TRANSCURRIÓ otro mes.
Galia continuaba gravitando por los espacio interplanetarios, llevando consigo a sus habitantes a través del mundo solar. La sociedad galiana era poco numerosa; pero también poco accesible a la influencia de las pasiones humanas. La codicia y el egoísmo no anidaban sino en el alma de aquel judío, triste muestra de la raza humana, único punto negro que había en aquel microcosmos separado de la humanidad. Al fin y al cabo, algunos galianos sólo se consideraban como pasajeros que hacían un viaje de circunnavegación por el mundo solar, y por esta causa se habían instalado a bordo tan cómodamente como les había sido posible; pero, interinamente. Terminado el viaje al cabo de dos años de existencia, el buque que los conducía tocaría en la costa del antiguo esferoide y, si los cálculos del profesor eran absolutamente exactos, abandonarían el cometa para volver a poner el pie en los continentes terrestres.
Cierto que la arribada del buque Galia a la Tierra debía ir acompañada de dificultades extremas y de peligros verdaderamente terribles; pero ésta era una cuestión que se trataría cuando se aproximara el momento del desembarco.
El conde Timascheff, el capitán Servadac y el teniente Procopio tenían, por consiguiente, casi la seguridad de ver de nuevo a sus semejantes en un plazo relativamente corto, y por esta causa no necesitaban cuidarse de amontonar reservas para lo porvenir, ni de utilizar durante la estación calurosa la parte fértil de la isla Gurbí, ni de conservar las varias especies de animales cuadrúpedos y volátiles que al principio habían destinado a la reproducción.
Pero, ¿cuántas veces hablaron de los proyectos que habrían hecho para dar condiciones de habitabilidad a su asteroide, si les hubiera sido imposible salir de él algún día? ¡Cuántas obras debían llevarse a cabo para asegurar la existencia de aquel pequeño grupo de seres humanos, tan precaria durante un invierno de más de veinte meses de duración!
El 15 de enero próximo el cometa debía llegar al extremo de su eje mayor, o, lo que es lo mismo, a su afelio; y, pasado aquel punto, su trayectoria lo iría acercando al Sol con creciente celeridad. Tenían que transcurrir, por consiguiente, diez meses todavía antes que el calor solar devolviese la libertad al mar y la fecundidad a la tierra. Cuando esto ocurriese, sería llegada la época de que la Dobryna y la Hansa trasladasen hombres y animales a la isla Gurbí; las tierras serían cultivadas inmediatamente; el suelo, sembrado en tiempo oportuno, produciría en pocos meses el forraje y los cereales necesarios para la
alimentación de hombres y animales; se cogería la cosecha antes que volviese el invierno; se pasaría en la isla la vida amplia y sana de los cazadores y de los agricultores, y después, cuando el frío llegase de nuevo, se continuaría aquella existencia de trogloditas en los alvéolos del monte ignívoro. Las abejas habían preparado la Colmena de Nina para habitarla durante la penosa y larga estación fría.
Cuando los colonos volviesen a su cálida morada, ¿no harían alguna lejana exploración para descubrir alguna mina de combustible, algún yacimiento de carbón fácilmente explotable? ¿No intentarían construir en la misma isla Gurbí una habitación más cómoda y más apropiada a las necesidades de la colonia y a las condiciones climáticas de Galia?
Seguramente lo harían así, y procurarían conseguirlo para librarse de aquel largo secuestro en las cavernas de Tierra Caliente, secuestro más sensible aún desde el punto de vista físico, porque era necesario ser un Palmirano Roseta, un ser original absorto en sus investigaciones científicas, para no sentir los graves inconvenientes de aquella situación y para desear permanecer en Galia toda la vida en condiciones tan desventajosas.
Además, los habitantes de Tierra Caliente estaban amenazados de una eventualidad terrible. ¿Podría afirmarse que no se presentaría en lo porvenir? ¿Podría asegurarse que no habría de producirse antes que el Sol hubiera restituido al cometa el calor que exigía su habitabilidad? La cuestión era grave y fue con frecuencia tratada desde el punto de vista de lo presente y no desde el de un porvenir que los galianos esperaban evitar con su vuelta a la Tierra.
En efecto, podía ocurrir que el volcán que caldeaba toda la Tierra Caliente se extinguiera. Los fuegos interiores de Galia, ¿eran inagotables?
En caso contrario, ¿qué sería de los habitantes de la Colmena de Nina, cuando concluyese la erupción? ¿Se verían obligados a refugiarse en las entrañas del cometa para buscar una temperatura más soportable? Y aun allí mismo, ¿podrían soportar los fríos del espacio?
Sin duda alguna, en un porvenir tan lejano como quiera suponérsele, Galia debía correr la misma suerte que todos los mundos del universo: la extinción de sus fuegos interiores.
