Mi primera ley

Originaria del Piamonte, la familia Ceroni estaba formada por el padre, Lazzaro, la madre, Tullia, y su hija, Graziella. Hacía diecisiete años que Lazzaro, que contaba entonces veinticinco años, y Tullia, con seis menos, habían asociado sus dos miserias. Nada poseían excepto sus propias personas, pero se amaban, y un amor honesto es una fuerza que ayuda a soportar y, a veces, a vencer las dificultades de la vida.

No fue así desgraciadamente para el matrimonio Ceroni. El hombre, dejándose llevar por las malas compañías, no tardó en entrar en relación con el alcohol que infinidad de tabernas, en nombre de la libertad, tienen el derecho de ofrecer como cebo a la multitud de los desheredados. En poco tiempo se convirtió en un borracho y sus borracheras cada vez más frecuentes fueron pasando paulatinamente de sombrías a coléricas, de crueles a feroces. Entonces, casi a diario se multiplicaron riñas y escándalos atroces, cuyos ecos podían percibir los vecinos. Injuriada, vapuleada, maltratada, martirizada, Tullia sufrió su calvario ascendiendo las laderas por las que tantas desgraciadas se han arrastrado dolorosamente antes que ella y a su ejemplo continuarán arrastrándose.

Ciertamente hubiera podido, quizás hubiera debido, dejar a aquel hombre transformado en fiera. Sin embargo, no actuó así. Era de esas mujeres que cuando se han entregado, jamás se vuelven atrás, cualquiera que sea el martirio que se les imponga. Desde el punto de vista del interés material y tangible, tales caracteres merecen seguramente el epíteto de absurdos; pero también tienen algo de admirable, y gracias a ellos nos es posible concebir cuál puede ser la belleza del sacrificio y qué el elevación moral puede alcanzar el ser humano.

En ese infierno tuvo que crecer Graziella. Desde sus primeros años vio a su padre borracho y a su madre maltratada, asistió a las riñas cotidianas, oyó el torrente de injurias que se escapaban de la boca de Lazzaro como las inmundicias de una cloaca. A una edad en que las niñas no piensan más que, en jugar, entró de esta manera en contacto con las realidades de la vida y viose obligada a la dura lucha de cada instante.

A los dieciséis años Graziella era una joven formal, armada por su fuerte voluntad contra los dolores de la existencia, de los que había vivido una precoz experiencia. Además, por muy cruel que fuera, ¡el porvenir nunca excedería el horror del pasado! Físicamente era alta, delgada y morena. Sin belleza propiamente dicha, su mayor encanto residía en sus ojos y en la expresión inteligente de su rostro.

La conducta de Lazzaro Ceroni había producido sus frutos naturales y pronto entró en la casa la penuria. Y no es de extrañar. Beber cuesta dinero y mientras se bebe no se gana.

Doble gasto. La penuria se convirtió gradualmente en pobreza y la pobreza en negra miseria. Entonces recorrieron el camino que recorren todos los degenerados. Cambiaron de país, con la esperanza de una suerte mejor bajo otro cielo. Así fue como, de éxodo en éxodo, habiendo atravesado Francia, el océano, América, la familia Ceroni dio con sus huesos en San Francisco. ¡Quince años había durado este viaje! En San Francisco, la indigencia llegó a tal extremo que a Lazzaro se le abrieron los ojos y adquirió conciencia de su obra de destrucción. Prestando por fin oído, por primera vez después de tantos años, a las suplicas de su mujer, prometió enmendarse.

Y había mantenido su palabra. En seis meses, gracias a su asiduidad al trabajo y a haber suprimido la taberna, volvió el desahogo y se pudo reunir la gran suma de quinientos francos exigida por la Sociedad de colonización de la bahía de Lagoa. Tullia volvía a pensar que era posible la felicidad, cuando con el naufragio del Jonathan y el ocio, que fue una consecuencia inevitable, las cosas volvieron a su estado inicial.

Para matar aquellas largas horas de inactividad, Lazzaro se había relacionado con otros emigrantes. Y huelga decir que sus simpatías habían hecho que se arrimara a sus semejantes. Era muy natural que éstos, abrumados por el aburrimiento e inconsolables por verse privados de sus excesos habituales, se aprovecharan de la oportunidad que brindaba la ausencia de aquel a quien todos, incluso sin darse cuenta, consideraban como el jefe.

