Capítulo VIII EL PROFESOR Y SUS DISCÍPULOS JUEGAN CON BILLONES, TRILLONES Y MILES DE MILLONES

Los visitantes de la Hansa estaban reunidos en la sala común un cuarto de hora después, y las palabras pronunciadas por el profesor iban a ser explicadas.

Obedeciendo a Roseta, Ben-Zuf había despejado completamente la mesa, quitando los objetos que sobre ella estaban y, luego, pusiéronse en ella las monedas de plata tomadas al judío Hakhabut por orden de su valor; primero dos montones de veinte monedas de cinco francos, después de otro de diez monedas de diez francos, y, luego, otro de veinte monedas de cincuenta céntimos.

–Señores –dijo entonces Palmirano Roseta muy satisfecho de sí mismo–, puesto que ustedes no han tenido la previsión, al chocar Galia con la Tierra, de salvar un metro y una pesa de un kilogramo del antiguo material terrestre, he pensado en el mejor medio de remplazar esos dos objetos, que son indispensables para calcular la atracción, la masa y la densidad de mi cometa.

Esta frase de] exordio era algo larga, como acostumbra hacerlas el orador que está seguro de sí mismo y del efecto que va a producir en sus oyentes. Ni el capitán Servadac, ni el conde Timascheff, ni el teniente Procopio respondieron a la singular reconvención que les dirigía Palmirano Roseta. Se habían ya familiarizado con sus intemperancias,

–Señores –añadió el profesor–, me he cerciorado de que estas diversas monedas son casi nuevas, y no han sido usadas ni limadas por el judío. Están, por lo tanto en las condiciones requeridas para asegurar a mi operación toda la exactitud deseada. Primero, voy a emplearlas en obtener la longitud precisa del metro terrestre.

Héctor Servadac y sus compañeros comprendieron el propósito del profesor antes que hubiera acabado de expresarlo.

En cuanto a Ben-Zuf, miraba a Palmirano Roseta como habría mirado a un prestidigitador que se dispusiera a hacer un juego de cubiletes en algún tablado de Montmartre.

El profesor fundaba de este modo su primera operación cuya idea se le había ocurrido de pronto al oír sonar las monedas en el cajón de Isaac Hakhabut.

Como todos saben las monedas francesas son decimales y entre un céntimo y cinco francos existe cuanta moneda se necesita para completar todas las cantidades, a saber: 1.º

Uno, dos, cinco, diez céntimos en monedas de cobre. 2.° Veinte céntimos, cincuenta céntimos, un franco, dos francos, cinco francos, en monedas de plata. 3.º Cinco, diez,

veinte cincuenta y cien francos, en monedas de oro ({3}) Por lo tanto, existen todos los múltiplos decimales del franco y todas las fracciones decimales del mismo franco, esto es, en sentido ascendente y descendente. El franco es el patrón, la unidad monetaria.

El profesor insistió en la exposición del asunto, agregando que las diversas piezas de moneda tienen un calibre exacto, y su diámetro, rigurosamente determinado por la ley, es también el mismo en las monedas falsificadas.

Para hablar únicamente de las monedas de cinco francos, de dos francos y de cincuenta céntimos de plata, diremos que las primeras tienen un diámetro de treinta y siete milímetros; las segundas, de veintisiete milímetros; y las terceras, de dieciocho milímetros.

Colocando, unas junto a otras, cierto número de estas monedas de valor diferente, ¿no se podría obtener una longitud rigurosamente exacta equivalente a los mil milímetros de que consta el metro terrestre?

Seguramente era posible, el profesor lo sabía y por lo mismo había elegido diez monedas de cinco francos de las veinte que había llevado, otras diez de dos francos y veinte de cincuenta céntimos.

El astrónomo hizo rápidamente el cálculo en un papel y lo presentó a sus oyentes, de esta manera:

10 monedas de 5 francos a 0,037 = 0,370

10 2 0,027 = 0,270

20 0,50 0,018 = 0,360

Total……. 1,000

–Perfectamente, querido profesor –dijo Héctor Servadac–, sólo falta colocar una junto a otra esas cuarenta monedas, de tal manera que la misma línea recta pase por sus centros y tendremos con toda exactitud la longitud del metro terrestre.

–¡Cascaras! –exclamó Ben-Zuf–. ¡Qué bueno es ser sabio!

–¡A eso llama ser sabio! –replicó Palmirano Roseta encogiéndose de hombros.

Efectivamente, se extendieron diez monedas de cinco francos sobre la mesa, y se colocaron una junto a otra de manera que sus centros estuvieran unidos por la misma línea recta. Luego se pusieron del mismo modo las diez monedas de diez francos y, por último, las veinte de cincuenta céntimos, y se señalaron los dos extremos de la línea así formada.

–Señores –dijo entonces el profesor–, ya tenemos la longitud exacta del metro terrestre.

