AL oír Isaac la voz de Ben-Zuf, abrió la puerta de la cámara de popa, y sacó la cabeza.
–¡Quién llama! –gritó–. ¿Qué quieren de mí? No estoy en casa; no tengo nada que prestar ni que vender.
Tales fueron las palabras hospitalarias con que fueron recibidos los visitantes.
–¡ Calma, calma, maese Hakhabut! –dijo el capitán Servadac con voz imperiosa–.
¿Nos toma acaso por ladrones?
–¡Ah es usted, señor gobernador general! –dijo el judío sin salir de la cámara.
–El mismo –respondió Ben-Zuf, que acababa de subir al puente de la urca–. Es un gran honor para ti esta visita. Vamos, fuera de ese nicho.
Isaac Hakhabut se había decidido a salir por la puerta de la cámara, que hasta entonces había tenido entornada de manera que pudiera cerrarla en seguida en caso de peligro.
–¿Qué quieren ustedes? –preguntó.
–Hablar un momento con usted, maese Isaac –respondió el capitán–, pero aquí hace mucho frío y espero que no nos negará usted un cuarto de hora de hospitalidad en su cámara.
–¡Cómo! ¿Quieren ustedes entrar? –exclamó el judío, a quien esta visita inspiraba vivos temores.
–Para eso hemos venido –respondió Héctor Servadac que subía ya los escalones de la cámara, precediendo a sus compañeros.
–No tengo nada que ofrecer a ustedes –dijo el judío con voz lastimera–. Soy pobre.
–Ya comenzamos a gemir –dijo Ben-Zuf–. Vamos Elías, deja pasar.
Y Ben-Zuf, agarrando a Hakhabut por el cuello lo apartó bruscamente y abrió después la puerta de la cámara.
Al entrar, dijo el capitán Servadac:
–Oiga usted, Hakhabut, no venimos a apoderarnos de nada contra su voluntad. Ya se lo he dicho: el día en que el interés común exija que dispongamos del cargamento de la urca, lo haré sin vacilaciones, es decir, le expropiaré por causa de utilidad pública, y las mercancías le serán pagadas a los precios corrientes en Europa.
–¡A los precios corrientes en Europa! –murmuró Isaac Hakhabut entre dientes–. De ningún modo; me las ha de pagar a los precios corrientes en Galia, y esos precios seré yo quien los determine.
Héctor Servadac y sus compañeros, sin hacer caso de las protestas del judío, bajaron a la cámara de la Hansa, que era muy estrecha porque el cargamento ocupaba casi todo el sitio.
En un rincón de aquella cámara, y enfrente de la litera que servía de cama, había una pequeña estufa donde ardían dos pedazos de carbón. Un armario, cuya puerta estaba cerrada con llave, ocupaba el fondo de aquella estancia, en donde había también algunos banquillos, una mesa de pino muy sucia y algunos utensilios de cocina, los absolutamente necesarios. El mueblaje, como se ve, no era muy costoso, pero digno del propietario de la urca.
Lo primero de que se cuidó Ben-Zuf después de haber bajado a la cámara, y tan pronto como el judío volvió a cerrar la puerta, fue de arrojar a la estufa algunos carbones, precaución justificada dada la baja temperatura que reinaba allí. Esto arrancó recriminaciones y gemidos a Isaac Hakhabut, que antes que prodigar el combustible habría quemado sus propios huesos, si hubiera tenido con qué sustituirlos. Pero nadie le hizo caso, y Ben-Zuf se quedó de guardia cerca de la estufa, activando la combustión por medio de una ventilación inteligente. Luego, tomaron asiento los visitantes del mejor modo que les fue posible, y dejaron al capitán Servadac que diera a conocer al judío el objeto de su visita.
Isaac Hakhabut, de pie en un rincón, con las manos cruzadas, parecía un condenado a quien se le lee la sentencia.
–Maese Isaac –dijo entonces el capitán Servadac–, sólo hemos venido para pedirle a usted un favor.
–¿Un favor?
–En interés de todos.
–No tengo interés alguno.
–Oiga usted y no se queje, Hakhabut. No vamos a desollarlo.
