Capítulo XXI La grata sorpresa que la naturaleza proporciono una tarde a los habitantes de Galia

ERA, efectivamente, una maravillosa habitación bien caldeada y bien iluminada aquella caverna en la que podían acomodarse todos los habitantes de Galia. No solamente Héctor Servadac y sus súbditos, como decía Ben-Zuf, podrían alojarse allí con toda comodidad, sino también los dos caballos y gran número de animales domésticos. Para todos había allí abrigo contra el frío hasta el fin del invierno galiano, si éste tenía fin.

La enorme excavación, como luego se vio, no era en realidad de verdad sino el ensanche formado por unos veinte túneles que, después de ramificarse por el interior de las rocas, terminaban en aquel sitio. El aire cálido manteníase allí a una temperatura muy elevada, como si el calor pasara al través de los poros minerales del monte. Bajo aquellas bóvedas espesas, al abrigo de todas las intemperies de un clima polar, arrostrando los fríos del espacio por muy intensos que fueran, todos los seres animados del nuevo astro debían encontrar refugio seguro mientras el volcán estuviera en actividad.

El conde Timascheff recordó a sus compañeros que no se había visto ningún otro monte ignívoro durante el viaje de la Dobryna por el perímetro del nuevo mar; y, por consiguiente, si aquella sola boca servía de vomitorio a los fuegos interiores de Galia, la erupción podía seguramente durar varios siglos.

Era, pues, necesario apresurarse, porque no había tiempo que perder. Había que volver a la isla Gurbí y mudarse prontamente, mientras que la Dobryna pudiera navegar, trasladando con toda rapidez al nuevo domicilio hombres y animales, almacenando cereales y forrajes e instalándose de un modo definitivo en la Tierra Caliente, nombre que se dio a aquella parte volcánica del promontorio, y que por cierto estaba bien justificado.

La chalupa volvió el mismo día a la isla Gurbí, y a la mañana siguiente dióse principio a los trabajos.

Tratábase de hacer los preparativos necesarios para un largo invierno y prevenir todas las contingencias que pudieran ocurrir. El invierno podía ser largo, interminable quizá y mucho más amenazador que los seis meses de noche y de hielo que arrostraban los navegantes de los mares árticos. ¿Quién podía con seguridad predecir el momento en que Galia podría verse libre de sus lazos de hielo? ¿Quién se atrevía a asegurar que iba a seguir en su movimiento de traslación una curva completamente abierta o que su órbita elíptica había de volverla alguna vez hacia el Sol?

El capitán Servadac, informó a sus compañeros del feliz descubrimiento que acababa

de hacer y el nombre de Tierra Caliente fue acogido con indescriptible entusiasmo por Nina y por los españoles, que prorrumpieron con exclamaciones de delirante alegría. La Providencia, que hace tan bien todas las cosas, fue bendecida con gratitud, como debía serlo.

Durante los tres días siguientes, la Dobryna hizo tres viajes, y, cargada hasta los topes, transportó primero la cosecha del forraje y cereales que fue depositada en las profundas galerías que se destinaron para almacén. El 15 de marzo, los animales domésticos, bueyes, vacas, carneros y cerdos en número de unos cincuenta, cuyas especies se querían conservar, quedaron instalados en los establos de la roca. Los demás, que no deberían tardar en ser muertos por el frío, fueron degollados, y sus carnes se guardaron, en la confianza de que sería fácil conservarlas bajo aquel clima riguroso. Los galianos tendrían, por consiguiente, allí una enorme reserva; porvenir tranquilizador, a lo menos para la población actual de Galia.

En cuanto a las bebidas, era fácil resolver la cuestión. Había que contentarse con agua dulce; pero ésta no podía faltar ni durante el verano, gracias a los arroyos y cisternas de la isla Gurbí, ni durante el invierno, porque el frío se encargaba de producirla por la congelación del agua del mar.

Mientras se efectuaban estos trabajos en la isla, el capitán Servadac, el conde Timascheff y el teniente Procopio ocupábanse en amueblar las habitaciones de Tierra Caliente, con cuanta rapidez les era posible, porque ya el hielo iba haciéndose resistente aun en pleno día a los rayos perpendiculares del Sol. Convenía utilizar el mar mientras estuviera libre, para efectuar los transportes, en vez de hacer la travesía sobre su superficie solidificada, lo que sería más penoso.

