Capítulo V En el que se trata de las modificaciones introducidas en el orden físico, y cuyas causas no es posible mencionar

ESTO no obstante, parecía que aquella parte del litoral argelino, limitado al Oeste por la orilla derecha del Cheliff, y al Norte por el Mediterráneo, no había experimentado ninguna modificación. Aunque la conmoción había sido violentísima en aquella fértil llanura, algo accidentada acá y allá, ni en la línea caprichosa de las rocas de la playa, ni en el mar, que se agitaba extraordinariamente, había nada que revelase la menor alteración en el aspecto físico. La casa de piedra, exceptuando algunas paredes, que se habían agrietado profundamente, manteníase en pie. El gurbí había sido derribado, como castillo de naipes al soplo de un niño, y sus dos habitantes habían quedado sin movimiento bajo la paja que cubría la techumbre.

Dos horas después de la catástrofe, el capitán Servadac recobró el conocimiento, pero tardo un buen rato en recordar lo que había pasado. Las primeras palabras que pronunció, y esto no puede sorprender a nadie, fueron las últimas de aquel famoso rondó, que de modo extraordinario había sido interrumpido.

Después de lo cual, agregó:

–Pero ¿qué ha ocurrido?

A esta pregunta, que se hizo a sí mismo, le era muy difícil responder.

Levantó el brazo, separó las pajas que cubrían su cuerpo, sacó la cabeza y miró en torno suyo.

–¡Se ha hundido el gurbí! –exclamó–. Seguramente ha pasado alguna tromba por el litoral.

Luego examinó su cuerpo y vio que no tenía ni siquiera un rasguño.

–¡Pardiez! ¿Y mi asistente? –exclamó.

Se levantó y gritó:

–¡ Ben-Zuf!

A la voz del capitán Servadac, salió otra cabeza de entre la paja.

–¡Presente, mi capitán! –respondió Ben-Zuf.

Parecía que el ordenanza hubiese esperado aquella señal para presentarse militarmente.

–¿Sabes lo qué ha pasado, Ben-Zuf? –preguntó el capitán.

–Según parece, mi capitán, vamos a hacer nuestra última etapa.

–¡Bah! No ha sido más que una tromba, Ben-Zuf, una pequeña tromba.

–Vaya por la tromba –respondió filosóficamente el ordenanza–. ¿No se le ha roto nada, mi capitán?

–Nada, Ben-Zuf.

Un momento después, ambos se habían puesto en pie, limpiaron de escombros el sitio que había ocupado el gurbí y encontraron sus instrumentos, efectos y utensilios, que casi no habían sufrido deterioro alguno. El oficial de Estado Mayor dijo:

–Veamos qué hora es.

–Las ocho por lo menos –respondió Ben-Zuf, mirando el sol, que estaba muy alto sobre el horizonte.

–¡Las ocho!

–Por lo menos, mi capitán.

–¿Pero es posible?

–Sí, es preciso emprender la marcha.

–¡Emprender la marcha!

–Sí, para asistir a la cita.

–¿Qué cita!

–Nuestro encuentro con el conde…

–¡Ah, diablo! –exclamó el capitán–. Lo había olvidado.

Sacó el reloj, y dijo:

–Pero ¿estás loco, Ben-Zuf? Apenas son las dos.

–¿Las dos de la mañana, o las dos de la tarde? –inquirió Ben-Zuf, mirando al sol.

Héctor Servadac aproximóse el reloj al oído, y dijo:

–Está andando.

–Y el sol también –replicó el ordenanza.

–Efectivamente, a juzgar por su altura sobre el horizonte… ¡Ah! ¡Por todas las viñas de Medoc!

–¿Qué tiene usted, mi capitán?

–¿Serán las ocho de la tarde?

–¿De la tarde?

Sí. El sol está al Oeste e indudablemente se va a poner.

