Capítulo XX Donde se pretende probar que mirando bien se acaba siempre por ver fuego en el horizonte

AL día siguiente, 6 de marzo, el capitán Servadac, sin preocuparse de lo que creyera o dejara de creer Isaac Hakhabut, ordenó que se condujera la Hansa al puerto del Cheliff. El judío no opuso reparo alguno porque el cambio de surgidero favorecía sus intereses; pero esperaba que, emborrachando secretamente a dos o tres marineros de la goleta, podría conseguir inducirlos a que le llevaran a Argel o a otro puerto de la costa.

Empezáronse a hacer los trabajos preparatorios para pasar el invierno, que estaba ya próximo, trabajos que facilitaba mucho la mayor fuerza muscular que los trabajadores podían desarrollar. Como éstos estaban ya habituados a aquellos fenómenos de la menor atracción, así como a la compresión del aire que había activado su respiración, no les sorprendía el poco cansancio que la faena les ocasionaba, aunque no dejaban de advertir la modificación que habían experimentado.

Los españoles, lo mismo que los rusos, emprendieron el trabajo con ardor, comenzando por adaptar a las necesidades de la pequeña colonia el cuerpo de guardia, que hasta que se dispusiera otra cosa debía servir de alojamiento común. Allí fueron a vivir los españoles, mientras que los rusos quedaron en su goleta y el judío a bordo de su urca; pero tanto los buques como la casa de piedra sólo eran habitaciones provisionales. Antes que llegara el invierno era necesario encontrar abrigo más seguro contra el frío de los espacios interplanetarios, pero abrigo cálido por sí mismo, puesto que la temperatura no podía elevarse en ellos artificialmente a causa de la falta de combustible Los silos, especies de excavaciones profundas en el suelo, era lo único que ofrecería refugio suficiente a los habitantes de la isla Gurbí. Cuando una espesa capa de hielo, sustancia que es mala conductora del calor, cubriera por completo la superficie de Galia, podía esperarse que la temperatura interior de los silos se sostuviera en un grado soportable y allí el capitán Servadac y sus compañeros harían vida de trogloditas ya que no tenían mejor alojamiento que escoger.

Afortunadamente, no se encontraban en las mismas condiciones que los exploradores o los balleneros de los océanos polares, porque, por lo común, a éstos les falta tierra firme bajo los pies, viven en la superficie del mar helado y no pueden buscar en sus profundidades refugio contra el frío. O se quedan en los buques, o construyen habitaciones de madera y de nieve y de todos modos están mal resguardados de los grandes descensos de la temperatura.

En Galia, por el contrario, el suelo era sólido, y aunque se construyera una habitación a

centenares de pies bajo tierra, los galianos podían arrostrar en ella el frío más riguroso.

Los trabajos comenzaron en seguida. No faltaban en el gurbí palas, picos, azadones y otros útiles de diversa especie, y bajo la dirección del contramaestre Ben-Zuf, los majos españoles y los marineros rusos emprendieron la obra.

Pero los trabajadores y el ingeniero Servadac, que los dirigía, no contaban con que iba a salirles al paso un obstáculo insuperable.

El sitio elegido para abrir el silo estaba situado a la derecha del cuerpo de guardia, donde el suelo formaba una ligera eminencia.

Durante el primer día hízose la excavación y la extracción de tierra sin dificultad alguna, pero cuando se llegó a una profundidad de ocho pies, los trabajadores chocaron contra una sustancia tan dura que las herramientas no pudieron romper.

Informados de lo que ocurría Héctor Servadac y el conde Timascheff, reconocieron en aquella sustancia la materia desconocida de que estaban compuestos el litoral del mar galiano y su subsuelo marino. Era indudable que aquella sustancia formaba la armazón de Galia. No había medio de penetrar más profundamente en las entrañas del globo porque la pólvora ordinaria no hubiera bastado para desunir aquella sustancia, más resistente que el granito; y seguramente habría sido preciso emplear la dinamita para hacerla estallar.

–¡Diablos! ¿Qué mineral es éste? –exclamó el capitán Servadac–. ¿Cómo un pedazo de nuestro antiguo globo puede haber formado esta materia a la que no sabemos de qué modo llamar?