Con gran discreción se amueblaron las diversas excavaciones abiertas en el seno de las rocas. Nuevas exploraciones habían facilitado el descubrimiento de nuevas galerías. El monte parecía una vasta colmena en donde abundaban los alvéolos. Las abejas, es decir, los colonos encontrarían en ella fácilmente alojamiento cómodo y aquella disposición fue causa de que se diera a las habitaciones, en honor de la niña, el nombre de la Colmena de Nina.

Al principio, el capitán Servadac y sus compañeros se cuidaron de poner los medios posibles para utilizar en las necesidades cotidianas aquel calor volcánico que la Naturaleza les prodigaba gratuitamente, a cuyo fin abrieron a los filetes de lava incandescente nuevas salidas, dirigiéndolos hasta los sitios donde debían ser empleados. Con este propósito, la cocina de la goleta, instalada en una excavación conveniente apropiada al caso, fue calentada por medio de lava, y Mochel, el cocinero, se acostumbró en breve a aquel nuevo género de hogar.

–¡Hein –decía Ben-Zuf–, qué progreso, si en el antiguo mundo cada casa tuviera por calefacción un pequeño volcán que no costase un céntimo!

La gran caverna, esto es, la excavación principal hacia la cual irradiaban las galerías de la montaña, destinóse a sala común y fue decorada con los principales muebles del gurbí y de la Dobryna. Las velas de la goleta, desprovistas de sus vergas y llevadas a la Colmena de Nina, se utilizaron en diversos usos. La biblioteca de a bordo, bien provista de libros franceses y rusos, fue instalada en la sala principal. Mesas, lámparas y sillas completaban

el mueblaje, y las paredes fueron adornadas con los mapas de la Dobryna.

La cortina de fuego que cubría la entrada interior de la principal excavación, la calentaba y la iluminaba al mismo tiempo. Aquella catarata de lavas precipitábase en una pequeña concha rodeada de arrecifes que aparentemente no tenían ninguna comunicación con el mar. Era, sin duda alguna, la abertura de un precipicio muy profundo, cuyas aguas se mantendrían verosímilmente en estado líquido a causa de las materias eruptivas, aunque el frío congelase todo el mar de Galia.

Otra excavación, situada en la pared izquierda de la sala común, fue dedicada a gabinete especial del capitán Servadac y del conde Timascheff. El teniente Procopio y Ben-Zuf ocupaban juntos otro departamento abierto en la roca a la derecha; y detrás de éste fue abierta otra pequeña excavación que se convirtió en aposento de Nina. En cuanto a los marineros rusos y a los españoles, instalaron sus camas en las galerías que salían a la sala principal, perfectamente habitables a causa del calor que la chimenea central les comunicaba. El todo constituía la Colmena de Nina.

La pequeña colonia de este modo instalada podía esperar sin temor el largo y riguroso invierno que iba a secuestrarla en las entrañas de la Tierra Caliente, donde podrían soportar impunemente la temperatura que, en el caso de que Galia se hubiese elevado hasta la órbita de Júpiter, no sería sino la vigesimoquinta parte de la temperatura terrestre.

¿Qué habría sido, mientras tanto, de Isaac Hakhabut que se había negado a abandonar la isla Gurbí?

Isaac Hakhabut, incrédulo, sordo y ciego ante todas las pruebas acumuladas por humanidad ante su vista para vencer su desconfianza, se obstinó en permanecer a bordo de su urca para vigilar sus mercancías, como un avaro sus tesoros, murmurando, gimiendo y mirando, aunque en vano, al horizonte por si se presentaba algún buque a la vista, de la isla Gurbí. Nadie de la Colmena de Nina se cuidaba de él y aun todos se felicitaban por tenerlo lejos. El judío había declarado con toda seriedad que no daría sus géneros sino a cambio de moneda corriente; y el capitán Servadac había prohibido que se le tomara nada por la fuerza y que se le comprara tampoco nada. Proponíase ver si aquel hombre obstinado cedía ante la necesidad y ante la realidad que no podían tardar en convencerle.

Era evidente que Isaac Hakhabut no admitía de modo alguno la situación terrible que los demás individuos de la pequeña colonia habían aceptado, aunque admitiendo que un cataclismo hubiera modificado alguna parte y que tarde o temprano tendrían medios de dejar la isla Gurbí e ir a proseguir su comercio por el litoral del Mediterráneo.

