El invierno

La tempestad aulló sin interrupción durante quince días y la nieve cayó en espesos copos.

Los emigrantes, obligados a esconderse en sus refugios apenas pudieron arriesgarse a salir al exterior durante aquellas dos semanas.

Si aquel encierro forzoso resultaba triste para todos, más penoso resultaba aún para aquellos que se habían asignado el disfrute de las casas desmontables. Aquellas casas, en definitiva, sólo estaban hechas a base de tablas sujetadas entre sí por pernos y carecían de la más elemental comodidad. Sin embargo, seducidos por su aspecto ¡a menos que hubiera sido sólo por ese nombre de casas! los emigrantes se las habían disputado, y ahora se amontonaban en ellas de manera insensata. Se habían transformado en verdaderos dormitorios, donde los jergones arrojados directamente sobre el suelo de madera tocaban unos con otros, dormitorios que eran salas comunes y cocinas durante las breves horas del

día. De aquel amontonamiento, de aquella cohabitación de varias familias, resultaba necesariamente una promiscuidad en todos los instantes, tan perjudicial desde el punto de vista de la higiene, como desfavorable para el mantenimiento de una buena convivencia.

La ociosidad y el aburrimiento son, en efecto, fértiles en discusiones y era cierto que en aquellas viviendas bloqueadas por la nieve se aburrían de firme.

A decir verdad, los hombres encontraban todavía algo en que ocupar sus horas de ocio. Se las ingeniaban para amueblar toscamente aquellas casas desprovistas del más mínimo asomo de mobiliario. Tallaban a hachazos asientos y mesas que por la noche quitaban de en medio para poder extender los jergones. Pero las mujeres no disponían de aquel recurso. Cuando ya se habían cuidado de los niños, cuando ya se habían dedicado a cocinar, faena simplificada notablemente por el empleo de conservas, ya no les quedaba más que el parloteo para ir pasando las lentas horas. Y no se privaban de ello. A falta de las piernas, marchaban las lenguas y nadie ignora que la intemperancia de lengua es también muy a menudo generadora de discordias; era digno de admiración que no hubiesen surgido desde el primer día.

Si bien aquellos que ocupaban las tiendas estaban menos protegidos contra la intemperie, no dejaban de beneficiarse en otros aspectos de ciertas ventajas. Disponían de más espacio e, incluso, algunas familias, como los Rhodes y los Ceroni, disfrutaban de una tienda entera. Los cinco japoneses, muy estrechamente unidos, ocupaban también una de las tiendas, en la que vivían algo apartados de los demás.

Tiendas y casas estaban diseminadas según los caprichos individuales. Como nadie había dirigido el trabajo de instalación, el trazado del campamento no respondía a ningún plan preconcebido. No se semejaba en nada a un poblado, sino a la aglomeración fortuita de casas aisladas, y de pretender trazar calles, se hubiesen encontrado con serias dificultades.

Por otra parte, ello carecía de importancia, puesto que no se trataba de fundar un establecimiento duradero. En primavera, casas y tiendas serían demolidas y cada cual volvería a su patria y a su miseria.

El campamento se extendía a la orilla derecha del río que, viniendo del oeste, lo tocaba en un punto y después, formando una curva, corría hacia el noroeste para ir a desembocar al mar tres kilómetros más lejos. La construcción más occidental se elevaba en la misma orilla. Era una casa desmontable de proporciones tan exiguas que únicamente tres personas habían podido encontrar sitio en ella. Sin disputas, sin gritos; actuando en silencio, uno de los emigrantes llamado Patterson, se había adjudicado desde el primer momento los elementos constructivos de aquella casa y, con el fin de que nadie se la disputase, llevó enseguida la cifra de sus habitantes al máximo de su cabida, ofreciendo su disfrute indiviso a otros dos náufragos. Dicho ofrecimiento no fue hecho al azar. Patterson, de complexión más bien débil, se unió muy inteligentemente a dos compañeros hercúleos que disponían de puños capaces de defender, en caso de necesidad, la propiedad colectiva.

Ambos eran de nacionalidad americana, uno se llamaba Blaker y el otro Long. El primero era un joven campesino de veintisiete años, de carácter bastante jovial, pero aquejado de una bulimia que complicaba deplorablemente su vida. La desgracia que presidía su vivir cotidiano no le permitía calmar su insaciable apetito, y había conocido el hambre desde su nacimiento, hasta el punto de que finalmente había decidido expatriarse, con la única

esperanza de llegar a comer hasta saciarse. El segundo era un obrero, herrero de oficio, de poco cerebro y de enormes músculos, un bruto fuerte y maleable como el hierro al rojo que martilleaba.

En cuanto a Patterson, si bien formaba hoy parte de aquella multitud de náufragos, por lo menos él no había sido empujado por el exceso de su miseria, sino por un ambicioso afán de lucro. La suerte se le había mostrado hostil y favorable a la vez. Bien es verdad que le había hecho nacer, solo, pobre y desnudo, al borde de una carretera irlandesa, pero, a título de compensación, le había dotado de una avaricia prodigiosa, es decir, de lo necesario para adquirir todos los bienes que le faltaban a su llegada al mundo. Gracias a ella, en efecto, había conseguido ya a la edad de veinticinco años amasar un respetable peculio. Trabajo encarnizado, privaciones de cenobita e, incluso, llegado el caso, cínica explotación del prójimo, nada le podía descorazonar cuando se trataba de obtener aquel resultado.

