EFECTIVAMENTE, desde que había emprendido su honrado comercio de cabotaje, Isaac Hakhabut vendía con pesas falsas, cosa que, dada su miserable condición, no admirará a nadie. Pero cuando el vendedor se había convertido en comprador, su falta de probidad se había vuelto contra él, como ocurre al que, por escupir el cielo, se echa encima la saliva.
El principal instrumento de su fortuna era aquella romana que señalaba una cuarta parte más del peso que debía señalar, según se reconoció; pero esta averiguación permitió al profesor rehacer sus cálculos, restableciéndolos sobre una base justa.
Cuando en la Tierra, aquella romana marcaba el peso de un kilogramo, el objeto no pesaba más que setecientos cincuenta gramos, y, por lo tanto, al peso que había indicado para Galia, era preciso restar una cuarta parte.
Se comprende, pues, que los cálculos del profesor, basados en la masa del cometa, una cuarta parte mayor que la que tenía realmente, no estuvieran de acuerdo con las posiciones verdaderas de Nerina, porque era la masa de Galia la que influía en este astro.
Palmirano Roseta, satisfecho de haber dado una buena tunda a Isaac Hakhabut, reanudó su trabajo para concluir sus cálculos relativos a Nerina.
Ya se comprenderá cuánto se reirían los galianos de Isaac Hakhabut después de esta escena. Ben-Zuf no cesaba de repetirle que sería procesado por defraudador, que se le formaría causa y que sería juzgado por el tribunal de policía correccional.
–¿Pero dónde y cuándo? –preguntaba el judío.
–En la Tierra, cuando volvamos a ella, viejo tunante –respondió gravemente Ben-Zuf.
El judío viose obligado a ocultarse en su oscuro recinto, de donde no salía sino cuando le era absolutamente indispensable.
Dos meses y medio faltaban aún para que llegase el día en que los galianos esperaban chocar con la Tierra. Desde el 7 de octubre, el cometa había vuelto a entrar en la zona de los planetas, telescópicos, en aquella misma zona en que se había apoderado de Nerina.
El 1.º de noviembre había atravesado ya felizmente la mitad de aquella zona, en la que gravitan los asteroides, cuyo origen se debe, según todas las probabilidades, al rompimiento de algún planeta que girase entre Marte y Júpiter. Durante aquel mes, Galia tenía que recorrer un arco de cuarenta millones de leguas sobre su órbita, aproximándose a setenta y ocho millones de leguas del Sol.
La temperatura era ya más soportable, porque el termómetro marcaba unos diez a doce grados bajo cero. Sin embargo, la superficie del mar permanecía inmutablemente congelada y los dos buques levantados sobre su pedestal de témpanos, continuaban suspendidos sobre el abismo.
Entonces volvió a discutirse la cuestión de los ingleses relegados en el islote de Gibraltar, y de quienes no se dudaba que hubieran combatido con éxito los excesivos fríos del invierno galiano.
El capitán Servadac trató la cuestión desde un punto de vista que hacía honor a su generosidad. Dijo que, a pesar de la mala acogida que les habían dispensado cuando los visitaron con la Dobryna, convenía ponerse en comunicación nuevamente con ellos para informarles de todo lo que ignoraban sin duda. La vuelta a la Tierra, que no podía ser sino el resultado de una nueva colisión, era muy peligrosa y precisaba prevenir a los ingleses e invitarles a reunirse con los demás colonos para arrostrar todos juntos aquellos peligros.
El conde Timascheff y el teniente Procopio opinaron lo mismo que el capitán Servadac. Tratábase de una cuestión de humanidad que los galianos no podían mirar con indiferencia. Pero, ¿cómo llegar en aquella época hasta el islote de Gibraltar?
Por mar, evidentemente, es decir, aprovechando el apoyo sólido que la superficie helada presentaba todavía.
Era la única manera que tenían de ir de una isla a otra, porque, cuando llegase el deshielo, no sería posible ningún otro género de comunicación, sobre todo si, como se temía, se inutilizaban la goleta y la urca. En cuanto a utilizar para este efecto la chalupa de vapor, habría sido necesario consumir algunas toneladas de carbón, que se habían reservado para el caso en que los colonos tuvieran que volver a la isla Gurbí.
Quedaba el yu-yu, que había sido transformado en trineo de vela, y cuyas condiciones de rapidez y seguridad eran conocidas, por haber hecho el viaje de Tierra Caliente a Formentera.