–¡Pedirme a mí un favor! ¡A mí! ¡Un pobre hombre! –exclamó el judío en tono plañidero.
–Diré a usted de lo que se trata –añadió Héctor Servadac, fingiendo no haber oído los lamentos del judío.
La solemnidad del preámbulo hizo creer a Isaac Hakhabut que iban a reclamarle toda su hacienda.
–Necesitamos –dijo el capitán Servadac– una romana. ¿Puede usted prestarnos una romana?
–¡Una romana! –exclamó el judío, como si le hubieran pedido un préstamo de muchos miles de francos–. ¿Dice usted una romana…?
–Sí, una romana para pesar –repitió Palmirano Roseta, a quien tantos preámbulos
impacientaban ya extraordinariamente.
–¿No tiene usted una romana? –preguntó el teniente Procopio.
–Sí, tiene una –dijo Ben-Zuf.
–Efectivamente, sí, me parece… –respondió Isaac Hakhabut, que temía aventurarse demasiado.
–En ese caso, maese Isaac, ¿quiere usted tener la bondad de prestárnosla?
–¡Prestar! –exclamó el judío–. Señor gobernador, me pide que preste…
–Por un día solamente –replicó el profesor–, por un día. Después se la devolveremos sin estropearla.
–Una romana es un instrumento muy delicado, buen señor –respondió Isaac Hakhabut–. Puede estallar el resorte con estos grandes fríos.
–¡Qué animal! –exclamó Palmirano Roseta.
–Y, además, ¿se trata de pesar alguna cosa muy voluminosa?
–¿Crees tú, Efraín –dijo Ben-Zuf–, que vamos a pesar una montaña?
–Bastante más que una montaña –respondió Palmirano Roseta–. Vamos a pesar Galia.
–¡Misericordia! –exclamó el judío, que con sus falsas lamentaciones perseguía manifiestamente un fin.
El capitán Servadac volvió a intervenir diciendo:
–Maese Hakhabut, necesitamos una romana para pesar un objeto de un kilogramo a lo sumo.
–¡Un kilogramo, Dios de Israel!
–Y hasta ese objeto pesará sensiblemente menos de un kilogramo a causa de la menor atracción de Galia. Por consiguiente, no tiene usted nada que temer por su romana.
–Seguramente, señor gobernador –respondió el judío–. ¡Pero prestar…! ¡Prestar!
–Si no quiere prestar –dijo el conde Timascheff–, venda.
–¡Vender! –exclamó Isaac Hakhabut–, ¡vender mi romana! Cuando la haya vendido,
¿cómo voy a pesar mis géneros? No tengo balanza, sólo tengo ese pobre instrumento que es muy delicado, muy exacto, y se pretende despojarme de él.
Ben-Zuf no comprendía por qué su capitán no retorcía el pescuezo a aquel odioso judío que le oponía tanta resistencia; pero Héctor Servadac se divertía agotando todas las formas posibles de persuadir a Isaac Hakhabut
–Veamos, maese Isaac –dijo sin enfadarse–, ya me doy cuenta de que no está usted dispuesto a prestarnos la romana.
–¡Ah! ¡Me es imposible, señor gobernador!
–Ni a venderla.
–¿Venderla? ¡Oh, jamás!
–Perfectamente, ¿quiere usted alquilarla?
Los ojos de Isaac Hakhabut lanzaron chispas de júbilo.
–¿Me responde usted de todo deterioro? –preguntó con viveza.
–Sí, señor.
–¿Me dará usted una garantía de que me pueda apropiar en el caso de una desgracia?
–Sí. señor.
–¿Cuánto?
–Cien francos por un instrumento que sólo vale veinte. ¿Es suficiente?
–Escasamente, señor gobernador, escasamente, porque, al fin, es la única romana que existe en nuestro nuevo mundo. ¿Pero esos cien gramos están en oro?
–En oro.
–¿Y pretende usted llevarse esa romana, un objeto de tanta necesidad, alquilada por un solo día?
–Por un solo día.
–¿Y cuánto piensa pagar por el alquiler?
–Veinte francos –respondió el conde Timascheff–. ¿Le conviene a usted?