Una vez se hubo alejado el Kaw-djer con sus compañeros, esta cuadrilla poco recomendable se apropió de uno de los toneles de ron salvados del Jonathan, resultando de ello una orgía en toda regla. Tanto por incitación como por cobardía frente a su vicio reavivado, Lazzaro imitó a los demás y sólo cuando le flaqueaban las piernas con el juicio ya perdido, se había decidido a volver a la tienda, donde llorando le esperaban su mujer y su hija.

En cuanto entró, empezó la inevitable riña. Con el pretexto, primero, de que la comida no estaba lista; cuando le fue servida, se irritó por la tristeza de las dos mujeres y, excitándose solo, rápidamente pasó a las más espantosas injurias.

Graziella, inmóvil y helada, miraba con espanto a aquel ser envilecido que era su padre.

En su interior, la vergüenza rivalizaba con la pena. Pero el corazón llagado de Tullia, que sólo conocía el dolor, estalló. ¡Pues qué! ¡Una vez más, todas sus esperanzas se iban a pique, la recaída en el infierno…! Brotaron lágrimas de sus ojos, inundaron su rostro

marchito. Esto fue suficiente para desencadenar la tempestad.

-¡Ya te daré yo lágrimas! -gritó Lazzaro enfurecido.

Agarró a su mujer por la garganta, mientras Graziella se esforzaba por arrancar a la desgraciada de aquella presión criminal.

Drama silencioso. Se desarrollaba sin ruido, a excepción de la voz apagada de Lazzaro, que seguía profiriendo injurias. Ni Graziella ni su madre pedían socorro. Que un padre maltrate a su hija, que un marido asesine a su mujer, son taras vergonzosas que hay que ocultar a todos, aun con el precio de la vida. Sin embargo, al aflojar por un momento el verdugo su presión, el dolor arrancó a Tullia el grito rauco que había oído el Kaw-djer. Por aquella involuntaria queja el furor del demente llegó a su punto culminante. Sus dedos se cerraron con más violencia.

De pronto, una mano de hierro atenazó su hombro. Obligado a ceder, se fue rodando al otro extremo de la tienda.

-¡Oiga! ¡Oiga! -balbuceó.

-Silencio -ordenó una voz imperiosa.

No hizo falta repetírselo al borracho. Extinguiéndose súbitamente su excitación, cayó en seco, dormido como un tronco.

El Kaw-djer se había inclinado sobre la mujer desvanecida y se afanaba por socorrerla.

Halg, Rhodes y Hartlepool, que habían entrado detrás de él, contemplaban la escena trastornados.

Por fin Tullia abrió los ojos. Viendo caras extrañas comprendió en el acto lo que había pasado. Su primer pensamiento fue disculpar a aquel cuya brutalidad acababa de manifestarse de forma tan abominable.

-Gracias, señor -dijo, incorporándose-. No era nada… Ya ha pasado todo ahora… ¡Si seré tonta de haberme espantado tanto!

-¡Cualquiera no lo estaría! -exclamó el Kawdjer.

-¡Oh, no! -replicó vivamente Tullia-. Lazzaro no es malo… Quería bromear…

-¿Le da con frecuencia por bromear así? -preguntó el Kaw-djer.

-¡Nunca, señor, nunca! -afirmó Tullia-. Lazzaro es un buen marido… No hay un hombre más bueno…

-Mentira -interrumpió una voz decidida.

El Kaw-djer y sus compañeros se dieron la vuelta. Descubrieron a Graziella, a la que no habían podido ver hasta entonces en la penumbra de la tienda apenas iluminada por la claridad amarillenta de un fanal.

-¿Quién es usted? -preguntó el Kaw-djer.

-Su hija -respondió Graziella, señalando al borracho, cuyo ronquido sonoro no estaba turbado por el ruido-. Por mucha vergüenza que sienta, tengo que decirlo, para que me crean y ayuden a mi pobre madre.

-¡Graziella…! -imploró Tullia, juntando las manos.

-Lo diré todo -afirmó la joven con energía-. Es la primera vez que encontramos defensores. No les dejaré marchar sin apelar a su piedad.