–No, mi capitán –respondió Ben-Zuf–. El sol se levanta con puntualidad, como un recluta al toque de diana. Véalo usted. Desde que empezamos a hablar hasta ahora ha subido ya bastante sobre el horizonte.

–¡Se levantará ahora el sol al Occidente! –murmuró el capitán Servadac–. Esto no es posible.

Sin embargo, el hecho no admitía duda. El astro radiante mostrábase sobre las aguas del Cheliff y recorría el horizonte occidental, sobre el que había trazado hasta aquel momento la segunda mitad de su arco diurno.

Héctor Servadac comprendió que un fenómeno, tan asombroso como inexplicable, había modificado, no la situación del sol en el mundo sideral, sino el movimiento de rotación de la tierra sobre su eje.

Héctor Servadac perdíase en conjeturas. ¿Podía lo imposible transformarse en realidad? Si hubiera tenido cerca de él a uno de los individuos de la sección de longitudes, le habría interrogado para adquirir algunos informes; pero veíase obligado a atenerse a su propio criterio.

–¡Diablo! –exclamó–. Esto es cosa de los astrónomos. Veremos, dentro de ocho días, lo que dicen los periódicos, que seguramente hablarán de este extraño suceso.

Después, sin detenerse más tiempo en la investigación de aquel extraño fenómeno, dijo a su asistente:

–En marcha; sea cualquiera la catástrofe ocurrida y aun cuando se hubiera trastornado toda la mecánica terrestre y celeste, tenemos que ser los primeros en llegar al terreno para dispensar al conde Timascheff el honor…

–De ensartarlo –respondió Ben-Zuf.

Si Héctor Servadac y su asistente se hubieran detenido a observar los cambios físicos que de tan súbita manera se habían operado en aquella noche del 31 de diciembre al 1° de enero, después de haber observado la modificación arriba dicha en el movimiento aparente del sol, habrían advertido, sin duda alguna, con estupor, la increíble modificación de las condiciones atmosféricas. En efecto, sufrían cierta fatiga y tenían necesidad de respirar con mayor rapidez, como los que suben a la cumbre de las altas montañas, donde el aire ambiente es menos denso y está, por consiguiente, menos cargado de oxígeno. Además, su voz era más débil, como si estuvieran semiatacados de sordera, o el aire no transmitiera bien los sonidos.

Sin embargo, estas modificaciones físicas no impresionaron en aquel momento al capitán Servadac ni a Ben-Zuf, quienes se dirigieron hacia el Cheliff por el escabroso sendero de las rocas.

El tiempo, que estaba muy hermoso el día antes, había variado también mucho. El cielo, de color singular, que se cubrió pronto de nubes muy bajas, impedía reconocer el arco luminoso que el sol trazaba de un horizonte a otro. Había en el aire amenazas de lluvia diluviana, si no de gran tempestad; pero, por fortuna, aquellos vapores, a causa de su incompleta condensación, no llegaron a resolverse en agua.

El mar, por primera vez en aquella costa, parecía completamente desierto. Sobre el fondo gris del cielo y del agua no se veía una sola vela ni se distinguía el humo de chimenea alguna. En cuanto al horizonte, o el capitán y su asistente padecían una ilusión óptica, o había disminuido de un modo extraordinario, lo mismo el del mar que el de la llanura a la otra parte del litoral. Su radio infinito había desaparecido, por decirlo así, como si el globo terráqueo hubiera acrecentado mucho su convexidad.

El capitán Servadac y Ben-Zuf, caminando de prisa y en silencio, no debían tardar en llegar al sitio de la cita, que no distaba más que cinco kilómetros del gurbí.

Ambos observaron que aquella mañana estaban fisiológicamente organizados de distinta manera, pues sin saber por qué, se sentían particularmente ligeros de cuerpo como si tuvieran alas en los pies. Si el asistente hubiera formulado su pensamiento, habría dicho que estaba hueco.

–Vamos más ligeros que el aire, a pesar de que nos hemos olvidado de almorzar –

murmuró.

Este género de olvido no era muy frecuente en el bueno del soldado.