Sin embargo, se necesitaba viento para moverlo, y entonces no había viento en la superficie de Galia.
Quizá después del deshielo, los vapores que la temperatura estival debía desarrollar, producirían nuevas alteraciones en la atmósfera; pero esto no era de esperar, sino de temer.
A la sazón la calma era absoluta y el yu-yu no podía hacer el viaje al islote de Gibraltar.
Quedaba la posibilidad de hacer el camino a pie o, mejor dicho, en patines; pero, tratándose de una distancia de cuatrocientos kilómetros, ¿podía intentarse este viaje en semejantes condiciones?
El capitán Servadac manifestó que estaba dispuesto a realizarlo. Ciento o doscientos kilómetros por día, o sean ocho kilómetros por hora, no eran una gran dificultad para un hombre acostumbrado al ejercicio del patinaje. En ocho días podría ir y volver de Tierra Caliente a Gibraltar, y de Gibraltar a Tierra Caliente. Sólo necesitaba una brújula para dirigirse, cierta cantidad de carne fría y una lámpara de alcohol para hacer café, para realizar esta empresa, un poco atrevida, pero que halagaba a su imaginación aventurera.
El conde Timascheff y el teniente Procopio pretendieron con insistencia ir ellos para
acompañar a Servadac, pero éste les dio las gracias, diciendo que, en caso de algún accidente, precisaba que el conde y el teniente estuvieran en Tierra Caliente, porque, sin ellos, ¿qué sería de sus compañeros en el momento de la vuelta a la Tierra?
El conde Timascheff cedió. El capitán Servadac no quiso aceptar más compañero que su fiel Ben-Zuf, a quien le preguntó si le parecía bien el proyecto.
–¿Si me parece bien, mi capitán? ¿No ha de parecerme bien semejante ocasión de estirar las piernas? Y, además, ¿cree usted que lo habría dejado ir solo?
Decidióse emprender la marcha el día siguiente, 2 de noviembre. Sin duda, el deseo de ser útil a los ingleses y de cumplir un deber de humanidad era el primer móvil a que obedecía el capitán Servadac; pero quizá le había impulsado también otro pensamiento, que no había comunicado a nadie y que, menos que a nadie, quería comunicar al conde Timascheff.
Ben-Zuf, sin embargo, comprendió que había «gato encerrado» cuando la víspera de la partida le dijo su capitán:
–Ben-Zuf, ¿no hay en el almacén general algo con que hacer una bandera tricolor?
–Sí, mi capitán –respondió Ben-Zuf.
–Pues haz esa bandera sin que nadie te vea, métela en tu saco y llévala contigo Ben-Zuf no preguntó más y obedeció la orden.
¿Cuál era el proyecto del capitán Servadac y por qué no informaba de él a sus compañeros?
Conviene mencionar aquí cierto fenómeno psicológico, que, aunque no pertenece a la categoría de los fenómenos celestes, no por eso era menos natural, dadas las debilidades del género humano.
Desde que Galia iba aproximándose a la Tierra, quizás el conde Timascheff y el capitán Servadac, por un movimiento opuesto, tendían a separarse mutuamente.
Posiblemente este fenómeno se verificaba sin que lo supieran ellos; pero, de todos modos, el recuerdo de su antigua rivalidad, tan completamente olvidada durante aquellos veintidós meses en una existencia común, iba volviendo poco a poco a su ánimo y de su ánimo a su corazón. Cuando estuvieran de nuevo en el globo terrestre, ¿volverían los compañeros de aventura a ser los rivales de otra época? Por haber sido galianos no dejaban de ser hombres. Quizá la señora L… estuviera libre todavía… y ponerlo en duda habría sido injuriarla…
En fin, de todo esto, voluntaria o involuntariamente, había resultado cierta frialdad entre el conde y el capitán, entre quienes nunca había habido una intimidad verdadera, sino solamente aquella amistad que las circunstancias en que se encontraban les habían impuesto.
Dicho esto, veamos en qué consistía el proyecto del capitán Servadac, proyecto que quiso mantener secreto por temor de que surgiese entre él y el conde Timascheff una nueva rivalidad.
Preciso es convenir en que tal proyecto sólo podía ocurrírsele a la imaginación
fantástica del oficial francés.