-Hable, hija mía -dijo el Kaw-djer bondadosamente-, y cuente con nosotros para socorrerlas y defenderlas.

Así animada, Graziella, con voz temblorosa, relató la vida de su madre. No ocultó nada.

Habló del sublime cariño de Tullia y del pago que había recibido. Habló del envilecimiento de su padre. Lo presentó arrastrando a su mujer por los cabellos, vapuleándola, pisoteándola con rabia. Evocó los días de miseria, sin ropa, sin fuego, sin pan, a veces sin domicilio, alabando a su madre maltratada que, en medio de tantas crueles pruebas, había conservado inalterable su heroica dulzura. Al escuchar el relato espantoso, ésta lloraba suavemente. En la voz de su hija, las torturas padecidas surgían de las sombras del pasado y parecían volver al presente, todas de una vez, para destrozarle el corazón. Y

bajo el peso acumulado de todas ellas, Tullia iba cediendo. Se abandonaba. Por fin le faltaban fuerzas para defender y proteger al verdugo.

-Ha hecho bien en hablar, hija mía -dijo el Kaw-djer con voz conmovida, cuando Graziella concluyó su relato-. Tenga la seguridad de que no las abandonaremos y de que socorreremos a su madre. Por esta noche, sólo necesita descanso. Así pues, que procure dormir y que confíe en un futuro mejor.

Guando estuvieron fuera, el Kaw-djer, Harry Rhodes y Hartlepool se miraron un instante, silenciosos. ¡Cómo podía un hombre llegar a tal grado de ignominia! Después, inspirando profundamente para dilatar su pecho oprimido, iban a reemprender la marcha, cuando el primero se dio cuenta de que el pequeño grupo contaba con un miembro de menos. Halg ya no estaba con ellos.

Suponiendo que el joven se había quedado en la tienda de la familia Ceroni, el Kaw-djer volvió a entrar. En efecto, Halg estaba allí, tan absorto que no había notado la salida de sus compañeros y tampoco notó el regreso de uno de ellos. De pie contra la lona, miraba a Graziella y era elocuente su semblante, que a la vez expresaba piedad y auténtico éxtasis.

A pocos pasos, Graziella, los ojos bajos, se prestaba a esta contemplación con cierta complacencia. Ninguno de los dos jóvenes hablaba. Después de aquellas violentas conmociones dejaban que sus corazones se abrieran silenciosamente a emociones más dulces.

El Kaw-djer sonrió.

-¡Halg…! -llamó a media voz.

El joven se sobresaltó y, sin hacerse rogar, salió de la tienda. De inmediato reanudaron el camino.

Los cuatro excursionistas caminaban en silencio, siguiendo cada cual el hilo de sus pensamientos. El Kaw-djer, frunciendo el ceño, reflexionaba acerca de lo que acababa de ver y oír. El mayor servicio que se podía prestar a aquellas dos mujeres era, evidentemente, privar de alcohol a su verdugo. ¿Era factible? Seguramente e incluso sin gran dificultad ya que en la isla Hoste se desconocía el alcohol fuera del que provenía del Jonathan y había sido dejado en la playa con el resto del cargamento. Bastarían uno o dos

centinelas…

¡Conforme!, pero ¿quién pondría a esos centinelas? ¿Quién se atrevería a dar órdenes y formular prohibiciones? ¿Quién se arrogaría el derecho de limitar de alguna manera la libertad de sus semejantes e imponer su iniciativa a la de los demás? Esto era la acción de un jefe y en la isla Hoste no había jefe…

¡Vamos…! Todo lo contrario. Siquiera potencialmente, existía un jefe. ¿Y quién era sino aquél, el único que había salvado a los demás de una muerte segura; el único que tenía experiencia de aquella tierra desierta; el único que poseía en grado superior al de todos los demás inteligencia, saber y carácter?

Mentirse a sí mismo hubiera sido cobardía. El Kaw-djer no podía ignorarlo, aquella población miserable volvía la mirada hacia él, a él entregaba el ejercicio de la autoridad colectiva, de él esperaba confiada ayuda, consejos y decisiones. Quisiera o no, no podía rehuir la responsabilidad que aquella confianza implicaba. Quisiera o no, el jefe, designado por las circunstancias y por el consentimiento tácito de la inmensa mayoría de los náufragos, era él.