Desconfiado de todo y de todos imaginábase que se había urdido contra él alguna trama para despojarle de su hacienda; y, como no quería ser engañado, rechazaba la hipótesis del enorme trozo desprendido de la Tierra y lanzado al espacio. Como todo demostraba la existencia de un nuevo astro que peregrinaba por el mundo solar, y habitado únicamente por los ingleses de la isla de Gibraltar y por los colonos de la isla Gurbí, aunque Isaac Hakhabut pasease por la línea del horizonte su antiguo catalejo recompuesto con un tubo de chimenea, no veía aparecer ningún buque ni acudir ningún traficante a comprarle las mercancías de la Hansa.

Sin embargo, conocía los proyectos que los demás colonos trataban de llevar a la práctica para arrostrar las inclemencias del invierno y, al principio, según su invariable

costumbre, se negó a creer en ellos; pero cuando vio a la Dobryna efectuar frecuentes viajes al Sur, cargado con las cosechas y con los animales domésticos, no tuvo más remedio que admitir que el capitán Servadac y sus compañeros se disponían a abandonar la isla Gurbí.

¿Qué sería, pues, de aquel desdichado Hakhabut, si era cierto cuanto hasta entonces se había obstinado en no creer? ¿Era cierto que no estaba ya en e] Mediterráneo sino en el mar de Galia? ¿No volvería a ver jamás su patria alemana? ¿No volvería a traficar con aquellos tontos de Trípoli y de Túnez? Si tal cosa ocurría, quedaba completamente arruinado.

Entonces se le vio dejar con más frecuencia su urca y unirse a los diversos grupos de rusos y españoles que no cesaban de zaherirle.

Nuevamente intentó atraerse a Ben-Zuf, ofreciéndole tabaco, pero el asistente rechazó sus ofertas obedeciendo la consigna.

–¡No, viejo Zabulón –le decía–, no tomo ni un solo polvo; es la consigna; te comerás tu cargamento, de él vivirás, te lo fumarás y todo lo consumirás solo, Sardanápolo!

Isaac Hakhabut, convencido, al fin, de que nada obtendría por parte de los subordinados, decidió acudir al jefe, y un día preguntó al capitán Servadac si todo aquello era cierto, creyendo que un oficial francés no engañaría a un pobre hombre como él.

–Sí, sí; todo es cierto –respondió Héctor Servadac, molesto por tanta obstinación–, y usted sólo dispone del tiempo preciso para refugiarse en la Colmena de Nina.

–Protéjanme el Eterno y Mahoma –murmuró el judío, haciendo esta doble invocación, como verdadero renegado que era.

–¿Quiere usted que se le lleve la Hansa al nuevo fondeadero de Tierra Caliente? –le preguntó el capitán Servadac.

–Quisiera ir a Argel –respondió Isaac Hakhabut.

–Vuelvo a repetirle que Argel no existe.

–¡Dios de Israel! ¿Es posible?

–Por última vez, ¿quiere usted venir con su urca a Tierra Caliente, donde vamos a invernar?

–¡Misericordia! ¡He perdido mi hacienda!

–¿No quiere usted? En ese caso nos llevaremos la Hansa contra su voluntad a lugar seguro.

–¿Contra mi voluntad, señor gobernador?

–Sí, porque, por la estúpida obstinación de usted, no voy a dejar perder sin provecho para nadie ese precioso cargamento.

–¡ Pero eso es mi ruina!

–Con más seguridad lo sería si le dejáramos a usted hacer su voluntad –respondió Héctor Servadac encogiéndose de hombros–. Y ahora váyase usted al diablo.

Isaac Hakhabut regresó a su urca levantando los brazos al cielo y haciendo numerosas protestas contra la increíble rapacidad de los hombres de la mala raza.

Los trabajos de la isla Gurbí quedaron terminados el 20 de marzo, sin que faltara otra cosa que emprender la marcha. El termómetro había bajado por término medio a ocho grados bajo cero. El agua de la cisterna se había congelado por completo, y por todo ello se convino en que a la mañana siguiente todos se embarcarían en la Dobryna y abandonarían la isla para refugiarse en la Colmena de Nina, conduciendo también la Hansa a pesar de las protestas de su propietario. El teniente Procopio había declarado que si la Hansa se quedaba anclada en el puerto del Cheliff la presión de los hielos la haría pedazos irremisiblemente. En la ensenada de Tierra Caliente podría estar mejor protegida y en seguridad, y, en último caso, si se perdía, se salvaría el cargamento.

Por esta razón, pocos momentos después de haber levado el ancla la goleta, la Hansa aparejó también a pesar de los gritos y lamentaciones de Isaac Hakhabut. Por orden del teniente Procopio, embarcáronse en ella cuatro marineros y, desplegada la vela mayor, el barcotienda, como decía Ben-Zuf, dejó la isla Gurbí y se dirigió hacia el Sur.