En aquel momento oyeron una especie de ladrido desagradable a la izquierda del sendero, e instantáneamente salió de una espesura de lentiscos un chacal de la fauna africana, animal que tiene un pelaje regularmente tachonado de manchas negras, con una raya, también negra, en la parte delantera de las piernas.

El chacal, durante la noche, cuando caza en bandadas, es peligroso; pero estando solo, no es más temible que un perro. Ben-Zuf no tenía miedo a aquel animal, pero no le gustaban los chacales, quizá porque en Montmartre no los había.

El chacal, después de haber salido de la espesura, recostóse al pie de una alta roca de diez metros de altura y desde allí miraba con manifiesta inquietud a los dos caminantes.

Ben-Zuf hizo ademán de apuntarle, y al ver este movimiento el animal, se lanzó de un solo salto a la cúspide de la roca, dejando profundamente sorprendidos al capitán y al asistente.

–Excelente saltador –exclamó Ben-Zuf–. Se ha levantado a más de treinta pies de abajo arriba.

–Es verdad –asintió el capitán Servadac, pensativo–. No he visto jamás un salto semejante.

Ben-Zuf, entonces, cogió una piedra para arrojársela; pero el ordenanza notó que, aunque era muy gruesa, no pesaba más que una esponja petrificada. –¡Diablo de chacal! –

exclamó Ben-Zuf–. Esta piedra no le hará más daño que un bizcocho. Pero ¿por qué es tan ligera siendo tan gruesa?

Sin embargo, como no tenía a mano otra cosa, la lanzó vigorosamente.

La piedra no dio en el blanco; pero el acto de Ben-Zuf, que revelaba intenciones poco conciliadoras, fue suficiente para poner en fuga al prudente animal, que pasando por encima de los arbustos y de los árboles en una serie de saltos gigantescos, desapareció como si fuera un canguro de goma elástica.

La piedra, en vez de dar al chacal, describió una trayectoria muy extensa y cayó a más de quinientos pasos más allá de la roca, con gran sorpresa de Ben-Zuf.

–¡ Vive Dios! –exclamó–. Alargo más que un obús de a cuatro.

Ben-Zuf encontrábase en aquellos momentos a pocos metros delante de su capitán, cerca de un foso lleno de agua, y de diez pies de anchura, que necesitaban atravesar.

Emprendió una carrera y saltó con el impulso de un gimnasta.

–¿Adonde vas, Ben-Zuf? ¿Qué te sucede? Te vas a descoyuntar, imbécil.

El capitán Servadac pronunció estas palabras, alarmado, al ver a su asistente a cuarenta pies sobre el suelo.

Luego, pensando en el peligro que Ben-Zuf podía correr al caer en tierra, lanzóse a su vez para atravesar el foso; pero el esfuerzo muscular que hizo lo levantó a una altura de treinta pies. Cruzó, subiendo, la línea de Ben-Zuf, que bajaba; y, obedeciendo a las leyes de la gravitación, cayó al suelo con celeridad creciente, pero sin mayor violencia que la que habría experimentado si se hubiera levantado a cuatro o cinco pies de altura.

–¡Hola! –exclamó Ben-Zuf, riendo a mandíbula batiente–. Somos dos habilísimos saltarines, mi capitán.

Héctor Servadac, después de reflexionar algunos instantes, adelantóse hacia su asistente y, poniéndole la mano en el hombro, le dijo:

–Ben-Zuf, mírame bien y dime: ¿Estoy despierto o dormido? Despiértame, pellízcame hasta hacerme sangre, si es preciso, porque ambos estamos locos o soñamos.

–La verdad es, mi capitán –respondió Ben-Zuf–, que estas cosas no me han ocurrido jamás sino en sueños, cuando me parecía que era golondrina y que atravesaba el cerro de Montmartre con la misma facilidad con que habría podido saltar por encima de mi quepis.