¡Pero cómo! El, el libertario, el hombre incapaz de soportar ninguna coacción, se veía obligado a tener que imponer una a los demás, ¡y él que rechazaba todas las leyes tenía que promulgar leyes! Suprema ironía; al apóstol anarquista, al adepto de la famosa fórmula «Ni Dios ni patrón», lo convertían en patrón; le atribuían aquella autoridad cuyo principio odiaba su alma con tan rabioso furor.

¿Debería aceptar la odiosa prueba? ¿No sería preferible huir lejos de aquellos seres con almas de esclavos…?

Pero ¿qué sería entonces de ellos, abandonados a sí mismos? ¿De cuántos sufrimientos sería responsable el desertor? Si bien es cierto que se tiene el derecho de poner toda la ilusión en abstracciones, no es digno de ser llamado hombre quien al amor a ellas cierra los ojos a las realidades de la vida, niega la evidencia y no sabe resolverse a sacrificar su orgullo para atenuar la miseria humana. Por muy ciertas que parezcan unas teorías, también es grande saber hacer tabla rasa cuando queda demostrado que el bien de los otros lo exige

Ahora bien, ¿qué demostración podía resultar más clara y evidente? ¿Acaso no se había observado, aquella misma noche, muchos casos de borrachera, sin hablar de aquellos que permanecían todavía ignorados, quizá más numerosos? ¿Debía tolerarse en aquella pacífica multitud semejante abuso del alcohol, a riesgo de que estallaran altercados, riñas, incluso muertes? Por otra parte, ¿no se habían dejado sentir ya los efectos del veneno?

¿No se habían observado sus estragos en la familia Ceroni?

Estaban cerca de la tienda habitada por la familia Rhodes, estaban ya a punto de separarse y el Kaw-djer todavía vacilaba. Pero no era hombre que rehuyese las responsabilidades.

En el último momento, por mucho que le doliera, su resolución estaba tomada. Se volvió hacia Hartlepool.

-¿Cree usted que puede contar con la lealtad de la tripulación del Jonathan? -preguntó.

-Exceptuando a Kennedy y a Sirdey, el cocinero, respondo de ellos -dijo Hartlepool.

-¿De cuántos hombres dispone usted?

-De quince hombres, incluyéndome a mí.

-Los otros catorce, ¿le obedecerán?

-Sin duda.

-¿Y usted?

-¿Hay aquí alguien cuya autoridad esté usted dispuesto a reconocer?

-Pues… usted, señor…, naturalmente -respondió Hartlepool, como si la cosa fuera evidente.

-¿Por qué?

-¡Vaya…! Señor… -dijo Hartlepool, turbado-. Pero es que aquí, como en todas partes, la gente necesita un jefe. ¡Eso es muy natural, qué diablos!

-¿Y por qué iba a ser yo el jefe?

-No hay otro -dijo Hartlepool, subrayando con los brazos abiertos su irrefutable argumento.

La respuesta era perentoria. Y nada había que replicar.

Tras un nuevo instante de silencio, el Kaw-djer declaró con voz firme:

-A partir de esta noche, hará custodiar el material desembarcado del Jonathan. Sus hombres se relevarán de dos en dos y no dejarán que nadie se acerque. Vigilarán el alcohol con preferente atención.

-Bien, señor -respondió sencillamente Hartlepool-. La orden estará cumplida dentro de cinco minutos.

-Buenas noches -dijo el Kaw-djer, alejándose a largos pasos, descontento de sí mismo y de los demás.

Segunda parte - Capítulo III

En la bahía de Scotchwell

La Wel-Kiej regresó de Punta Arenas el 15 de abril. En cuanto la avistaron los emigrantes, impacientes por conocer la suerte que les esperaba, se juntaron en filas apretadas en el punto de la costa hacia el que se dirigía.

La concentración de aquella muchedumbre se efectuó por sí misma, según las leyes inmutables que rigen la formación de grupos en toda la superficie de nuestro imperfecto planeta; lo que equivale a decir que los más fuertes se apoderaron de los mejores sitios.