Sin embargo, cualquiera que fuera su genio, un campesino desprovisto del mínimo capital inicial no puede progresar sino muy lentamente por el camino de la fortuna. El campo que se le ofrece es demasiado pequeño para permitir un rápido ascenso. Patterson, pues, sólo conseguía elevarse penosamente a fuerza de valentía, de renuncia y de astucia, cuando llegaron a sus oídos miríficos relatos sobre las oportunidades que un hombre sin escrúpulos encuentra en América. Seducido por aquellos maravillosos cuentos, ya no soñaba más que en el Nuevo Mundo y proyectó irse después de tantos otros y buscar allí aventuras, no para seguir las huellas de aquellos multimillonarios salidos, sin embargo, como él mismo de las últimas capas sociales, sino con la esperanza menos inaccesible de hacer hinchar su talego más de prisa que en la madre patria.

Apenas llegó a América, se vio solicitado por la publicidad intensiva de la Sociedad de la bahía de Lagoa. Confiando en las seductoras promesas de aquella Sociedad, pensó que allí encontraría un campo virgen en el que su pequeño capital podría emplearse fructuosamente y, con otros mil, se embarcó en el Jonathan.

Cierto es que los acontecimientos habían truncado su esperanza. Pero Patterson no era de los que se desaniman. A pesar del naufragio, sin dar muestras de la decepción que debía sentir, se empeñaba en correr en pos de su fortuna con la misma tenaz obstinación.

Suponiendo que, en su común desgracia, uno solo de los náufragos debiera llegar a ganar algo, éste sería de seguro Patterson.

Ayudado por Blaker y Long había situado su casita a cierta distancia del mar, en la misma orilla del río y sen el único punto en el que era accesible.

-Río arriba, la orilla se levantaba rápidamente y formaba una especie de acantilado de unos 15 metros de altura. Río abajo, después de una pequeña extensión de terreno llano delante de la casa, el suelo cedía de golpe y el río caía en cascada hacia el nivel inferior.

Entre esa cascada y el mar se extendía una ciénaga impracticable. Los emigrantes se veían en la necesidad de pasar delante de Patterson para ir a llenar cántaros y barriles, a menos que se impusieran un rodeo de, más de un kilómetro río arriba.

Las otras casas así como las tiendas aparecían diseminadas en un pintoresco desorden paralelamente al mar del que estaban separadas por la marisma. En cuanto al Kaw-djer, se alojaba con Halg y Karroly en una choza fueguina edificada por los dos indios. Nada más rudimentario que este refugio formado por hierbas y ramas y, para conformarse con él, era

preciso no temer los rigores de aquel clima. Pero la choza, situada en la orilla izquierda del río, tenía la ventaja de estar cerca del encalladero de la chalupa, lo que permitía aprovechar todas las mejorías del tiempo para activar las reparaciones. Estas no pudieron ser llevadas a cabo en el transcurso de las dos semanas que duró el primer asalto serio del invierno. No por ello debe deducirse que el Kaw-djer, como la muchedumbre menos aguerrida de los náufragos, viviese recluido. Cada día, en compañía de Halg, atravesaba el río por un pontón construido por Karroly en cuarenta y ocho horas, y se dirigía al campamento.

Había mucho que hacer. En cuanto empezó el frío, algunos emigrantes que sufrían agudas dolencias, en general bronquitis bastante benignas, habían pedido la ayuda del Kaw-djer, quien, desde el día de su intervención quirúrgica, gozaba de una fama sólidamente establecida. El niño herido se encontraba, en efecto, cada día mejor y todo indicaba que el favorable pronóstico del que le operó podría verse realizado en la fecha prevista.

Este, terminadas sus visitas médicas, entraba en la tienda de la familia Rhodes y charlaba una o dos horas de todo cuanto interesaba a los náufragos. El Kaw-djer estaba cada vez más unido a aquella familia. Gustaba de la bondad sencilla de la señora Rhodes y de su hija Clary que desempeñaban con abnegación el papel de enfermeras al cuidado de los enfermos que él les señalaba. Por lo que respecta a Harry Rhodes, apreciaba en él su rectitud y su espíritu benévolo, y, poco a poco, entre aquellos dos hombres iban creciendo sentimientos de verdadera amistad.

-Casi me alegro -dijo un día Harry Rhodes al Kaw-djer- de que esos granujas intentaran apoderarse de su chalupa. Si estuviera en buen estado, quizá hubiera sentido usted deseos de dejarnos, una vez instalado todo el mundo. Mientras que ahora es usted nuestro prisionero.

-Sin embargo, bien tendré que marcharme -objetó el Kaw-djer.

-No antes de la primavera -replicó Harry Rhodes-. Dese cuenta de cuán útil es usted para todos. Aquí hay buen número de mujeres y niños que sólo usted es capaz de cuidar. ¿Qué sería de ellos?

-¡Está bien! -concedió el Kaw-djer-. Pero como todo el mundo también se irá de aquí, nada podrá oponerse a que vuelva a hacerme a la mar.

-¿Para regresar a la Isla Nueva?

El Kaw-djer sólo respondió con un gesto evasivo. Sí, la Isla Nueva era su hogar. Allí había vivido largos años. ¿Regresaría? Las razones que le habían alejado continuaban existiendo. La Isla Nueva, antaño tierra libre, se hallaba de ahora en adelante sometida a la autoridad de Chile.

