Capítulo XIII En el que se trata del brigadier Murphy, del mayor Oliphant, del cabo Pim y de un proyectil que se pierde mas allá del horizonte

SI usted me lo permite, voy a tomarle un alfil –dijo el brigadier Murphy, que, después de dos días de vacilaciones, se decidió al fin a hacer esta jugada, profunda y detenidamente meditada.

–Me es imposible impedirlo –respondió el mayor Oliphant absorto en la contemplación del tablero de ajedrez.

Esto ocurría en la mañana del 17 de febrero (antiguo calendario), pero pasó todo el día sin que el mayor Oliphant respondiese a la jugada del brigadier Murphy.

Hacía ya cuatro meses que había empezado esta partida de ajedrez y los dos adversarios no habían hecho hasta entonces más que veinte jugadas. Ambos eran de la escuela del ilustre Filidor, que pretende que nadie es fuerte en este juego si no sabe manejar bien los peones, a los que llama el alma del ajedrez. Por esta razón, no se había movido ningún peón sin previas meditaciones profundas.

Y era que el brigadier Henage-Finch Murphy y el mayor sir John Temple Oliphant no dejaban nada a la casualidad y en ninguna circunstancia hacían nada sino después de reflexionar mucho.

El brigadier Murphy y el mayor Oliphant eran dos oficiales ilustres del ejército inglés, a quienes la suerte había reunido en una estación lejana y que en los ratos de ocio se distraían jugando al ajedrez. Ambos tenían cuarenta años de edad, ambos eran altos y rubios, ambos usaban largas patillas en cuyo ángulo inferior se perdían sus largos bigotes, ambos vestían siempre de uniforme, era flemáticos y se vanagloriaban de ser ingleses, enemigos por orgullo nacional de todo lo que no era inglés, y convencidos que el anglosajón está formado de un barro especial imposible hasta ahora de analizar químicamente. Parecían dos maniquíes estos oficiales, pero maniquíes de los que las aves se asustan y que defienden maravillosamente el campo confiado a su custodia. Están siempre como en su casa estos ingleses, aunque el destino los lleve a millares de leguas de su país, y son tan aptos para colonizar que colonizarían la Luna si pudieran izar en ella el pabellón británico.

El cataclismo, que de manera tan absoluta había modificado parte del globo terráqueo, no produjo desmesurada extrañeza al mayor Oliphant ni al brigadier Murphy, dos tipos sumamente excepcionales. Habíanse encontrado de repente aislados con once hombres en el cuerpo de guardia que ocupaban; y de la enorme roca que servía de cuartel a muchos

centenares de oficiales y de soldados el día antes, no había quedado más que un estrecho islote rodeado por el inmenso mar.

–¡Oh! –se limitó a exclamar el mayor–. Esto es una circunstancia particular.

–Particular en efecto –respondió simplemente el brigadier.

–Pero Inglaterra está ahí.

–Sin duda alguna.

–Y sus buques vendrán por nosotros.

–Vendrán.

–Permaneceremos, por consiguiente, en nuestro puesto.

Pero aunque lo hubieran pretendido, los dos oficiales y los once hombres no habrían podido dejar aquel puesto, porque un simple bote era el único medio de navegación de que disponían. De continentales que eran la víspera, habíanse convertido al día siguiente en insulares; y, por consiguiente, sus diez soldados y su criado Kirke esperaban pacientemente el momento en que llegara un buque para darles noticias de la madre patria.

El alimento estaba asegurado. Había en los subterráneos del islote provisiones suficientes para alimentar trece estómagos, aunque fueran estómagos ingleses, durante diez años por lo menos. Cuando hay carne de vaca salada, cerveza y aguardiente, all right, todo va bien, como ellos dicen.

Respecto a los fenómenos físicos que se habían producido, tales como el cambio de los puntos cardinales Este y Oeste, disminución de la intensidad de la gravedad en la superficie del globo y de la duración de los días y las noches, desviación del eje de rotación, proyección de una nueva órbita en el mundo solar, a los oficiales y a los hombres que con ellos estaban, después de haberlos observado, no les alarmó lo más mínimo. El brigadier y el mayor habían vuelto a colocar sobre el tablero las piezas derribadas por la sacudida y continuaban jugando flemáticamente su interminable partida. Quizá los alfiles, los caballos y los peones, más ligeros que antes, se mantenían peor que en otro tiempo sobre la superficie del tablero, especialmente los reyes y las reinas, cuyo mayor tamaño los exponía a caídas más frecuentes; pero, con alguna precaución, Oliphant y Murphy concluyeron por asegurar sólidamente su pequeño ejército de marfil.

Es cierto que los diez soldados aprisionados en el islote no se habían preocupado mucho de los fenómenos cósmicos; pero uno de estos fenómenos fue causa de dos reclamaciones.