Atrás quedaron relegadas las mujeres. Desde allí no podían ver nada ni oír nada, pero eso no les impedía charlar aun con más agitación, cambiando entre sí comentarios tan ensordecedores como prematuros sobre las noticias todavía desconocidas que traería la chalupa. Delante estaban los hombres, a una distancia de la orilla del agua inversamente proporcional a su vigor y a su brutalidad. En cuanto a los niños, para quienes todo es pretexto para jugar, estaban diseminados por todas partes. Los más pequeños piaban como gorriones, correteando y brincando por la periferia del grupo; otros estaban perdidos entre

la masa, sin poder avanzar ni retroceder; otros, que habían conseguido atravesarlo de punta a punta, tendían sus caritas curioseando entre las piernas de la primera fila; algunos, finalmente, los más atrevidos, habían logrado pasar, después de la cabeza, el cuerpo entero.

El pequeño Dick, huelga decirlo, figuraba entre estos espabilados y no había vencido tan sólo en su propio beneficio todos los obstáculos, sino que, había logrado que le siguieran los pasos su inseparable Sand y otro niño con el que ambos grumetes habían trabado, desde hacía ocho días, una amistad que ya se perdía en la noche de los tiempos. Este niño, Marcel Norely, de la misma edad que sus dos compañeros, poseía el mejor de los títulos para hacerse acreedor de su afecto, puesto que tenía necesidad de su protección. Era un ser débil, de rostro enfermizo y, por si fuera poco, un inválido cuya pierna derecha, atacada de parálisis, se había quedado unos centímetros más corta que la izquierda. Por lo demás, este inconveniente no alteraba en lo más mínimo el buen humor del pequeño Marcel, ni su ardor por los juegos, en los que destacaba como cualquier otro, gracias a una muleta que a utilizaba con notable habilidad.

Cuando los emigrantes corrían tumultuosamente a la playa, Dick, y tras él Sand y Marcel, se había deslizado por entre los que habían llegado los primeros, a cuyas cinturas apenas alcanzaba su frente, y habían conseguido colocarse delante de ellos. Aquella hazaña, desgraciadamente, no pudo ser ejecutada sin causar alguna molestia a los precedentes ocupantes, y quiso el azar que uno de ellos fuera Fred Moore, el mayor de aquellos dos hermanos cuya naturaleza violenta había sido indicada al Kaw-djer por Harry Rhodes.

Fred Moore, hombre bastante metido en carnes y de casi seis pies de estatura, lanzó un sonoro reniego al sentir que su base se tambaleaba. Aquello bastó para excitar la locuacidad guasona de Dick. Se volvió hacia Sand y Marcel que estaban abriéndose paso a imitación suya.

-¡Eh, vosotros…! -dijo-, no empujéis a este gentleman, ¡por todos los demonios…! ¿Qué falta nos hace? Con ponernos detrás de él y mirar por encima de su cabeza, ya basta.

La pretensión, dada la corta estatura del minúsculo orador, era tan presuntuosa que los que se hallaban alrededor no pudieron contener la risa, lo cual puso a Fred Moore de pésimo humor. La sangre afluyó a su rostro.

-¡Mocoso!1 -dijo con desprecio.

-Gracias por el cumplido, Vuestro Honor, aunque pronuncia usted mal el inglés. Habría que decir gentil -se burló Dick, abusando de las consonantes análogas de gnat (mosquito) y natty (gentil)

Fred Moore dio un paso hacia delante, pero los que estaban más cerca de él le retuvieron, aconsejándole que dejara en paz a aquellos niños. Dick aprovechó para alejarse con sus dos amigos, siguiendo por la orilla del mar y pasando por delante de otros emigrantes de humor más pacífico.

-Luego ya nos veremos y te daré un buen tirón de orejas, muchacho -amenazó Fred Moore, obligado entonces a la inmovilidad.

Dick, bien protegido ahora, miró de abajo arriba a su adversario.

-¡Para eso haría falta una escalera, compañero! -dijo con arrogancia, desencadenando nuevas risas.

Fred Moore se encogió de hombros y Dick, satisfecho de salirse con la suya, dejó de ocuparse de él, para concentrar toda su atención en la chalupa cuya rola hacia chirriar en aquel preciso momento la grava de la orilla.