-Aunque yo hubiese querido partir -dijo, deseoso de cambiar de tema- creo que mis dos compañeros no lo habrían hecho con gusto. Al menos Halg sólo a disgusto hubiera dejado la isla Hoste, y posiblemente incluso se habría negado enérgicamente a hacerlo.

-¿Y eso por qué? -preguntó la señora Rhodes.

-Por la muy sencilla razón de que Halg tiene la desgracia, me temo, de estar enamorado.

-¡Bonita desgracia! -bromeó Harry Rhodes-. Estar enamorado es propio de su edad.

-No digo que no -reconoció el Kaw-djer-. ¡Es igual! Al pobre chico le esperan con eso grandes penas cuando llegue el día de la separación.

-Pero ¿por qué iba a separarse de la que ama en lugar de casarse con ella, sencillamente?

preguntó Clary que, como todas las jóvenes, se interesaba en los asuntos amorosos.

-Porque se trata de la hija de un emigrante. Ella jamás consentiría en quedarse en la Tierra de Magallanes. Y, por otra parte, no puedo imaginarme a Halg transportado a uno de vuestros países llamados civilizados. Además de que tampoco creo que nos abandonara con agrado a su padre y a mí.

-¿Una hija de emigrantes, dice usted…? preguntó Harry Rhodes-. ¿Acaso se trata de Graziella Ceroni?

-Me la he encontrado varias veces -dijo Edward, que se mezcló en la conversación-. No está mal.

-¡Para Halg es maravillosa! -exclamó el Kawdjer, sonriendo-. Cosa muy natural, por otra parte. Hasta el presente, no había visto más que mujeres fueguinas y debo reconocer que no es fácil encontrar algo mejor.

-¿Así pues, se trata de ella? -preguntó Harry Rhodes.

-Sí. El día aquel que tuvimos que intervenir en los asuntos de su familia, como usted recordará, sin duda, ya me di cuenta de la viva impresión que ella causó en Halg. Lo que se dice una verdadera revelación. No ignora usted hasta qué punto son desgraciadas esta joven y su madre y, a menudo, de la compasión al amor no hay mucho trecho.

-Y, de todos los caminos que llevan a él, ése es el más hermoso -observó la señora Rhodes.

-Sea cual sea, les aseguro que, desde aquel día, Halg lo recorre alegremente. No tienen ustedes idea del cambio que se ha operado en él. ¿Quieren un ejemplo…? Los indígenas de la Tierra de Magallanes no destacan, que digamos, por su coquetería, como pueden ustedes suponer. Pese a los rigores del clima, llevan su indiferencia en ese aspecto hasta el extremo de vivir completamente desnudos. Halg, pervertido por la civilización, de la que cometí el error de conservar un viejo resto entre los pliegues de mi ropa, era ya un refinado entre sus congéneres, puesto que consentía, desde el naufragio del Jonathan, en cubrirse con pieles de foca o de guanaco. ¡Pero ahora es otra cosa! Logró descubrir a un barbero entre los emigrantes y se ha hecho cortar el pelo. ¡Debe de ser el primer fueguino que haya jamás hecho gala de tanta elegancia! Y la cosa no acaba aquí. No sé por qué medios se ha procurado un traje completo y, por primera vez en su vida, ya no sale más que vestido a la europea, y calzado con zapatos que, de seguro, deben molestarle mucho.

Karroly no sale de su asombro. Yo, por mi parte, demasiado sé lo que esto significa.

-Y Graziella -preguntó la señora Rhodes-, ¿agradece estos esfuerzos hechos para agradarle?

-Ya comprenderán ustedes que no se lo he preguntado -replicó el Kaw-djer-. Pero, a juzgar por la cara de felicidad de Halg, presumo que sus asuntos no van por mal camino.

-No me extraña -dijo Harry Rhodes-. Su joven compañero es un guapo mozo.

-Físicamente no está mal, estoy de acuerdo -aprobó el Kaw-djer, con evidente

satisfacción-, pero moralmente es todavía mucho mejor. Es todo corazón, fiel, bueno, abnegado y, por ende, inteligente.

-Es su discípulo, ¿verdad? -preguntó la señora Rhodes.

-Puede decir, mi hijo -rectificó el Kaw-djer-. Porque le quiero como un padre. Por esto me atormenta verle con tales pensamientos de los que, a fin de cuentas, no resultarán más que tristezas.

No eran erróneas las suposiciones del Kaw-djer. Entre el joven fueguino y Graziella había nacido, en efecto, una simpatía que les atraía el uno hacia el otro. Desde el primer minuto que la había visto, todos los pensamientos de Halg estaban puestos en ella y, desde entonces, no había dejado transcurrir un día sin verla. Testigo de la escena que había motivado la intervención del Kaw-djer, conocía la llaga de aquella familia y, con la acostumbrada habilidad de los enamorados, sacaba provecho sin escrúpulos de la situación Bajo pretexto de informarse acerca de las necesidades de ambas mujeres y de velar por su seguridad, permanecía junto a ellas largas horas, permitiéndoles el inglés, que todos hablaban con facilidad, intercambiar sus pensamientos.

