Capítulo XIX El capitán Servadac es reconocido gobernador general de galia por unanimidad de votos

DIEZ eran los españoles que habían llegado a bordo de la Hansa, incluyendo en este número un muchacho de doce años, llamado Pablo, salvado con ellos. Dispensaron una acogida respetuosa al que Ben-Zuf les había dicho que era gobernador general de la provincia, y. después de haber salido éste de la plazoleta, reanudaron su trabajo.

Mientras tanto, el capitán Servadac y sus compañeros, seguidos a distancia respetuosa por Isaac Hakhabut, encamináronse hacia la parte del litoral en que se encontraba la Hansa.

El estado de las cosas se conocía ya bien. Sólo quedaban de la antigua Tierra la isla Gurbí y cuatro islotes : Gibraltar, ocupado por los ingleses; Ceuta, abandonado por los españoles; Magdalena, donde había sido recogida la italiana, y la tumba de San Luis en la playa tunecina. En torno de estos puntos respetados por la catástrofe extendíase la mar galiana que comprendía casi la mitad del antiguo Mediterráneo y estaba encerrada en un marco intraspasable de peñas y rocas de sustancia y de origen desconocidos.

Únicamente dos de estos puntos estaban habitados: la roca de Gibraltar, que ocupaban trece ingleses con provisiones para largos años todavía, y la isla Gurbí, en la que había veintidós habitantes, a quienes tenía que alimentar con sus solas producciones. Quizá existía, además, en algún islote ignorado algún sobreviviente de la antigua Tierra, el misterioso autor de las noticias recogidas durante el viaje de la Dobryna, y, por consiguiente, el nuevo asteroide poseía una población de treinta y seis almas.

Admitiendo que toda esta gente se reuniera alguna vez en la isla Gurbí, ésta, con sus trescientas cincuenta hectáreas de suelo fértil, actualmente cultivadas, bien cuidadas y bien labradas, debía producir lo suficiente para su manutención. La cuestión reducíase, pues, a averiguar en qué época el susodicho suelo volvería a ser productivo; en otros términos: al cabo de cuánto tiempo Galia, libre de los fríos del espacio sideral, recobraría, aproximándose al Sol, su poder vegetativo.

Los habitantes tenían, por lo tanto, que resolver dos grandes problemas: primero, ¿el astro seguía una curva que debiera llevarlos un día hacia el centro de luz, es decir, una curva elíptica? ¿Cuál era el valor de esta curva, o lo que es lo mismo, en qué tiempo Galia, después de haber pasado de su afelio, volvería hacia el Sol? Desgraciadamente en aquellas circunstancias los galianos, desprovistos de todo medio de observación, no podían resolver de una manera satisfactoria ninguno de estos problemas.

Necesitaban contar sólo con los recursos ya adquiridos; a saber, las provisiones de la Dobryna, azúcar, vino, aguardiente, conservas, etc., que podían durar dos meses y que el conde Timascheff entregaba generosamente en beneficio de todos; el importante cargamento de la Hansa, que el judío Hakhabut iba a verse obligado, tarde o temprano, de buena o de mala gana, a entregar al consumo general; y, por último, los productos vegetales y animales de la isla, que usados con la conveniente economía podrían asegurar a la población el alimento durante largos años.

El capitán Servadac, el conde Timascheff, el teniente Procopio y Ben-Zuf hablaban de estas cosas mientras se encaminaban hacia el mar, y el conde Timascheff, interrumpiendo

de pronto la conversación general, dijo al capitán de Estado Mayor:

–Capitán, ha sido usted presentado a esta buena gente como gobernador de la isla, y creo que debe conservar este cargo. Es usted francés; nos encontramos en lo que queda de una colonia francesa; y, como toda reunión de hombres necesita un jefe, yo y los míos lo reconocemos a usted como tal.

–Señor conde –se apresuró a responder el capitán Servadac–, acepto de buen grado el nombramiento y con él toda la responsabilidad que me impone, aunque confío en que nos entenderemos perfectamente y que haremos cuanto esté de nuestra parte en interés común.