–Es absolutamente inexplicable –respondió el conde Timascheff–; pero si no conseguimos abrir un silo en esta tierra estamos condenados a morir de frío muy pronto Efectivamente, si los números que contenía el documento del sabio eran exactos y la distancia de Galia al Sol había aumentado progresivamente según las leyes de la mecánica, Galia debía encontrarse ya aproximadamente a cien millones de leguas del astro del día, distancia casi igual a tres veces la que lo separa de la Tierra cuando pasó por su afelio. Se comprende, pues, cuán debilitados debían estar el calor y la luz solar. Es verdad que, a causa de la disposición del eje de Galia que formaba un ángulo de noventa grados con el plano de su órbita, el Sol no se separaba jamás de su ecuador, lo que beneficiaba a la isla de Galia que estaba atravesada por el paralelo cero. En aquella zona el verano era permanente, pero semejante situación no compensaba su alejamiento del Sol y la temperatura iba descendiendo continuamente, habiendo empezado ya a formarse hielo entre las rocas, con gran susto de Nina, por lo que era de suponer que el mar no tardaría mucho en congelarse enteramente.

Con fríos que en lo sucesivo podían pasar de los sesenta grados centígrados la muerte era inevitable si no se encontraba habitación conveniente.

El termómetro a la sazón manteníase en un término medio de seis grados bajo cero, y la estufa instalada en el cuerpo de guardia iba devorando la leña disponible, pero sólo producía un calor mediano. Como siempre no se podría contar con combustible, era preciso a todo trance encontrar otra habitación que estuviera al abrigo del descenso de temperatura, porque el mercurio y quizás el alcohol de los termómetros no tardarían mucho en helarse.

No podía tampoco pensarse en buscar refugio en la Dobryna y en la Hansa, porque ya hemos dicho que estos barcos no estaban en condiciones de luchar contra fríos tan vivos.

¿Quién sabe, por lo demás, la suerte que correrían estos buques cuando los hielos se acumularan a su alrededor en masas enormes?

Si el capitán Servadac, el conde Timascheff y el teniente Procopio hubieran sido hombres capaces de desanimarse, estas gravísimas contrariedades les habrían desanimado.

¿Quién hubiera podido imaginar que la extraña dureza del subsuelo iba a impedir que se abrieran silos?

Las circunstancias apremiaban cada día más. La disminución aparente del disco solar iba reduciéndose visiblemente a consecuencia de la distancia. Cuando pasaba por el cenit, sus rayos perpendiculares emitían todavía cierto calor; pero, durante la noche, el frío era muy intenso.

El capitán Servadac y el conde Timascheff, cabalgando en Céfiro y Galeta, recorrieron por completo la isla en busca de algún retiro habitable y los dos caballos volaban por encima de los obstáculos como si tuviesen alas. ¡Empeño inútil! En diversos puntos se practicaron sondeos y siempre se encontró la dura armazón a pocos pies debajo de la superficie del suelo. Era necesario renunciar a la habitación subterránea.

A falta de un silo los galianos decidieron habilitar el cuerpo de guardia; defendiéndose todo lo posible contra los fríos exteriores. Se ordenó recoger toda la leña, seca o verde, que hubiera en la isla y derribar los árboles de que estaba cubierta la llanura y, como no había tiempo que perder, procedióse en seguida a practicar esta operación.

Y, sin embargo, el capitán Servadac y sus compañeros lo sabían perfectamente, aquélla era insuficiente. El combustible se agotaría pronto. El oficial de Estado Mayor, sumamente intranquilo, aunque sin manifestarlo, recorría la isla repitiendo:

–¡Una idea, una idea!

Un día dijo a Ben-Zuf:

–Pardiez, ¿no se te ocurre nada, Ben-Zuf?

–No, mi capitán –respondió el asistente, quien agregó–: ¡Si nos encontrásemos en Montmartre! Allí sí que hay hermosas canteras ya hechas.

–Imbécil –replicó el capitán Servadac–, si estuviéramos en Montmartre no necesitaría tus canteras.

Pero como Dios acude siempre en socorro de los hombres que en Él confían, y los galianos habían impetrado con fe su divina misericordia, hizo que la naturaleza proporcionara a los colonos el abrigo que necesitaban para luchar contra los fríos del espacio. Véase las circunstancias en que éstos lo descubrieron.

