A pesar de haber llegado ya el mes de setiembre, no se podía abandonar las oscuras, pero cálidas, profundidades del subsuelo galiano para instalarse nuevamente en el domicilio de la Colmena de Nina, porque las abejas se habrían helado en sus antiguos alvéolos.
No podríamos decir si afortunada o desgraciadamente, el volcán no amenazaba con recobrar su actividad.
Afortunadamente, porque una erupción súbita habría sorprendido quizás a los galianos en la chimenea central, único conducto reservado al paso de las lavas.
Desgraciadamente, porque, conjurado este peligro, se habría podido reanudar en seguida y con satisfacción general, la existencia relativamente fácil y cómoda en las alturas de la Colmena de Nina.
–Siete meses malditos hemos pasado aquí, mi capitán –dijo un día Ben-Zuf–. ¿Ha observado usted a nuestra Nina durante este tiempo?
–Sí. Ben-Zuf –respondió el capitán Servadac–. Es una criatura sumamente excepcional. Parecía que toda la vida de Galia estaba concentrada en su corazón.
–Muy bien, mi capitán, pero ¿y después?
–¿Cómo después?
–Sí, cuando volvamos a la Tierra, ¿hemos de abandonar a esa querida niña?
–De ningún modo, Ben-Zuf, no la abandonaremos, la adoptaremos.
–¡Bravo mi capitán! Usted será su padre y, con permiso de usted, yo seré su madre.
–Entonces, ¿estamos casados, Ben-Zuf?
–Sí, mi capitán –respondió el valiente soldado–, ya hace mucho tiempo que lo estamos.
Al llegar el mes de octubre, los fríos se hicieron más soportables, pues ni aun durante la noche había alteración atmosférica. La distancia de Galia al Sol era entonces del triple de la que separa a la Tierra de su centro atractivo. La temperatura media era de unos treinta grados bajo cero. Ya se hacían ascensiones más frecuentes a la Colmena de Nina y hasta a la playa. Se volvió a patinar por aquella admirable superficie helada que ofrecía el mar a los colonos, quienes salían con júbilo de su prisión, y cada día el conde Timascheff,
Servadac y Procopio iban a reconocer el estado de las cosas y a discutir el gran problema del regreso a la Tierra. No bastaba tocar el globo terrestre; eran necesario adoptar todas las medidas posibles para evitar las consecuencias del choque.
Uno de los más asiduos visitantes del antiguo domicilio de la Colmena de Nina era Palmirano Roseta, que había hecho subir su anteojo al observatorio y allí se abismaba en sus observaciones astronómicas.
Nadie le preguntó cuál era el resultado de sus nuevos cálculos, porque todos estaban ciertos de que se habría negado a responder; pero al cabo de algunos días, sus compañeros observaron que parecía estar poco satisfecho. Subía, bajaba, volvía a subir, volvía a bajar incesantemente por el oblicuo túnel de la chimenea central. Murmuraba, maldecía y estaba más furioso que nunca. Una o dos veces Ben-Zuf, que era valiente, satisfecho en el fondo de aquellos síntomas de mal humor, acercóse al terrible profesor, que lo recibió de un modo imposible de describir.
–¡ Parece –pensó Ben-Zuf– que allá arriba no salen las cosas a medida de su deseo; pero por vida de un beduino, con tal que no perturbe la mecánica celeste, y no nos perturbe a nosotros con ella…!
El capitán Servadac, el conde Timascheff y el teniente Procopio preguntábanse, y con razón, qué era lo que enojaba tanto a Palmirano Roseta. ¿Había el profesor revisado sus cálculos y los había encontrado en desacuerdo con las nuevas observaciones? En suma, ¿el cometa no ocupaba en su órbita el sitio que le asignaban las efemérides anteriormente establecidas y, por consiguiente, no iba a encontrar a la Tierra en el punto y el momento indicados?
Este temor los tenía sumamente preocupados y, como todas sus esperanzas se basaban en la afirmación de Palmirano Roseta, se inquietaban al verlo enojado.
Y, efectivamente, parecía que el profesor se consideraba el más desgraciado de los astrónomos. Sin duda alguna, sus cálculos no debían estar de acuerdo con sus observaciones y un hombre como él no podía tener mayor disgusto. En suma, siempre que bajaba a su gabinete casi helado a consecuencia de una estancia demasiado prolongada junto al anteojo, sufría un grave acceso de furor.