Efectivamente, tres días después de la catástrofe, el cabo Pim, interpretando los deseos de los soldados a quienes mandaba y en representación de ellos, solicitó una entrevista a los dos oficiales.

Concedida ésta, Pim, seguido de los nueve soldados entró en el pequeño departamento del brigadier Murphy.

Allí, con la mano en la gorra de cuartel inclinada sobre su oreja derecha y asegurada por medio del barboquejo, y bien abotonada su casaca encarnada, cuyos faldones flotaban sobre su pantalón verde, esperó que se le diera permiso para hablar.

Los oficiales suspendieron su partida de ajedrez.

–¿Qué desea el cabo Pim? –preguntó el brigadier Murphy levantando la cabeza con dignidad.

–Hacer una observación a mi brigadier respecto al pago de la tropa –respondió el cabo Pim–, y otra a mi mayor, relativa al rancho.

–Oigamos la primera observación –dijo Murphy con un movimiento aprobatorio de cabeza.

–Es respecto a la paga, mi brigadier –dijo el cabo Pim–. Ahora que los días han disminuido en una mitad, ¿va a disminuirse la paga en la misma proporción?

El brigadier Murphy, sorprendido, reflexionó unos instantes, y algunos movimientos de aprobación de su cabeza revelaron que le parecía bien la observación del cabo.

Después, se volvió hacia el mayor Oliphant, cambió con él una mirada y dijo:

–Cabo Pim, como la paga está calculada por el intervalo del tiempo que transcurre entre dos salidas del Sol, cualquiera que sea la duración de este intervalo, se les pagará a ustedes lo mismo que antes. Inglaterra es bastante rica para pagar a sus soldados.

Era un modo de indicar que el Ejército y la gloria de Inglaterra se confundían en un mismo pensamiento.

–¡ Hurra! –respondieron los diez hombres, pero con el mismo tono de voz que si hubieran dicho muchas gracias.

El cabo Pim volvióse entonces hacia el mayor Oliphant.

–Diga el cabo cuál es la segunda reclamación que tiene que hacer –dijo el mayor mirando a su subordinado.

–Es relativa al rancho, mi mayor –respondió el cabo Pim–. Puesto que los días sólo duran ahora seis horas, ¿tenemos derecho a las cuatro comidas de antes o sólo van a darnos dos?

Después de reflexionar un momento, el mayor hizo una señal de aprobación al brigadier Murphy como indicando que encontraba al cabo Pim sensato y lógico, y dijo:

–Cabo Pim los fenómenos físicos no pueden hacer modificar los reglamentos militares.

Usted y la tropa comerán cuatro veces al día, o sea, cada hora y media. Inglaterra es bastante rica para conformarse con las leyes del universo cuando el reglamento lo exige –

añadió inclinándose ligeramente hacia el brigadier Murphy, satisfecho de adaptar a un suceso nuevo la frase de su superior.

–¡Hurra! –volvieron a decir los diez soldados, con alguna mayor viveza que la vez anterior.

Después, dando media vuelta a la derecha y yendo el cabo Pim a la cabeza, salieron al paso regular del departamento de los oficiales, que reanudaron en seguida la partida de ajedrez interrumpida.

Los ingleses hacían bien en confiar en Inglaterra, porque esta nación no abandona jamás a los suyos; pero sin duda estaba muy ocupada en aquellos momentos y los socorros

tan pacientemente esperados no llegaban nunca.

Quizás en el Norte de Europa se desconocía lo ocurrido en el Sur.

Sin embargo, desde la memorable noche del 31 de diciembre al 1.° de enero habían transcurrido ya cuarenta días de 24 horas, y en el horizonte no se había presentado aún ningún buque inglés. La parte de mar dominada por el islote, a pesar de ser una de las más frecuentadas del globo, continuaba invariablemente desierta. Los oficiales y los soldados no se inquietaban por ello ni, por consiguiente, mostraban el más ligero síntoma de desaliento. Todos continuaban haciendo el servicio con la misma regularidad que de ordinario. El brigadier y el mayor pasaban revista a la guarnición, y también regularmente todos se encontraban en perfecto estado de salud, observando un régimen de vida que les hacía engordar visiblemente, y si los dos oficiales resistían a las amenazas de obesidad era porque su grado les prohibía todo exceso de gordura que pudiera comprometer el uniforme.

En suma aquellos ingleses pasaban bien el tiempo en el islote. Los oficiales, cuyo carácter e inclinaciones eran iguales, estaban siempre de acuerdo en todo los puntos; pero, aun sin esto, no se habrían aburrido, porque un inglés sólo se aburre en su país para acomodarse a las exigencias de lo que llaman el cant.

