoramente a Nina y a Marzy, quienes devolvieron esta prueba de cariño de muy buena gana.

Después celebróse un consejo en el gurbí para resolver enseguida qué convenía hacer.

Lo más grave era el alojamiento para lo porvenir. ¿Cómo instalarse en la isla para hacer frente a los fríos terribles que tenían que hacer en Galia en su viaje por espacios

interplanetarios durante un tiempo cuya duración no podía calcularse? Este tiempo dependía de la excentricidad que tuviera la órbita recorrida por el asteroide y quizá tuvieran que transcurrir muchos años antes de que volviese hacia el Sol.

El combustible no abundaba; no había carbón; los árboles eran pocos y no era de esperar que durante el período de aquellos fríos terribles prosperase ninguna planta. ¿Qué resolución adoptar? ¿Cómo atender a tan terrible eventualidad? Era necesario encontrar con urgencia una solución aceptable.

La alimentación de la colonia no ofrecía dificultades por el momento y nada había tampoco que temer por la bebida. Corrían varios arroyos a través de las llanuras y el agua llenaba las cisternas; además, el frío congelaría el mar y el hielo suministraría líquido potable en abundancia sin una sola molécula de sal.

En cuanto al alimento propiamente dicho, o lo que es lo mismo, a la sustancia azoada necesaria para la nutrición del hombre, estaba asegurado. Además, los cereales estaban ya casi en disposición de ser encerrados en el granero, y los ganados diseminados por la isla constituían una abundantísima reserva. Con toda seguridad, durante el período de los fríos, el suelo quedaría improductivo y no podría renovarse la provisión de forrajes destinados al alimento de los animales domésticos. Había, por lo tanto, que adoptar alguna medida, y si se llegaba a calcular la duración del movimiento de traslación de Galia alrededor del centro atractivo, convendría limitar proporcionalmente al período invernal el número de animales que habían de conservarse.

La población de Galia comprendía entonces, sin mencionar los trece ingleses de Gibraltar, de quienes por el momento no había que hacer caso, ocho rusos, dos franceses y una niña italiana; total, once habitantes a quienes tenía que alimentar la isla Gurbí.

Pero, después que Héctor Servadac mencionó esta cifra, Ben-Zuf dijo:

–No es eso, mi capitán, siento tener que contradecirle; pero no es esa la cuenta.

–¿Cómo que no es esta la cuenta? –No, señor; somos veintitrés habitantes.

–¿En la isla?

–En la isla.

–¿Quieres explicarte, Ben-Zuf? –No he tenido todavía tiempo de enterar a usted de lo ocurrido. Durante la ausencia de ustedes hemos tenido invitados.

–¡Invitados!

–Sí, sí; pero vamos al caso, vengan ustedes –añadió Ben-Zuf–, vengan también los señores rusos. Ya ven que los trabajos están muy adelantados, y mis dos brazos no podían haber hecho todo esto. –Efectivamente –asintió el teniente Procopio.

–Vengan ustedes, no está lejos, dos kilómetros; pero llevemos los fusiles.

–¿Para defendernos? –dijo el capitán Servadac.

–Sí; pero no contra los hombres –respondió Ben-Zuf–, sino contra las malditas aves.

El capitán Servadac, el conde Timascheff y el teniente Procopio, acuciados por la curiosidad, siguieron al asistente, dejando a la pequeña Nina y a su cabra en el gurbí.

Mientras caminaban hicieron fuego de fusilería bastante nutrido contra la nube de pájaros que se extendía por encima de sus cabezas. Había muchos millares de patos silvestres, de becadas, de alondras, de cuervos, de golondrinas y de otras especies de volátiles, que caían por docenas víctimas de los disparos. No era aquella una caza, sino un exterminio de las aves merodeadoras.

Ben-Zuf, en vez de seguir la orilla septentrional de la isla, dirigióse en dirección oblicua a través de la llanura; y el capitán Servadac y sus compañeros, al cabo de diez minutos de marcha, gracias a su ligereza específica, habían recorrido los dos kilómetros anunciados por Ben-Zuf llegando cerca de una vasta espesura de sicómoros y eucaliptos, pintorescamente agrupados al pie de un montecillo, donde se detuvieron todos.

–¡Ah, bandidos, perdidos, beduinos! –exclamó Ben-Zuf, golpeando el suelo con los pies.

–¿Hablas de las aves? –preguntó el capitán Servadac.

–No, mi capitán, hablo de esos holgazanes que han vuelto a abandonar el trabajo. Mire usted.

Y, al decir esto, Ben-Zuf mostraba diversos instrumentos de trabajo como hoces y azadones, esparcidos por el suelo.

–Pero, Ben-Zuf. ¿quieres decirme de qué se trata? –preguntó el capitán Servadac que comenzaba a impacientarse.

–Chist, mi capitán, escuche usted –respondió Ben. Zuf–. No me había engañado.