El 10 de marzo el teniente Procopio y el capitán Servadac, que habían salido a explorar la punta sudoeste de la isla, caminaban hablando de la terrible suerte que les reservaba el porvenir.

Discutían animosamente, sin llegar a ponerse de acuerdo, la mejor manera de combatir las inclemencias de la temperatura, y el uno persistía en buscar de todos modos la morada

subterránea que no podía encontrarse, mientras que el otro se ingeniaba en imaginar un nuevo método de calefacción para la habitación que ya ocupaban.

El teniente Procopio era partidario de esta última combinación, y exponía sus motivos cuando de repente se detuvo en medio de un argumento. En aquel instante estaba vuelto hacia el Sur y el capitán Servadac vio que se pasaba la mano por los ojos como para aclarar la vista y mirar después de nuevo con suma atención.

–¡No, no me engaño! –exclamó–. Es un resplandor que hay allí abajo.

–¡Un resplandor!

–Sí, en esa dirección.

–Efectivamente –asintió el capitán Servadac que acababa de ver el punto señalado por el teniente.

No era posible dudar; un resplandor aparecía sobre el horizonte del Sur, mostrándose bajo la forma de un punto vivo, más luminoso cuanto más avanzaba la oscuridad.

–¿Será un buque? –preguntó el capitán Servadac.

–Si fuera un buque estaría incendiado –respondió el teniente Procopio–, porque de otro modo, no podría verse a esta distancia ni a esta altura.

–Además –añadió el capitán Servadac–, ese fuego permanece inmóvil y parece como si se estableciera una reverberación en las brumas de la noche.

Los observadores miraron con atención suma durante algunos instantes más, y luego el oficial de Estado Mayor tuvo una repentina revelación.

–¡El volcán! –exclamó–. ¡Es el volcán cuya punta hemos doblado al volver con la Dobryna!

Y, como inspirado, agregó:

–Teniente Procopio, ésta es la habitación que buscamos. Allí la naturaleza ha hecho los gastos de calefacción, que nosotros utilizaremos en todas nuestras necesidades: la inagotable e hirviente lava que vierte la montaña. ¡Ah, teniente! El cielo no nos abandona.

Mañana estaremos en ese litoral y, si hay que bajar a buscar el calor a las entrañas de Galia, bajaremos.

Mientras el capitán Servadac, entusiasmado, se expresaba de esta forma, el teniente Procopio trataba de reunir sus recuerdos. Desde luego la existencia del volcán en aquella dirección parecióle fuera de duda, porque se acordaba de que a la vuelta de la Dobryna cuando marchaba a lo largo de la costa meridional del mar galiano, un alto promontorio le cerró el paso, obligándole a remontarse hasta la antigua latitud de Oran. Allí tuvo que doblar una alta montaña de rocas coronada por un penacho de humo. Sin duda alguna a este humo habían sucedido las llamas y la lava incandescente, y esto era lo que iluminaba entonces el horizonte meridional, reflejándose sobre las nubes.

–Tiene usted razón –dijo–. Sí, éste es el volcán y mañana mismo lo exploraremos.

Héctor Servadac y el teniente Procopio se apresuraron a volver al gurbí, donde dieron conocimiento al conde Timascheff de sus proyectos de expedición.

–Acompañaré a ustedes –respondió el conde– e iremos en la Dobryna.

–La goleta –dijo entonces el teniente Procopio– puede quedarse en el puerto del Cheliff, porque nuestra chalupa de vapor será suficiente con el buen tiempo que reina para hacer una travesía de ocho leguas a lo sumo.

–Haz lo que quieras, Procopio –contestó el conde.

La Dobryna, como muchas de las lujosas goletas de recreo, iba provista de una chalupa de vapor de gran celeridad, cuya hélice se ponía en movimiento por medio de una caldera del sistema «Oriolle» de gran potencia. El teniente Procopio, que desconocía la naturaleza de la tierra en que iba a desembarcar, hacía bien en preferir aquella ligera embarcación a la goleta, porque le permitiría reconocer sin peligro las menores aberturas del litoral.

A la mañana siguiente, 11 de marzo, la chalupa de vapor era cargada de carbón, del que quedaron todavía unas diez toneladas a bordo de la Dobryna. Luego, entraron en ella el capitán, el conde y el teniente y abandonaron el puerto del Cheliff con gran sorpresa de Ben-Zuf, que ignoraba de lo que se trataba.

