CAPÍTULO XIV DONDE SE DEMUESTRA QUE LOS SERES HUMANOS NO ESTÁN CONSTITUIDOS PARA GRAVITAR A DOSCIENTOS VEINTE MILLONES DE LEGUAS DEL SOL

GALIA, por lo tanto, desde aquel día iba a subir poco a poco por su curva elíptica con una celeridad creciente. Todos los seres que vivían en su superficie estaban sepultados en las profundidades del volcán, exceptuando a los trece ingleses de Gibraltar.

¿Cómo habían soportado éstos la primera mitad del invierno galiano en el islote en que se habían obstinado en permanecer? Mejor, seguramente, que los habitantes de Tierra Caliente; a lo menos tal era la opinión de éstos. En efecto, no habían tenido necesidad de tomar de un volcán el calor de sus lavas para adoptarlo a las necesidades de la vida. Su reserva de carbón y de víveres era abundantísima, y ni el alimento ni el combustible les faltaba. El cuerpo de guardia que ocupaban, sólidamente acasamatado, con sus espesas paredes de piedra, les había protegido, sin duda alguna, contra los más grandes descensos de la temperatura. Bien abrigados, no habían tenido frío; bien alimentados, no habían podido tener hambre, e indudablemente sus trajes habían llegado a ser estrechos para las carnes que habían debido adquirir. El brigadier Murphy y el mayor Oliphant habían debido dirigirse mutuamente los golpes más estratégicos en el palenque de su tablero de ajedrez. Nadie dudaba que todo hubiera pasado conveniente y cómodamente en Gibraltar, y en todo caso Inglaterra no tendría sino elogios para los dos oficiales y los once soldados que habían permanecido fielmente en su puesto.

Si el capitán Servadac y sus compañeros hubieran estado amenazados de morir de frío, habrían podido refugiarse en el islote de Gibraltar. Ocurrióseles hacerlo, y sin duda hubieran sido recibidos hospitalariamente en aquel islote, aunque la primera acogida que se les dispensó había dejado mucho que desear. Los ingleses no eran hombres capaces de abandonar a sus semejantes, ni negarles auxilio, y, en caso de necesidad absoluta, los colonos de Tierra Caliente no hubieran vacilado en emigrar a Gibraltar; pero habrían tenido que hacer un largo viaje por el inmenso campo de hielo, sin abrigo y sin fuego, y no todos los que lo hubieran emprendido habrían quizá llegado a su término. Por consiguiente, este proyecto no podía ser puesto en práctica sino en un caso desesperado, y se resolvió no abandonar Tierra Caliente mientras el volcán produjera suficiente calor.

Ya hemos dicho que todo ser viviente de la colonia galiana se había refugiado en las excavaciones de la chimenea central, y así fue en efecto, aunque costó sumo trabajo bajar a aquella profundidad a los dos caballos del capitán Servadac y de Ben-Zuf; pero el capitán Servadac y su asistente tenían empeño especial en conservar a Céfiro y Galeta y llevarlos vivos a la Tierra. Estimaban mucho a aquellos pobres animales, poco

acostumbrados a vivir en tan nuevas condiciones climatológicas. Destinóseles una espaciosa cueva, que quedó convertida en caballeriza, y se les alimentó con forraje, del que había gran provisión.

Sin embargo, hubo necesidad de sacrificar gran número de los demás animales domésticos, porque alojarlos en las profundidades del volcán era tarea imposible, y abandonarlos en las galerías superiores hubiera sido condenarlos a una muerte cruel. Se les dio muerte y como la carne podía conservarse indefinidamente en el antiguo almacén, que estaba sometido a un frío riguroso, aumentó la reserva alimenticia de los colonos.

Entre los seres vivientes que buscaron refugio en el interior del volcán, deben citarse las aves, cuyo alimento se componía únicamente de los restos de comida que se les arrojaba diariamente. El frío les obligó a abandonar las alturas de la Colmena de Nina y guarecerse en las oscuras cavidades del monte; pero su número era todavía tan grande y su presencia tan importuna, que fue preciso destruir gran parte.

Todas estas operaciones ocuparon a los colonos hasta fin del mes de enero, hasta cuya fecha no quedó completamente terminada la instalación. Entonces comenzó una existencia de extremada monotonía para los individuos de la colonia galiana. ¿Podían resistir al entorpecimiento moral que resultaba de su entorpecimiento físico? Sus jefes procuraron distraerlos por medio de una comunidad más estrecha de la vida cotidiana, con conversaciones, en las que todos eran invitados a tomar parte, y con lecturas de los libros de viajes y de ciencia de la biblioteca, hechas en alta voz. Todos, sentados en torno de la gran mesa, rusos o españoles, escuchaban y se instruían, y, cuando volvieran a la Tierra, volverían menos ignorantes que lo habrían sido si hubieran permanecido siempre en sus respectivos países.