Se convertiría en un astro muerto, como es hoy la Luna, y como llegará a serlo la Tierra; pero este porvenir no alarmaba a los galianos, porque abrigaban la convicción de salir de Galia mucho antes que se hiciera inhabitable.
Sin embargo, la erupción podía cesar en el momento menos pensado, como sucede a los volcanes terrestres, y aun antes de que el cometa se hubiera acercado suficientemente al Sol. En este caso, ¿dónde encontrar aquella lava que distribuía tan útilmente el calor hasta en las profundidades de la Colmena? ¿Qué combustible produciría el calor suficiente para devolver a aquellas habitaciones la temperatura media que permitiera a aquel puñado de hombres pasar impunemente fríos de sesenta grados bajo cero?
Afortunadamente, la erupción de las materias volcánicas no había sufrido ninguna modificación hasta entonces. El volcán continuaba funcionando con regularidad y, como hemos dicho, con calma de buen agüero. Así, pues, desde este punto de vista no había motivo de temor ni para lo presente ni para lo porvenir. Así, por lo menos, opinaba el capitán Servadac, que confiaba siempre en su buena suerte.
El 15 de diciembre encontrábase Galia a doscientos dieciséis millones de leguas del
Sol, casi al extremo del eje mayor de su órbita. La celeridad mensual era ya únicamente de once a doce millones de leguas. Un mundo nuevo mostrábase, a la sazón, a las miradas de los galianos y más particularmente a las de Palmirano Roseta, quien, después de haber observado a Júpiter de más cerca que ningún hombre antes que él, contemplaba con gran atención a Saturno.
Sin embargo, la proximidad no era la misma: trece millones de leguas solamente habían separado al cometa del mundo joviano, mientras que del curioso planeta lo separaban sesenta y tres millones. No había, por consiguiente, que temer otros retrasos que los calculados, ni ninguna otra circunstancia grave.
De todos modos, Palmirano Roseta iba a poder observar a Saturno como si, encontrándose él en la Tierra, el planeta se hubiera acercado en medio diámetro de su órbita.
Era inútil pedirle detalles acerca de Saturno; el profesor no tenía ya deseos de hablar ex cáthedra. No era fácil hacerle salir de su observatorio y parecía que tenía atornillado sobre sus ojos el ocular de su telescopio.
Por fortuna, en la biblioteca de la Dobryna había algunos libros de cosmografía elemental y, gracias al teniente Procopio, los galianos, a quienes interesaban estas cuestiones astronómicas, pudieron saber qué era el mundo de Saturno.
En primer lugar, Ben-Zuf quedó satisfecho cuando se le dijo que si Galia se hubiera alejado del Sol a la distancia en que gravitaba Saturno, no habría podido divisar la Tierra a simple vista; y el ordenanza tenía vivísimo interés en que el globo terrestre continuara siempre visible a sus ojos.
–Mientras veamos la Tierra, no hay nada que temer –repetía.
Y, efectivamente, a la distancia que separaba a Saturno del Sol, la Tierra hubiera sido invisible hasta para los ojos más perspicaces.
Saturno flotaba a ¡a sazón en el espacio a ciento setenta y cinco millones de leguas de Galia, y, por consiguiente, a trescientos sesenta y cuatro millones trescientas cincuenta mil leguas del Sol. A esta distancia sólo recibía la centésima parte de la luz y del calor que el astro radiante enviaba a la Tierra.
El libro enseñó a los habitantes de Galia que Saturno tarda en efectuar su revolución alrededor del Sol veintinueve años y ciento sesenta y siete días terrestres, recorriendo, con una celeridad de ocho mil ochocientas cincuenta y ocho leguas por hora, una órbita de dos mil doscientos ochenta y siete millones quinientas mil leguas, «siempre despreciando las fracciones», como decía Ben-Zuf. La circunferencia de este planeta mide en su ecuador noventa mil trescientas ochenta leguas; su superficie es de cuarenta mil millones de kilómetros cuadrados, y su volumen de seiscientos sesenta mil millones de kilómetros cúbicos. En suma, Saturno es setecientas treinta y cinco veces mayor que la Tierra, y, por consiguiente, más pequeño que Júpiter. Por otra parte, la masa del planeta es únicamente cien veces mayor que la de] globo terrestre, lo que le asigna una densidad menos fuerte que la del agua. Gira sobre su eje en diez horas y veintinueve minutos, lo cual da a su año veinticuatro mil seiscientos días, en tanto que sus estaciones, merced a la inclinación considerable del eje sobre el plano de su órbita, duran siete años terrestres cada una.