En este aspecto como en otros, Halg no se parecía en nada a sus compatriotas tan sorprendentemente refractarios al estudio de las lenguas. Él, por el contrario, había aprendido sin dificultad el inglés y el francés y ahora, excelente pretexto para frecuentar asiduamente a la familia Ceroni, estaba haciendo maravillosos progresos en el estudio del italiano bajo la dirección de Graziella.

A ésta no le había sido difícil discernir las causas de aquel ardor en el trabajo, pero los sentimientos que inspiraba al joven indio la habían, en un principio, divertido más que agradado. Halg, con sus largos cabellos lacios, sus sienes estrechas, su nariz algo aplastada, de tez muy morena, le producía el efecto de pertenecer a otra especie. Según su clasificación totalmente caprichosa, los habitantes de nuestro planeta se dividían en dos razas distintas: los hombres y los salvajes. Halg, al ser un salvaje, no podía por consiguiente ser un hombre. El razonamiento era riguroso. Ni siquiera pasó por su imaginación la idea de que pudiera existir un vínculo cualquiera entre aquel exótico, apenas cubierto de pieles de animales, y una italiana que se juzgaba de esencia superior.

Poco a poco, sin embargo, se acostumbró a los rasgos y al somero vestido de su tímido adorador, llegando gradualmente a considerarle un adolescente como los demás. Cierto es que Halg se esforzó para provocar aquella evolución de pensamientos. Un buen día, Graziella le vio aparecer, con el cabello cortado con arte y separado en dos bandas por una raya trazada con mano hábil. Poco después, transformación aún más sorprendente, Halg se presentaba vestido a la europea. Pantalón, chaquetón, fuertes zapatos, nada le faltaba a su compostura. Sin duda, todo aquello era basto y tosco, pero ésa no era la opinión de Halg que se consideraba de una suprema elegancia y se admiraba satisfecho en un trozo de espejo procedente del Jonathan.

¡Cuánto ingenio había necesitado para descubrir al emigrante de buena voluntad que en su beneficio desempeñó el papel de peluquero y para procurarse el soberbio traje que, a su juicio, le hacía irresistible! La búsqueda de ropa, en particular, fue de lo más arduo y quizás incluso habría resultado vana si no hubiera tenido la suerte de haber trabado relaciones con Patterson.

Patterson vendía de todo y el avaro nunca hubiera consentido que se perdiera la ocasión de un trueque. Si no tenía el objeto pedido, siempre lo encontraba, dando con una mano, recibiendo con la otra, y quedándose de pasada con un sustancioso corretaje. Así pues, Patterson le había proporcionado las ropas solicitadas. Pero en cambio el joven se había gastado todos sus ahorros.

Este no los echaba de menos, puesto que había recibido la recompensa a su sacrificio. La actitud de Graziella había cambiado en el acto. Según su clasificación personal, Halg dejaba de ser un salvaje y se convertía en un hombre.

Desde entonces las cosas marcharon a pasos agigantados y el cariño se desarrolló rápidamente en el corazón de ambos jóvenes. Harry Rhodes tenía razón. Si se hacía abstracción del tipo especial de su raza, Halg era realmente un guapo mozo. Alto, fuerte, acostumbrado a la vida al aire libre, poseía aquella gracia de gestos que la agilidad de los miembros y la armonía de los movimientos le ofrecían. Por otra parte, además de que su inteligencia, despierta por las lecciones del Kaw-djer, no era mediocre, se leían en sus ojos la bondad, la rectitud. Con eso había más que suficiente para llegar al corazón de una joven desdichada.

Desde el día en que, sin haberse dicho ni una palabra, Halg y Graziella se sintieron estrechamente unidos, las horas corrieron de prisa para ellos. ¿Qué les importaba la tempestad?, ¿qué les importaba el frío?, las intemperies hacían más dulce la intimidad y, lejos de desearlo, temían la vuelta del buen tiempo.

Reapareció, sin embargo, y los emigrantes, que no tenían los mismos motivos para verlo con indiferencia, apreciaron vivamente el cambio. Como tocado por una varita mágica, el campamento se animó. Vaciáronse casas y tiendas. En tanto que los hombres estiraban sus miembros entumecidos por aquella larga clausura, las comadres, felices por poder renovar a interlocutoras y oyentes, iban de puerta en puerta intercambiando visitas, se trabaron nuevas amistades, y, hecho digno de anotarse, jamás con una de aquellas personas con las que acababan de convivir íntimamente cerca de quince días.

Karroly aprovechó el tiempo favorable para comenzar las reparaciones de la Wel-Kiej con los carpinteros que ya le habían ayudado una primera vez. Obligados los constructores a llevar a cabo por sí mismos todos los trabajos preparatorios: tala, trozado y cerchado de la madera, estas reparaciones exigirían un mes de trabajo, es decir que no estarían terminadas antes de tres meses, teniendo en cuenta las interrupciones impuestas por el mal tiempo.

Mientras Karroly y sus compañeros manejaban la garlopa y la sierra, el Kaw-djer, deseoso de procurarse provisiones frescas para sí mismo y para los enfermos, se fue de caza con su perro Zol. El hecho de que el archipiélago sufriese los rigores del invierno y de que la nieve empezase a cubrir los llanos y el hielo a peinar las cumbres, no quería decir que la vida animal hubiese desaparecido. Los bosques seguían abrigando gran cantidad de rumiantes, ñandús, guanacos, vicuñas, zorros. Por encima de las praderas seguían revoloteando gansos de monte, pequeñas perdices, becadas y agachadizas. En el litoral pululaban las gaviotas comestibles. A la vista de la isla venían a respirar las ballenas y en sus playas abundaban los lobos de mar.