Si en aquel momento le hubiera sido permitido a cualquiera aproximarse a él, le habría oído repetirse a sí mismo:
–¡Maldición! ¿Qué significa esto? ¿Qué hace ahí? ¿No está en el sitio que le señalaban mis cálculos? ¡Miserable! Se retrasa. O Newton es un loco o Nerina ha perdido el juicio.
Esto contraría las leyes de la gravitación universal. No he podido engañarme. Mis observaciones son precisas, mis cálculos son exactísimos. ¡Por vida de…!
Palmirano Roseta cogíase la cabeza entre las manos y se arrancaba los pocos cabellos que le quedaban en el occipucio, sin conseguir otro resultado que un desacuerdo constante e inexplicable entre el cálculo y la observación.
–Veamos –se decía a sí mismo–, ¿está trastornada la mecánica celeste? No; eso no es posible; soy yo quien se equivoca y, sin embargo…, sin embargo…
Palmirano Roseta habría enflaquecido pensando en esto, si le hubiera sido posible
enflaquecer.
Él estaba triste y furioso, y cuantos le rodeaban estaban alarmados; pero esto le importaba a él poco.
Sin embargo, semejante estado de cosas no podía prolongarse.
Un día, el 12 de octubre, Ben-Zuf, que estaba en el salón de la Colmena de Nina, donde el profesor se encontraba a la sazón, le oyó dar un grito atronador, y se apresuró a preguntarle:
–¿Se ha hecho usted daño?
Esta pregunta fue hecha en el mismo tono que si le hubiera dicho: ¿Cómo está usted?
–¡Eureka! ¡Eureka! –respondió Palmirano Roseta, saltando de júbilo.
Pero parecía que sus transportes de alegría no estaban exentos de cólera.
–¡Eureka! –repitió Ben-Zuf.
–Sí, Eureka. ¿Sabes tú qué significa esta palabra?
–No, señor.
–Pues vete al diablo.
–Por fortuna –pensó el ordenanza–, cuando este hombre no quiere responder, lo hace con tanta cortesía…
Y fue en busca de Héctor Servadac.
–Mi capitán –dijo–, tenemos novedades.
–¿Qué hay?
–El sabio; el profesor ha encontrado…
–¡Ha encontrado! –exclamó el capitán Servadac–. Pero, ¿qué ha encontrado?
–Lo ignoro.
–Pues eso es, precisamente, lo que nos interesa averiguar.
Y el capitán Servadac quedóse más pensativo y alarmado que nunca.
Mientras tanto, Palmirano Roseta bajaba a su gabinete de trabajo, diciéndose a sí mismo:
–Sí, eso es… No puede ser otra cosa… ¡Ah, miserable! ¡Si así es, me las pagarás caras…! Pero no confesará, porque tendría que devolver… Pues bien, apelaremos a la astucia…, y veremos.
Esto no lo entendió nadie, pero lo que fue claro para todo el mundo es que desde aquel momento Palmirano Roseta empezó a tratar con mucha amabilidad al judío Isaac Hakhabut, con quien hasta entonces había evitado hablar y, cuando se había visto obligado a hacerlo, no había cesado de dirigirle reproches.
El más asombrado de esta conducta fue Isaac Hakhabut, que no acostumbraba a ser tratado con amabilidad por nadie. Veía con frecuencia al profesor bajar a su oscura tienda,
interesarse por él, por su persona y sus negocios.
Palmirano Roseta le preguntaba si había vendido bien o mal sus mercancías; qué beneficio le habían reportado; si había podido aprovechar una ocasión que no volvería a presentarse nunca, etc., y todo esto con la intención, que le costaba mucho disimular, de estrangularle.
Isaac Hakhabut, desconfiado como viejo zorro, respondía siempre de una manera evasiva. Aquella modificación súbita de las maneras del profesor para con él le admiraba, y se preguntaba si Palmirano Roseta trataría de pedirle prestado dinero.