¿Qué hacía Isaac Hakhabut mientras tanto? ¿Le interesaban aquellas conversaciones y lecturas? De ninguna manera; ¿qué beneficio podían reportarle? Pasaba largas horas haciendo cálculos, y contando y volviendo a contar el dinero que afluía a sus manos. Lo que había ganado, junto con lo que ya tenía, ascendía a la cantidad de ciento cincuenta mil francos, por lo menos, la mitad de lo cual estaba en buen oro de Europa. Pensaba hacer valer en la Tierra aquel metal contante y sonante, y si calculaba el número de días que habían transcurrido desde su estancia en Galia y que podían transcurrir todavía hasta que volviese a la Tierra, era desde el punto de vista de los intereses perdidos. No había todavía tenido ocasión, aunque la esperaba con ansia, de prestar sobre buenos pagarés y con buena garantía.

De todos los colonos, fue Palmirano Roseta el que se creó más pronto una ocupación absorbente. Pudiendo hacer cálculos, nunca se consideraba solo, y, por consiguiente, pidió al cálculo el medio de pasar más distraído los largos días del invierno.

Conocía todo lo que podía saberse acerca de Galia; pero no le ocurría lo mismo respecto a Nerina, su satélite. Ahora bien, como los derechos de propiedad que reclamaba sobre el cometa se extendían hasta la luna, lo menos que podía hacer era determinar sus nuevos elementos, desde que había sido arrebatada de la zona de los planetas telescópicos.

Resolvió, por lo tanto, hacer este cálculo, para lo que necesitó determinar alguna posición de Nerina en diferentes puntos de su órbita. Hecho esto, puesto que conocía la masa de Galia, obtenida por medida exacta, o, lo que es lo mismo, por medio de la

romana, podría también pesar a Nerina, desde el fondo de su oscuro observatorio.

Pero no tenía observatorio, al que daba pomposamente el nombre de gabinete porque, en realidad de verdad, no podía llamar observatorio a la cueva que ocupaba. Por esto, desde los primeros días de febrero, no cesaba de hablar del asunto con Servadac.

–¿Necesita usted un gabinete, querido profesor? –preguntóle el oficial francés.

–Sí, capitán; un gabinete donde pueda trabajar sin temor de ser importunado.

–Lo buscaremos –respondió Héctor Servadac–; pero si no es tan cómodo como yo quisiera, será, seguramente, aislado y tranquilo.

–No deseo más.

–Convenido.

Luego, el capitán, al ver a Palmirano Roseta de regular humor, se atrevió a hacerle una pregunta, relativa a sus cálculos anteriores, pregunta a cuya solución daba suma importancia.

–Querido profesor –le dijo en el momento en que Palmirano Roseta se retiraba–, tengo que preguntar a usted una cosa.

–¿Qué desea saber?

–Los cálculos que le han permitido determinar la duración de la revolución de Galia alrededor del Sol son evidentemente exactos –dijo el capitán Servadac–; pero como, si no estoy equivocado, medio minuto de retraso o de adelanto en la marcha del cometa, daría por resultado que Galia no encontrase a la Tierra en la eclíptica…

–Y, ¿qué? –interrumpió el profesor, que comenzaba a impacientarse.

–¿No haría usted bien en comprobar de nuevo la exactitud de esos cálculos…?

–Es innecesario.

–El teniente Procopio podría ayudar a usted a efectuar esta importante operación.

–No necesito a nadie –respondió Palmirano Roseta, herido en su cuerda sensible.

–Sin embargo…

–No me equivoco jamás, capitán Servadac, y su insistencia es tan enojosa como impertinente.

–Diablo, querido profesor –respondió Héctor Servadac–, no es usted amable con sus compañeros, y…

Pero no se atrevió a proseguir, porque Palmirano Roseta era un hombre necesario y merecía, por sus muchos conocimientos científicos, toda clase de consideraciones.

–Capitán Servadac –repuso con acritud el profesor–; no necesito hacer de nuevo mis cálculos, porque son absolutamente exactos; pero diré a usted que lo que he hecho respecto de Galia lo haré también respecto de Nerina, su satélite.

–No puede darse mayor oportunidad –repitió seriamente el capitán Servadac–. Sin embargo, yo creía que Nerina, como planeta telescópico, era conocido íntegramente por

los astrónomos terrestres.

