LA goleta se acercó con gran rapidez al islote, y los ingleses leyeron en el espejo de popa el nombre de Dobryna.
Las rocas formaban en la parte Sur una pequeña ensenada que no hubiera podido contener cuatro barcos pesqueros; pero en la que la goleta podía encontrar un surgidero suficiente y hasta seguro, si los vientos del Sur y del Oeste no refrescaban. Entró, pues, en la ensenada, arrojó el ancla y pocos momentos después acercóse a tierra un bote con cuatro remos, en el que iban el conde Timascheff y el capitán Servadac.
El brigadier Murphy y el mayor Oliphant, graves y erguidos, esperaban que llegasen los huéspedes.
Héctor Servadac, impetuoso como un buen francés, se apresuró a dirigirles la palabra.
–¡ Hola, señores! –exclamó–. ¡ Dios sea loado! Se han salvado ustedes como nosotros del desastre, y nos felicitamos de poder estrechar la mano de dos de nuestros semejantes.
Los oficiales ingleses, que no habían dado un solo paso, tampoco hicieron un solo gesto ni pronunciaron una palabra.
–Pero –añadió Héctor Servadac sin advertir la rigidez de los ingleses–, ¿tienen ustedes noticias de Francia, de Rusia, de Inglaterra, en fin, de Europa? ¿Cuál ha sido la extensión del fenómeno? ¿Están ustedes en comunicación con la madre patria? ¿Tienen ustedes…?
–¿A quién tenemos el honor de hablar? –preguntó el brigadier Murphy irguiéndose más para no perder una sola pulgada de su estatura.
–Es justo –dijo el capitán Servadac con un movimiento imperceptible de hombros–; todavía no hemos sido presentados unos a otros.
Después, volviéndose hacia su compañero, cuya reserva rusa igualaba a la frialdad británica de los oficiales, dijo:
–El señor conde Basilio Timascheff.
–El mayor sir John Temple Oliphant –respondió el brigadier presentando a su colega.
El ruso y el inglés se saludaron.
–El capitán de Estado Mayor, Héctor Servadac –dijo a su vez el conde Timascheff.
–El brigadier Henage Finch Murphy –respondió afectadamente el mayor Oliphant.
Los nuevos presentados se saludaron mutuamente.
Cumplidas con todo rigor las leyes de la etiqueta, ya podía entablarse conversación sin mengua para nadie.
Se supone que todo esto fue dicho en francés, lengua familiar a los ingleses y a los rusos, y resultado que los compatriotas del capitán Servadac han obtenido negándose obstinadamente a aprender el ruso y el inglés.
El brigadier Murphy hizo una seña con la mano a sus huéspedes y los condujo, precediéndoles y seguidos por el mayor Oliphant, a la habitación que su colega y él ocupaban.
Era una especie de casamata abierta en la roca, que no estaba exenta de comodidades.
Tomaron todos asiento y se reanudó la conversación.
Héctor Servadac, a quien tanta ceremonia había puesto de mal humor, dejó hablar al conde Timascheff; y éste, comprendiendo que los ingleses daban por no dicho cuanto se había hablado antes de las presentaciones regulares, dijo:
–Seguramente, señores, saben ustedes que en la noche del 31 de diciembre al 1.° de enero ha habido un cataclismo cuya causa y cuya importancia todavía desconocemos, pero al ver lo que resta del territorio que ustedes ocupaban antes, es decir, al contemplar este islote, es indudable que también ustedes han sufrido los efectos de ese cataclismo.
Los oficiales ingleses, sin pronunciar una palabra, se inclinaron en señal de asentimiento con un mismo movimiento de cuerpo.
–Mi compañero, el capitán Servadac –añadió el conde–, encontróse de igual modo en una posición muy crítica. Desempeñaba una misión como oficial de Estado Mayor en la costa de Argelia…
–¿Una colonia francesa según creo? –preguntó el mayor Oliphant entornando los ojos.
–Todo lo que hay de más francés –respondió con sequedad el capitán Servadac.