Héctor Servadac y sus compañeros prestaron atención y oyeron una voz que cantaba con acompañamiento de guitarra mientras unas castañuelas llevaban perfectamente el compás.

–Esos son españoles –gritó el capitán Servadac. –¿Qué quiere usted que sean? –

respondió Ben-Zuf–. Esa gente está siempre alegre y castañetea hasta en la boca de un cañón.

–¿Pero cómo es que?

–Oiga usted: ahora le toca al viejo.

Otra voz, que estaba muy lejos de cantar, apostrofaba a los cantadores.

El capitán Servadac que, como gascón, comprendía bastante el español, oyó que cantaban lo siguiente:

El mayor placer del mundo

es tener una mujer,

caballo y un trabuco

y una copa de Jerez.

Mientras tanto, otra voz repetía con acritud: –¡ Mi dinero, mi dinero; me habéis de pagar lo que me debéis, miserables majos!

Y el cantor proseguía:

En Triana me crié,

que me busquen en Triana

si me llegara a perder.

–¡Sí, me habéis de pagar, tunantes –repetía la voz, gritando para que se le oyera en medio del ruido de la guitarra y las castañuelas–; me tenéis que pagar por el nombre del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob!

–Ese diablo es judío –exclamó el capitán Servadac.

–Y lo que es peor, judío alemán –agregó Ben-Zuf. Pero en el momento en que los franceses y los rusos se disponían a penetrar en la espesura, detúvolos a un lado un espectáculo curioso.

Los españoles habían empezado a bailar un fandango y, como su peso había disminuido, lo mismo que el de todos los objetos situados en la superficie de Galia, al saltar subían por el aire a una altura de treinta o cuarenta pies. Resultaba sumamente cómico ver a aquellos bailarines que aparecían y reaparecían por encima de los árboles.

Eran cuatro mozos vigorosos que levantaban consigo a un anciano, que gritaba protestando de que lo subieran a aquellas alturas anormales. Veíaseles aparecer y desaparecer como a Sancho Panza cuando los alegres pañeros de Segovia le sometieron al manteamiento.

Héctor Servadac, el conde Timascheff, el teniente Procopio y Ben-Zuf penetraron en la espesura y llegaron a una plazoleta en donde dos hombres, uno de los cuales tocaba la guitarra y el otro las castañuelas, recostados en un árbol reíanse a carcajadas excitando a los bailarines.

Cuando aparecieron el capitán Servadac y sus compañeros, cesaron de sonar los instrumentos, y los danzantes con su víctima bajaron suavemente al suelo.

El judío, sofocado y fuera de sí, avanzó en seguida hacia el oficial de Estado Mayor y, hablándole en francés, aunque con un marcado acento alemán, dijo:

–¡Ah, señor gobernador general! Estos tunantes pretenden robarme mi hacienda; pero confío en que usted, en nombre del Eterno, me haga justicia.

Mientras el judío hablaba, el capitán Servadac miraba a Ben-Zuf como preguntándole qué significaba aquella denominación honorífica que se le daba, y el asistente, moviendo la cabeza, parecía decirle:

–Sí, mi capitán, usted es el gobernador general. Ya lo he dispuesto así.

Servadac indicó por señas al judío que callara, y éste, inclinando con humildad la cabeza, inclinó los brazos sobre el pecho.

Entonces pudo examinarlo detenidamente.

Era un hombre que representaba sesenta años de edad, aunque sólo tenía cincuenta: pequeño, flaco, de ojos vivos, pero de mirada falsa, nariz aguileña, barba rojiza, cabellera inculta, grandes pies, manos largas y dedos engarabitados o lo que es lo mismo, el tipo acabado del judío, del usurero de flexible espina y de corazón seco, roedor de escudos y sumamente avaro. Semejante hombre debía atraer la plata como el imán atrae al hierro, y si aquel Shylock hubiera llegado a hacerse pagar por su deudor, seguramente habría vendido la carne al por menor. Aunque era judío de origen, hacíase pasar por mahometano en las provincias mahometanas cuando así le convenía, y se hubiera hecho pagano si el paganismo le hubiera proporcionado alguna ganancia. Se llamaba Isaac Hakhabut y era natural de Colonia, es decir, prusiano primero y después alemán; pero, según dijo al capitán Servadac, andaba la mayor parte del año vagando para comerciar. Su verdadera ocupación era el comercio de cabotaje en el Mediterráneo y su almacén una urca de doscientas toneladas, tienda flotante que transportaba por el litoral mil artículos diversos, desde fósforos hasta estampas de Francfort y de Epinay.