Lo más difícil está ya hecho y espero que resolveremos todas las dificultades, si Dios ha dispuesto que vivamos siempre separados de nuestros semejantes.

Y, al decir esto, Héctor Servadac tendió la mano al conde Timascheff, que la tomó inclinando ligeramente la cabeza.

Era el primer apretón de manos que cambiaban aquellos dos hombres desde que se habían encontrado; pero ninguno de los dos hizo la menor alusión a la rivalidad pasada, ni debía hacerla jamás.

–Ante todo –dijo el capitán Servadac–, hay una cuestión importante que resolver.

¿Conviene informar a los españoles de la situación en que nos encontramos?

–No, señor gobernador –respondió en seguida Ben-Zuf–. Esa gente se desesperaría si se enterara de lo que ocurre y no habría medio de gobernarla.

–Además –añadió el teniente Procopio–, tengo entendido que son muy ignorantes, y no comprenderían absolutamente nada de cuanto se les dijera desde el punto de vista cosmográfico.

–¡ Bah! –contestó el capitán Servadac–. Aunque lo comprendieran, no les importaría mucho. Los españoles son demasiado fatalistas, como los orientales, y éstos no se impresionan demasiado. Una canción, una guitarra y un poco de baile y castañuelas, y estarán contentos. ¿Qué opina usted, conde Timascheff?

–Opino –respondió el conde Timascheff– que es preferible decir la verdad, como yo se la he dicho a mis compañeros de la Dobryna.

–Esa es también mi opinión –repuso el capitán Servadac–, y no creo que debamos ocultar la situación a los que tienen que participar de sus peligros. Por ignorantes que sean, y lo son probablemente esos españoles, no habrán dejado de advertir cierta modificación en los fenómenos físicos, como la menor duración de los días, el cambio en la marcha del Sol y la disminución de la gravedad. Por consiguiente, debemos decirles que vamos arrastrados por el espacio, lejos de la Tierra, de la que sólo queda esta isla.

–Convenido –asintió Ben-Zuf–, digámoslo todo; no ocultemos nada, porque me divertirá ver la cara que pone el judío cuando sepa que se encuentra a unos centenares de millones de leguas de nuestro antiguo globo, donde un usurero de su categoría ha debido dejar más de un deudor. ¡Que vaya ahora a buscarlos!

Isaac Hakhabut caminaba a cincuenta pasos de los interlocutores y, por consiguiente, no podía oír nada de lo que se decía. Iba medio encorvado, gimiendo e implorando al Dios de Israel; pero, de vez en cuando, sus dos ojillos vivos lanzaban chispas y sus labios se

oprimían reduciendo su boca a una raya estrecha.

Él había también observado los nuevos fenómenos físicos, y con frecuencia había hablado de ellos con Ben-Zuf, a quien trataba de atraerse; pero éste profesaba una antipatía visible a aquel miserable descendiente de Abraham, y sólo había respondido con chanzonetas a sus instancias. Repetíales que un judío como él podría enriquecerse con el nuevo sistema, porque en vez de vivir cien años, como vive todo hijo de Israel que se respeta, viviría doscientos por lo menos, y además, a causa de la disminución del peso de todas las cosas, el de sus años no le parecía demasiado grave. Agregaba que, si la Luna había volado, no debía impórtale nada a un avaro de su condición, porque no era probable que hubiera hecho ningún préstamo sobre ella. Afirmábale que, si el Sol se ponía en la dirección por donde antes tenía costumbre de levantarse, debía ser porque le habían cambiado de sitio la cama. En fin, decíale mil cosas de esta índole y, cuando el judío estrechaba más sus preguntas, respondía invariablemente: «Espera al gobernador general, anciano, él lo sabe todo y te lo explicará.»

–¿Y protegerá mis mercancías?

–¿Qué estás diciendo, Neftalí? Las confiscará antes que permitir que nadie las saquee.

Estas respuestas tan poco consoladoras habían hecho que el judío esperase con ansiedad la llegada del gobernador.