Los ingleses, encadenados en su roca, habían continuado ocupando el islote de Gibraltar por cuenta de Inglaterra y habían hecho bien en ello, si aquel punto volvía a la Tierra en buenas condiciones. Nadie podía disputarles el derecho de ocupación.
Pero frente a Gibraltar se levantaba el islote de Ceuta, que, antes del choque, pertenecía a los españoles y dominaba uno de los lados del estrecho, y Ceuta, abandonada, venía a ser la propiedad del primer ocupante. Por consiguiente, dirigirse a la roca de Ceuta, posesionarse de ella en nombre de Francia e izar allí el pabellón francés, fueron cosas que parecieron muy naturales al capitán Servadac.
–¿Quién sabe –se decía a sí mismo– si Ceuta llegará a buen puerto sobre la Tierra y a dominar alguna entrada importante del Mediterráneo? En este caso el pabellón francés plantado sobre esa roca, justificará las pretensiones de Francia.
Por esta razón, sin decir nada, el capitán Servadac y su asistente Ben-Zuf emprendieron su expedición de conquista.
Nadie como Ben-Zuf para comprender a Héctor Servadac. ¡Conquistar un pedazo de roca para Francia! ¡Jugar una mala partida a los ingleses! No podía haber cosa que más le agradara.
Cuando después de emprender la marcha y al pie de las rocas, se terminaron las despedidas y los dos conquistadores se encontraron solos, el capitán notificó su proyecto a Ben-Zuf.
Ben-Zuf, recordando entonces las coplas que se cantaban en su regimiento, se puso a cantar alegremente.
El capitán Servadac y Ben-Zuf, bien abrigados y cargado el ordenanza con un saco a la espalda, en el que llevaba el pequeño material de viaje, ambos con los patines en los pies, lanzáronse sobre la inmensa superficie blanca, no tardando en perder de vista las alturas de Tierra Caliente.
Durante el viaje no ocurrió incidente alguno digno de mención. Se dividió el tiempo en algunos altos, durante los cuales se tomaron descanso y alimento en común. La temperatura era soportable, aun durante la noche, y tres días después de su partida, el 5 de noviembre, encontrábanse los dos héroes a pocos kilómetros del islote de Ceuta.
Ben-Zuf estaba radiante de júbilo. Si hubiera sido necesario dar un asalto, no habría pedido otra cosa más que el permiso para formarse en columna, y en caso necesario para formar el cuadro y rechazar la caballería enemiga.
Era por la mañana. La dirección rectilínea, indicada por la brújula, había sido seguida con toda exactitud por los expedicionarios desde que salieron de Tierra Caliente, la roca de Ceuta aparecía ya a cinco o seis kilómetros de distancia, en medio de la irradiación solar sobre el horizonte Occidental.
Ambos aventureros estaban impacientes por poner el pie en aquella roca.
De pronto, y a una distancia de tres kilómetros, Ben-Zuf se detuvo y dijo:
–Mi capitán, mire usted.
–¿Qué ocurre, Ben-Zuf?
–Que sobre la roca se mueve algo.
–Avancemos –respondió el capitán Servadac.
Recorrieron dos kilómetros en pocos minutos, al cabo de los cuales el capitán Servadac y Ben-Zuf moderaron su celeridad y se detuvieron nuevamente.
–¡Mi capitán!
–¿Qué ocurre, Ben-Zuf?
–Que, efectivamente, hay un hombre en Ceuta, que hace grandes ademanes dirigiéndose a nosotros. Parece como si estirara los brazos, como quien se despierta después de haber dormido demasiado.
–¡ Diablo! –exclamó el capitán Servadac–. ¿Llegaremos demasiado tarde?
Los franceses avanzaron más, y pronto Ben-Zuf exclamó :
–¡Ah, mi capitán, es un telégrafo!
Era, efectivamente., un telégrafo semejante a los de los semáforos el que funcionaba en la roca de Ceuta.
–¡ Rayos y centellas! –exclamó el capitán–. Si hay allí un telégrafo es porque alguien lo ha instalado.
–A no ser que en Galia se críen telégrafos como en la Tierra los árboles.
–Si gesticula, es porque alguien lo pone en movimiento.
Héctor Servadac, muy disgustado, dirigió la vista hacia el Norte.
Allí, en el límite del horizonte, alzábase la roca de Gibraltar, donde, tanto a Ben-Zuf como a él, parecióles ver que un segundo telégrafo, instalado en la cima del islote, respondía a las preguntas del primero.