Lamentaban sin duda la pérdida de los compañeros desaparecidos, pero con moderación enteramente británica. Averiguando por una parte que eran 1.899 hombres antes de la catástrofe, y, por otra, que después de la catástrofe no eran sino 13, una simple operación de resta les hizo saber que faltaban 1.886, lo que se mencionó en el orden del día.

Ya hemos dicho que el islote, resto de un monte enorme que se elevaba a 2.400 metros de altura sobre el nivel del mar, y que a la sazón estaba ocupado por trece ingleses, era el único punto sólido que había fuera de las aguas en aquellos parajes; pero esto no era completamente cierto, porque otro islote, casi semejante al primero, sobresalía hacia el Sur a unos veinte kilómetros de distancia. Era la cima de otro monte que formaba juego antiguamente con el ocupado por los ingleses. El mismo cataclismo había achicado a ambos a dos rocas apenas habitadas.

¿Existía algún superviviente de la catástrofe en aquel segundo islote, o se encontraba éste completamente desierto? Esta es la pregunta que se hicieron los oficiales ingleses, y es probable que entre dos jugadas de su partida de ajedrez trataran a fondo la cuestión.

Parecióles también bastante importante para ser completamente dilucidada, porque un día, aprovechando el buen tiempo, se embarcaron en el bote, atravesaron el brazo de mar que separaba las dos islas y no volvieron sino al cabo de 36 horas.

¿Era un sentimiento de humanidad el que les había impulsado a explorar aquella roca?

¿O era otra causa?

Cualquiera que hubiera sido la razón que a ello les indujo, nada dijeron del resultado de su excursión, ni siquiera al cabo Pim. El islote, ¿estaba habitado? El cabo no lo supo; pero, de todos modos, los dos oficiales que habían ido a reconocerlo, habían vuelto solos.

Sin embargo, a pesar de su reserva, el cabo Pim creyó comprender que habían vuelto satisfechos.

Después de aquella exploración, el mayor Oliphant preparó un gran pliego firmado por el brigadier Murphy y sellado con el sello del regimiento 33 para enviarlo inmediatamente por el primer buque que se presentara a la vista de la isla. Aquel pliego llevaba la siguiente dirección:

Almirante Fairfax

Primer Lord del Almirantazgo. REINO UNIDO.

Pero como ningún buque se había presentado, el 18 de febrero no se habían restablecido las comunicaciones entre el islote y el Gobierno de la metrópoli.

Aquel día, el brigadier Murphy, al despertarse, dirigió la palabra al mayor Oliphant, diciéndole:

–Hoy es día de fiesta para todo corazón verdaderamente inglés.

–Un gran día –respondió el mayor.

–Pienso –añadió el brigadier– que las circunstancias especiales en que nos encontramos no deben impedir a dos oficiales y once soldados del Reino Unido festejar el aniversario real.

–Soy de la misma opinión –respondió el mayor Oliphant.

–Sin duda S. M. no ha creído conveniente ponerse en comunicación con nosotros.

–Así debe ser, efectivamente.

–¿Beberemos una copita de Oporto, mayor Oliphant?

–Con mucho gusto, brigadier Murphy.

Este vino, que parece reservado especialmente para ser consumido por los ingleses, fue a perderse en esa embocadura británica a que los cockneys dan el nombre de saco de patatas, pero que podría también llamarse justamente la pérdida del vino de Oporto por analogía con la pérdida del Ródano.

–Y ahora –dijo el brigadier– cumplamos con el reglamento haciendo el saludo de ordenanza.

–En efecto, cumplamos con el reglamento –repitió el mayor.

Se llamó al cabo Pim, que se presentó con los labios húmedos del aguardiente matinal.

–Cabo Pim –le dijo el brigadier–, hoy es el día 18 de febrero, contando el tiempo como todo buen inglés debe contar, con arreglo al antiguo método del calendario británico.

–Sí, señor –respondió el cabo.

–Es por consiguiente, aniversario del natalicio de Su Majestad.

El cabo hizo el saludo militar.

–Cabo Pim –añadió el brigadier–, es preciso disparar los veintiún cañonazos de ordenanza.

–Estoy a las órdenes de su señoría.

–¡Ah, cabo! –añadió el brigadier–. Procure que los que sirven las piezas no pierdan los brazos al dispararlas.

–Se hará todo lo posible –respondió el cabo, que no quería comprometerse mucho.

Del gran número de cañones que guarnecían en otro tiempo el fuerte, sólo había quedado uno de calibre de 27 centímetros que se cargaba por la boca. Era una enorme máquina y aunque los saludos se hacen de ordinario con bocas de fuego de menores dimensiones, no había otro recurso que emplear aquella pieza que formaba toda la artillería del islote.

