GRACIAS a Dios, creo que nos hemos librado de buena! –exclamó el capitán Servadac, cuando Palmirano Roseta manifestó, con su mal humor, que había pasado todo peligro.
Luego, dirigiéndose a sus compañeros, no menos satisfechos que él, añadió:
–Todo ha quedado reducido a un simple viaje por el mundo solar, viaje que durará dos años; pero en la Tierra se hacen viajes de más duración. No tenemos, por consiguiente, por qué quejarnos, y, si todo marcha bien como hasta ahora, antes de quince meses habremos vuelto a nuestro esferoide natal.
–Y a Montmartre –añadió Ben-Zuf.
Evidentemente, era una circunstancia feliz que los galianos hubieran evitado el abordaje, como habría dicho un marino, porque, aun admitiendo que bajo la influencia de Júpiter no hubiese sufrido el cometa más que un retraso de una hora, la Tierra habría estado a cerca de cien mil leguas del punto preciso en que el cometa debía encontrarla ¿y cuánto tardaría en presentarse de nuevo una probabilidad de contacto? Quizá pasaran siglos y hasta millares de siglos antes que se verificara este acontecimiento. Además, si Júpiter hubiera perturbado a Galia, haciéndole cambiar el plano o la forma de su órbita, el cometa habría continuado eternamente gravitando por el mundo solar o por los espacios siderales.
El 1.° de noviembre Júpiter distaba de Galia diecisiete millones de leguas. Dos meses y medio después, Galia debía pasar por su afelio, esto es, por su mayor distancia al Sol, y desde aquel punto debería tender a aproximarse a él.
Las propiedades luminosas y caloríficas del Sol, estaban, a la sazón, aparentemente muy debilitadas. Una media luz iluminaba los objetos en la superficie del cometa y la claridad y el calor eran una vigésima quinta parte de las que el Sol envía de ordinario a la Tierra; pero, esto no obstante, el astro luminoso continuaba ejerciendo su influencia, y Galia no dejaba de estar sometida a su poder. Pronto empezaría a aproximarse al Sol y en breve renacería la vida en su superficie. Esta perspectiva próxima habría reanimado a los galianos, moral y físicamente, si ellos hubieran sido hombres capaces de desmayar.
¿Qué había sido de Isaac Hakhabut? ¿Había tenido aquel judío egoísta los temores que el capitán Servadac y sus compañeros habían experimentado durante los últimos dos
meses?
De ninguna manera. Isaac Hakhabut no había salido de la Hansa desde que había hecho un empréstito ventajoso. Al día siguiente de aquél en que quedaron terminadas las operaciones del profesor, Ben-Zuf habíase apresurado a devolverle las monedas de plata y la romana. El precio del alquiler y el interés se le había entregado ya, y él devolvió los billetes de Banco ruso, que le garantizaban el préstamo, quedando con esto terminadas sus relaciones con los habitantes de la Colmena de Nina.
Ben-Zuf le había informado de que el suelo de Galia estaba compuesto de oro, sin ningún valor, en verdad, y que, dada su abundancia, no lo tendría mayor cuando cayera sobre la Tierra; pero el judío creyó, naturalmente, que el ordenanza se mofaba de él, y no dio crédito a sus palabras, pensando en la manera de atraer a su gaveta toda la sustancia monetaria de la colonia galiana.
La Colmena de Nina no había sido, pues, honrada una sola vez con la visita del judío.
–Es admirable –decía Ben-Zuf– la facilidad con que se acostumbra uno a no verle jamás.
Esto no obstante, en aquella época Isaac Hakhabut pensó en renovar sus relaciones con los galianos. Su interés lo demandaba, pues, por una parte, comenzaban a averiarse algunas de sus mercancías, y, por otra, le convenía cambiarlas por dinero antes que el cometa volviera a chocar con la Tierra. Las mercancías, cuando se volviera al globo terrestre, sólo tendrían su valor ordinario, mientras que en el mercado galiano debían alcanzar altos precios, dadas la escasez y la necesidad de dirigirse a él en que todos habían de verse.
Precisamente entonces empezaban a escasear mucho en el almacén general varios artículos de primera necesidad, entre ellos el aceite, el café, el azúcar, el tabaco y otros.
Ben-Zuf informó de ello a su capitán, el cual, fiel a la regla de conducta que se había impuesto respecto a Hakhabut, resolvió hacer una requisa de las mercancías de la Hansa, pero pagándolas.