Tan pronto como se detuvo, Karroly saltó al agua y se apresuró en ir a fijar sólidamente el ancla en tierra firme. Ayudó luego a su pasajero a desembarcar, alejándose después con Halg y el Kaw-djer, muy contento de volver a verles después de tan larga ausencia.

Si bien es cierto que entre los fueguinos los sentimientos afectivos se hallan por lo general poco desarrollados, también es verdad que el práctico constituía una excepción a la regla.

De ser necesario, las miradas con las que envolvía a su hijo y al Kaw-djer habrían sido suficiente testimonio. Para este último era realmente el buen perro fiel y abnegado; su aspecto mismo evocaba esa imagen.

Su ciega devoción sólo podía ser igualada por la de Halg, no menos profunda pero más consciente. Si Karroly era el padre del joven en el sentido natural de la palabra, el Kawdjer era su padre espiritual. Al uno le debía la vida, al otro la inteligencia, que las lecciones del misterioso solitario habían formado, dotándola de sentimientos e ideas desconocidos por los desheredados indígenas del archipiélago.

El afecto que profesaba al Kaw-djer era ampliamente correspondido por aquél. Halg era el único ser capaz de conmover aún a aquel hombre desencantado que aparte del amor que experimentaba por el muchacho, sólo sentía un altruismo colectivo e impersonal, sin duda de una grandeza admirable, pero cuya misma dimensión parece más adecuada al corazón infinito de un Dios que al alma mediocre de las criaturas. ¿Será acaso por esto, será porque tienen la oscura noción de esa desproporción, por lo que, a pesar de su resplandeciente belleza, un sentimiento semejante causa extrañeza antes que encanto a los demás hombres y llega a parecerles inhumano por hallarse tan por encima de ellos? Tal vez, juzgando por la pobreza de su propio corazón, consideran que es sumamente pequeña la parte que les toca a cada uno de un amor así dividido entre todos y que, aun cuando sea menos sublime, es mejor entregarse sin reserva a unos pocos.

Mientras que aquellos tres seres tan estrechamente unidos conversaban acerca de los incidentes del viaje y se entregaban al placer de volver a verse, los emigrantes, rodeando en apretadas filas a Germain Riviére, se informaban de los resultados de su misión. Las preguntas se entrecruzaban, formuladas de diversas maneras, para reducirse en suma a ésta: ¿por qué había vuelto la chalupa y en su lugar no veían un navío bastante grande para repatriarles a todos?

Germain Riviére, no sabiendo a quién atender, reclamó el silencio con la mano y luego, en respuesta a una pregunta precisa formulada por Harry Rhodes, hizo un breve relato de su viaje. En Punta Arenas había visto al gobernador, Sr. Aguire, quien, en nombre del Gobierno chileno, había prometido socorrer a las víctimas de la catástrofe. Sin embargo, al no encontrarse por entonces en Punta Arenas ningún barco de tonelaje suficiente para transportar a los, náufragos, éstos debían armarse de paciencia. La situación, por lo demás, no parecía inquietante. Puesto que se disponía de un material en buen estado y víveres para unos dieciocho meses, se podría esperar sin peligro.

Ahora bien, no había que ocultarse que la espera sería forzosamente bastante larga.

Apenas comenzaba el otoño y no hubiera sido prudente enviar, sin una urgencia absoluta, un buque a aquellos parajes en esa época del año. En interés de todos, el viaje debía ser aplazado hasta la primavera. A principios de octubre, es decir, pasados seis meses, un navío sería enviado a la isla Hoste.

La noticia, pasando de boca en boca, fue transmitida instantáneamente de la primera a la última fila. Produjo entre los náufragos un efecto de estupor. ¡Cómo! ¡Habían de verse en la necesidad de perder seis largos meses en aquel país donde no se podía emprender nada puesto que habría que abandonarlo todo en primavera, después de haber sufrido inútilmente los rigores del invierno! La multitud, un rato antes tan bulliciosa, había quedado en silencio. Cruzábanse miradas abatidas. Luego, el abatimiento dio paso a la cólera. Fueron proferidas invectivas violentas contra el gobernador de Punta Arenas. La cólera, sin embargo, falta de alimento, no tardó en apaciguarse y los emigrantes empezaron a dispersarse y a regresar a sus tiendas, taciturnos.