El cabo Pim, después de prevenir a su gente, pasó al reducto blindado en que se hallaba la pieza asomada a una tronera oblicua. Lleváronse los cartuchos necesarios para disparar los veintiún cañonazos de ordenanza, cañonazos que, como era natural, debían hacerse con pólvora sola.

El brigadier Murphy y el mayor Oliphant, vestidos con uniforme de gala y con el sombrero de plumas en la cabeza, asistieron a la operación.

Se cargó el cañón como preceptúa el Manual del artillero, y comenzaron las alegres detonaciones.

El cabo teniendo en cuenta las recomendaciones que se le habían hecho, cuidó de que entre disparo y disparo se limpiara meticulosamente el oído del arma para impedir que, partiendo intempestivamente el tiro, se llevara los brazos de los artilleros, como ocurre muchas veces en los regocijos públicos. Esta vez no ocurrió accidente alguno desagradable.

Conviene también advertir que en aquella ocasión las capas de aire, menos densas, se conmovieron menos estruendosamente bajo el impulso de los gases vomitados por el cañón y, por consiguiente, que las detonaciones no fueron tan ruidosas como lo habrían sido seis meses antes, lo que disgustó grandemente a los dos oficiales. No había ya aquellas sonoras repercusiones que los ecos de las cavidades de las rocas devolvían transformando el ruido seco de las descargas en un redoble de truenos. No había ya aquel zumbido majestuoso que la elasticidad del aire propagaba a gran distancia; y, por tanto, es fácil de comprender que en tales condiciones no quedara muy satisfecho el amor propio de los ingleses que festejan un aniversario real.

Se habían hecho ya veinte disparos y disponíanse los artilleros a cargar el cañón por última vez, cuando el brigadier Murphy ordenó:

–Ponga un proyectil; deseo conocer el nuevo alcance de esta pieza.

–Efectivamente hay que hacer ese experimento cuanto antes –añadió el mayor–.

¿Cabo, ha entendido usted?

–A la orden, mi mayor –respondió el cabo Pim.

Un artillero llevó en una carretilla un proyectil sólido, que pesaba doscientas libras y que el cañón enviaba en circunstancias normales a una distancia de ocho kilómetros.

Siguiendo con un anteojo la trayectoria de aquella bala podría verse fácilmente el punto del mar en que cayera y, por consiguiente, calcular el alcance aproximado de la enorme boca de fuego.

Cargóse el cañón, se apuntó con un ángulo de 42° para aumentar el desarrollo de la trayectoria y, a la voz del mayor, se hizo el disparo.

–¡Por San Jorge! –exclamó el brigadier.

–¡Por San Jorge! –repitió el mayor. Las dos exclamaciones habían sido lanzadas casi al mismo tiempo, y ambos oficiales se habían quedado con la boca abierta no atreviéndose a dar crédito a sus ojos.

Efectivamente, la vista no había podido seguir al proyectil sobre el que la atracción ejercía menos influencia de la que había ejercido en la superficie de la Tierra. Ni aun con los anteojos se le pudo ver caer en el mar, de donde fue necesario deducir que había ido a perderse mucho más allá del horizonte.

–¡Más de 12 kilómetros! –dijo el brigadier.

–¡Mucho más! Sí, ciertamente –dijo el mayor.

Pero ¿había sido ilusión? A la detonación del cañón inglés pareció responder una débil detonación que venía de alta mar.

Los oficiales y los soldados escucharon con suma atención y oyeron otras tres detonaciones sucesivas en la misma dirección que la primera.

–Un buque –dijo el brigadier–; un buque, que seguramente es inglés.

Y, en efecto, no había transcurrido aún media hora cuando aparecieron los dos masteleros de un buque por cima del horizonte.

–Inglaterra viene a nosotros –dijo el brigadier Murphy en tono de un hombre a quien acaban de dar la razón los acontecimientos.

–Ha conocido el ruido de nuestro cañón –respondió el mayor Oliphant.

–¡Con tal que la bala no haya tocado a ese buque! –murmuró aparte el cabo Pim.

Otra media hora después divisóse el casco del buque y un largo rastro de humo negro que se extendía por el cielo reveló que era un vapor.

Pocos minutos después se vio que una goleta de vapor se acercaba al islote con la evidente intención de desembarcar gente.

A la distancia a que se encontraba, no se distinguía la nación a que pertenecía la bandera que flotaba en uno de sus palos.

Murphy y Oliphant, mirando con el anteojo, no perdían de vista la goleta deseando saludar a sus colegas; pero, de repente, los dos anteojos bajaron como por un movimiento automático y simultáneo de los dos brazos, y los oficiales, estupefactos, miráronse uno a otro diciendo:

–¡El pabellón es ruso!

Y así era en realidad: el estandarte blanco sobre el que se extiende la cruz azul de Rusia ondeaba al aire en la cangreja de la goleta.

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