Pero lo que debe dar a los habitantes de Saturno, si Saturno tiene habitantes, noches espléndidas son las ocho lunas que escoltan su planeta y que tienen los nombres mitológicos de Midas, Encelades, Tetis, Dione, Rea, Titán, Hiperión y Japet. La revolución de Midas sólo dura veintidós horas y media, pero la de Japet es de setenta y nueve días; y si Japet gravita a novecientas diez mil leguas de Saturno, Midas circula a treinta y cuatro mil leguas solamente, casi tres veces más cerca que gira la Luna alrededor de la Tierra. Deben ser, por lo tanto, sumamente espléndidas aquellas noches, aunque la intensidad de la luz emanada del Sol es relativamente pequeña ({5}).
Lo que hace hermosas las noches de ese planeta, es indudablemente el triple anillo que lo rodea. Saturno parece que se encuentra encajado como un diamante en una resplandeciente montura; y un observador situado precisamente bajo el anillo que pasa por su cenit a cinco mil ciento sesenta y cinco leguas de su cabeza, sólo ve una estrecha banda cuya anchura ha calculado Herschel en cien leguas, presentándose, por consiguiente, como un hilo luminoso tendido sobre el espacio. Pero si el observador se separa a una parte o a otra, entonces puede ver tres anillos concéntricos, que se destacan poco a poco unos de otros: el más próximo, oscuro y diáfano, de tres mil ciento veintisiete leguas de anchura; el intermedio de siete mil trescientas ochenta y ocho leguas, y más brillante aún que el mismo planeta, y, en fin, el anillo exterior de tres mil setecientas setenta y ocho leguas y que a la vista parece de color gris.
Tal es el apéndice anular que se mueve en su propio plano en diez horas y treinta y dos minutos. ¿De qué materia se compone ese apéndice y cómo resiste a la disgregación? Se ignora; pero, dejándolo subsistir, parece que el Creador ha querido mostrar a los hombres de qué manera se han ido formando poco a poco los cuerpos celestes. En efecto, ese apéndice es el resto de la nebulosa que, después de haberse concentrado por grados, ha formado el planeta Saturno. Por razones desconocidas, este apéndice se ha solidificado quizá por sí mismo, y se romperá o caerá en trozos sobre Saturno, o estos trozos se convertirán en otros tantos satélites del planeta.
De todos modos, para los habitantes de Saturno que se encuentren entre los cuarenta y cinco grados de latitud y el ecuador de su esferoide, este triple anillo debe producir fenómenos sumamente curiosos. Unas veces, aparece sobre el horizonte un arco inmenso, roto en la clave de su bóveda por la sombra que Saturno proyecta en el espacio, otras veces muéstrase en su integridad como una media aureola, y con frecuencia eclipsa al Sol, que aparece y reaparece en tiempos matemáticos, con gran júbilo sin duda de los astrónomos saturninos. Si a eso se agrega la salida y la puesta de las ocho lunas, unas llenas, otras en cuadratura, presentando discos argentados, el aspecto del cielo de Saturno durante la noche debe ser espectáculo incomparablemente hermoso.
Los galianos no podían contemplar todas las magnificencias de este mundo, porque se encontraban muy lejos de él; los astrónomos terrestres, armados de sus telescopios, aproxímanse mil veces más que lo que estaba Galia, y los libros de la Dobryna enseñaron al capitán Servadac y a sus compañeros mucho más que sus propios ojos. No se quejaban, sin embargo, porque la vecindad de aquellos grandes astros entrañaba peligros sumamente graves para su ínfimo cometa.
No podían penetrar más en el mundo apartado de Urano; pero ya hemos dicho que el planeta principal de este mundo, ochenta y dos veces mayor que la Tierra, desde la que
sólo es visible como una estrella de sexta magnitud, en su más corta distancia, parecía entonces muy distintamente a simple vista. Sin embargo, no se distinguía ninguno de los ocho satélites que lleva consigo por su órbita elíptica, en cuyo trayecto emplea ochenta y cuatro años terrestres, y que se aleja por término medio a setecientos veintinueve millones de leguas del Sol ({6}).
El último planeta del sistema solar –el último, hasta que cualquier astrónomo del porvenir descubra otro más lejano todavía– no podía ser visto por los galianos. Palmirano Roseta lo distinguió sin duda en el campo de su telescopio, pero no dispensó a nadie los honores de su observatorio y los galianos viéronse reducidos a observar a Neptuno en los libros de cosmografía. La distancia de éste al Sol es de unos mil ciento cuarenta millones de leguas, y tardando en efectuar su revolución ciento sesenta y cinco años terrestres.
Neptuno recorre, por lo tanto, su inmensa órbita de siete mil ciento setenta millones de leguas, con una celeridad de veinte mil kilómetros por hora, bajo la forma de un esferoide, ciento cincuenta veces mayor que la Tierra, y alrededor del cual circula un satélite a cien mil leguas de distancia ({7}).
Esta distancia, de cerca de mil doscientos millones de leguas, en que se encuentra la órbita de Neptuno, parece que es el límite del sistema solar; pero por grande que sea el diámetro de este sistema, todavía es insignificante, comparado con el del grupo sideral a que pertenece el astro del día.