Esta conformidad de ideas entre el vendedor y los compradores, debía llevar al judío a reanudar sus relaciones con los habitantes de Tierra Caliente, esperando que por medio del comercio y de las ventas que necesariamente habían de hacerse en alza, llegaría a apoderarse de todo el oro y de toda la plata de la colonia, que era su sueño dorado.
–Pero –decía, meditando en su estrecha cámara–, pero el valor de mi cargamento es superior al de la plata que tiene esta gente, y cuando todo su dinero esté encerrado en mi cofre, ¿no podrán comprarme el resto de las mercancías?
Esta eventualidad preocupaba grandemente al honrado judío; pero entonces recordó que no era sólo comerciante sino también prestamista o, por mejor decir, usurero. ¿No podía continuar en Galia el lucrativo oficio que tanta ganancia le reportaba en la Tierra?
La última operación que había efectuado era un gran cebo para él, y, como hombre lógico, hizo el razonamiento siguiente:
«A ellos se les concluirá el dinero antes que a mí las mercancías, porque las venderé siempre a precios altos, y, cuando llegue este caso, nada me impedirá prestar a los que tengan cierto crédito. Los pagarés, porque estén firmados en Galia, no dejarán de tener
valor en la Tierra, y, si no se pagan a su vencimiento, los haré protestar y la justicia se encargará de reembolsarme. El Eterno no prohibe a los hombres aprovecharse de sus bienes, sino todo lo contrario, y, el capitán Servadac, y sobre todo el conde Timascheff, me parecen hombres que han de hacer honor a su firma y que no regatearán el interés. ¡
Dios de Israel! No es mala operación la de prestar algún dinero reembolsable en el verdadero mundo.»
Sin saberlo, Isaac Hakhabut pretendía imitar el procedimiento que los antiguos galos empleaban en otro tiempo, haciendo préstamos sobre billetes pagaderos en la otra vida, sin más diferencia que la de que para ellos la otra vida era la eternidad, y para el judío era la vida terrestre, a la que antes de quince meses, afortunadamente para él y desgraciadamente para sus acreedores, iba, según todas las probabilidades, a volver.
A consecuencia de lo que acabamos de decir, de igual modo que la Tierra y Galia marchaban irresistiblemente una hacia la otra, Isaac Hakhabut iba a dirigirse al capitán Servadac cuando éste se dirigía al propietario de la urca.
El encuentro tuvo lugar el 15 de noviembre en la cámara de la Hansa. El prudente judío habíase abstenido de hacer ofertas en vista de que se trataba de pedirle.
–Maese Isaac –dijo el capitán Servadac, entrando en seguida en materia–, necesitamos café, tabaco, aceite y otros artículos que tiene usted en la Hansa, y mañana Ben-Zuf y yo vendremos a comprar todo eso.
–¡Misericordia! –exclamó el judío, que comenzaba siempre por esta exclamación, con razón o sin ella.
–He dicho –repuso el capitán Servadac– que vendremos a comprar; ¿lo ha entendido usted? Comprar quiere decir, en mi opinión, tomar una mercancía a cambio del precio convenido. Por consiguiente, puede guardar sus jeremiadas para otra ocasión, porque ahora no están justificadas.
–¡Ah, señor gobernador! –respondió el judío, cuya voz temblaba como la de un pordiosero–. Ya lo entiendo, y sé que no permitirá usted que se despoje a un desdichado comerciante, cuya hacienda está toda comprometida.
–No veo el compromiso, Isaac, y le repito que no tomaremos nada sin pagarlo.
–¿Al contado?
–Al contado
–Usted comprende, señor gobernador –dijo Isaac Hakhabut–, que no puedo dar nada a crédito.
El capitán Servadac, como acostumbraba, y para estudiar aquel tipo en todos sus aspectos, le dejaba hablar. El judío continuó de este modo:
–Creo…, sí…, seguramente., que hay en Tierra Caliente personas muy distinguidas.. , quiero decir, muy dignas de crédito…, como el señor conde Timascheff…, como el señor gobernador.
A Héctor Servadac se le ocurrió dar un puntapié al judío; pero se contuvo.
–Usted comprende –añadió Isaac, con voz melosa– que, si prestara a crédito a uno, me vería obligado a prestar a otros. Esto provocaría escenas desagradables… y he resuelto no prestar a nadie.
–Así opino yo también –respondió Servadac.
–¡Ah! –dijo el judío–. Celebro infinito que el señor gobernador sea de mi opinión. Eso es entender el comercio como debe entenderse. ¿Puedo preguntarle en qué moneda se harán los pagos?