–Era hacia la desembocadura del Cheliff –continuó con parsimonia el conde Timascheff–. Allí, durante esa noche funesta, se transformó de pronto en isla una parte del continente africano, y el resto, según las apariencias, desapareció de la superficie del globo.
–¡Ah! –exclamó el brigadier Murphy, recibiendo la noticia con esa interjección.
–Pero usted, señor conde –preguntó el mayor Oliphant–, ¿dónde se encontraba esa noche funesta?
–En el mar, señor mayor, a bordo de mi goleta, y estoy convencido de que sólo por un milagro no nos perdimos todos.
–Lo felicitamos a usted cordialmente, señor conde –respondió el brigadier Murphy.
El conde Timascheff prosiguió diciendo:
–La casualidad me llevó luego a la costa argelina, donde tuve el placer de encontrar en la nueva isla al capitán Servadac y a su ordenanza Ben-Zuf. –¿Ben…? –dijo el mayor Oliphant. –¡Zuf! –exclamó Héctor Servadac como hubiera podido decir ¡uf! para aliviar su
pecho.
–El capitán Servadac –repuso el conde Timascheff–, con el deseo de adquirir noticias relativas a la extensión del desastre, se embarcó a bordo de la Dobryna y, haciendo rumbo hacia el antiguo Este, tratamos de reconocer lo que quedaba de la colonia argelina… No ha quedado nada.
El brigadier Murphy movió ligeramente los labios como queriendo indicar que una colonia, por lo mismo que era francesa, no podía ser muy sólida. Héctor Servadac sintió impulsos de levantarse y responderle, pero logró contenerse.
–Señores –dijo el conde Timascheff–, el desastre ha sido inmenso. En toda la parte oriental del Mediterráneo no hemos encontrado vestigio alguno de antiguos territorios ni de Argelia ni de Túnez, exceptuando una roca que sobresalía cerca de la antigua Cartago y que contenía el sepulcro del rey de Francia…
–¿Luis IX, verdad? –dijo el brigadier.
–¡ Más conocido bajo el nombre de San Luis, caballero! –repuso el capitán Servadac, a quien el brigadier Murphy se dignó dirigir una semisonrisa de aquiescencia.
Luego, el conde Timascheff refirió que la goleta había bajado al Sur hasta el golfo de Gabes; que el mar del Sahara había dejado de existir, cosa que a los dos ingleses pareció muy natural, por ser una creación francesa; que había aparecido una nueva costa de extraña forma frente al litoral de Trípoli y que subía hasta el Norte siguiendo el duodécimo meridiano hasta la altura de Malta, poco más o menos.
–Y esa isla inglesa –se apresuró a agregar el capitán Servadac–, Malta, con su ciudad, su gola, sus fuertes, sus soldados, sus oficiales y su gobernador, ha corrido la misma suerte que el territorio de Argel sepultándose en el abismo.
La frente de los dos ingleses se oscureció un momento; pero casi inmediatamente su rostro reflejó la duda. Los oficiales de Inglaterra no daban crédito a lo que acababa de decir el oficial francés.
–Ese hundimiento absoluto es inadmisible –dijo el brigadier Murphy.
–¿Por qué? –preguntó el capitán Servadac.
–Porque Malta es una isla inglesa –se apresuró a responder el mayor Oliphant.
–Pues precisamente por ser inglesa ha desaparecido del mismo modo que si hubiera sido china –respondió el capitán Servadac.
–Ustedes han debido equivocarse en sus cálculos durante el viaje de la goleta.
–No, señores –dijo el conde Timascheff–, no nos hemos equivocado, y no hay más remedio que ceder a la evidencia. Inglaterra ha experimentado sin duda alguna grandes pérdidas en este desastre, pues no sólo ha desaparecido la isla de Malta, sino que un nuevo continente ha cerrado completamente el fondo del Mediterráneo. Sin un estrecho paso que rompe en un solo punto la línea de su litoral nos habría sido imposible llegar hasta aquí.
Así, pues, por desgracia está averiguado que, si nada queda de Malta, tampoco queda sino muy poca cosa de las islas Jónicas que desde hace algunos años han entrado de nuevo bajo el protectorado inglés.