El profesor miró al capitán Servadac, como si pretendiera asesinarlo con la vista, creyendo que le había negado la utilidad de su trabajo, y luego, animándose, añadió:

–Capitán Servadac, aunque los astrónomos terrestres hubieran observado a Nerina, y conocieran ya su movimiento medio diurno, la duración de su revolución sideral, su distancia media al Sol, su excentricidad, la longitud de su perihelio, la longitud media de la época, la longitud del nudo ascendente, la inclinación de su órbita, hoy lo desconocen todo y es preciso volver a empezar todos esos estudios, porque Nerina ha dejado de ser planeta de la zona telescópica para convertirse en satélite de Galia. Por lo tanto, siendo luna quiero estudiarla como luna, y no comprendo por qué los galianos no han de saber de su luna lo mismo que los terrestres saben de la luna terrestre.

Se necesitaba oír a Palmirano Roseta pronunciar la palabra terrestres, para apreciar en toda su extensión el desprecio con que hablaba ya de las cosas de la Tierra.

–Capitán Servadac –dijo por último–, pongo término a esta conversación en la misma forma que la he empezado, rogando a usted que me haga disponer un gabinete…

–Vamos a buscarlo, querido profesor.

–No tengo prisa –respondió Palmirano Roseta–, y con tal que esté preparado dentro de una hora

No bastó una hora, pero al cabo de tres, Palmirano Roseta pudo instalarse en una especie de excavación donde pudieron ser colocados su sillón y su mesa. Después, durante los días siguientes y a pesar del gran frío, subió a la antigua sala para determinar varías posiciones de Nerina, y hecho esto, se confinó en su gabinete y no se le volvió a ver en algún tiempo.

Realmente, los galianos, sepultados a ochocientos pies bajo el nivel del suelo, necesitaban una gran energía moral para resistir aquella situación, cuya monotonía no era interrumpida por nada. Muchos días pasaban sin que ninguno de ellos subiera a la superficie del suelo y, a no haber sido por la necesidad de proporcionarse agua dulce, llevando cargas de hielo al interior, habrían concluido por no salir jamás de las profundidades del volcán.

Sin embargo, se visitó de vez en cuando la parte baja de la chimenea central. El capitán Servadac, el conde Timascheff, Procopio y Ben-Zuf sondaron hasta donde fue posible aquel abismo abierto en el núcleo de Galia.

Aquella exploración de un monte compuesto de treinta por ciento de oro no les interesaba desde el punto de vista de este metal, que carecía de valor en Galia, y no lo tendría muy grande si el cometa caía sobre la Tierra; pero les importaba saber si el fuego central conservaba su actividad, y convencidos de esto, dedujeron que, si la erupción no salía ya por el antiguo volcán, debíase sin duda a la apertura de otras bocas ignívoras en la superficie de Galia.

Transcurrieron los meses de febrero, marzo, abril y mayo en una especie de entorpecimiento moral que los secuestrados no acertaban a explicarse. La mayor parte de ellos vegetaban bajo el imperio de una especie de somnolencia que llegó a ser alarmante.

Las lecturas, escuchadas al principio con interés, no interesaban ya a nadie; las conversaciones se limitaban a dos o tres personas y se sostenían en voz baja; especialmente los españoles estaban abrumados y apenas abandonaban el lecho para tomar algún alimento; los rusos resistían algo más y ejecutaban sus tareas con más ardor; la falta de ejercicio, sin duda, ponía a los galianos en grave peligro.

El capitán Servadac, el conde Timascheff y Procopio advertían los progresos del mal pero su voluntad era impotente para conjurarlo. Las exhortaciones no bastaban, y ellos mismos se sentían invadidos por aquella postración particular, que no siempre podían resistir. Ya se manifestaba por una prolongación inusitada del sueño, ya por una repugnancia invencible a todo alimento, cualquiera que fuese. habríase podido creer que aquellos prisioneros sepultados en el suelo, como las tortugas durante el invierno, iban a dormir y a ayunar como ellas hasta que volviera el verano.

La persona más animosa y más resistente de toda la colonia fue la pequeña Nina, que iba, venía, prodigaba consuelos a Pablo, a quien la postración general había invadido también, hablaba a uno o a otro y su voz fresca alegraba aquellas lúgubres profundidades, como el canto de un pajarillo. Obligaba a unos a comer, a otros a beber, y era el alma de aquella pequeña sociedad, a la que animaba con sus movimientos. Ya cantaba alegres canciones de Italia, cuando en la lúgubre estancia reinaba un silencio abrumador; ya zumbaba como una mosca, pero más útil y bienhechora que la mosca del fabulista. Había tanta vida en aquel pequeño ser que se comunicaba, en cierto modo, a todos. Quizás aquel fenómeno de reacción se efectuó sin advertirlo los que experimentaban su influencia; pero no fue menos verdadero. La presencia de Nina fue evidentemente saludable a los galianos, medio dormidos en aquella tumba.