Esto no es natural, por lo que creo que ha debido ocurrirnos algo extraordinario. ¿Por ventura, se trata de una propiedad especial de la costa de Argelia?

Héctor Servadac encontrábase sumido en una especie de estupor.

–¡Es para enloquecer! –exclamó–. No dormimos, no soñamos y, sin embargo…

Pero ni el capitán ni el ordenanza eran capaces de detenerse ante aquel problema de tan difícil solución.

–¡ En fin, suceda lo que quiera! –exclamó, resuelto a no sorprenderse ya de nada.

–Sí, mi capitán –respondió Ben-Zuf–, y ante todo terminemos de una vez nuestro asunto con el conde Timascheff.

Más allá de la zanja extendíase un prado de media hectárea de superficie, alfombrado de una hierba blanda, sobre la que formaban un cuadro delicioso varios árboles plantados hacía unos cincuenta años, encinas, palmeras, algarrobos, sicómoros y algunos cactus y áloes, dominados por dos o tres grandes eucaliptos.

Aquél era, precisamente, el lugar donde debía efectuarse el encuentro de los adversarios.

Héctor Servadac dirigió una rápida mirada a la pradera y, como en ella no viera a nadie, dijo:

–¡Pardiez! De todos modos, hemos sido los primeros en acudir a la cita.

–O los últimos –replicó Ben-Zuf.

–¿Cómo los últimos? No son las nueve aún –dijo el capitán, sacando su reloj, que había puesto en hora, mirando al sol, antes de salir del gurbí.

–Mi capitán, ¿ve usted ese disco blanquecino, a través de las nubes?

–Ya lo veo –dijo el capitán, mirando un disco completamente cubierto por la bruma, que en aquel momento se presentaba en el cenit.

–Pues ese disco –prosiguió Ben-Zuf– no puede ser más que el sol, u otro astro que haga sus veces.

–¡El sol en el cenit, en el mes de enero, y a los treinta y nueve grados de latitud Norte!

–exclamó Héctor Servadac.

–Sí, mi capitán, y señala el mediodía, si no lo toma usted a mal. Hoy debía tener prisa, y apuesto mi quepis contra una cazuela de alcuzcuz, a que se pone antes de tres horas.

Héctor Servadac permaneció un rato inmóvil, con los brazos cruzados. Después dio una vuelta alrededor, lo que le permitió examinar los diversos puntos del horizonte, y murmuró:

–¡Las leyes de la gravedad se han modificado, los puntos cardinales han cambiado por completo y la duración del día ha quedado reducida a la mitad! Estas son cosas suficientemente graves para aplazar indefinidamente mi encuentro con el conde Timascheff. Aquí ha pasado algo, sin duda alguna, porque ni Ben-Zuf ni yo nos hemos vuelto locos.

Y el indiferente Ben-Zuf, a quien el fenómeno cósmico más extraordinario no le habría arrancado la más ligera interjección, miraba con tranquilidad al oficial.

–¡Ben-Zuf! –dijo éste.

–Mi capitán.

–¿No ves a nadie?

–A nadie; el ruso se ha ausentado.

–Aun admitiendo que el ruso se haya ausentado, mis testigos han debido esperar, y, al no verme venir, habrán ido a buscarme al gurbí.

–Cierto, mi capitán.

–Cuando así no lo han hecho, es porque no han venido.

–¿Y por qué no han venido?

–Seguramente porque les ha sido imposible venir. En cuanto al conde Timascheff…

Y se interrumpió para acercarse a las rocas que dominaban el litoral, y ver si la goleta Dobryna estaba a pocos cables de allí. Podía suceder que el conde Timascheff acudiera por mar al lugar de la cita, como había hecho el día antes.

El mar estaba completamente desierto, y por primera vez el capitán Servadac observó que, aunque no se movía ninguna ráfaga de aire, encontrábase extraordinariamente agitado, como si el agua estuviera sometida a una prolongada ebullición junto a un fuego ardiente. Era indudable que la goleta no habría podido mantenerse con facilidad sobre aquellas oleadas anormales.