–Y no creo –añadió el capitán Servadac– que S. E. el alto comisario británico, jefe de ustedes, que residía en estas islas, pueda felicitarse del resultado de la catástrofe.
–¿El alto comisario nuestro jefe? –dijo el brigada Murphy como si no hubiera entendido lo que se le decía.
–Tampoco ustedes tienen grandes motivos de felicitación –agregó el capitán Servadac–, por lo que les queda de Corfú.
–¿Corfú? –preguntó el mayor Oliphant–. ¿El señor capitán ha dicho Corfú?
–Sí, Cor-fú –repitió Héctor Servadac.
Los dos ingleses, profundamente asombrados, guardaron silencio durante algunos instantes, preguntándose qué significaban las palabras del oficial francés; pero su sorpresa subió de punto cuando el conde Timascheff les preguntó si habían recibido noticias de Inglaterra, por los buques ingleses o por el cable submarino.
–No, señor conde, porque el cable se ha roto –respondió el brigadier Murphy.
–Entonces, señores, ¿están ustedes en comunicación con el continente por medio de los telégrafos italianos?
–¿Italianos? –dijo el mayor Oliphant–. Querrá usted decir seguramente los telégrafos españoles.
–Italianos o españoles –repuso el capitán Servadac–, no importa, señores, con tal que hayan ustedes recibido noticias de la metrópoli.
–No hemos recibido noticia alguna –respondió el brigadier Murphy–; pero estamos tranquilos porque no puede tardar…
–A no ser que haya desaparecido también la metrópoli –dijo seriamente el capitán Servadac.
–¡Que haya desaparecido la metrópoli!
–Sí, que no exista Inglaterra.
–¡Que no exista Inglaterra!
El brigadier Murphy y el mayor Oliphant habíanse levantado mecánicamente como impulsados por un resorte.
–Me parece –dijo el brigadier Murphy– que antes que Inglaterra debe haber desaparecido Francia.
–Francia debe ser más sólida porque está en el continente –respondió Servadac animándose.
–¿Más sólida que Inglaterra…?
–Inglaterra es sólo una isla, y una isla de contextura bastante dislocada que puede haber sido aniquilada por completo.
Avecinábase una violenta escena entre los oficiales ingleses y el francés; los primeros habíanse sulfurado y el capitán Servadac estaba decidido a sostener el choque. El conde
Timascheff trató de apaciguar a aquellos adversarios a quienes una simple cuestión de nacionalidad irritaba, pero no lo consiguió.
–Señores –dijo el capitán Servadac–, me parece que esta discusión debe continuarse al aire libre, porque ustedes están aquí en su casa y si quieren salir fuera…
Héctor Servadac salió efectivamente de la habitación, seguido por el conde Timascheff y por los dos ingleses, yendo todos a reunirse sobre un terraplén que formaba la parte superior del islote, y que consideraba el capitán como terreno neutral.
–Señores –dijo éste dirigiéndose a los dos ingleses–, por pobre que haya quedado Francia, después de haber perdido la colonia de Argel, se encuentra en disposición de responder a todas las provocaciones, cualesquiera que éstas sean y vengan de donde vinieren. Por lo tanto, yo, oficial francés, tengo el honor de representarla en este islote con el mismo título que ustedes representan a Inglaterra.
–Perfectamente –respondió el brigadier Murphy.
–Y no puedo permitir…
–Ni yo –dijo el mayor Oliphant.
–Y puesto que nos hallamos en terreno neutral…
–¡ Neutral! –exclamó el brigadier Murphy–. Ustedes están aquí en territorio inglés, caballero.
–¡Inglés!
–Eso es, en territorio cubierto por el pabellón británico.
Y el brigadier mostró el pabellón del Reino Unido que flotaba en la cima más alta del islote.
–¡Bah! –exclamó con ironía el capitán Servadac–. Porque han tenido ustedes el capricho de izar ese pabellón después de la catástrofe…
–Estaba allí antes del cataclismo.
–Pabellón de protectorado, y no de posesión, señores.
–¡ De protectorado! –exclamaron los dos oficiales.