El tiempo proseguía su marcha sin que el capitán Servadac y sus compañeros se dieran cuenta de ello.

Hacia principios de junio pareció que los galianos se reanimaban un poco. ¿Era la influencia del astro radiante al que se iba acercando el cometa? Quizá; pero el Sol se encontraba todavía muy lejos. El teniente Procopio, durante la primera mitad de la revolución galiana, había anotado minuciosamente las posiciones y las cifras que le indicaba el profesor y podido obtener gráficamente efemérides, siguiendo en una órbita dibujada por él, con mayor o menor precisión, la marcha del cometa.

Pasado el punto del afelio, le fue fácil marcar las posiciones sucesivas de la vuelta de Galia hacia el Sol, e informar a sus compañeros sin consultar a Palmirano Roseta.

Observó, pues, que a principio de junio, Galia, después de haber sorteado nuevamente la órbita de Júpiter, estaba todavía a una distancia enorme del Sol, del que lo separaban ciento noventa y siete millones de leguas; pero su celeridad iba a aumentarse grandemente, en virtud de una de las leyes de Kepler, y cuatro meses después entraría en la zona de los planetas telescópicos, pues se encontraría a ciento veinticinco millones de leguas solamente.

En aquella época, segunda quincena de junio, el capitán Servadac y sus compañeros habían recobrado ya casi por completo sus facultades físicas y morales. Ben-Zuf, como una persona que ha dormido demasiado, no cesaba de extender sus brazos, antes entumecidos.

Las visitas a las salas desiertas de la Colmena de Nina se hicieron más frecuentes. El capitán Servadac, el conde Timascheff y Procopio bajaron hasta la playa, donde todavía reinaba un frío excesivo; pero la atmósfera no había perdido nada de su aspecto normal.

No había una nube en el horizonte ni en el cenit; ni un soplo de aire turbaba aquella tranquilidad. Las últimas huellas de los pasos, que habían quedado impresas en la playa, veíanse tan claras como en el primer día.

Sin embargo, el promontorio de rocas que cubría la ensenada había variado de aspecto.

En aquel paraje había continuado el movimiento de ascensión de las capas de hielo, que se levantaba entonces a más de ciento cincuenta pies, a cuya altura aparecían la goleta y la urca completamente inaccesibles. Su caída en la época del deshielo era cierta, y su destrozo inevitable, sin que hubiera medio alguno de salvarlas.

Afortunadamente para él, Isaac Hakhabut, que no abandonaba jamás su tienda de las profundidades del monte, no acompañaba al capitán Servadac en su paseo por la playa.

–Si hubiera estado allí –dijo Ben-Zuf–, ¡ qué gritos de pavo real no hubiera dado ese viejo tunante! Pero lanzar gritos de pavo real y faltarle la cola es una desgracia sin compensación.

Transcurrieron otros dos meses, julio y agosto, que acercaron a Galia a ciento sesenta y cuatro millones de leguas del Sol. Durante las noches, el frío era todavía extraordinariamente vivo; pero durante el día, el Sol, recorriendo el ecuador de Galia, que atravesaba la Tierra Caliente, emitía bastante calor, y hacía elevar la temperatura a unos veinte grados. Los galianos acudían diariamente a reponerse a los rayos vivificadores del astro, en lo que no hacían más que imitar a las aves que habían quedado y que jugueteaban en el aire para no regresar hasta la puesta del Sol.

Aquella especie de primavera, si nos es permitido emplear este nombre, ejerció influencia muy beneficiosa en los habitantes de Galia, que empezaron a recobrar esperanza y ánimo. Durante el día, el disco del Sol se mostraba mayor en el horizonte, y por la noche la Tierra parecía también aumentar de tamaño en medio de las estrellas fijas.

Veíase ya el fin del viaje; estaba todavía muy lejos, pero se le veía, aunque sólo era un punto en el espacio.

Ben-Zuf hizo un día la siguiente reflexión en presencia del capitán Servadac y del conde Timascheff:

–Aunque me lo juren frailes descalzos, no creeré jamás que el cerro de Montmartre quepa ahí dentro.

–Pues, a pesar de eso, cabe –respondió el capitán Servadac–. y espero que lo veremos pronto.

–Y yo también, mi capitán. Pero dígame usted, sin que esto sea mandarle nada: si el cometa del señor Palmirano Roseta no quisiera volver a la Tierra, ¿no habría medio alguno de obligarle a ello?

–No, amigo mío –respondió el conde Timascheff–. Ningún poder humano puede alterar la disposición geométrica del universo. ¡ Qué desorden, si cualquiera pudiera modificar la marcha de un planeta! Dios no lo ha querido, y Dios hace perfectas todas sus obras. ¡Bendigamos su infinita sabiduría!

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