Pero atraídos en el camino por otro grupo en vías de formación, se detenían maquinalmente sin darse cuenta siquiera de que, agregándose al segundo grupo constituido por los elementos disociados del primero, se transformaban ipso facto en oyentes de Ferdinand Beauval. En efecto, éste juzgado la ocasión favorable para un nuevo discurso y, como la vez anterior, arengaba a sus compañeros desde lo alto de una peña elevada a la dignidad de tribuna. Como es de suponer, el orador socialista no tenía palabras halagadoras para el, régimen capitalista en general y en particular el gobernador de Punta Arenas, quien, según él, era su producto natural. Estigmatizaba con elocuencia el egoísmo de aquel funcionario desprovisto de la más elemental humanidad y que tan a la ligera dejaba a tantos desgraciados expuestos a todos los peligros y a todas las miserias.

Los emigrantes sólo prestaban un oído distraído a la diatriba del tribuno. ¿A qué venía aquella palabrería? Ya podía Beauval clamar cosas aún peores eso no haría que sus asuntos adelantaran un paso. Para mejorar su suerte se necesitaban hechos, no palabras.

¿Pero qué hechos? Nadie, a decir verdad lo sabía. Y con la vista baja, fijando en el suelo sus ojos ingenuos, buscaban penosamente la solución del problema, sin gran esperanza de encontrarla.

Una idea, sin embargo, se iba abriendo paso poco a poco, en aquellos cerebros oscuros. Lo que debía hacerse, quizás alguien lo sabía. Tal vez aquel que ya les había sacado de más de un aprieto les daría el medio para resolver aquella situación, cuando estuviera informado. Por esta razón, lanzaba tímidas miradas en dirección al Kaw-djer, hacia quien se dirigían precisamente Harry Rhodes y Germain Riviére. No pudiendo ningún miembro de una población de mil doscientas almas adoptar por si solo una decisión para el conjunto, lo más sencillo; después de todo, era remitirse al Kaw-djer, a su abnegación, a su experiencia; además en cualquier caso, tal resolución tenía la inapreciable ventaja de hacer superflua para los demás toda reflexión,

Libres por fin de cualquier preocupación inmediata, los emigrantes fueron abandonando, uno tras otro a Ferdinand Beauval, cuyo auditorio pronto quedo reducido a su habitual núcleo de fieles.

Juntándose al grupo formado por los dos fueguinos y el Kaw-djer, Harry Rhodes,

acompañado por Germain Riviére, puso a aquél al corriente de los acontecimientos, le dio a conocer la respuesta del gobernador de Punta Arenas y le expuso las angustias de los emigrantes, que temían el rigor de un invierno antártico.

En lo que a este último punto se refiere, el Kaw-djer tranquilizó a su interlocutor. El invierno, en tierra de Magallanes, es menos duro y menos largo a la vez, que en Islandia, Canadá o los Estados septentrionales de la Unión Americana, y el clima, del archipiélago es semejante, después de todo al de las tierras del sur de África hacia donde se dirigía el Jonathan.

-Acepto el augurio -dijo Harry Rhodes, conservando sin embargo cierto escepticismo-. No obstante, ¿no sería preferible, en todo caso, invernar en la Tierra del Fuego, que tal vez ofrezca algunos recursos, antes que en la isla Hoste, donde hasta la fecha no hemos encontrado alma viviente?

-No -respondió el Kaw-djer-. Trasladarse a Tierra del Fuego no tendría ninguna ventaja y, por el contrario, presentaría grandes inconvenientes desde el punto de vista del material que sería preciso abandonar. Tenemos que quedarnos en la isla Hoste, pero abandonar sin demora el lugar en que hasta ahora se ha acampado.

-¿Para ir dónde?

-A la bahía Scotchwell, cuyo contorno seguimos durante nuestra excursión. Allí encontraremos sin ningún esfuerzo un emplazamiento adecuado para las casas desmontables procedentes del cargamento del Jonathan, mientras que aquí no existe ni una pulgada de terreno llano.