Efectivamente, el Sol parece formar parte de esa grande nebulosa de la Vía Láctea, en medio de la cual brilla como una modesta estrella de cuarta magnitud. ¿Adonde, pues, habría ido Galia si el Sol no hubiera ejercido atracción sobre él? ¿A qué nuevo centro se habría agregado al recorrer el espacio sideral? Probablemente, al más próximo de las estrellas de la Vía Láctea.
Ahora bien, esta estrella es la Alfa, de la constelación del Centauro, y su luz, que recorre setenta y siete mil leguas por segundo, tarda tres años y medio en llegar a la Tierra.
¿Cuál es, pues, esta distancia al Sol? Es de tal naturaleza que, para ponerla en números, los astrónomos han tenido que tomar el millón como unidad, y dicen que Alfa se encuentra a una distancia de ocho millones de millones de leguas, o sea a ocho billones de leguas.
¿Se conoce gran número de estas distancias estelares? Ocho, a lo menos, han sido medidas, y entre las principales estrellas a que ha podido aplicarse esta medida se cita a Vega, situada a cincuenta mil millones de millones; a Sirio, que está a cincuenta y dos mil doscientos millones de millones; la Polar, a ciento diecisiete mil seiscientos; la Cabra, a ciento setenta mil cuatrocientos millones de millones de leguas… Este último número consta ya de quince cifras.
Para dar idea de estas distancias, tomando por base la celeridad de la luz, se puede hacer el siguiente razonamiento:
Supongamos que existe una persona a quien Dios haya dotado de un poder de vista infinito y coloquémosla en la Cabra. Si mira a la Tierra presenciará los sucesos ocurridos hace setenta y dos años. Si se traslada a una estrella diez veces más lejana, verá los acontecimientos que sucedieron hace setecientos veinte años; más lejos todavía, a una distancia que la emplee en recorrerla mil ochocientos años, presenciará la muerte de
Cristo; y más lejos todavía, a una distancia que el rayo luminoso no recorra sino en seis mil años, contemplará las desolaciones del Diluvio Universal.
Más lejos aún, puesto que el espacio es infinito, vería, según la tradición bíblica, a Dios creando los mundos. Efectivamente, todos los hechos están, por decirlo de algún modo, estereotipados en el espacio, y nada puede tomarse de lo que una vez ha ocurrido en e! universo celeste.
Quizás estaba en lo cierto el aventurero Palmirano Roseta al desear vivir en el mundo sideral, donde tantas maravillas hubieran deleitado su vista. Si un cometa hubiera entrado sucesivamente al servicio de una estrella y después al de otra, ¡cuántos sistemas estelares diferentes hubiera podido observar! Galia se habría movido al compás de aquellas estrellas cuya fijeza es sólo aparente, pero que se mueven, como Arturo, con una celeridad de veintidós leguas por segundo. El Sol mismo marcha a razón de setenta y dos millones de leguas anualmente con dirección a la constelación de Hércules; pero tan enorme es la distancia entre unas y otras estrellas, que sus posiciones respectivas, a pesar de este rápido movimiento no han sufrido hasta el presente modificación alguna a la vista de los observadores terrestres.
Sin embargo, estos movimientos seculares deben necesariamente alterar en el transcurso del tiempo la forma de las constelaciones, porque cada estrella marcha, o parece marchar, con celeridad distinta que sus compañeras. Los astrónomos han indicado las posiciones nuevas que los astros tomarán, unos respecto de otros, al cabo de gran número de años, y las figuras que formarán ciertas constelaciones dentro de cincuenta mil años, han sido reproducidas gráficamente y ofrecen a la vista, por ejemplo, en lugar del cuadrilátero irregular de la Osa Mayor, una larga luz proyectada sobre el cielo, y en lugar del pentágono de la constelación de Orión, un simple cuadrilátero; pero ni los habitantes de Galia, ni los del globo terrestre, podrán comprobar por sí mismos la verdad de estas dislocaciones sucesivas.
No era éste el fenómeno que Palmirano Roseta buscaba en el mundo sideral. Si alguna circunstancia hubiera llevado al cometa fuera de su centro atractivo, para someterlo a la atracción de los otros astros, sus miradas se habrían deleitado contemplando maravillas de las que el sistema solar no puede dar ni siquiera la menor idea.
A lo lejos, en efecto, los grupos planetarios no son gobernados siempre por un sol único. El sistema monárquico parece desterrado de ciertos puntos del cielo. Un sol, dos soles, seis soles, dependientes unos de otros, gravitan bajo sus influencias recíprocas, y son astros de diversos colores: rojos, amarillos, verdes, anaranjados o azules. ¡Cuan admirables deben ser estos contrastes de luz, proyectados sobre la superficie de sus planetas! ¡Quién sabe si Galia habría podido ver sobre su horizonte días iluminados sucesivamente por todos los colores del arco iris!