–¡Señores! –dijo Héctor Servadac golpeando el suelo con el pie–. Este islote es cuanto queda ya de un territorio, de una república representativa sobre la que Inglaterra no ha tenido jamás sino un derecho de protección.
–¡Una república! –replicó el brigadier Murphy abriendo desmesuradamente los ojos.
–Y aun así –continuó el capitán Servadac–, ese derecho, diez veces perdido y diez veces recuperado, que Inglaterra se ha arrogado sobre las islas Jónicas, era muy discutible.
–¡Las islas Jónicas! –exclamó el mayor Oliphant.
–Y aquí en Corfú…
–¡Corfú!
Al oír esto, los ingleses expresaron una sorpresa tan extremada que el conde
Timascheff, que hasta entonces se había mantenido en una reserva muy prudente, aunque inclinado a defender la causa del oficial de Estado Mayor, creyó que debía intervenir en la discusión. Iba, pues, a dirigir la palabra al brigadier Murphy, cuando éste, tranquilizándose de pronto, dijo al capitán Servadac:
–Caballero, no debo dejar a ustedes durante más tiempo en un error cuya causa me es imposible adivinar. Aquí se encuentran ustedes en terreno inglés por derecho de conquista y de posesión desde 1704; derecho que nos fue confirmado por el tratado de Utrecht. Es verdad que Francia y España han tratado de disputárnoslo muchas veces: en 1727, en 1779, en 1782, pero sin obtener resultado alguno. Así, pues, ustedes se encuentran aquí en este islote, por pequeño que sea, tan en territorio inglés como si estuvieran en la plaza de Trafalgar en Londres.
–¿No estamos, pues, en Corfú, en la capital misma de las islas Jónicas? –preguntó el conde Timascheff profundamente sorprendido.
–No, señores, no –respondió el brigadier Murphy–. Están ustedes en Gibraltar.
¡Gibraltar! Esta palabra estalló como un rayo en los oídos del conde Timascheff y del oficial de Estado Mayor, que creían encontrarse en Corfú, en el extremo oriental del Mediterráneo, y se encontraban en Gibraltar, en el extremo occidental, a pesar de que la Dobryna no había retrocedido nunca durante su viaje de exploración.
Era, pues, un acontecimiento nuevo, cuyas consecuencias se necesitaba deducir. El conde Timascheff se disponía a hacerlo, cuando llamaron su atención varios gritos.
Se volvió, y con gran asombro vio a la tripulación de la Dobryna luchando a brazo partido con los soldados ingleses.
¿Cuál era la causa del altercado? Sencillamente una disputa entre el marinero Panofka y el cabo Pim, a causa de que el proyectil lanzado por el cañón, después de haber roto una de las berlingas de la goleta, había hecho pedazos la pipa de Panofka, rozando a éste ligeramente la nariz.
Por lo tanto, mientras el conde Timascheff y el capitán Servadac apenas podían entenderse con los oficiales ingleses, la tripulación de la Dobryna estaba a punto de venir a las manos con la guarnición del islote.
Como era natural, Héctor Servadac tomó partido por Panofka, y el mayor Oliphant le dijo que Inglaterra no era responsable de sus proyectiles, que toda la culpa de lo ocurrido era del marinero ruso que se había puesto al paso de la bala de cañón y que si hubiera sido chato no le habría acontecido aquel lance.
Esto irritó al conde Timascheff, y después de haberse cruzado palabras descomedidas entre los oficiales ingleses y el ruso, éste ordenó a su tripulación que se embarcara inmediatamente.
–Nos volveremos a ver, señores –dijo el capitán Servadac a los dos ingleses.
–Cuando ustedes gusten –respondió el mayor Oliphant.
En realidad de verdad, aquel nuevo fenómeno que ponía a Gibraltar donde geográficamente hubiera debido encontrarse Corfú, no debía inspirar al conde Timascheff
y al capitán Servadac más que un solo pensamiento: volver uno a Rusia y otro a Francia.
Por esta razón, la Dobryna aparejó enseguida y dos horas después ya no se veía desde su borda nada de lo que había quedado de Gibraltar.