–En oro, en plata, en cobre; y, cuando se haya agotado esta moneda, en billetes de Banco…
–¡En papel! –exclamó Isaac Hakhabut–. Eso es lo que temía.
–¿No le inspiraban confianza los Bancos de Francia, de Inglaterra y de Rusia?
–¡Ah, señor gobernador…! Lo único que tiene valor son el oro y la plata; todo lo demás no vale nada.
–Por eso –respondió el capitán Servadac, mostrándose cada vez más complaciente–, por eso he dicho a usted, señor Isaac, que será pagado en oro y en plata, moneda corriente en la Tierra.
–¡En oro, en oro! –exclamó vivamente el judío–. Esa es la moneda por excelencia.
–Sí, en oro sobre todo, maese Isaac, porque precisamente el oro es el metal que más abunda en Galia; en oro ruso, en oro inglés y en oro francés.
–¡Oh, buenos oros! –murmuró el judío, a quien su codicia impulsaba a pluralizar este sustantivo tan apreciado en todos los mundos.
Ya se disponía Héctor Servadac a retirarse, cuando Isaac Hakhabut se acercó a él, diciendo:
–¿Me permitirá el señor gobernador que le haga otra pregunta?
–Pregunte cuanto quiera.
–¿Podré fijar a mis mercancías… el precio que me convenga?
–Maese Hakhabut –respondió tranquilamente el capitán Servadac–, tengo perfecto derecho a poner tasa a sus artículos; pero, como me repugnan estos procedimientos revolucionarios, señalará usted a sus mercancías el precio corriente en los mercados europeos.
–¡ Misericordia, señor gobernador! –exclamó el judío, afectado en su cuerda sensible–.
Eso es privarme de un beneficio legítimo… eso es contrario a todas las reglas comerciales… tengo derecho a imponer la ley en el mercado, porque poseo todas las reglas comerciales… porque poseo todas las mercancías. En justicia, no puede usted oponerse a ello, señor gobernador; sería un verdadero despojo.
–Los precios de Europa –respondió sencillamente el capitán Servadac.
–¡Dios de Israel! ¡Cómo! Estoy en una situación admirable para explotar…
–Eso es precisamente lo que no quiero que haga.
–Jamás volverá a presentárseme una ocasión tan favorable como ésta…
–Para desollar vivos a sus semejantes, maese Isaac. Lo siento por usted; pero no olvide que en interés común tengo derecho a disponer de todas las mercancías de la Hansa.
–¡ Disponer de lo que me pertenece legítimamente a los ojos del Eterno!
–Sí, maese Isaac –respondió el capitán–; pero perdería el tiempo si pretendiera hacerle comprender esta verdad tan sencilla. Adopte, por consiguiente, el partido de obedecer y dése por satisfecho con vender a cualquier precio sus mercancías, cuando podemos obligarle a darlas gratis.
Isaac Hakhabut iba a reanudar nuevamente sus lamentaciones, pero el capitán Servadac puso término a la entrevista, diciendo:
–Los precios de Europa, maese Isaac, los precios de Europa.
El judío pasó el resto del día echando sapos y culebras por la boca contra el gobernador y contra la colonia galiana, que pretendía poner tasa a sus mercancías, como en los malos tiempos de las revoluciones; pero se consoló al fin, tras haber hecho esta reflexión, a la que daba, sin duda, un sentido particular.
–¡Andad, gente de mala raza! Venderé a los precios de Europa; pero ganaré más de lo que podéis suponer.
Al día siguiente, 16 de noviembre, presentáronse el capitán Servadac, que quería vigilar el cumplimiento de sus órdenes, Ben-Zuf y dos marineros rusos, en la urca al amanecer.
–¿Qué tal, Eleazar? –preguntó Ben-Zuf–. ¿Cómo va, viejo tunante?
–Es usted muy amable, señor Ben-Zuf –respondió el judío.
–Venimos a hacer contigo un trato amistosamente.
–Sí… muy amistoso… pero pagando…
–A los precios de Europa –añadió el capitán Servadac.
–Bueno, bueno –repuso Ben-Zuf–. No esperarás mucho tiempo el pago.
–¿Qué necesitan ustedes? –preguntó Isaac Hakhabut.
–Por ahora –respondió Ben-Zuf– necesitamos café, tabaco y azúcar, diez kilos de cada uno de estos artículos; pero que todo sea de buena calidad, porque, en caso contrario, lo va a pagar tus huesos. Ya sabes que entiendo de esas cosas, y mucho más ahora que soy cabo furriel.