Pero no podía gravitar bajo e’ poder de un nuevo centro, ni mezclarse entre las estrellas que han podido ser contadas por poderosos telescopios, ni perderse en aquellos centros estelares que no han podido ser examinados todavía, ni, en fin, entre las compactas nebulosas que resisten a los más poderosos telescopios, y de las que cuentan los astrónomos más de cinco mil, diseminadas por el espacio.
No; Galia no estaba destinado a abandonar el mundo solar, ni a perder de vista a la
Tierra. Después de haber descrito una órbita de seiscientos treinta millones de leguas, no había hecho sino un insignificante viaje por el universo, cuya inmensidad es ilimitada.
CAPITULO XII
LOS HABITANTES DE GALIA CELEBRAN EL
PRIMERO DE ENERO, QUE TERMINÓ DE UNA
MANERA INESPERADA
C
UANTO más iba alejándose del Sol el cometa Galia mayor iba siendo el frío, habiendo descendido ya la temperatura a más de cuarenta y dos grados bajo cero. En estas condiciones, los termómetros de mercurio no eran utilizables, porque el mercurio se solidifica a los cuarenta y dos grados. Púsose en acción, por consiguiente, el termómetro de alcohol de la Dobryna, y su columna descendió a cincuenta y tres grados bajo cero.
El efecto previsto por el teniente Procopio, habíase manifestado en la ensenada en que invernaban los dos buques. Las capas se habían ido espesando lenta, pero incesantemente, bajo las quillas de la Hansa y de la Dobryna, que, levantadas en su pedestal congelado, cerca del promontorio de rocas que les servía de abrigo, llegaba ya a un nivel de cincuenta pies sobre el mar de Galia. Ninguna fuerza humana habría podido impedir aquel movimiento ascendente que la condensación del hielo producía.
Al teniente Procopio le preocupaba mucho la suerte que esperaba a la goleta que, por ser más ligera que la urca, dominaba a ésta un poco. Sacáronse de ella todos los objetos que contenía, dejándole sólo el casco, la arboladura y la máquina. Pero aquel casco, en ciertos casos, ¿no estaba destinado a dar refugio a la pequeña colonia? Si en la época del deshielo se rompía, en una caída imposible de evitar, y si los galianos se veían obligados a salir de Tierra Caliente, ¿qué otra embarcación podría remplazarla?
No sería la urca, que estaba tan amenazada como la Dobryna, y destinada a sufrir la misma suerte. La Hansa, mal soldada en su casco, inclinábase ya bajo un ángulo alarmante, hasta el punto de ser peligrosa la permanencia en ella, a pesar de lo cual el judío no pensaba en abandonar su cargamento que quería vigilar noche y día. Conocía que su vida estaba comprometida; pero su hacienda lo estaba más y no cesaba de renegar y de lanzar maldiciones.
En estas circunstancias, el capitán Servadac adoptó una resolución a la que el judío no tuvo más remedio que someterse.
Si la vida de Isaac Hakhabut interesaba poco a los diversos miembros de la colonia galiana, el cargamento de su arca tenía un precio que no podía desconocerse y era preciso salvarlo del desastre inminente que lo amenazaba. El capitán Servadac intentó al principio inspirar a Isaac Hakhabut los temores de que él mismo participaba; pero no pudo conseguirlo, y el judío se negó a salir del buque.
–Puede usted quedarse –respondió Héctor Servadac–; pero el cargamento de la Hansa será trasladado a los almacenes de Tierra Caliente.
Las lamentaciones de Isaac Hakhabut no conmovieron a nadie y el traslado de las mercancías empezó el día 20 de diciembre.
El judío podía instalarse en la Colmena de Nina, vigilar lo mismo que antes sus géneros, vender y traficar bajo el precio convenido. Ningún perjuicio se le habría causado y, en realidad de verdad, si Ben-Zuf se había permitido censurar a su capitán, lo había hecho por guardar ciertas consideraciones a aquel miserable hijo de Israel.
En el fondo, a Isaac Hakhabut le beneficiaba grandemente la resolución adoptada por el gobernador general, porque ella salvaba sus intereses, poniendo su hacienda en lugar seguro, sin que él tuviera que pagar por la descarga de su urca, porque se hacía «contra su voluntad».
Esta tarea tuvo empleados a rusos y españoles durante muchos días. Bien vestidos y echados sus capuchones sobre la cabeza, pudieron arrostrar impunemente aquella baja temperatura, evitando tocar con las manos desnudas los objetos de metal que trasladaban de la urca a la Colmena, k» que les habría hecho perder la piel de los dedos, como si aquellos objetos hubieran estado enrojecidos al fuego, porque el efecto producido por el hielo en este caso es absolutamente idéntico al de una quemadura.
La tarea terminóse, pues, sin accidente, y el cargamento de la Hansa quedó almacenado en una de las amplias galerías de la Colmena de Nina.