Sabido es que Isaac Hakhabut, en principio, no se negaba a hacer préstamos, con tal que fuera a un interés perfectamente usurario, y hasta contaba con este género de operaciones para acrecentar su hacienda; pero no quería prestar sino bajo firmas respetables, y preciso es confesar que en Galia sólo el conde Timascheff, rico señor ruso, le inspiraba la confianza necesaria para arriesgar su dinero. El capitán Servadac debía ser pobre como un gascón, y en cuanto al profesor, ¿a quién se le habría ocurrido la idea de prestar dinero a un profesor? Por todas estas razones, mostrábase maese Isaac muy reservado. Además, iba a verse obligado a hacer de su dinero un uso lo más restringido posible, pero con esto no había contado.
En efecto, en aquella época había vendido ya a los galianos casi todos los géneros alimenticios que componían su cargamento, y no habla tenido precaución de reservar algunos productos para su consumo particular. Entre otras cosas le faltaba café, y el café, por poco que se use, cuando se carece de él, no puede tomarse, como habría dicho Ben-Zuf.
Al verse maese Isaac privado de una bebida, de la que no podía prescindir, viose obligado a recurrir para obtenerla a las reservas del almacén general.
Así, después de largas vacilaciones, reflexionó que, como la reserva era común para todos los galianos sin distinción, él tenía los mismos derechos a ella que cualquier otro.
Hecha esta reflexión, buscó a Ben-Zuf, y le dijo lo más amablemente que pudo:
–Señor Ben-Zuf, tengo que hacerle una petición.
–Habla Josué –respondió Ben-Zuf.
–Necesitaría tomar del almacén general una libra de café para mi uso personal.
–¡Una libra de café! –respondió Ben-Zuf–. ¡Cómo! ¿Pides una libra de café?
–Sí, señor Ben-Zuf.
–¡ Oh, oh! ¡ Eso es grave!
–¿Se ha acabado el café?
–Tenemos todavía un centenar de kilogramos.
–¿Entonces…?
–Pues bien, anciano –respondió Ben-Zuf, moviendo la cabeza de una manera alarmante–, no sé si puedo darte lo que pides.
–Démelo usted, señor Ben-Zuf –dijo Isaac Hakhabut–. y se regocijará mi corazón.
–El regocijo de tu corazón me es completamente indiferente.
–Sin embargo, no negaría usted café a otro.
–¡Claro que no! Pero tú no eres otro.
–Pues, ¿qué hacemos, señor Ben-Zuf?
–Voy a consultar el caso con Su Excelencia el gobernador general.
–¡Oh!, señor Ben-Zuf, confío en que el señor gobernador general hará justicia…
–Desde luego, anciano, y su justicia es la que me hace temer que no acceda a tus deseos.
Y, después de hacer esta revelación nada consoladora, Ben-Zuf volvió la espalda a Isaac Hakhabut, alejándose de él.
Palmirano Roseta, que estaba siempre en acecho del judío, oyó esta conversación, y pareciéndole oportuna la ocasión para poner en práctica el plan que venía meditando, se acercó a él, entrando inmediatamente en materia.
–Hola, maese Isaac –dijo–. ¿Necesita usted café?
–Sí, señor profesor –respondió Isaac Hakhabut.
–¿Lo ha vendido usted todo?
–¡Ah! Cometí esa imprudencia.
–¡Diablo! El café le era a usted muy necesario; sí, sí, porque calienta la sangre.
–Sin duda, y en este agujero en que estamos, no puedo prescindir de él.
–Pues no se apure, le proporcionaré todo el que necesite para su consumo.
–Así debe ser, señor profesor, porque, aunque he vendido el café, tengo derecho, como cualquier otro, a tomar la parte que necesite para mi uso.
–Sin duda, maese Isaac, sin duda. ¿Necesita usted mucho?
–Una libra solamente. Soy tan económico que me durará largo tiempo.
–¿Y cómo hemos de pesar ese café? –preguntó Palmirano Roseta, que, a pesar suyo, acentuó algo la frase.
–Con mi romana –murmuró el judío.
Palmirano Roseta creyó sorprender una especie de suspiro que se escapaba del pecho del judío.
–Sí –replicó–, con la romana; ¿no hay aquí otra balanza?
–No –respondió el judío, lamentando haber suspirado.
–¡ Eh, eh! Eso será muy ventajoso para usted, porque, por una libra de café, le darán a usted siete.
–Sí…, siete, eso es.
El profesor miraba al judío como si pretendiera comérsele. Deseaba dirigirle una
pregunta y no se atrevía, temiendo, con razón, que el judío no le dijera la verdad, aquella verdad que a toda costa quería averiguar.