La operación se había efectuado con suma precisión. Dividióse aquel metro por medio de un compás en diez partes iguales y se obtuvieron los decímetros; y, después de haber

cortado una vara de aquella longitud, se le entregó al mecánico de la Dobryna.

Éste, que tenía gran habilidad, se proporcionó un trozo de la materia desconocida de que se componía la roca volcánica, y sólo tuvo que labrarlo, dando un decímetro cuadrado a cada una de sus seis caras, para obtener un cubo perfecto.

Era lo que necesitaba Palmirano Roseta.

Obtenido el metro faltaba obtener también su peso exacto de un kilogramo.

Esto ofrecía menos dificultad.

En efecto, las monedas francesas tienen no sólo un calibre rigurosamente determinado, sino un peso calculado con absoluta exactitud.

Sin tener en cuenta para nada todas las demás, la moneda de cinco francos pesa exactamente veinticinco gramos, esto es, el peso de cinco monedas de un franco, cada una de las cuales pesa cinco gramos.

Agrupando cuarenta piezas de a cinco francos en plata, se obtendría el peso de un kilogramo y, esto lo comprendieron en seguida el capitán Servadac y sus compañeros.

–Vamos, vamos –dijo Ben-Zuf–, ya veo que para eso no es bastante ser sabio; se necesita también…

–¿Qué? –preguntó Héctor Servadac.

–Tener dinero.

La observación de Ben-Zuf hizo reír a todos.

Pocas horas después, había sido labrado con bastante precisión el decímetro cúbico de piedra y el mecánico lo entregaba al profesor.

Teniendo ya Palmirano Roseta un peso de un kilogramo, un trozo de un decímetro cúbico, y una romana para pesarlo, no necesitaba más para calcular la atracción, la masa y la densidad de su cometa.

–Señores, suponiendo que ustedes no lo sepan, o que lo hayan olvidado, debo recordarles la célebre ley de Newton, según la cual la atracción está en razón directa de las masas y en razón inversa del cuadrado de las distancias. No olviden este principio.

El profesor hablaba como si estuviera en cátedra; pero los discípulos eran sumisos y obedientes.

–Aquí tenemos –añadió– cuarenta monedas de a cinco francos reunidas en este saco, que en la Tierra pesaría exactamente un kilogramo; esto es, si estando en la Tierra las suspendiéramos del gancho de esta romana, la aguja marcaría un kilogramo. ¿Han comprendido?

Mientras hablaba, no apartaba la vista de Ben-Zuf, imitando en esto a Arago, quien durante sus demostraciones miraba siempre al oyente que le parecía más torpe, y cuando éste daba muestras de haber comprendido, se mostraba satisfecho de la claridad de su demostración.

El asistente del capitán Servadac estaba muy lejos de ser torpe, pero era ignorante, y,

para el caso, era igual.

Sin embargo, Ben-Zuf pareció convencido, y el profesor prosiguió su demostración en estos términos:

–Ahora voy a colgar este grupo de monedas del gancho de la romana, y como operamos en Galia sabremos lo que pesa en Galia.

Se suspendió del gancho el grupo de monedas, osciló la aguja de la romana, se detuvo y marcó en el círculo graduado ciento treinta y tres gramos.

–Según esto –dijo Palmirano Roseta–, lo que pesa un kilogramo en la Tierra, sólo pesa ciento treinta y tres gramos en Galia, o, lo que es lo mismo, unas siete veces menos. ¿Lo han entendido ustedes?

Ben-Zuf hizo una señal de asentimiento y el profesor prosiguió gravemente su demostración.

–Ahora van a comprender ustedes que los resultados obtenidos con la romana habrían sido nulos con las balanzas ordinarias. En efecto, los dos platillos en que habría puesto en un lado el grupo de monedas, y en el otro el peso de un kilogramo, habrían quedado en equilibrio, porque en ambos el peso se habría disminuido en la misma proporción exactamente. ¿Está entendido?

–Hasta por mí –respondió Ben-Zuf.

–Por consiguiente, si el peso –dijo el profesor– es siete veces menor aquí que en el globo terrestre, debe deducirse que la intensidad de la gravedad en Galia es la séptima parte de lo que es en la superficie de la Tierra.

–Perfectamente –respondió el capitán Servadac–, y respecto a este punto no hay más que hablar. Pasemos ahora a la masa, querido profesor.

–No, a la densidad primero –respondió Palmirano Roseta.

–En efecto –asintió el teniente Procopio–; conociendo ya el volumen de Galia, únicamente nos falta conocer la densidad para deducir naturalmente la masa.