Hasta que la tarea no estuvo completamente terminada, no quedó tranquilo el teniente Procopio; y, entonces, Isaac Hakhabut, no teniendo ya razón ninguna para permanecer en su urca, pasó a habitar la misma galería reservada a sus mercancías.
Es preciso convenir que no incomodaba a nadie; apenas se le veía; dormía cerca de su hacienda y se alimentaba con ella; una lámpara de alcohol le servía para cocinar los alimentos, y los habitantes de la Colmena de Nina no sostenían con él más relaciones que las absolutamente indispensables para adquirir alguno de los géneros que Isaac Hakhabut les vendía.
Lo cierto es que poco a poco todo el oro y toda la plata de la pequeña colonia iba siendo guardado en un armario de triple secreto, cuya llave no se separaba jamás de Isaac Hakhabut.
Acercábase ya el 1.° de enero del calendario terrestre, y dentro de pocos días habría transcurrido un año desde el encuentro del globo terrestre con el cometa, o, lo que es lo mismo, desde aquel choque que había separado de sus semejantes a treinta y seis seres humanos. Todos vivían aún, por fortuna, y en las nuevas condiciones climatológicas en que se encontraban, su salud no se había alterado. Un temperatura progresivamente decreciente, pero sin cambios bruscos, sin alternativas, y hasta puede agregarse sin corrientes de aire, había impedido hasta el menor resfriado. Nada, por consiguiente, más sano que el clima del cometa, y todo inducía a creer que, si los cálculos del profesor eran exactos y Galia volvía a la Tierra, los galianos llegarían todos.
Aunque aquel primer día del año no era día de la renovación del año galiano, porque comenzaba el cometa la segunda mitad de su revolución solar, el capitán Servadac quiso
que se festejara con gran solemnidad.
–Es preciso –dijo al conde Timascheff y al teniente Procopio– que nuestros compañeros se interesen en las cosas de la Tierra, adonde tenemos que volver un día, y aunque esta vuelta no se efectuara nunca, sería útil conservar los lazos que nos unen con el antiguo mundo a lo menos por medio del recuerdo. Allí festejarán la renovación del año; festejémosla nosotros también en el cometa. Esta simultaneidad de sentimientos es buena y no hay que olvidar que seguramente se acuerdan de nosotros en la Tierra. Desde diversos puntos del globo se ve a Galia gravitar por el espacio, si no a simple vista, dadas su pequeñez y su distancia, a lo menos con el auxilio de anteojos y telescopios. Galia continúa formando parte del mundo solar y está unido al globo terrestre por un vínculo científico.
–Apruebo la resolución de usted, capitán– respondió el conde Timascheff–. Es absolutamente cierto que los observadores deben seguir con interés la marcha del nuevo cometa, y desde París, Petersburgo, Greenwich, Cambridge, el Cabo y Melbourne, nos estarán observando todas las noches con poderosos telescopios.
–Galia debe estar de moda por allá –dijo el capitán Servadac–, y me admiraría mucho que las revistas científicas y los periódicos diarios no tuvieran al público al corriente de todos los hechos y gestos de nuestro cometa Pensemos, por lo tanto, en los que piensan en nosotros, y durante este 1.” de enero terrestre pongámonos en comunicación de sentimientos con ellos.
–¿Creen ustedes –dijo entonces el teniente Procopio– que en la Tierra se cuidan del cometa que ha chocado con ella? Pues bien, el interés científico o el sentimiento de curiosidad entran por menos que otras consideraciones en la atención con que nos miran.
Las observaciones de nuestro astrónomo habrán sido hechas también en la Tierra, y con no menor precisión. Desde largo tiempo se han determinado las efemérides de Galia, son conocidos los elementos del nuevo cometa; se sabe cuál es la trayectoria que recorre en el espacio y se ha averiguado dónde y cómo debe encontrarse con la Tierra; en qué punto preciso de la eclíptica; en qué segundo de tiempo, y hasta en qué sitio debe volver a chocar con el globo terrestre. Es, pues, la certidumbre de este choque lo que debe tener preocupados los ánimos. Casi me atrevo a afirmar que en la Tierra se han adoptado precauciones para atenuar los desastrosos efectos de un nuevo choque, si por ventura se puede tomar alguna que sea eficaz.
El teniente Procopio debía estar en lo cierto, porque lo que decía era lógico. La vuelta de Galia, perfectamente calculada, era lo que debía preocupar a los observadores terrestres, quienes debían pensar en el nuevo cometa más para temer que para desear su proximidad. Es verdad que los galianos, aunque deseaban el nuevo choque, no dejaban de temer las consecuencias que pudiera tener. Si en la Tierra, como creía el teniente Procopio, se habían adoptado medidas para atenuar los desastres, ¿no convendría hacer lo mismo en Galia? Esto es lo que debía meditarse detenidamente y resolverlo en tiempo oportuno.