Isaac Hakhabut, en efecto, no tenía otro domicilio que su urca la Hansa, a bordo de la cual vivía porque no tenía mujer ni hijos. Un patrón y tres hombres formaban la tripulación de la urca y eran suficientes para la maniobra de aquel buque que hacía el cabotaje por las costas de Argel, de Túnez, de Egipto, de Turquía, de Grecia y en todas las islas de Levante, donde Isaac Hakhabut, siempre bien provisto de café, de azúcar, de arroz, de tabaco, telas, pólvora, etc., vendía, trocaba, traficaba, ganando en estas operaciones mucho dinero.

La Hansa hallábase en Ceuta, en el extremo de la punta de Marruecos, cuando ocurrió la catástrofe. El patrón y los tres hombres no se encontraban a bordo en la noche del 31 de diciembre al 1.° de enero, y, por consiguiente, desaparecieron como muchos de sus semejantes; pero el lector recordará que las últimas rocas de Ceuta, que daban frente a Gibraltar, habíanse librado del cataclismo, y con ellas se libraron también diez españoles que no sospechaban de modo alguno lo que acaba de suceder.

Estos españoles, desaprensivos andaluces, indolentes por naturaleza, holgazanes por afición, tan dispuestos a esgrimir la navaja como a tocar la guitarra, labradores de profesión, tenían por jefe a cierto individuo llamado Negrete, que era el más instruido de ellos, aunque su ilustración se reducía a haber recorrido un poco más la Tierra. Al verse solos y abandonados en las rocas de Ceuta, quedáronse muy perplejos; pero la Hansa estaba allí con su propietario y no eran hombres que tuvieran escrúpulos en posesionarse de ella para volver a su patria. Sin embargo, como ninguno era marinero y no podían quedarse eternamente en aquella roca, cuando se agotaron sus provisiones, obligaron a Hakhabut a recibirlos a su lado.

Entonces fue cuando Negrete recibió la visita de los dos oficiales ingleses de Gibraltar, visita que se ha mencionado ya. El judío ignoraba la conversación que habían sostenido los ingleses y los españoles; pero, después de esta conversación, fue cuando Negrete obligó a Hakhabut a desplegar la vela de su embarcación para transportarlo a él y a los suyos al lugar más inmediato de la costa marroquí. El judío, obligado a obedecer, pero habituado a sacar dinero de todo, no emprendió la marcha hasta que los españoles accedieron a pagarle el pasaje, a pesar de estar completamente decididos a no desembolsar un real.

La Hansa hízose a la mar el 3 de febrero, y con los vientos reinantes del Oeste la maniobra fue fácil, puesto que todo se reducía a dejarse llevar viento en popa. Los marinos improvisados no tuvieron, pues, que hacer otra cosa que izar la vela para marchar, sin saberlo, hacia el único punto del globo en que podían refugiarse.

Por esta causa, Ben-Zuf vio una mañana aparecer en el horizonte un buque que en nada se parecía a la Dobryna, y que, impulsado por el viento, entró tranquilamente en el puerto del Cheliff y se detuvo en la antigua orilla derecha del río.

Ben-Zuf acabó de referir la historia del judío, agregando que el cargamento de la Hansa, muy completo a la sazón, sería muy útil a los habitantes de la isla.

Era sumamente penoso entenderse con Isaac Hakhabut; pero dadas las circunstancias, a nadie podía sorprender que se le decomisaran las mercancías en beneficio de la comunidad, puesto que el judío no podía venderlas.

En cuanto a las dificultades surgidas entre el propietario de la Hansa y los pasajeros, añadió Ben-Zuf que se había convenido someterlas a la resolución de su excelencia el gobernador general, que, según dijo Ben-Zuf, se encontraba entonces girando una visita de inspección.

Héctor Servadac rióse de buena gana al oír las explicaciones dadas por Ben-Zuf; pero prometió al judío Hakhabut que se le haría justicia, lo que puso término a sus continuas exclamaciones e invocaciones al Dios de Israel, de Abraham y de Jacob.

–Pero –dijo el conde Timascheff cuando el judío se hubo retirado–, ¿cómo ha de pagarle esa gente?

–¡Oh! Tienen dinero –respondió Ben-Zuf.

–¡Españoles con dinero! –dijo el conde Timascheff–. No puede creerse.

–Pues lo tienen –contestó Ben-Zuf–; lo he visto con mis propios ojos; y añadiré que es dinero inglés.

–¡Ah! –dijo el capitán Servadac, que recordó la historia de los oficiales ingleses de Ceuta–. En fin, no importa, más adelante arreglaremos esta cuestión. ¿Sabe usted, conde Timascheff, que Galia cuenta ya con varios ejemplares de las diversas poblaciones de nuestra vieja Europa?

–Efectivamente, capitán –respondió el conde Timascheff–; en este fragmento de nuestro antiguo globo hay franceses, rusos, italianos, españoles, ingleses y alemanes, aunque Alemania esté muy mal representada por este judío.

–No, señor; no lo creo así –respondió el capitán Servadac–, sino que, por el contrario, está representada con propiedad.

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