BEN-ZUF EN la fecha en que comienza la acción de esta novela, podía leerse en la hoja de servicios del capitán Servadac, que se guardaba en el Ministerio de la Guerra, lo siguiente:
«Servadac (Héctor). Nació el 19 de julio de 18…, en Saint-Trelody, cantón y distrito de Lesparre, departamento del Gironda.
«Hacienda: 1.200 francos de renta.
«Duración del servicio: catorce años, tres meses, cinco días.
«Servicio de campaña: Escuela de Saint-Cyr; dos años. Escuela de aplicación: dos años. En el 87 de línea; dos años. En el 3.° de tiradores: dos años. Argel; siete años.
Campaña del Sudán; campaña del Japón.
«Empleo: capitán de Estado Mayor en Mostaganem.
«Condecoraciones: caballero de la Legión de Honor, en 13 de marzo de 18…»
Héctor Servadac tenía a la sazón treinta años de edad, era huérfano, no tenía familia alguna y su caudal era muy escaso. Ambicioso de gloria, si no de dinero, algo calavera, dotado de genio natural, siempre pronto al ataque como a la respuesta, corazón generoso, valor a toda prueba, protegido por el dios de las batallas, aunque jamás rehuía el peligro, y poco hablador para ser gascón, lactado durante veinte meses por una robusta viñadora del Medoc, era verdadero descendiente de los héroes que florecieron en las épocas de las proezas guerreras.
Tal era en su aspecto moral el capitán Servadac, joven encantador, predestinado por la naturaleza para realizar empresas extraordinarias y protegido desde la cuna por el hada de las aventuras y por la de la fortuna.
Físicamente, era también Héctor Servadac un gallardo joven; era alto, esbelto y gracioso, y tenía cabellera negra, naturalmente rizada, lindas manos, lindos pies, bigote elegantemente levantado, ojos azules y mirada franca.
Debemos convenir, sin embargo, en que el capitán Servadac no tenía más ciencia de la que necesitaba, cosa que reconocía él mismo y que no tenía inconveniente en confesar.
Rehuía el trabajo siempre que podía, porque era naturalmente tan perezoso militar como detestable poeta; pero como aprendía y se asimilaba todo con suma facilidad, había podido salir de la escuela con buena nota y entrar en el Estado Mayor. Además, dibujaba bien, montaba admirablemente a caballo, y el indomable saltador de las caballerizas de Saint-Cyr, el caballo sucesor del famoso tío Tomás, había encontrado en él un domador perfecto.
Había sido citado con frecuencia en la orden del día y referíanse de él numerosos rasgos de valor.
En una ocasión conducía a la trinchera una compañía de cazadores a pie.
La cresta del parapeto, acribillada en cierto paraje por los disparos del cañón, había cedido y no ofrecía altura suficiente para cubrir a los soldados contra la metralla que silbaba bastante espesa en torno de ellos. Al ver que los soldados vacilaban, el capitán Servadac subióse al parapeto y, atravesándose sobre la brecha, la tapó completamente con su cuerpo, diciendo:
–¡ Pasad ahora!
Y la compañía pasó, en medio de una granizada de balas, ninguna de las cuales tocó al oficial de Estado Mayor.
Desde que salió de la escuela de aplicación, exceptuando el tiempo ocupado en las dos campañas del Sudán y del Japón, estuvo siempre destacado en Argel. A la sazón, desempeñaba el cargo de oficial de Estado Mayor en la subdivisión de Mostaganem, especialmente encargado de los trabajos topográficos en la parte del litoral comprendida entre Túnez y la desembocadura del Cheliff. Habitaba un gurbí; pero como le agradaba vivir al aire libre con toda la libertad que un oficial puede tener, no se apresuraba a realizar las tareas de que estaba encargado.
Le convenía aquel género de vida semiindependiente, tanto más cuanto que sus ocupaciones no le impedían tomar dos o tres veces por semana el tren para asistir a las recepciones del general en Orán, o a las fiestas del gobernador de Argel.
En una de éstas fue donde vio a la señora de L…, a quien estaba dedicado el famoso rondó, cuyos cuatro primeros versos acababa de componer. Dicha señora, viuda de un coronel, era joven, hermosa, muy reservada, algo altanera, y no advertía, o no quería advertir, las atenciones de que era objeto. El capitán Servadac no se había atrevido aún a declararle su amor; pero sabía que tenía rivales, uno de los cuales era el conde Timascheff.
Esta rivalidad era la que iba a poner a los dos adversarios frente a frente con las armas en la mano, sin que la joven viuda lo sospechase y sin que su nombre, respetado por todos, hubiera sido pronunciado una sola vez.