Héctor Servadac y sus compañeros llegaron al litoral, en cuyas aguas se encontraba la Hansa, insuficientemente guarecida por algunas rocas, pero muy expuesta en aquella situación a ir a dar sobre la costa y a deshacerse en pocos momentos si llegaba a soplar un viento algo fuerte del Oeste. No podía, por consiguiente, permanecer en aquel surgidero, y era absolutamente necesario conducirla a la embocadura del Cheliff, cerca de la goleta rusa, más o menos pronto.

Cuando el judío vio su urca, reanudó la serie de sus lamentaciones, con tanta profusión de gritos y ademanes, que el capitán Servadac viose obligado a hacerle callar. Luego, dejando al conde Timascheff y a Ben-Zuf en la orilla, embarcóse con el teniente Procopio en el bote de la Hansa y entraron en la tienda flotante.

La urca se conservaba en perfecto estado, y, por consiguiente, el cargamento no debía haber padecido nada, lo que se comprobó fácilmente. En la bodega de la Hansa había panes de azúcar por centenares, cajas de té, sacos de café, bocoyes de tabaco, pipas de aguardiente, toneles de vino, barriles de arenques secos, piezas de tela de seda y de algodón, trajes de lana, un surtido de botas para pies de todos los tamaños y de gorros para todas las cabezas, herramientas, enseres de casa, artículos de porcelana y de barro, resmas de papel, botellas de tinta, paquetes de fósforos, centenares de kilogramos de sal, de pimienta y otros condimentos, un depósito de quesos de Holanda y hasta una colección de almanaques franceses, todo lo cual ascendía a unos cien mil francos. Precisamente pocos días antes de la catástrofe, el judío había renovado en Marsella su cargamento con la esperanza de venderlo desde Ceuta hasta la regencia de Trípoli, es decir, en todos los puntos en que Isaac Hakhabut, astuto y redomado, podía obtener ganancias fabulosas.

–¡Soberbio cargamento! Es una mina para nosotros –dijo el capitán Servadac.

–Si el propietario la deja explotar –respondió el teniente Procopio, moviendo la

cabeza.

–Vamos, teniente, ¿qué puede hacer de estas riquezas el judío? Cuando sepa que no hay ni marroquíes, ni franceses, ni árabes a quienes imponer rescate, no le quedará otro recurso que entregarlas.

–En todo caso, pretenderá que le paguen sus mercancías.

–Pues bien, se las pagaremos, teniente, se las pagaremos en letras sobre nuestro antiguo mundo.

–Después de todo, capitán –dijo el teniente Procopio–, usted tiene derecho a hacer una requisa.

–No, teniente; precisamente porque este hombre es alemán, debo tratarlo con toda la cortesía francesa. Además, repito a usted que pronto nos necesitará a nosotros mucho más que nosotros a él. Cuando sepa que se encuentra en un nuevo globo y probablemente sin esperanzas de volver al antiguo, dará sus riquezas más baratas.

–De todos modos –respondió el teniente Procopio–, no podemos dejar esta urca aquí porque se perdería al primer golpe de viento; y, aun sin viento, no resistiría la presión de los hielos cuando el mar se congele, cosa que no puede tardar en ocurrir.

–Pues, entonces, teniente, usted y su tripulación la conducirán al puerto del Cheliff.

–Mañana mismo, capitán –respondió el teniente Procopio–, porque el tiempo urge.

Después de haber hecho el inventario de la Hansa, el capitán y el teniente desembarcaron y, previa una breve conferencia, se acordó que la pequeña colonia se reuniera en la casa del gurbí y que al pasar se recogiera a los españoles. Invitado Isaac Hakhabut a seguir al gobernador, obedeció, pero no sin dirigir una tímida mirada a su urca.

Una hora después, los veintidós habitantes de la isla encontrábanse reunidos en la gran sala del cuerpo de guardia, donde el joven Pablo hizo conocimiento con la pequeña Nina que pareció muy contenta de hallar un compañero de su edad.