–Creía que era usted edecán del gobernador general –dijo el judío
–Sí, Caifas, lo soy en las grandes ceremonias; pero, tratándose de compras, soy cabo furriel. Vamos, no perdamos tiempo.
–¿Ha dicho usted, señor Ben-Zuf, diez kilos de café, otros diez de azúcar y otros tantos de tabaco…?
Isaac Hakhabut salió de la cámara, bajó a la bodega de la Hansa y al poco rato volvió
con diez paquetes de tabaco de los que se vendían en Francia, perfectamente embalados y con el sello del Estado. Cada uno de estos paquetes pesaba un kilogramo.
–Aquí están diez kilogramos de tabaco –dijo–; a doce francos el kilogramo, importan ciento veinte francos.
Disponíase Ben-Zuf a pagarlos, cuando el capitán Servadac lo detuvo diciendo:
–Espera, Ben-Zuf. Es preciso ver si los paquetes tienen el peso exacto.
–Tiene usted razón, mi capitán.
–¿Para qué? –respondió Isaac Hakhabut–. Ya ve que la envoltura de estos paquetes está intacta, y que en ella está indicado el peso.
–No importa, maese Isaac –respondió el capitán Servadac de un modo que no admitía réplica.
–Vamos, vejete, trae tu romana –dijo Ben-Zuf.
El judío fue a buscar la romana y suspendió del gancho un paquete de tabaco de un kilogramo.
–¡Dios de Israel! –exclamó de pronto.
Y realmente tenía motivos para exclamarse, porque, disminuida la gravedad en la superficie de Galia, la aguja de la romana sólo marcaba ciento treinta gramos, para lo que en la Tierra pesaba un kilogramo.
–Maese Isaac –dijo el capitán, que conservaba imperturbablemente su serenidad–, ya ve que he tenido razón para obligarle a pesar ese paquete.
–Pero, señor gobernador…
–Vamos, obedece –dijo Ben-Zuf.
–Pero, señor Ben-Zuf…
Y el desdichado judío no cesaba de pronunciar las mismas palabras. Había comprendido el fenómeno de la menor atracción, y temía que todos aquellos descreídos se indemnizaran, por la disminución del peso, del alto precio a que les obligaba a pagar sus géneros. ¡Ah! Si hubiera tenido balanzas ordinarias, no habría ocurrido aquello, como lo hemos explicado ya; pero no las tenía.
Pretendió reclamar y aun enternecer al capitán Servadac, pero éste mostrábase inflexible. No eran él y sus compañeros responsables de lo que sucedía, y, de todos modos, era preciso que la aguja de la romana indicara un kilogramo, cuando se iba a pagar el precio de un kilogramo.
Isaac Hakhabut tuvo al fin que someterse a las exigencias, aparentemente justas, de los compradores, no sin grandes gemidos y sin grandes risotadas de Ben-Zuf y de los marineros rusos, que no le perdonaron las chanzonetas y los epítetos. Por un kilogramo de tabaco viose obligado a dar siete, y lo mismo le sucedió con el azúcar y el café.
–¡Vamos, pues, Poncio Pilatos! –le repetía Ben-Zuf, que tenía en su mano la romana–.
¿Prefieres que nos llevemos los géneros sin pagar?
La operación quedó terminada. Isaac Hakhabut había dado setenta kilogramos de tabaco y otros tantos de café y azúcar, y había recibido por cada artículo el precio de diez kilogramos.
–Después de todo –dijo Ben-Zuf–, la culpa de lo que ocurre la tiene Galia. ¿Por qué ha venido ese judío a traficar a Galia?
Pero el capitán Servadac, que sólo había pretendido divertirse a costa del judío, impulsado por un sentimiento de justicia, hizo restablecer la equivalencia entre los precios y los pesos, e Isaac Hakhabut recibió exactamente el precio de setenta kilogramos.
Sin embargo, la situación del capitán Servadac y de sus compañeros habría disculpado aquella manera algo fantástica de hacer una operación comercial.
Como en otras circunstancias, Héctor Servadac creyó comprender que el judío pretendía ser más desgraciado de lo que en realidad era, pues sus gemidos y sus recriminaciones tenían algo de irónico, que se notaba desde luego.
Al fin, salieron todos de la Hansa e Isaac Hakhabut pudo oír a lo lejos la voz de Ben-Zuf que iba cantando alegremente una canción militar.