De todos modos, decidióse celebrar la fiesta del primero de enero. Los rusos lo festejarían también, como los franceses y españoles, aunque su calendario no fijaba en esta fecha la renovación del año terrestre.
Llegó Navidad; el aniversario del nacimiento de Cristo fue solemnizado
religiosamente por todos, menos por el judío, que pareció ocultarse aquel día con más obstinación que nunca en su tenebroso rincón
Durante la última semana del año, Ben-Zuf tuvo que cavilar mucho para combinar el programa de la fiesta, que en Galia no podía, naturalmente, ofrecer muchas variaciones. Se decidió, pues, que el gran día comenzara por un almuerzo monstruo y acabara por un gran paseo por el hielo hacia la isla Gurbí. Después regresarían todos con antorchas, es decir, cuando llegara la noche, al resplandor de las que se fabricaran por medio de ingredientes procedentes del cargamento de la Hansa, que se compraría al judío.
–Sí, el almuerzo será notablemente bueno –dijo Ben-Zuf– y el paseo notablemente alegre, que es todo lo que necesitamos.
La formación de la lista de los manjares fue un negocio grave que motivó frecuentes consultas entre el ordenanza del capitán Servadac y el cocinero de la Dobryna, hasta que al fin se consiguió una fusión inteligente de los métodos de la cocina rusa con los de la cocina francesa.
La noche del 31 de diciembre quedó todo dispuesto. Los manjares fríos, conservas de carne, pasteles de caza, galantinas y otros, comprados a buen precio al judío Hakhabut, figuraban ya sobre la mesa de la amplia sala. Los platos calientes debían prepararse a la mañana siguiente en los hornillos de lava.
Aquella noche se discutió la conveniencia de invitar o no al profesor Palmirano Roseta a tomar parte en el solemne banquete. Como era natural, se convino en invitarle, pero nadie esperó que la invitación fuese aceptada.
El capitán Servadac pretendió subir personalmente al observatorio; pero Palmirano Roseta recibía tan mal a los importunos, que se prefirió enviarle una esquela de invitación.
El joven Pablo, encargado de llevar la carta, volvió pronto con la respuesta, redactada en los siguientes términos:
«Palmirano Roseta no tiene que dar otra contestación que la siguiente: Como hoy es el día 125 de junio, mañana será el 1.” de julio, porque en Galia se debe contar con arreglo al calendario galiano.»
Era una negativa fundada en motivos científicos, pero negativa al fin.
El 1.º de enero, cuando apenas hacía una hora que había salido el Sol, franceses, rusos, españoles y la pequeña Nina, que representaba a Italia, encontrábanse ya sentados en torno de una mesa, sobre la que había un almuerzo tan copioso y suculento como jamás se había visto en la superficie de Galia. En lo referente a la parte sólida, Ben-Zuf y el cocinero de la Dobryna habíanse excedido a sí mismos; cierto plato de perdices con coles, en el que las coles habían sido remplazadas por un cari capaz de disolver las papilas de la lengua y las mucosas del estómago fue el plato triunfante. Los vinos, procedentes de las reservas de la Dobryna, eran excelentes. Vinos de Francia y vinos de España fueron bebidos en honor de sus respectivos países, y Rusia no se vio olvidada, merced a varios frascos de kummel.
El almuerzo fue, como había anunciado Ben-Zuf, muy bueno y muy alegre.
A los postres se brindó por la patria común, el antiguo esferoide, y por el pronto y feliz regreso a la Tierra, brindis que fue acogido con tales vivas que debieron llegar a oídos de
Palmirano Roseta en las alturas de su observatorio.
Cuando terminó el almuerzo faltaban aún tres horas para que terminase el día. El Sol pasaba entonces por el cenit, un Sol que no hubiera podido madurar los vinos de Burdeos o de Borgoña, que se habían bebido, porque su disco iluminaba vagamente el espacio sin calentarlo.
Los comensales se pusieron vestidos de abrigo, envolviéndose de pies a cabeza en pieles, para hacer una excursión que debía durar hasta la noche, durante la cual tenían que arrostrar una terrible temperatura, a pesar de lo tranquilo de la atmósfera.
Salieron, pues, todos de la Colmena de Nina, unos hablando y otros cantando, y en la playa helada cada cual se calzó sus patines y dirigióse adonde le pareció conveniente, unos solos y otros por grupos.
El conde Timascheff, el capitán Servadac y el teniente Procopio iban juntos. Negrete y los españoles vagaban a capricho por la inmensa llanura, lanzándose con incomparable celeridad hasta los últimos límites del horizonte. Se habían adiestrado mucho en el patinaje y desplegaban, además de gran ardor, la gracia que les era peculiar.