Tomando la palabra el capitán Servadac, dijo de manera que pudiera comprenderlo el judío y los españoles, que les iba a informar de la grave situación en que se encontraban, agregando que contaba con su adhesión y su valor, tanto como con la disposición de todos para trabajar en interés común.

Los españoles escuchaban con toda tranquilidad, no podían responder, porque ignoraban lo que se esperaba de ellos. Sin embargo, Negrete hizo una observación al capitán Servadac.

–Señor gobernador –dijo–, mis compañeros y yo, antes de adquirir ningún compromiso, desearíamos saber en qué época podrá usted conducirnos a España.

–¡Conducirlos a España, señor gobernador general! –exclamó el judío en correcto francés–. No, no sucederá eso mientras no me hayan pagado lo que me deben. Estos tunantes prometieron pagarme veinte reales por persona por traerlos a bordo de la Hansa, y por consiguiente me deben doscientos reales, porque son diez, pongo por testigo…

–¿Quieres callarte, Mardoqueo? –gritó Ben-Zuf.

–Será usted pagado –dijo el capitán Servadac.

–Así es de justicia –respondió Isaac Hakhabut–. A cada uno lo suyo, y si el señor ruso me quiere prestar dos o tres de sus marineros para conducir mi urca a Argel, les pagaré también…, sí…, les pagar…, si es que no me piden mucho.

–¡Argel! –exclamó de nuevo Ben-Zuf, que no podía contenerse–; sabe, pues…

–Ben-Zuf –dijo el capitán Servadac–, déjame dar a conocer a esta buena gente lo que ignoran.

Luego, hablando en español, dijo:

–Oigan ustedes, amigos míos. Un fenómeno, cuya causa desconocemos todavía, nos ha separado de España, de Italia, de Francia y, en una palabra, de toda Europa. De los demás continentes sólo queda esta isla en que nos encontramos. No estamos ya en la Tierra, sino, según todas las apariencias, en un fragmento del globo, que nos lleva por el espacio, y es imposible saber si volveremos a ver jamás nuestro antiguo mundo.

¿Comprendieron los españoles la explicación dada por el capitán Servadac?

Era, por lo menos, dudoso; pero, esto no obstante, Negrete le suplicó que repitiera lo que acababa de decir.

Héctor Servadac lo repitió de la manera más clara que pudo y, empleando imágenes familiares para aquellos españoles ignorantes, consiguió hacerles entender la situación tal como era. De todos modos, a consecuencia de una conversación que Negrete y sus compañeros tuvieron entre sí, todos aceptaron los acontecimientos con indiferencia absoluta.

El judío Hakhabut, después de haber oído al capitán Servadac limitóse a morderse los labios, como si pretendiera disimular la risa, pero no pronunció una sola palabra.

Héctor Servadac, volviéndose hacia él, le preguntó si, después de lo que acababa de oír, insistía en hacerse a la mar y en conducir su urca al puerto de Argel, del que no existía ya el menor vestigio.

Isaac Hakhabut se sonrió, pero procurando que no le vieran los españoles, y luego, hablando en ruso para que sólo lo entendieran el conde Timascheff y sus hombres, dijo:

–Supongo que todo eso es una fábula y que el señor gobernador general ha querido reírse de esta gente ignorante.

El conde Timascheff volvió la espalda al judío, visiblemente disgustado.

Isaac Hakhabut, dirigiéndose entonces al capitán Servadac, le dijo en francés:

–Esos cuentos son buenos para los españoles, que con esto obedecerán; pero para mí no sirven.

Luego, acercándose a la pequeña Nina, agregó en italiano:

–¿Verdad que todo eso es una broma? –y salió de la casa encogiéndose de hombros.

–¡Hola! –dijo Ben-Zuf–. ¿Ese animal sabe todos los idiomas?

–Sí, Ben-Zuf –respondió el capitán Servadac–; pero hable en francés o en ruso, en español, en italiano o en alemán, no por eso dejará de ser un judío el que habla.

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