–¡Ah! No soy aquí el más fuerte –murmuró Isaac Hakhabut, cruzando nuevamente las manos sobre el pecho– y no me queda otro recurso que resignarme.
Concluido el trato, evidentemente a satisfacción del judío, en los veinte francos de alquiler y cien francos de garantía todo en oro francés o ruso, el profesor Palmirano Roseta exhaló un suspiro de satisfacción. Seguramente no habría vendido Isaac Hakhabut su derecho de primogenitura por un plato de lentejas, si las lentejas no hubieran sido otras tantas perlas.
El judío, después de mirar recelosamente en torno suyo, salió para ir en busca de la romana.
–¡Qué hombre! –exclamó el conde Timascheff.
–Alemán y judío –respondió Héctor Servadac–. En su género es un tipo acabado.
Isaac Hakhabut no tardó en aparecer, llevando la romana cuidadosamente recogida bajo el brazo.
Era una romana de resorte con un gancho, al que se suspendía el objeto que debía pesarse. Una aguja que giraba sobre un círculo grabado marcaba el peso, y, por lo tanto, como había dicho Palmirano Roseta, los grados indicados por aquel instrumento eran independientes de la gravedad, cualquiera que fuese. Construida para los pesos terrestres habría marcado en !a Tierra un kilogramo para todo objeto que pesara un kilogramo;
¿cuánto pesaría este mismo objeto en Galia? Es lo que se deseaba averiguar.
Entregáronse ciento veinte francos en oro al judío, cuyas manos se cerraron sobre el precioso metal tan herméticamente como si hubieran sido la tapa de un cofre. Se entregó
la romana a Ben-Zuf y los visitantes dispusiéronse a salir de la cámara de la Hansa.
Pero, en aquel momento, el profesor recordó que necesitaba todavía otro objeto indispensable para efectuar sus operaciones. Una romana le era completamente inútil si no podía suspender en ella un trozo de materia galiana cuyas dimensiones hubieran sido medidas con exactitud y formara, por ejemplo, un decímetro cúbico.
–¡ Eh! Falta otra cosa, judío –dijo deteniéndose–. Tiene usted que prestarnos…
Isaac Hakhabut se estremeció al oír esto.
–Tiene usted que prestarnos un metro y una pesa de un kilogramo.
–¡Ah! Mi buen señor –respondió el judío–, me es imposible complacerle y lo siento mucho. Hubiera tenido una inmensa satisfacción en servir a usted…
Esta vez Isaac Hakhabut decía la verdad al afirmar que no tenía a bordo metro ni pesa y que sentía mucho no tenerlos porque habría hecho un excelente negocio.
Palmirano Roseta, muy contrariado, miraba a sus compañeros como si los hiciera responsables de la falta. Y tenía razón en mostrarse descontento porque, si no había manera de medir con exactitud nada, no podía obtener un resultado satisfactorio.
–Sin embargo, es preciso encontrar algún medio para salir de este apuro –murmuró rascándose la cabeza.
Después subió apresuradamente la escalera y sus compañeros lo siguieron hasta el puente; pero, antes de llegar a él, oyóse en la cámara un sonido argentino.
Era Isaac Hakhabut que guardaba su dinero en uno de los cajones del armario.
Al oír este ruido volvióse el profesor, se precipitó escalera abajo y todos lo siguieron con la misma precipitación, aunque sin comprender lo que pretendía.
–¿Tiene usted monedas de plata? –preguntó, agarrando al judío por la manga de su vieja hopalanda.
–¡Yo…! ¡plata! –respondió Isaac Hakhabut, pálido como si tuviera frente a él un ladrón.
–Sí, monedas de plata –dijo el profesor con extremada viveza–, ¿son monedas francesas? ¿Monedas de cinco francos?
–Sí… no –balbució el judío sin saber lo que decía.
El profesor habíase inclinado hacia el cajón, que Isaac Hakhabut pretendía inútilmente cerrar. El capitán Servadac, el Conde Timascheff y el teniente Procopio ignoraban lo que deseaba el profesor, pero estaban decididos a darle la razón y contemplaban la escena sin tomar parte en ella.