Los marineros de la Dobryna, como acostumbra hacerse en los países del Norte, se habían puesto todos en fila, manteniéndolos en línea recta una larga vara, fijada bajo el brazo derecho de cada uno, y así corrían hasta perderse de vista, como un tren al que los carriles sólo permiten describir curvas de gran radio.
Pablo y Nina iban asidos del brazo, gritando alegremente como los pajarillos a quienes se les pone en libertad, patinando con una gracia indecible, volviendo hacia el grupo del capitán Servadac y alejándose nuevamente. Aquellos dos niños resumían en sí toda la alegría y quizá también toda la esperanza de la tierra galiana.
Ben-Zuf, que iba incesantemente de uno a otro grupo con inagotable buen humor, entregábase a la alegría presente sin cuidarse de lo porvenir.
Los patinadores, llevados por el primer impulso sobre aquella superficie helada, anduvieron mucho y pasaron de la línea circular sobre la que se cerraba el horizonte de Tierra Caliente. Pronto desaparecieron detrás de ellos las primeras rocas, después la cresta blanca de las peñas y, al fin, la cima del volcán con su penacho de vapores fuliginosos. A veces, deteníanse para tomar aliento, pero sólo durante un momento, porque temían enfriarse; y luego, volvían a partir hacia la orilla del Gurbí, pero sin pretender llegar a ella porque, al caer la noche, tenían que estar de regreso en la Colmena de Nina.
El Sol se inclinaba ya hacia el Este, o, mejor dicho, caía rápidamente, efecto a que los galianos estaban ya acostumbrados. La puesta del Sol verificábase en condiciones particulares en aquel limitado horizonte. Los admirables matices que dan a la Tierra los últimos rayos solares no se veían allí. La vista misma, al través de aquella mar congelada, no percibía el último rayo de luz verde que se levanta al través de la superficie líquida. El Sol, aumentado de tamaño aparentemente, bajo el influjo de la refracción, presentaba un disco de circunferencia muy marcada, y desaparecía bruscamente, como si de pronto se abriera una trampa en el campo de hielo. Inmediatamente se extendía la oscuridad por todas partes.
Antes de desaparecer el Sol por completo, el capitán Servadac reunió a toda su gente
para recomendarles que se agruparan en torno suyo, porque aunque se había hecho la expedición en guerrillas, convenía volver en columna cerrada para no extraviarse en las tinieblas, y entrar juntos en Tierra Caliente.
La oscuridad era profunda, porque la Luna, en conjunción con el Sol, perdíase en la vaga irradiación solar. Anocheció, al fin. Las estrellas no esparcían sobre el suelo galiano más que esa pálida claridad de que habla Corneille. Encendiéronse las antorchas, y mientras los que las llevaban se deslizaban con rapidez sobre sus patines, las llamas, como gallardetes desplegados por la brisa, se inclinaban hacia atrás, avivadas por la celeridad de los conductores.
Una hora después, el alto litoral de Tierra Caliente mostróse confusamente en el horizonte, como una enorme nube negra. No era posible engañarse: el volcán lo dominaba desde lo alto, proyectando en la sombra un resplandor intenso. La reverberación de las lavas incandescentes sobre el espejo del mar helado, iluminaba el grupo de los patinadores, dejando tras de sí sombras desmesuradas.
En esta forma caminaron durante media hora, acercándose todos rápidamente al litoral; pero al cabo de este tiempo se oyó un grito.
Era Ben-Zuf quien lo había lanzado. Todos se detuvieron, haciendo que los patines mordieran el hielo.
Entonces, al resplandor de las antorchas, que estaban ya próximas a extinguirse, se vio que Ben-Zuf extendía los brazos hacia el litoral.
Al grito de Ben-Zuf respondieron al instante todas las bocas.
El volcán acababa de apagarse de pronto. Las lavas que hasta entonces habían salido del cono superior, cesaron súbitamente, como si un viento poderoso hubiera pasado por el cráter, extinguiéndolo.
Todos comprendieron que la fuente del fuego había cesado de manar. ¿Faltaba la materia eruptiva? ¿Iba a faltar el calor para siempre en Tierra Caliente, sin medios de combatir los rigores del invierno galiano? ¿Les esperaba la muerte por el frío?
–¡Adelante! –gritó el capitán Servadac con voz atronadora.
Las antorchas habíanse apagado. Todos se lanzaron en medio de la profunda oscuridad, llegaron rápidamente al litoral, treparon trabajosamente por las rocas heladas y se precipitaron en la galería abierta. Pocos instantes después, se encontraban reunidos en el salón…
Las tinieblas eran muy densas y la temperatura había descendido ya mucho. La sábana de fuego no cerraba la gran entrada, y el teniente Procopio, inclinándose hacia fuera, vio que el lago, que se había mantenido líquido hasta entonces bajo la catarata de lavas, estaba ya solidificado por el frío.
Así terminó Galia aquel primer día del año terrestre, que había empezado con tanta alegría.