Además, y también por primera vez, advirtió, estupefacto, que el radio de aquella circunferencia, en que se confundían el cielo y el agua, había disminuido muchísimo.

Efectivamente, para el observador situado en la cima de aquellas peñas, la línea del horizonte debía estar a cuarenta kilómetros de distancia; pero, esto no obstante, la vista se detenía a los diez kilómetros a lo sumo, como si el volumen del esferoide terrestre hubiera disminuido de una manera considerable en pocas horas.

–Lo que sucede es muy extraño –dijo el oficial de Estado Mayor.

Entre tanto, Ben-Zuf, con ligereza extraordinaria, había trepado a la cima de un eucalipto y desde allí examinaba el continente, tanto en dirección a Túnez y a Mostaganem, como hacia la parte meridional. Después bajó de su punto de observación, asegurando que la llanura estaba absolutamente desierta.

–Al Cheliff –dijo Héctor Servadac–. Lleguemos hasta el río, y allí sabremos a qué atenernos.

A lo que Ben-Zuf respondió:

–Vamos al Cheliff.

Tres kilómetros, a lo sumo, separaban el prado del río que el capitán Servadac pensaba atravesar, a fin de marchar en seguida a Mostaganem; pero era necesario apresurarse para llegar a la ciudad antes que el Sol desapareciera del horizonte. A través de la oscura capa de nubes, veíase que el Sol declinaba rapidísimamente y, por inexplicable singularidad, en vez de trazar la curva oblicua que exigía la latitud de Argelia en aquella época del año, caía perpendicular al horizonte.

Mientras caminaban, el capitán Servadac iba reflexionando en todas estas diversas singularidades. Si un fenómeno absolutamente inaudito había modificado el movimiento de rotación del globo, considerando el paso del Sol por el cenit, debía admitirse que la costa argelina había sido trasladada al otro lado del Ecuador y al hemisferio austral; pero parecía que la tierra, salvo en lo concerniente a su convexidad, no había sufrido ninguna transformación importante, a lo menos en aquella parte de África. El litoral continuaba siendo una sucesión de peñas, de playas y de rocas, rojas como si fueran ferruginosas, y, en cuanto alcanzaba la vista, la costa no había sufrido ninguna modificación hacia la izquierda, hacia el Sur o a lo menos hacia lo que el capitán Servadac continuaba llamando el Sur, aunque los dos puntos cardinales habían cambiado de posición.

A unas tres leguas de allí, se desarrollaban los primeros estribos de los montes Meryeyah, y la línea de sus cimas trazaba con toda claridad su acostumbrado perfil sobre el cielo.

En aquel momento rasgáronse las nubes, y los rayos oblicuos del Sol llegaron al suelo.

Sin duda alguna, el astro diurno, que se había levantado al Oeste, iba a ponerse al Este.

–¡Diablo! –exclamó el capitán Servadac–. Tengo curiosidad de saber lo que piensan de esto en Mostaganem. ¿Qué dirá el ministro de la Guerra cuando el telégrafo le comunique que la colonia de África está desorientada desde el punto de vista físico, mucho más que lo ha estado en tiempo alguno desde el punto de vista moral?

–La colonia de África –respondió Ben-Zuf– irá toda a la guardia de prevención.

–¿Cuando sepa que los puntos cardinales no están de acuerdo con los reglamentos militares?

–Los puntos cardinales serán enviados a las compañías disciplinarias.

–¿Cuando sepa que en el mes de enero los rayos del Sol nos hieren perpendicularmente…?

–¡Herir a un oficial! ¡Fusilado el Sol!

Ben-Zuf, como se ve, era sumamente severo en materia de disciplina.