–¡Está ocupado Ceuta! –exclamó el capitán Servadac–. Ahora notifican nuestra llegada a Gibraltar.
–¿Qué hacemos, mi capitán?
–¿Qué hemos de hacer, Ben-Zuf? Prescindir de. nuestro proyecto de conquista y hacer de tripas corazón.
–Sin embargo, mi capitán, sólo son cinco o seis ingleses los que defienden a Ceuta, y podríamos…
–No, Ben-Zuf –respondió el capitán Servadac–, nos han visto, están prevenidos, y a no ser que mis argumentos los decidan a cedernos el sitio, no hay nada que hacer.
Héctor Servadac y Ben-Zuf llegaron al pie mismo de la roca, en el mismo momento en que se presentaba un centinela, como si hubiera sido empujado por un resorte.
–i Quién vive!
–¡Amigos! Francia.
–¡ Inglaterra!
Tales fueron las palabras que se cruzaron entre los que llegaban y el soldado que vigilaba el islote.
Después aparecieron cuatro hombres en la parte superior del islote.
–¿Qué quieren ustedes? –preguntó uno de aquellos hombres que, sin duda, pertenecía a la guarnición de Gibraltar.
–Deseo hablar al jefe –respondió el capitán Servadac.
–¿Al comandante de Ceuta?
–Al comandante de Ceuta, si es que Ceuta tiene ya comandante.
–Voy a avisarle –respondió el soldado inglés.
Pocos minutos después, el comandante de Ceuta, con uniforme de gala, adelantóse hasta las primeras rocas de su islote. Era el mayor Oliphant en persona.
No era posible dudar. La idea de ocupar Ceuta que se le había ocurrido al capitán Servadac, la habían tenido también los ingleses, pero la habían puesto en práctica antes que él. Ocupada la roca, establecieron en ella un cuerpo de guardia, que fortificaron sólidamente, y trasladaron a él víveres y combustibles en la canoa del comandante de Gibraltar. Todo esto antes de que el frío hubiese congelado el mar.
Un humo espeso, que salía de la misma roca, demostraba que debían haber encendido un buen fuego durante el invierno galiano, y que la guarnición no había pasado frío.
En efecto, aquellos soldados ingleses estaban gruesos, y el mayor Oliphant, aun a pesar suyo, había también engordado.
Por lo demás, los ingleses de Ceuta no estaban muy aislados, porque sólo los separaban de Gibraltar cuatro leguas, y, ya atravesando el antiguo Estrecho, ya manejando el telégrafo, estaban unos y otros en comunicación constante.
Digamos también que el brigadier Murphy y el mayor Oliphant no habían interrumpido su partida de ajedrez, cuyas jugadas, preparadas después de largas meditaciones, se comunicaban por telégrafo.
En esto, los dos ilustres oficiales no hicieron otra cosa que imitar a las dos sociedades americanas, que en 1840, a pesar de la lluvia y la tempestad, jugaron telegráficamente una famosa partida de ajedrez entre Washington y Baltimore.
La partida que el brigadier Murphy y el mayor Oliphant estaban jugando, era la misma que habían empezado ya cuando el capitán Servadac los visitó en Gibraltar.
El mayor Oliphant esperó en actitud fría que los dos forasteros hablasen.
–¿Es usted el mayor Oliphant? –preguntó Servadac; saludándolo.
–El mayor Oliphant, gobernador de Ceuta –respondió el oficial–. ¿A quién tengo el honor de hablar?
–Al capitán Servadac, gobernador general de Tierra Caliente.
–¡Ah! Perfectamente –respondió el mayor.
–Si usted me permite –dijo Héctor Servadac–, le diré que me sorprende no poco verlo instalado como comandante del resto de una antigua propiedad de España.
–Se lo permito a usted, capitán.
–¿Y puedo preguntarle con qué derecho?
–Con el derecho del primer ocupante.
–Perfectamente, mayor Oliphant. Pero, ¿no teme usted que los españoles, que son colonos de Tierra Caliente, reclamen con razón…?
–No creo que lo hagan, capitán Servadac.
–¿Por qué?
–Porque esos españoles son los que han cedido la propiedad de esta roca a Inglaterra.
–¿Por contrato, mayor Oliphant?
–Por contrato, y en buena y debida forma.
–¡Ah! ¿Es cierto?