–Necesito esas monedas francesas –exclamó Palmirano Roseta.
–¡Jamás! –gritó el judío, como si le hubiesen querido arrancar las entrañas.
–Te digo que las necesito y las tendré.
–¡Primero me matan! –aulló Isaac Hakhabut.
El capitán Servadac, creyendo oportuno intervenir, dijo sonriéndose:
–Mi querido profesor, permítame que arregle este negocio como he arreglado el otro.
–¡Ah, señor gobernador! –exclamó Isaac Hakhabut todo descompuesto–. ¡Protéjame, proteja mi hacienda!
–Silencio, maese Isaac –ordenó autoritariamente el capitán Servadac.
Luego, dirigiéndose a Palmirano Roseta, le preguntó:
–¿Necesita usted cierto número de monedas de cinco francos para efectuar sus operaciones?
–Sí –respondió el profesor–, necesito, en primer término, cuarenta.
–¡Doscientos francos! –murmuró el judío.
–Y, además –agregó el profesor–, diez monedas de dos francos y veinte de cincuenta céntimos.
–¡Treinta francos! –dijo con voz plañidera.
–Doscientos treinta francos en total –dijo Héctor Servadac.
–Sí, doscientos treinta francos –asintió Palmirano Roseta.
–Perfectamente –dijo el capitán Servadac, y, volviéndose al conde Timascheff, le preguntó–: ¿Tiene usted ahí, señor conde, con qué garantizar a ese judío el empréstito obligatorio que voy a imponerle?
–Mi bolsa está a disposición de usted, capitán –respondió el conde Timascheff–, pero aquí sólo tengo billetes de Banco.
–¡No quiero papel, no quiero papel! –se apresuró a replicar Isaac Hakhabut–; no circula en Galia.
–¿Circula el dinero, por ventura? –respondió fríamente el conde Timascheff.
–Maese Isaac –dijo entonces el capitán Servadac–, las jeremiadas de usted me han cogido hasta ahora de buen humor; pero no abuse por mucho tiempo de mi paciencia, porque se expone a que me disguste y me incaute de toda su hacienda en beneficio público. Ahora mismo, y de buena o de mala gana, va usted a entregarnos esos doscientos treinta francos.
–¡ Esto es un robo! –gritó el judío.
Pero le fue imposible proseguir, porque la vigorosa mano de Ben-Zuf le apretó en aquel momento el cuello.
–Déjalo, Ben-Zuf –dijo el capitán Servadac–; déjalo. Va a obedecer en seguida.
–¡Jamás…! ¡Jamás!
–¿Qué interés desea usted, maese Isaac, por el préstamo de esos doscientos treinta francos?
–¡Un préstamo’ ¿Sólo se trata de un préstamo? –exclamó Isaac Hakhabut, animándose de alegría sus ojos.
–Sí, de un préstamo solamente. ¿Qué interés exige usted?
–¡Ah señor gobernador general! –contestó humildemente el judío–. El dinero es muy difícil de ganar, y hay muy poco en Galia.
–No quiero oír más observaciones. ¿Qué pide usted? –repuso Héctor Servadac.
–Pues bien, señor gobernador –añadió Isaac Hakhabut–, creo que diez francos de interés…
–¿Por día?
–Naturalmente, por día.
No había concluido de hablar aún el judío cuando el conde Timascheff arrojó sobre la mesa algunos rublos en billetes, que inmediatamente se puso a contar el judío. Aunque sólo era papel, aquella garantía debía satisfacer al más capaz de los hijos de Judá.
Las monedas francesas que necesitaba el profesor le fueron entregadas inmediatamente, y Palmirano Roseta las guardó en uno de sus bolsillos con manifiesta satisfacción
El judío estaba satisfecho: acababa de colocar sus fondos a más de mil ochocientos por ciento; y, evidentemente, si continuaba prestando al mismo interés, haría fortuna en Galia más pronto que hubiese podido hacerla en la Tierra.
El capitán Servadac y sus compañeros salieron de la urca a los pocos instantes, y Palmirano Roseta exclamó :
–Señores, no son doscientos treinta francos lo que llevo, sino el material necesario para hacer un kilogramo y un metro exactos.