El razonamiento del teniente era lógico y no había que hacer sino proceder al cálculo de la densidad de Galia, y esto fue lo que hizo el profesor. Tomó el trozo de piedra que medía un decímetro cúbico y dijo:

–Señores, este trozo está formado por una materia desconocida que, durante su viaje de circunnavegación, han encontrado siempre en la superficie de Galia. Parece, efectivamente, que mi cometa no contiene más que esta sustancia; el litoral, el monte volcánico, el territorio al Norte como al Sur, todo parece formado exclusivamente por este mineral, al que su ignorancia en geología no les ha permitido dar un nombre.

–Así es, y desearíamos saber qué sustancia es esta –dijo Héctor Servadac.

–Creo –repuso Palmirano Roseta– tener el derecho de razonar como si Galia estuviera única y exclusivamente compuesta de esta materia, hasta en sus últimas profundidades.

Ahora bien, aquí tenemos un decímetro cúbico de esta materia. ¿Qué pesaría en la tierra?

Pesaría exactamente lo mismo que en Galia, multiplicado por siete, porque, como hemos dicho, la atracción es siete veces menor en el cometa que en el globo terrestre. ¿Ha

comprendido usted, usted que me está mirando con ojos espantados?

Quien así miraba era Ben-Zuf.

–No, señor –respondió Ben-Zuf.

–Pues no perderé el tiempo en hacérselo comprender, porque estos señores lo han entendido y es suficiente.

–¡Qué fiera! –murmuró Ben-Zuf.

–Pesando este trozo de mineral –dijo el profesor–, es como si pesáramos el cometa.

El trozo de mineral fue, en efecto, colgado de la romana y la aguja indicó en el círculo mil trescientos treinta gramos.

–Mil trescientos treinta gramos multiplicados por siete –exclamó Palmirano Roseta–

dan aproximadamente diez kilogramos. Siendo, pues, la densidad de la Tierra de unos cinco kilogramos, la de Galia es doble de la Tierra, porque vale diez. Sin esta circunstancia, la gravedad, en vez de ser una séptima parte de la Tierra, sería en mi cometa una decimoquinta parte.

Al decir esto, creía el profesor tener derecho a mostrarse orgulloso. Si la Tierra era superior en volumen a su cometa, éste superaba a la Tierra en densidad, y de ningún modo habría cambiado uno por otra.

Conocíase, pues, en aquel momento el diámetro, la circunferencia, la superficie, el volumen, la densidad de Galia y la intensidad de la gravedad. Faltaba calcular la masa o, para decirlo de otra manera, el peso.

Este cálculo quedó en seguida hecho. Puesto que un decímetro cúbico de la materia galiana habría pesado diez kilogramos en la Tierra, Galia pesaba tantas veces diez kilogramos como decímetros cúbicos contenía su volumen, y como se sabía que este volumen era de doscientos once millones cuatrocientos treinta y tres mil cuatrocientos setenta kilómetros cúbicos, contenía, por lo tanto, un número de decímetros representado por veintiuna cifras, esto es, doscientos once trillones cuatrocientos treinta y tres mil cuatrocientos sesenta billones. Esto era también el número que daba en kilogramos terrestres la masa, o sea, el peso de Galia.

Era, por consiguiente inferior al del globo terrestre en cuatrocientos sesenta y ocho mil quinientos sesenta y tres trillones seiscientos cincuenta y cuatro mil billones.

–¿Pero cuánto pesa la Tierra entonces? –preguntó Ben-Zuf, realmente aturdido y sin saber apreciar la importancia de aquellos millares de millones.

–¿Sabes tú lo que es un millar de millones? –le preguntó el capitán Servadac.

–Vagamente, mi capitán.

–Pues para que lo comprendas, has de saber que desde el nacimiento de Jesucristo hasta ahora no han transcurrido todavía mil millones de minutos, y que si hubieras debido mil millones de francos, y hubieras pagado un franco cada minuto desde entonces acá, todavía no habrías concluido de pagar la deuda.

–¡ Un franco por minuto! –exclamó Ben-Zuf–. ¡Oh! Me habría arruinado antes de un

cuarto de hora. En fin, ¿cuánto pesa la Tierra?

–Cinco cuatrillones ochocientos setenta y cinco mil trillones da kilogramos –dijo el teniente Procopio–, esto es, un número que consta de veinticinco cifras.

–¿Y la Luna?

–Setenta y dos mil trillones de kilogramos.

–¿Nada más? –respondió Ben-Zuf–. ¿Y el Sol?

–Dos quintillones, esto es, un número compuesto de treinta y una cifras.

–¡Dos quintillones! –exclamó Ben-Zuf–. Supongo que gramo más o menos.

Palmirano Roseta empezó a mirar a Ben-Zuf aviesamente.

–En conclusión –dijo el capitán Servadac–, todo objeto pesa siete veces menos en la superficie de Galia que en la superficie de la Tierra.

–Eso es –asintió el profesor–, y, por consiguiente, nuestras fuerzas musculares se han septuplicado. Un mozo de cuerda del mercado que carga cien kilogramos de peso en la Tierra, podría cargar setecientos en Galia.