El asistente quedóse en la isla Gurbí con plenos poderes del gobernador general, de lo que no estaba poco orgulloso.

Los treinta kilómetros que separaban la isla de la punta en que se encontraba el volcán fueron recorridos por la rápida embarcación en menos de tres horas. Entonces vieron los expedicionarios la cima del alto promontorio, cubierta de llamas; la erupción era considerable.

¿Habíase combinado recientemente el oxígeno de la atmósfera de Galia con las materias eruptivas de sus entrañas para producir aquella llama intensa, o, lo que era más probable, aquel volcán, como los de la Luna, era alimentado por un manantial de oxígeno que le era propio y peculiar?

La chalupa siguió la ruta a lo largo de la costa en busca de punto conveniente para desembarcar; después de media hora de exploración encontró al fin una especie de concha semicircular, donde las rocas formaban una pequeña bahía que podía servir con el tiempo de refugio a la goleta y a la urca, si las circunstancias permitían su traslación.

Amarrada la chalupa, los pasajeros desembarcaron en un lugar de la costa opuesto a las pendientes por donde se derramaba el torrente de lava que desembocaba en el mar; pero al acercarse, reconocieron con gran satisfacción que la temperatura se elevaba allí sensiblemente. Quizá las esperanzas del oficial de Estado Mayor se habían realizado; quizás habría en aquel momento alguna excavación habitable donde los habitantes de Galia podrían evitar el enorme peligro de que estaban amenazados.

Empezaron, pues, los expedicionarios a buscar, a registrar, a dar vueltas a los ángulos de la montaña, trepando por sus pendientes más ásperas, escalando las altas pendientes, saltando de una a otra roca como cabras, cuya ligereza específica poseían; pero no lograron encontrar más terreno que los prismas hexagonales de aquella sustancia que parecía ser el único mineral del asteroide.

Sus investigaciones no fueron inútiles.

Detrás de una gran cortina de rocas, cuya cima se elevaba como una gran pirámide hacia el cielo, presentóse a su vista una especie de galería estrecha o, por mejor decir, un túnel oscuro, abierto en el plano de la montaña, y el teniente Procopio y el capitán Servadac se apresuraron a penetrar por aquel orificio, situado a veinte metros sobre el nivel del mar.

Avanzando a rastras por aquella profunda oscuridad, tocando las paredes del negro túnel y sondando las depresiones del suelo, oyeron el ruido sordo del volcán que iba aumentando a medida que adelantaban, lo que les hizo comprender que la chimenea central no debía de estar lejos. Todo su temor consistía en ser de pronto detenidos en su exploración por una pared final que les fuera imposible atravesar.

Sin embargo, el capitán Servadac confiaba ciegamente en la protección de Dios, y de esta confianza participaban el conde y el teniente Procopio.

–¡Vamos, vamos! –gritaba–. En las circunstancias excepcionales en que nos encontramos es necesario acudir a los medios excepcionales. El fuego está encendido: la chimenea no está lejos; la Naturaleza nos da el combustible gratis; no nos faltará, por consiguiente, calor.

Había una temperatura de quince grados sobre cero. Cuando los exploradores apoyaban las manos en las paredes de la sinuosa galería, un calor demasiado vivo les obligaba a retirarlas en seguida, como si la materia mineral de que el monte estaba formado tuviera el poder de conducir el calor del mismo modo que si fuera metálico.

–Bien lo ven ustedes –repetía Héctor Servadac–, hay un verdadero calorífero ahí dentro.

Por último, un resplandor enorme iluminó la galería y apareció ante ellos una vasta caverna resplandeciente de luz. Allí la temperatura era muy elevada, pero soportable aún.

¿A qué causa debía la luz y la temperatura aquella excavación abierta en el espesor de la roca? Sencillamente a un torrente de lava que, precipitándose dentro de una cuenca, iba a apagarse en el mar.

Aquel torrente asemejábase a las sabanas de agua del Niágara central, tendidas ante la célebre gruta de los Vientos, sin más diferencia que la de aquí no era una cortina líquida sino de llamas la que se desarrollaba delante de la vasta abertura de la caverna.

–¡Ah, cielo misericordioso! –exclamó el capitán Servadac–. No había pedido yo tanto.

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