En cambio, no se podía pensar en la pesca. Los peces, merluzas y lampreas en su mayoría, frecuentaban sólo en verano las aguas de la isla Hoste. En invierno se remontan más hacia

el norte, hacia el canal de Beagle y hacia el estrecho de Magallanes.

Además de una cantidad bastante grande de caza, el Kaw-djer trajo de su excursión noticias de cuatro familias que habían creído mejor alejarse del campamento y establecerse algunas leguas más allá hacia el interior del país. Y estos disidentes eran las familias Riviére, Gimelli, Gordon e Ivanoff, cuyos cabezas habían acompañado, en lo que a los tres últimos se refiere, al Kaw-djer y a Harry Rhodes en la primera exploración de la isla, habiendo navegado el primero hasta Punta Arenas en calidad de delegado de los emigrantes. Al regreso de Riviére habían tomado, de común acuerdo, la resolución de hacer rancho aparte. Estos cuatro, agricultores de profesión, pertenecían a la misma clase moral, la clase de la buena gente, sana, bien equilibrada, y gozando de buena salud. Tan alejada de la rapacidad de un Patterson como de la abulia de un John Rame, eran sencillamente muy trabajadores. El trabajo era para ellos una necesidad, y a él se entregaban sin esfuerzo, al igual que sus mujeres y sus hijos, tan incapaces como ellos mismos de no encontrar cómo ocupar útilmente su tiempo.

Razones análogas les habían incitado a marcharse de allí. Durante la tala de árboles necesaria para la descarga del Jonathan, Riviére se había quedado impresionado por la riqueza de aquellos bosques que no habían sido atacados por hacha alguna. Aquel recuerdo le vino a la memoria en Punta Arenas, en cuanto se enteró de que tendría que pasar seis meses en la isla Hoste, y se le ocurrió sacar provecho de las circunstancias para hacer una tentativa de explotación. Con este objeto se hizo con un material elemental de aserradero con el que cargó la chalupa. Desde el punto de vista de la tala su empresa sólo podía ser fructífera. Como aquellos bosques no eran propiedad de nadie, la madera no costaba nada. Quedaba el problema del transporte. Pero Riviére consideraba que aquella dificultad se resolvería por sí sola más adelante, y que trozada ya la madera, siempre podría sacar provecho de ella.

A punto ya de realizar su proyecto, había hecho partícipes de su secreto a Gimelli, Gordon e Ivanoff, con los que había entablado relaciones en el Jonathan. Estos habían aprobado con entusiasmo la idea del franco-canadiense, lamentando por su parte no poder imitarle.

Sin embargo, una idea trajo otra y pronto se les ocurrió un proyecto similar. Durante la excursión que habían hecho en compañía del Kaw-djer, les había sido posible apreciar la fertilidad del suelo. ¿Por qué no iba intentar dedicarse uno de ellos a la cría de ganado, y los otros a la agricultura? Si al cabo de seis meses pareciera que el resultado iba a ser favorable, nada les obligaría a marcharse. Tierra de Magallanes o África, poco importa el país en que se vive, desde el momento en que éste no es el propio. Si por el contrario el resultado se preveía negativo, lo único que habrían perdido sería el trabajo. Pero cuando uno posee buenos brazos y mucho ánimo, el trabajo es fuente de inagotables recursos y, por lo demás, era preferible estar trabajando seis meses en balde que permanecer tanto tiempo inactivo. En el campo más estéril se recogería, cuando menos, salud.

Aquellas cuatro familias compuestas por hombres prudentes, mujeres formales, muchachas y muchachos sanos y robustos tenían en sus manos todos los triunfos que les darían el éxito deseado allí donde tantos otros fracasarían. Tomaron, pues, su decisión y la llevaron a cabo con la aprobación y la ayuda de Hartlepool y del Kaw-djer.

Mientras los emigrantes se ocupaban de transportar el material a la bahía Scotchwell, los disidentes preparaban con gran actividad su partida. Improvisaron a hachazos un rodal1,

muy primitivo indudablemente pero vasto y fuerte. Sobre aquel carro amontonaron víveres, simientes, semillas, herramientas de arar, enseres domésticos, armas, municiones, en una palabra todo lo que podía ser necesario para que pudieran empezar a funcionar las explotaciones. Tampoco dejaron de llevarse cuatro o cinco parejas de aves de corral, y los Gordon, pensando dedicarse especialmente a la cría, añadieron conejos y representantes de ambos sexos de las razas bovina, ovina y de cerda. Provistos, pues, de los elementos indispensables para su fortuna venidera se alejaron camino del norte en busca de un lugar adecuado. Lo encontraron a doce kilómetros de la bahía Scotchwell. En aquel sitio se extendía una ancha meseta, limitada al oeste por espesos bosques y al este por un ancho valle en cuyo fondo serpenteaba un río. Este valle, tapizado de tupida hierba, proporcionaba espléndidos pastos donde innumerables rebaños podrían fácilmente encontrar su alimento. En cuanto a la meseta, parecía cubierta por una capa de humus que podría ser excelente cuando el azadón la hubiera roturado y dejado limpia de la inextricable red de raíces que por todas partes la surcaban.

