UN gurbí es una especie de cabaña construida de estacas y cubierta con un poco de paja, algo mayor que la tienda del árabe nómada y mucho menor que la habitación de cal y canto.
El gurbí que habitaba el capitán Servadac no era, pues, sino una choza que no habría bastado para las necesidades de sus huéspedes si no hubiera estado adherida a una antigua casa de piedra que servía de alojamiento a Ben-Zuf y a los dos caballos.
Aquella casa había sido ocupada antes por un destacamento de ingenieros y contenía todavía cierta cantidad de herramientas, como azadones, picos, palas, etc.
Realmente, tenía pocas comodidades el gurbí; pero era una habitación provisional y ni el capitán ni el ordenanza eran exigentes en materia de alimentos y de habitación.
–Con alguna filosofía y un buen estómago –repetía con frecuencia Héctor Servadac–, se está bien dondequiera.
Pero la filosofía es como la moneda menuda de un gascón, la tiene siempre en la bolsa; y en cuanto al estómago, todas las aguas del Garona hubieran podido pasar por el del capitán sin ocasionarle la menor molestia.
En cuanto a Ben-Zuf, podría decirse, admitiendo la metempsicosis, que había sido avestruz en una existencia anterior, y que conservaba las vísceras fenomenales y los poderosos juegos gástricos que de igual modo digieren guijarros que pechugas de gallina.
Debemos advertir que los dos huéspedes del gurbí tenían provisiones para un mes; que una cisterna les suministraba agua potable en abundancia; que los graneros de la caballeriza estaban llenos de forraje, y que la parte de la llanura comprendida entre Túnez y Mostaganem, extraordinariamente fértil, podía rivalizar con las ricas llanuras de Hitidya.
Abundaba en ella la caza y nadie impedía al oficial de Estado Mayor llevar su escopeta en las expediciones, a condición de que no olvidara sus instrumentos de trabajo.
El capitán Servadac, de regreso al gurbí, comió con extraordinario apetito, acaso porque el paseo se lo había aumentado; pero como Ben-Zuf sabía cocinar notablemente, el capitán de Estado Mayor encontraba siempre dispuestos a la hora de comer alimentos suculentos y bien sazonados.
Después que hubo comido y mientras el asistente encerraba los reatos de la comida, en lo que él llamaba su armario abdominal, el capitán Servadac salió del gurbí y fuese a respirar al aire libre a la cresta de una peña, fumando su cigarro.
Hacía ya una hora que el sol había desaparecido detrás de las espesas nubes, bajo aquel
horizonte que la llanura cortaba distintamente más allá del curso del Cheliff y la noche avanzaba a pasos acelerados. El cielo tenía entonces un aspecto singular que hubiera sorprendido a cualquier observador de los fenómenos cósmicos. Efectivamente, hacia el Norte, y aunque la oscuridad era lo suficientemente densa para limitar el alcance de la mirada en un radio de medio kilómetro, una especie de luz rojiza coloreaba las brumas superiores de la atmósfera. Nada indicaba la aparición de alguna aurora boreal, cuyas magnificencias no se manifiestan sino en las alturas del cielo más elevadas en latitud. Un meteorologista habría vacilado mucho antes de decir qué fenómeno producía la soberbia iluminación que decoraba aquella última noche del año.
El capitán Servadac, que desde su salida de la escuela no había vuelto a abrir el libro que se titula Curso de cosmografía, no se preocupaba del estado de la esfera celeste y vagaba por las peñas de la playa, fumando, y acaso sin acordarse del duelo que al día siguiente debía sostener con el conde Timascheff. En todo caso, si pensaba en ello, no se enojaba contra el conde más de lo que convenía. En realidad de verdad, ninguno de los dos adversarios aborrecía al otro, a pesar de ser rivales. Tratábase, sencillamente, de resolver el problema de la eliminación de una persona que estorbaba. Héctor Servadac, por consiguiente, estimaba al conde Timascheff como un perfecto caballero, y el conde consideraba del mismo modo al oficial.
A las ocho de la noche el capitán Servadac entró en el gurbí, cuya única habitación estaba amueblada con una cama, una mesita de trabajo y algunas maletas que servían de armarios. El ordenanza preparaba sus guisos en la cocina de la casa inmediata y no en el gurbí, y allí dormía con la cabeza apoyada en una buena almohada de corazón de encina, lo que no le impedía pasar doce horas seguidas entregado al sueño.
Servadac, que estaba desvelado, sentóse junto a la mesa, en la que estaban esparcidos los instrumentos de trabajo, y maquinalmente tomó un lápiz rojo y azul en una mano y en la otra el compás de reducción; después, comenzó a escribir líneas de diversos colores y longitud, que no se parecían en nada al dibujo severo de un plano topográfico.
Ben-Zuf, que no había recibido orden de ir a acostarse, tendióse en un rincón y trató de dormir, cosa nada fácil, dada la singular agitación del capitán.
En realidad de verdad, en aquellos momentos, Héctor Servadac no era el capitán de Estado Mayor, sino el poeta gascón, el que estaba sentado a la mesa de trabajo. El oficial francés esforzábase por completar el rondó famoso, invocando a las musas que tardaban en acudir a su llamamiento. Esta ocupación absorbía por completo todas sus facultades.
–¡Cascaras! –exclamó–. ¿Por qué he de elegir esta forma de cuartetos que me obliga a buscar consonantes y apresarlos como fugitivos que escapan del campo de batalla?
Lucharé denodadamente para que no se diga que un oficial francés ha retrocedido ante unos cuantos consonantes. Una composición métrica es como un batallón. La primera compañía ha desfilado ya, es decir, el primer cuarteto. Ya veremos los demás.
Los consonantes, perseguidos a toda costa, debieron oír la llamada del capitán, porque una línea roja y otra azul quedaron poco después trazadas sobre el papel.
Valen poco las palabras
aunque sean elocuentes.
–¿Qué diablos murmura mi capitán? –se preguntaba Ben-Zuf, volviéndose y revolviéndose–. Hace ya una hora que se agita como el quinto que vuelve después de haber disfrutado de licencia semestral.
Héctor Servadac paseábase por el gurbí, dominado por el furor de su inspiración poética.
–Seguramente está haciendo versos –dijo Ben-Zuf, incorporándose–. Vaya una ocupación molesta. No se puede dormir aquí.
Y exhaló un sordo gemido.
–¿Qué te duele, Ben-Zuf? –preguntó Héctor Servadac.
–Nada, mi capitán. Es una pesadilla.
–¡El diablo cargue contigo!
–Cuanto antes mejor –murmuró Ben-Zuf–, sobre todo si el diablo no compone versos.
–Este bruto me ha cortado la inspiración –dijo el capitán Servadac–. ¡Ben-Zuf!
–¡A la orden, mi capitán! –respondió el asistente levantándose, cuadrándose y haciendo el saludo de ordenanza.
–No te muevas, Ben-Zuf, porque ya se me ha ocurrido el segundo cuarteto de mi rondó.
Y apenas había concluido de decir esto, cuando capitán y asistente fueron precipitados boca abajo con una violencia espantosa.