–Ahora comprendo por qué nosotros saltamos siete veces más alto –dijo Ben-Zuf.

–Sin duda –respondió el teniente Procopio–, y si la masa de Galia hubiera sido menor, usted, Ben-Zuf, habría saltado más todavía.

–Hasta por encima del cerro de Montmartre –añadió el profesor guiñando el ojo y sacando de quicio a Ben-Zuf.

–¿Cuál es la intensidad de la gravedad de los demás astros? –preguntó Héctor Servadac.

–¿Lo ha olvidado usted? –increpó el profesor–. Realmente, no ha sido usted nunca un buen discípulo.

–Lo reconozco, por mi desgracia –respondió el capitán Servadac.

–Pues bien, tomando la Tierra por unidad, la atracción en la Luna es de 0 16; en Júpiter, de 2‘45; en Marte, de 0‘50; en Mercurio, de 1*15; en Venus, de 0‘92, casi la misma de la Tierra, y en el Sol, de 2‘45. Allí un kilogramo terrestre pesa 28.

–Entonces –agregó el teniente Procopio–, en el Sol, a un hombre constituido de igual modo que nosotros lo estamos, le sería muy difícil levantarse si se cayera, y una bala de cañón sólo andaría una docena de metros.

–¡Un buen campo de batalla para los cobardes! –dijo Ben-Zuf.

–No hay tal cosa –replicó el capitán Servadac–, porque pesarían mucho y no podrían escapar.

–Siento –dijo Ben-Zuf– que Galia no sea más pequeña de lo que es, porque con eso seríamos más fuertes y saltaríamos más alto. Verdad es que sería difícil reducir las proporciones de Galia.

Esta proposición hirió el amor propio de Palmirano Roseta, propietario del cometa

Galia, quien replicó :

–¿Cómo es eso? ¿Acaso este ignorante no tiene ya la cabeza bastante ligera? Que tenga cuidado de sujetarla, porque el menor sople de viento se la puede llevar el mejor día.

–Ya la sostendré con ambas manos –respondió Ben-Zuf.

Palmirano Roseta, al ver que Ben-Zuf no callaba jamás, iba a retirarse, cuando el capitán Servadac lo detuvo con un ademán.

–Perdone usted, mi querido profesor, que le dirija una pregunta. ¿No sabe de qué sustancia se compone Galia?

–Lo sospecho –respondió Palmirano Roseta–. La naturaleza de esa sustancia, su densidad, que vale diez…, me atrevería a afirmar… ¡Ah! Si es así, confundiré a Ben-Zuf.

¡Qué se atreva a comparar su cerro de Montmartre con mi cometa!

–¿Y qué es lo que se atrevería usted a afirmar? –preguntó el capitán Servadac.

–Que esta sustancia –dijo el profesor, subrayando la frase–, que esta sustancia es nada menos que un telururo…

–¡Puah…! Un telururo –exclamó despectivamente Ben-Zuf.

–Un telururo de oro, cuerpo compuesto que se encuentra con frecuencia en la Tierra; y en éste, si hay setenta por ciento de telururo, calculo que habrá treinta por ciento de oro.

–¡Treinta por ciento! –exclamó Héctor Servadac.

–Lo cual, sumando la gravedad específica de estos dos cuerpos, da un total de diez, o sea la cifra precisa que representa la densidad de Galia.

–¡Un cometa de oro! –repetía el capitán Servadac.

–El célebre Maupertuis opinaba que esto era muy posible, y Galia lo confirma

–Pero, entonces –dijo el conde Timascheff–, si Galia vuelve a caer en el globo terráqueo, cambiará todas las condiciones monetarias; en la actualidad sólo hay veintinueve mil cuatrocientos millones de oro en circulación.

–Efectivamente –respondió Palmirano Roseta–, y puesto que el trozo de telururo de oro en que nos encontramos pesa en la Tierra doscientos once trillones cuatrocientos treinta y tres mil cuatrocientos sesenta billones de kilogramos, serán unos setenta y un trillones de oro lo que tendrá la Tierra, que, a tres mil quinientos francos el kilogramo, importaría en números redondos doscientos cuarenta y seis mil trillones de francos, esto es, un número compuesto de veinticuatro cifras.

–Cuando eso suceda –respondió Héctor Servadac–, el oro no valdrá nada y, entonces, merecerá con justicia la calificación de vil metal.

El profesor, que ya habla salido majestuosamente para subir a su observatorio, no oyó esta observación.

–Pero –preguntó entonces Ben-Zuf–, ¿para qué sirven todos esos cálculos que ese sabio regañón ha hecho, como si se tratara de un juego de cubiletes?

–Para nada –respondió el capitán Servadac–, y eso es precisamente lo que les da mayor

interés.

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