Los colonos se pusieron manos a la obra. Su primer cuidado fue el de levantar cuatro pequeñas granjas, cuyos muros estaban hechos de troncos de madera. Aun a costa de un trabajo suplementario, era mucho mejor poder vivir cada uno en su casa; esto sería una garantía de la buena armonía futura.

El mal tiempo, la nieve y el frío no retrasaron ni siquiera una hora la construcción de aquellas viviendas. Cuando el Kaw-djer fue a visitarlas, ya estaban terminadas. Este volvió maravillado de lo que es capaz de realizar una voluntad firme y con el espíritu puesto en un objetivo bien determinado.

Los Riviére estaban ya montando una rueda hidráulica para utilizar un salto de agua. Esta rueda administraría fuerza a la aserradera donde la gravedad haría bajar automáticamente los maderos desde lo alto de la meseta. Los Gimelli y los Ivanoff, a su vez, la habían emprendido con el suelo a golpes de pico primero, dejándolo preparado para el arado que en su momento arrastrarían aquellos mismos animales para los que los Gordon estaban vallando amplios cercados.

Aunque tantos esfuerzos resultasen estériles, el Kaw-djer pensaba que esa necesidad de acción era preferible a la apatía de los demás emigrantes.

Estos, como niños grandes que eran, gozaron del sol mientras éste brilló, después, volviendo el cielo a mostrarse inclemente, se escondieron en sus refugios viviendo, confinados allí, como la primera vez, para salir en cuanto volvió a aclarar. Transcurrió así un mes, con alternativas de días buenos, poquísimos, y de malos que fueron muy numerosos, y se llegó al 21 de junio, fecha del solsticio de invierno en el hemisferio austral.

Durante este mes pasado en la bahía Scotchwell, habían ocurrido algunos cambios en la distribución de los emigrantes. Riñas y nuevas amistades habían motivado mutaciones entre los habitantes de las diversas casas desmontables. Por otra parte, entre la muchedumbre empezaban a dibujarse diferentes grupos, del mismo modo que por encima de la superficie en calma de un río afloran algunos islotes.

Uno de aquellos grupos lo formaban el Kaw-djer, los dos fueguinos, Hartlepool y la familia Rhodes. En torno a éste gravitaba como un satélite en torno a un centro de

atracción, la tripulación del Jonathan, incluidos Dick y Sand.

Un segundo grupo, formado también por gente pacífica y formal, comprendía a los cuatro trabajadores contratados por la Compañía de colonización, Smith, Wright, Lawson y Foch, y a una quincena de obreros embarcados en el Jonathan por su cuenta y riesgo.

El tercero no contaba más que con cinco miembros: los cinco japoneses que vivían rodeados de silencio y de misterio y cuyos rostros amarillos y ojos oblicuos apenas se dejaban ver.

Un cuarto grupo reconocía por jefe a Ferdinand Beauval. En el campo magnético del tribuno se movía una cincuentena de emigrantes. De entre los cuales, unos quince o veinte podían llamarse obreros. El resto provenía de la gran masa agrícola.

El quinto, de número bastante reducido, se inspiraba en Lewis Dorick. Este último contaba en particular con la adhesión del marinero Kennedy, el cocinero Sirdey y cinco o seis individuos que declaraban unánimemente pertenecer a la clase obrera, pero de los que, por lo menos una mitad formaba parte sin lugar a dudas de la corporación de los malhechores profesionales. De modo más pasivo que activo, Lazzaro Ceroni, John Rame y una docena de alcohólicos, transformados en muñecos por su degradación, estaban ligados a aquel núcleo de militantes.

Un sexto y último grupo absorbía el resto de aquella multitud. Claro es que aquella muchedumbre se dividía a su vez en numerosas y variadas fracciones, al capricho de simpatías y antipatías individuales, pero en su conjunto presentaban la característica común de no tener ningún carácter, de ser fluctuante e inerte y de estar en un estado de equilibrio indiferente, dispuesta por consiguiente a obedecer a cualquier impulso.

Quedaban los aislados, los independientes tales como Fritz Gross, llegado al último grado del embrutecimiento, los hermanos Moore a quienes la violencia de su naturaleza no les permitía frecuentar más de tres días seguidos a las mismas personas, y, sobre todo, Patterson, que ocultaba su existencia, que sólo se comunicaba con sus semejantes cuando esto presentaba algún interés, y que vivía apartado, escoltado siempre por sus acólitos Blaker y Long.

De todos estos partidos, si es que la palabra no es demasiado ambiciosa, el que mayor provecho sacaba de las circunstancias presentes era, sin lugar a dudas, el que reconocía por jefe a Lewis Dorick, y de todos los miembros de este grupo el más afortunado era, también sin lugar a dudas, el propio Lewis Dorick.

Este aplicaba sus principios. Cuando el tiempo se lo permitía, iba gustoso de tienda en tienda, de casa en casa, pasando en cada una de ellas temporadas más o menos largas.

Bajo el falaz pretexto de que la propiedad individual era una noción inmoral que todo pertenece a todos y que nada pertenece a nadie, se apoderaba de los mejores sitios y se atribuía, imperturbable, todo aquello que era de su conveniencia. Un buen olfato le hacía discernir a aquellos de quienes podía temer una firme resistencia. No quería saber nada de ellos. Por el contrario, pelaba a los débiles, a los indecisos, a los tímidos y a los tontos.