–Tan cierto como que han recibido en oro inglés, capitán Servadac, el precio de esta importante cesión.
–Ahora comprendo –dijo Ben-Zuf– por qué Negrete y sus compañeros tenían tanto dinero en los bolsillos.
Las cosas habían ocurrido, efectivamente, como decía el mayor Oliphant. Los dos oficiales habían visitado secretamente Ceuta cuando los españoles se encontraban allí todavía, y habían obtenido con gran facilidad aquella cesión en provecho de Inglaterra.
Por lo tanto, el argumento con que contaba el capitán Servadac para sus planes caía por su base. Se habían frustrado las esperanzas del conquistador y de su jefe de Estado Mayor, quien se guardó de insistir ni de dejar sospechar sus proyectos.
–¿Puedo saber –preguntó el mayor Oliphant– qué me proporciona el honor de esta visita?
–Mayor Oliphant –respondió el capitán Servadac–, he venido para prestar a ustedes un gran servicio.
–¡Ah! –repuso el mayor con el tono de quien no cree necesitar servicios de nadie.
–¿Es posible, mayor Oliphant, que ignore usted que las rocas de Ceuta y de Gibraltar recorren el mundo solar en la superficie de un cometa?
–¿De un cometa? –repitió el mayor, sonriéndose con incredulidad.
En pocas palabras refirió el capitán Servadac los resultados del encuentro de la Tierra con Galia, resultados que el oficial inglés escuchó con suma atención. Después añadió que, según todas las probabilidades, el cometa volvería al globo terrestre y que convendría, quizá, que los habitantes de Galia aunaran todos sus esfuerzos para evitar los peligros de la nueva colisión.
–Por consiguiente, mayor Oliphant, si la pequeña guarnición de Ceuta y la de Gibraltar quieren emigrar a Tierra Caliente…
–Agradezco a usted muchísimo su ofrecimiento, capitán Servadac –respondió fríamente el mayor Oliphant–; pero no podemos abandonar nuestro puesto.
–¿Y por qué?
–No hemos recibido orden de nuestro gobierno; y la comunicación que hemos escrito al almirante Fairfax, espera todavía el paso del buque correo.
–Repito a usted que no estamos ya en el globo terrestre y que antes de dos meses el cometa que nos lleva a través del espacio, volverá a chocar con la Tierra.
–Eso no me admira, capitán Servadac, porque Inglaterra habrá hecho lo posible para atraernos hacia ella.
Evidentemente, el mayor no daba crédito a lo que acababa de decirle el capitán.
–Como usted guste –repuso al fin éste–. ¿Se obstinan ustedes en permanecer en esos dos puestos de Ceuta y Gibraltar?
–Sin duda ninguna, capitán Servadac, porque dominan la entrada del Mediterráneo.
–Pero si ya no hay Mediterráneo, mayor Oliphant.
–Siempre habrá Mediterráneo si conviene a Inglaterra que lo haya… Pero, perdone usted, capitán Servadac; el brigadier Murphy me envía por telégrafo un jaque, y con el permiso de usted, voy…
El capitán Servadac, retorciéndose con furia el bigote, casi hasta arrancárselo, devolvió al mayor Oliphant el saludo que éste acababa de dirigirle; los soldados ingleses entraron en su casamata y los dos conquistadores quedáronse solos al pie de la roca.
–¿Qué dices a esto, Ben-Zuf?
–¿Qué he de decir, mi capitán? Con permiso de usted, diré que hemos hecho una gran campaña.
–Vámonos, Ben-Zuf.
–Vámonos, mi capitán –respondió Ben-Zuf, que no cantaba ya como cuando salieron de Tierra Caliente.
Y volvieron como habían ido, sin haber podido desplegar su bandera.
Los expedicionarios llegaron el 9 de noviembre al litoral de Tierra Caliente, en el preciso momento en que Palmirano Roseta se entregaba a un arrebato violentísimo de cólera, que esta vez estaba justificado.
Como el lector recordará, el profesor había vuelto a empezar sus observaciones y sus cálculos respecto a Nerina.
Acababa de terminarlos, después de haber descubierto todos los elementos de su satélite, y Nerina, que habría debido presentarse la víspera, no había vuelto a ser vista en el horizonte de Galia. Aprisionada seguramente por algún asteroide más poderoso, habíase escapado de los lazos de Galia, al atravesar la zona de los planetas telescópicos.