Mientras tanto, capitán y ordenanza caminaban lo más de prisa posible. Dotados de la extraordinaria ligereza específica que había llegado a ser su esencia misma, y habituados ya a la menor compresión del aire, que hacía su respiración más fatigosa, corrían como liebres y saltaban como gamuzas. No iban ya por el sendero que serpenteaba por las peñas, y que por los muchos rodeos que hacía hubiera alargado su camino, sino que seguían la línea recta y, por consiguiente, más corta, a vuelo de pájaro, como se dice en el Antiguo Continente, a vuelo de abeja, como se dice en el Nuevo. Ningún obstáculo les detenía, porque los vallados, los arroyos, las cortinas de árboles y cualesquiera otras eminencias que les salían al paso, los salvaban saltando sobre ellos con pasmosa agilidad.

Montmartre, en aquellas condiciones, hubiera sido atravesado de un solo salto por Ben-Zuf. Un solo temor tenían ambos, y era prolongar el camino siguiendo la vertical cuando deseaban acortarlo siguiendo la horizontal. Verdaderamente, apenas tocaban al suelo, que parecía ser para ellos un trampolín de ilimitada elasticidad.

Al fin, llegaron a orillas del Cheliff, y en pocos saltos el oficial y su asistente se encontraron a la orilla derecha; pero entonces se vieron obligados a detenerse: el puente había desaparecido.

–¡ No hay puente! –exclamó el capitán Servadac–. Aquí ha debido haber una inundación, un nuevo diluvio.

–¡Pse! –dijo Ben-Zuf.

Y, sin embargo, no faltaban motivos para admirarse.

Efectivamente, había desaparecido el Cheliff, de cuya orilla izquierda no quedaba señal alguna. La orilla derecha, que el día anterior se divisaba a través de la fértil llanura, habíase convertido en litoral. Hacia el Oeste, las aguas tumultuosas y bramadoras remplazaban el curso pacífico del río en cuanto la vista llegaba a ver. El río había sido sustituido por el mar, y allí concluía la comarca que el día antes había sido el territorio de Mostaganem.

Héctor Servadac, para convencerse por completo, aproximóse a la orilla oculta entre una espesura de adelfas, tomó agua con el cuenco de la mano y se la llevó a la boca.

–¡Salada! –exclamó–. El mar se ha tragado en pocas horas toda la parte occidental de Argelia.

–Entonces, mi capitán –dijo Ben-Zuf–, esto ha de durar más tiempo que una sencilla inundación.

–El mundo se ha transformado –respondió el oficial de Estado Mayor, moviendo la cabeza–, y este cataclismo puede tener consecuencias inexplicables. ¿Qué suerte habrán corrido mis amigos y mis compañeros?

Era la primera vez que Ben-Zuf veía a su capitán tan vivamente impresionado.

Compuso, pues, su semblante con arreglo a las circunstancias, aunque no acertaba a comprender lo ocurrido, y hasta se habría conformado filosóficamente con los acontecimientos, si no hubiera creído que tenía el deber de participar militarmente de las sensaciones de su capitán.

El nuevo litoral, formado por la antigua orilla derecha del Cheliff, extendíase de Norte a Sur, siguiendo una línea ligeramente circular, como si el cataclismo de que aquella parte de África acababa de ser teatro, no la hubiera modificado. Había quedado tal como figuraba en el plano hidrográfico, con sus grupos de grandes árboles, su orilla caprichosamente festoneada y la alfombra verde de sus praderas, pero donde estaba la orilla de un río había la orilla de un mar desconocido.

De pronto, el Sol, al llegar al horizonte del Este, cayó bruscamente como una bala en el mar, impidiendo a Héctor Servadac continuar observando los cambios que habían modificado profundamente el aspecto físico de la región. Si Argelia hubiera estado bajo los trópicos en el 21 de setiembre o en el 21 de marzo, cuando el Sol corta a la eclíptica, el paso del día a la noche no se habría verificado con mayor rapidez. Aquella tarde no hubo crepúsculo, y era probable que a la mañana siguiente no hubiese aurora. La oscuridad envolvió instantáneamente la Tierra, el mar y el cielo en su espeso manto de negruras.

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