Aquellos desgraciados, literalmente aterrorizados por la increíble audacia y la imperiosa palabra de este comunista saqueador, se dejaban desplumar sin proferir ni una queja. Para sofocar sus protestas, le bastaba a Dorick con clavar en ellos miradas de acero. Aquel ex profesor nunca se lo había pasado tan bien. Para él, aquella isla Hoste era el país de

Canaán.

Para ser justos hay que reconocer que tampoco se negaba a aplicar sus teorías en sentido contrario. Si bien cogía sin ninguna clase de escrúpulos lo que los otros poseían, declaraba encontrar muy natural que los demás cogieran lo que él mismo poseía. Generosidad tanto más admirable desde el momento en que él nada poseía. Sin embargo, a juzgar por el cariz que tomaban las cosas se podía preveer que no siempre sería así.

Sus discípulos seguían el camino del maestro, y sin pretender igualarle en maestría, lo hacían lo mejor que sabían. Por lo demás no faltaba mucho para que, a finales del invierno, las riquezas colectivas pasasen a ser propiedad particular de aquellos fervientes negadores del derecho a la propiedad.

El Kaw-djer no desconocía aquellos abusos de la fuerza, y se admiraba de aquella singular aplicación de las doctrinas libertarias tan semejantes a las que él mismo defendía tan apasionadamente. ¿Remediar aquella tiranía? ¿Con qué titulo lo habría hecho? ¿Con qué derecho habría provocado un conflicto al proteger de motu proprio a aquellas gentes que ni siquiera pedían socorro contra otros hombres, sus semejantes, después de todo?

Además, bastantes preocupaciones personales tenía para olvidar las de los demás. Cuanto más avanzaba el invierno, más numerosos se hacían los enfermos. Él solo no podía llevar a cabo aquella tarea. El 18 de junio hubo una baja, la de un niño de cinco años, arrebatado por una bronconeumonía sin que ninguna medicación pudiera detenerla. Era el tercer cadáver que, desde la recalada, recibía el suelo de la isla Hoste.

El estado de ánimo de Halg tenía también muy preocupado al Kaw-djer. Este leía como en un libro abierto en el alma ingenua del joven fueguino, y adivinaba la turbación creciente de su corazón. ¿Cómo acabaría todo aquello, cuando aquella muchedumbre se alejara para siempre de la Tierra de Magallanes? ¿No querría seguir a Graziella, para acabar muriendo así en algún lugar lejano, de pena y de miseria?

Aquel 18 de junio precisamente, Halg volvió más preocupado que de costumbre de su visita cotidiana a la familia Ceroni. El Kaw-djer no necesitó preguntarle para saber los motivos. Halg le confió con toda espontaneidad que, la vigilia, cuando ya se había marchado, Lazzaro Ceroni se había embriagado de nuevo. Como de costumbre, el resultado había sido una escena terrible, menos violenta, afortunadamente, que la precedente.

Aquello dio qué pensar al Kaw-djer. Si Ceroni se había embriagado era porque había tenido alcohol a su disposición. ¿Ya no estaba el material procedente del Jonathan custodiado por los hombres de la tripulación?

Al interrogar a Hartlepool, éste declaró que no comprendía nada, y aseguró que la vigilancia no había disminuido. Sin embargo, el hecho era innegable, y prometió doblar la atención para evitar que se repitiera.

El 24 de junio, tres días después del solsticio, fue cuando sobrevino un primer incidente de alguna importancia, no por sí mismo sino por las consecuencias indirectas que iba a tener en el futuro. Hacía buen día. Una ligera brisa del sur había despejado el cielo, y el suelo estaba endurecido por un frío seco de cuatro a cinco grados centígrados. Atraídos por los pálidos rayos del sol que trazaban en el horizonte un arco rebajado, los emigrantes se

habían diseminado por el exterior.

Dick y Sand, a quienes intemperie alguna era capaz de retener en casa, figuraban entre aquellos aficionados al aire libre. Acompañados de Marcel Norely y de otros dos niños de su edad, habían organizado una rayuela, que los apasionaba en extremo. Entregados totalmente a su juego, ni siquiera se dieron cuenta de que otra banda de jugadores, adultos éstos, se entretenían cerca de ellos. En efecto, jugar no es sólo cosa de niños, y la edad madura también se complace de buen grado en ello. Aquellos adultos habían comenzado un partido de bolas. Eran seis, entre los cuales se encontraba Fred Moore, aquel que había tenido ya un comienzo de altercado con Dick.

Ocurrió entonces que el boliche de los jugadores de bolas llegó rodando hasta la rayuela de los niños. Sand estaba entonces completamente abstraído en llevar a buen fin unos cuádruplos de la mayor dificultad. Ensimismado en su juego, tuvo la desgracia de no ver el boliche y de desplazarlo sin querer con el pie. Inmediatamente, fue cogido por la oreja.

-¡Eh, chaval! -dijo al mismo tiempo una fuerte voz-. ¿No podrías tener un poco de cuidado?

Como sus dedos agarraban la oreja con cierta rudeza, el sensible Sand se puso a llorar.

Las cosas, seguramente, no hubiesen pasado de ahí si Dick, llevado por su belicoso temperamento, no hubiera juzgado oportuno intervenir.