Con el capitán Servadac vivía en el gurbí su ordenanza Ben-Zuf, servidor adicto y fidelísimo que tenía el honor de cepillar al oficial, y que no habría vacilado en elegir entre las funciones de edecán del gobernador general de Argelia y las de asistente del capitán Servadac. El asistente no tenía ninguna ambición personal respecto de sí propio, pero la tenía grande respecto de su amo, y todas las mañanas miraba el uniforme para ver si durante la noche había aumentado el número de estrellas en la levita del capitán de Estado Mayor.
Ben-Zuf no era indígena de Argelia, como podría suponerse al oír su nombre, porque
éste no era sino un apodo. Pero ¿por qué aquel asistente se llamaba Ben-Zuf, cuando su nombre propio era Lorenzo? ¿Por qué Ben, cuando era de París y aun de Montmartre? Los etimologistas más sabios no hubieran podido explicar semejante anomalía.
Ben-Zuf no solo era de Montmartre, sino originario del famoso cerro de este nombre, puesto que había nacido entre la torre de Solferino y el molino de la Galette, y cuando se ha tenido el honor de nacer en estas condiciones excepcionales, es muy natural que el cerro natal inspire una admiración sin límites y que no se vea cosa más magnífica en el mundo. Así, a los ojos del asistente, Montmartre era la única montaña verdadera que existía en el universo, y el barrio de aquel nombre la suma de todas las maravillas del globo.
Ben-Zuf había viajado, pero jamás había visto en parte alguna sino Montmartres, quizá mayores, pero sin duda alguna menos pintorescos Montmartre tiene, efectivamente, una iglesia que iguala en mérito a la catedral de Burgos, canteras que no ceden en magnificencia a las del Pentélico, un estanque del que puede estar celoso el Mediterráneo, un molino, que lo mismo produce harina vulgar que famosas galletas, una torre de Solferino, que se mantiene más erguida que la de Pisa, un resto de los bosques que fueron completamente vírgenes antes de la invasión de los celtas y, en fin, una montaña, una verdadera montaña, a la que sólo los envidiosos se atreven a calificar de insignificante cerrillo.
Más fácil habría sido hacer a Ben-Zuf menudos pedazos que obligarle a confesar que aquella montaña no tenía cinco mil metros de altura sobre el nivel del mar.
¿Habría algún punto del globo que reuniese tantas maravillas?
–Ninguno –respondía Ben-Zuf a todo aquel a quien parecía su opinión un poco exagerada.
Esta manía era absolutamente inofensiva y Ben-Zuf no tenía más que un solo pensamiento: volver a Montmartre y esperar la muerte en aquel cerro donde había nacido.
Por supuesto, sin separarse de su capitán.
Héctor Servadac, por consiguiente, no cesaba de oír a su asistente la relación de todas las bellezas acumuladas en el distrito decimoctavo de París, y a tal causa se debía que empezara a odiar el tal distrito.
Ben-Zuf, sin embargo, no desesperaba de convencer a su capitán de la conveniencia de no separarse de él nunca. Había cumplido el tiempo de servicio, había obtenido dos licencias y estaba a punto de abandonarlo a la edad de veintiocho años, siendo simple cazador a caballo de primera clase en el octavo regimiento, cuando ascendió a la categoría de ordenanza de Héctor Servadac. Hizo una nueva campaña con su oficial; combatió a su lado en diversas circunstancias, y tal valentía demostró que fue propuesto para una cruz; pero no quiso aceptarla para no verse obligado a dejar de ser asistente de su capitán. Si Héctor Servadac salvó la vida a Ben-Zuf en el Japón, Ben-Zuf salvó la del capitán en el Sudán, y estas cosas no se olvidan nunca.
En suma, por todas las razones expuestas, Ben-Zuf servía al capitán de Estado Mayor con sus dos brazos bien templados, como se dice en metalurgia, una salud de hierro forjada bajo todos los climas, un vigor físico que le daba derecho a llamarse el baluarte de
Montmartre, y con un corazón dispuesto a todos los sacrificios.
Ben-Zuf no era poeta como su capitán, pero podía pasar por una enciclopedia viva, por un depósito inagotable de todas las anécdotas militares. Respecto a este punto nadie le aventajaba, pues su felicísima memoria le proporcionaba anécdotas por docenas.
El capitán Servadac, que sabía lo que valía su asistente, le apreciaba y le perdonaba sus manías, que el inalterable buen humor de Ben-Zuf hacía soportables; y en ocasiones sabía decirle aquellas cosas que unen más al servidor a su amo.
En una de las muchas veces que Ben-Zuf elogiaba las excelencias de Montmartre y del distrito decimoctavo de París, le dijo:
–Ben-Zuf, ¿sabes que si el cerro de Montmartre tuviese siquiera 4.705 metros más, sería tan alto como el Montblanc?
Al oír esto, los ojos de Ben-Zuf lanzaron chispas de júbilo, y desde entonces el cerro de Montmartre y el capitán Servadac fueron la misma cosa para él, pues por cualquiera de los dos habría dado la vida.