No es posible dar idea de las protestas que hizo, de las exclamaciones que lanzó ni de los juramentos que formuló el judío, como tampoco de la insistencia con que repitió que todo aquello se hacía contra su voluntad, que él no necesitaba a nadie y que no había pedido auxilio alguno. Lloraba, se lamentaba, gemía, a lo menos aparentemente, porque no podían sus ojillos grises dejar de lanzar ciertos relámpagos a través de las falsas lágrimas. Tres horas después, cuando vio su urca bien amarrada en la ensenada de Tierra Caliente y se encontró en seguridad con su hacienda, el que se hubiera acercado a él habría advertido un aspecto de satisfacción marcado en su semblante, y prestando atención le hubiera oído murmurar estas palabras:

–¡Gratis, Dios de Israel! ¡Imbéciles! ¡Me han traído aquí de balde!

Estas palabras retrataban al hombre. ¡Gratis! ¡Le habían hecho un servicio gratuito!

La isla de Gurbí había sido ya definitivamente abandonada por los hombres. No quedaba nada de aquel último resto de una colonia francesa, exceptuando los animales de pelo y de pluma que se habían librado de la matanza y que pronto debían morir de frío.

Las aves, después de buscar en vano algún otro continente más propicio, habían vuelto a la isla, lo que probaba de manera irrefutable que no existía en ninguna otra parte tierra que pudiera alimentarlas.

Aquel día el capitán Servadac y sus compañeros se posesionaron solemnemente de su nuevo domicilio. El arreglo interior de la Colmena de Nina agradó a todos y se felicitaron de hallarse instalados con tanta comodidad. Sólo Isaac Hakhabut no participó de la satisfacción común, negándose a penetrar en las galerías de la montaña y quedándose a bordo de su urca.

–Quizá tema que le hagan pagar el alquiler –dijo Ben-Zuf–; pero pronto se verá obligado ese viejo zorrabo a salir de su madriguera, porque el frío le echará fuera.

Por la noche se hizo una buena comida, cuyos manjares fueron aderezados al calor del fuego volcánico, reuniéndose en torno de la mesa toda la colonia en la sala principal. Con los vinos franceses que suministró la bodega de la Dobryna se pronunciaron muchos

brindis en honor del gobernador general y de su consejo de administración, tomando en ellos Ben-Zuf una buena parte. Los españoles se distinguieron por su viveza y alegría.

Uno tomó su guitarra, otro sus castañuelas, y todos saltaron en corro. Ben-Zuf entonó también la célebre canción del Zuavo, tan conocida en el ejército francés, pero cuyos encantos no pueden ser apreciados sino por los que la han oído ejecutar por un músico como el asistente del capitán Servadac.

Luego, se organizó un baile, el primero que se había dado en Galia, y los marineros rusos ejecutaron algunas danzas de su país, que fueron del agrado del público, aun después de los maravillosos bailes de los españoles. Ben-Zuf ejecutó a su vez un paso muy conocido en el Elíseo-Montmartre con tanta elegancia como vigor, y que valió al inimitable coreógrafo las entusiastas felicitaciones de Negrete.

Aquella fiesta de inauguración terminó a las nueve. Todos necesitaban tomar el aire, porque a consecuencia del baile y la temperatura habíase aumentado el calor en la gran sala.

Ben-Zuf, precedido por sus amigos, pasó a la galería principal que daba al litoral de Tierra Caliente. El capitán Servadac, el conde Timascheff y el teniente Procopio, que les seguían con paso moderado, oyeron gritos que les hicieron apresurar la marcha. No eran exclamaciones de terror sino de júbilo y regocijo, que estallaban como fuego graneado en aquella atmósfera pura y seca.

El capitán Servadac y sus compañeros, al llegar al orificio de la galería, vieron a toda la colonia formando grupo sobre las rocas.

Ben-Zuf, con la mano dirigida hacia el cielo, encontrábase en actitud extática.

–¡Ah, señor gobernador general! ¡Ah, excelentísimo señor! –gritaba con alegría imposible de describir.

–¿Qué sucede, Ben-Zuf? –preguntó el capitán Servadac.

–¡La Luna! –respondió el ordenanza.

Y, efectivamente, la Luna, saliendo de las brumas de la noche, aparecía por primera vez en el horizonte de Galia.

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