De repente, Fred Moore -pues éste era el temible enemigo al que Sand había ofendido- se vio obligado a soltar a su prisionero para defenderse a su vez. Un aliado desconocido de aquel prisionero -¡uno emplea las armas que puede!- le pellizcaba cruelmente por detrás.

Se giró vivamente y se encontró cara a cara con aquel impertinente que ya una vez le había desafiado.

-¡Otra vez tú, mocoso! -gritó, alargando el brazo para atrapar a aquel ínfimo adversario.

Pero Sand y Dick eran dos cosas distintas. Si la captura de uno era fácil, no así la del otro.

Dick dio un salto de lado y emprendió la huida, perseguido por Fred Moore, maldiciendo y jurando como un templario2.

La persecución se prolongó. Cada vez que su enemigo estaba a punto de alcanzarlo, Dick se escurría y Moore, cada vez más irritado, sólo encontraba el vacío ante él. Sin embargo, la partida era demasiado desigual para que pudiera eternizarse. No había punto de comparación entre las piernas de Dick y las de Fred Moore. A pesar de su magnífica defensa de fugitivo, llegó un instante en que se vio obligado a renunciar a toda esperanza.

En aquel preciso momento, cuando Fred Moore, lanzado a plena carrera, no tenía más que extender la mano para cogerlo, su pie tropezó con un obstáculo inoportuno y, perdiendo el equilibrio, cayó con fuerza al suelo, con gran perjuicio para sus rodillas y sus manos. Dick y Sand, aprovechando la ocasión, se apresuraron a ponerse fuera de su alcance.

El obstáculo que había causado la caída de Fred Moore era un bastón, y aquel bastón no era otro que la muleta de Marcel Norely. Para socorrer a su amigo en peligro, el niño había empleado el único medio a su alcance, lanzando su muleta entre las piernas del emigrante.

Ahora, contento por el éxito obtenido, reía de buena gana, sin darse cuenta de que había realizado un acto de verdadero heroísmo.

A pesar de todo su intervención era realmente heroica, puesto que el pequeño inválido, privándose de un accesorio indispensable y condenándose por esta misma razón a la inmovilidad, atraía necesariamente sobre él el castigo que Fred Moore destinaba a otro.

Este se levantó furioso. De un salto, se lanzó sobre Marcel Norely, a quien levantó como una pluma. Devuelto así a la pura realidad de las cosas, el niño dejó de reír y comenzó en el acto a dar penetrantes chillidos. Pero el otro no hacía caso. Su manaza se levantó, cargada con una tormenta de bofetadas.

Pero no llegó a caer. Alguien la había cogido por detrás y la retenía con imperioso apretón, mientras que en un tono de censura, una voz pronunciaba:

-¿Pero cómo, señor Moore…? ¡Un niño…!

Fred Moore se volvió. ¿Quién se permitía darle lecciones? Reconoció al Kaw-djer, que, aumentando su censura, continuaba con voz tranquila:

-¡Y además inválido!

-¿Y a usted qué le importa? -gritó Fred Moore-. ¡Suélteme o si no…!

Como el Kaw-djer no parecía dispuesto en absoluto a obedecer aquella orden, Fred Moore intentó soltarse con un violento esfuerzo. Pero la presa estaba bien sujeta y no cedió. Fuera de sí, apartó a Marcel Norely y levantó la otra mano, dispuesto a golpear. Sin hacer un gesto, sin que un solo músculo de su cara se moviera, el Kaw-djer se contentó con apretar más el atenazamiento de sus dedos. El dolor debió ser vivo, pues Fred Moore no acabó el gesto que había comenzado. Sus rodillas se doblaron.

En seguida, el Kaw-djer aflojó el apretón y soltó la mano que retenía prisionera. Fred Moore, ciego de rabia, llevó aquella mano a su cintura y la blandió armada de una faca.

Estaba rojo de ira. En sus ojos brillaba la locura del homicidio.

Afortunadamente, los demás jugadores de bolas, asustados ante el giro que daban las cosas, se interpusieron y lograron sujetar al energúmeno, que el Kaw-djer contemplaba con sorpresa mezclada de tristeza.

¿Era, pues, posible que un hombre, bajo la influencia de su cólera, llegara a ser hasta ese punto esclavo de sus nervios? Y sin embargo, aquel ser que se debatía como un insensato, echando espumarajos y lanzando gritos que se estrangulaban en su garganta, ¡era un hombre! Ante tal espectáculo ¿no modificaría el Kaw-djer sus teorías libertarias? ¿Podría llegar a admitir que, en su lucha eterna contra las bestiales pasiones que la arrastran, la humanidad necesita ser ayudada por una saludable violencia?

-¡Nos volveremos a ver, camarada! -consiguió por fin articular Fred Moore, sólidamente sujeto por cuatro robustos mozos.

El Kaw-djer se encogió de hombros y se alejó sin volver la cabeza. En cuanto dio algunos pasos, ya había olvidado por completo el recuerdo de aquella absurda pelea. ¿Daba pruebas de prudencia al conceder tan poca importancia al incidente? Un futuro aún lejano debía demostrarle que Fred Moore conservaba de él un duradero recuerdo.

1. Carro con ejes de madera y ruedas sin radios.

2. Expresión antigua que proviene de Boire comment un templier y que se encuentra ya en

Rabelais.

Segunda parte - Capítulo V

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