No pudiendo reprimir su impaciencia durante más tiempo, se disponía a hablar cuando volvió Ben-Zuf.
–¿Qué me dice usted? –se apresuró a preguntar Isaac Hakhabut.
–Digo que el gobernador no quiere… –respondió Ben-Zuf.
–¿No quiere que me den café? –exclamó el judío.
–No, pero accede a que te lo venda.
–¡Venderme café, Dios de Israel!
–Sí, y eso es justo, puesto que has recogido todo el dinero de la colonia. Vamos a ver el color de tu dinero.
–Obligarme a comprar café cuando a otro…
–Te repito que tú no eres otro. ¿Compras o no?
–¡Misericordia!
–¿Respondes, o cierro el comercio?
El judío estaba convencido de que no podían gastarse chanzas con Ben-Zuf.
–Bueno, compraré –dijo.
–Está bien.
–¿Pero a qué precio?
–Al precio que lo has vendido tú. No te desollaremos, porque tu piel no vale la pena.
Isaac Hakhabut habíase metido la mano en el bolsillo, donde sonaban algunas monedas de plata.
El profesor espiaba con suma atención las palabras del judío
–¿Cuánto quiere usted por una libra de café?
–Diez francos –respondió Ben-Zuf–. Es el precio corriente en Tierra Caliente. ¿Pero qué te importa, si cuando volvamos a la Tierra el oro no valdrá nada?
–El oro no valdrá nada –respondió el judío–. ¿Pero es posible que eso llegue a ocurrir, señor Ben-Zuf?
–Ya lo verás.
–¡ Que el Eterno me proteja! ¡ Diez francos por una libra de café!
–Diez francos: precio fijo.
Isaac Hakhabut sacó una moneda de oro, la miró a la luz del farol y la besó.
–¿Va usted a pesar con romana? –preguntó en tono tan plañidero, que se hizo sospechoso.
–¿Y con qué quieres que pese? –respondió Ben-Zuf.
Luego, cogiendo la romana, suspendió un plato del gancho y en él puso el café necesario para que la aguja marcase una libra.
–Una libra justa –dijo Ben-Zuf.
–¿Está bien la aguja en el punto? –preguntó d judío, inclinándose sobre el círculo graduado en el instrumento.
–Está bien, viejo Jonás.
–Dele un poco con el dedo, señor Ben-Zuf.
–¿Por qué?
–Porque… porque –murmuró Isaac Hakhabut–, porque mi romana quizá no está…
completamente equilibrada.
No había concluido aún de pronunciar estas palabras, cuando Palmirano Roseta lo agarró por el cuello, sacudiéndole como si quisiera estrangularlo.
–¡Canalla! –gritaba el profesor.
–¡Socorro! ¡Socorro! –exclamaba Isaac Hakhabut.
Como Ben-Zuf, lejos de intervenir en la lucha, excitaba a los combatientes, riéndose a carcajadas, la escena no acababa nunca. Para el ordenanza tanto valía el uno como el otro; pero, al ruido del combate, acudieron a ver lo que pasaba el capitán Servadac, el conde Timascheff y el teniente Procopio, quienes separaron al judío y al profesor.
–Pero, ¿qué sucede? –preguntó Héctor Servadac.
–Sucede –respondió Palmirano Roseta– que este bribón nos ha dado una romana falsa, una romana que señala un peso mayor que el verdadero.
–¿Es cierto eso, Isaac?
–Señor gobernador… Sí… no… –balbució el judío.
–Sucede que este ladrón vendía con pesas falsas –repuso el profesor, cada vez más enfurecido–, y que, cuando he pesado mi cometa con su instrumento, he obtenido un peso superior al que tiene en realidad.
–¿Es eso cierto?
–No sé…, no sé… –murmuraba Isaac Hakhabut.
–Sucede, en fin, que he tomado esa falsa masa por base de mis nuevos cálculos, que éstos no están de acuerdo con mis observaciones y que he debido creer que el astro no se encontraba ya en su sitio.
–¿Pero cuál? ¿Galia?
–¡Eh! No, Nerina, diablo, nuestra luna.
–Pero, ¿y Galia?
–Galia está donde debe estar –respondió Palmirano Roseta–. Va en línea recta a la
Tierra y nosotros con ella… y hasta ese maldito judío, a quien Dios confunda.