-¿Cómo? -exclamó Harry Rhodes-. ¡Usted nos aconseja que transportemos a dos millas de aquí un material tan pesado y proceder a una verdadera instalación!

-Es absolutamente necesario -afirmó el Kaw-djer-. Aparte de que la orientación de la bahía Scotchwell es excelente y se encuentra al abrigo de los vientos del Oeste y del Sur, el río que desemboca en ella proporcionará en abundancia agua potable. En cuanto a instalarse formalmente, no sólo es necesario sino urgente. En esta región el gran enemigo es la humedad. Ante todo lo que importa es defenderse contra ella. Y añadiré que no hay tiempo que perder, el invierno puede empezar de la noche a la mañana.

-Debería decir todo esto a nuestros compañeros -propuso Harry Rhodes-. Se darían cuenta más exacta de su situación si se la explicara usted.

-Prefiero que usted mismo se encargue de hacerlo -replicó el Kaw-djer-. Pero, por supuesto, quedo a disposición de todos si me necesitan.

Harry Rhodes se apresuró a poner en conocimiento de los emigrantes esa conversación.

Quedó bastante sorprendido al ver que no recibían la comunicación tan mal como era de temer. La decepción que acababan de experimentar había sembrado entre ellos el desaliento y se consideraban muy afortunados por encontrarse en presencia de una tarea concreta, sabiendo que alguien se responsabilizaba de garantizar buenos resultados. La invencible esperanza que dormita hasta la muerte en el corazón del hombre hacía el resto.

Igualmente cualquier otro cambio les hubiera parecido, en aquellos momentos, la salvación. Acogieron con gran júbilo la instalación en la bahía Scotchwell y se imaginaron encontrar allí las mil maravillas.

Sólo que, ¿por dónde empezar? ¿Qué medios había que emplear para llevar a cabo el transporte del material en un recorrido de dos millas a lo largo de aquella playa rocosa donde no existía ni sombra de sendero? A petición general, Harry Rhodes tuvo que volver a dirigirse al Kaw-djer para rogarle que tuviera a bien organizar el trabajo cuya urgencia él mismo había señalado.

Este no puso la menor dificultad para satisfacer aquel deseo y, bajo su dirección, todos se pusieron de inmediato a trabajar.

Primero se creó una rudimentaria carretera en el punto de culminación de la marea, allanando el suelo alrededor de las peñas más grandes y apartando las que era posible cambiar de lugar sin excesivo esfuerzo. El 20 de abril ya estaba terminado aquel trabajo preliminar. E inmediatamente se inició el transporte propiamente dicho.

Se utilizaron, para este fin, las plataformas creadas para el transporte del cargamento del Jonathan. Divididas en tableros más pequeños y provistas de troncos de árboles cuidadosamente redondeados y dispuestos a guisa de ruedas, proporcionaron gran número de vehículos rudimentarios que arrastraron los emigrantes, hombres, mujeres y niños.

Pronto, la larga «teoría»2 de estas burdas carretas arrastradas por sus tiros humanos fue extendiéndose por la orilla entre el acantilado y el mar. El espectáculo no dejaba de ser pintoresco. ¡Qué griterío escapaba de aquellos mil doscientos pechos jadeantes!

La chalupa era de gran utilidad. Se la cargaba con las piezas más pesadas o más frágiles y, conducida por Karroly y su hijo, iba y venía incesantemente desde el lugar del naufragio hasta la bahía Scotchwell; gracias a ella el trabajo sería notablemente acortado.

Y por ello tenían que felicitarse, pues varias veces se vieron retrasados por el mal tiempo.

Las primeras perturbaciones atmosféricas anunciaban ya las cóleras del invierno. Entonces tenían que refugiarse en las tiendas dejadas en su sitio hasta el último momento y esperar la calma que les permitiera reanudar el trabajo.

No contento con prodigar palabras de ánimo y consejos, el Kaw-djer predicaba con el ejemplo. Nunca permanecía inactivo. Andando sin cesar por el camino que seguía el convoy, siempre se encontraba en el punto indicado para dar un consejo o echar una mano.

Los emigrantes observaban con asombro a aquel hombre infatigable que se obligaba voluntariamente a compartir sus duros trabajos, cuando nada le hubiera impedido marcharse como había llegado.

A decir verdad, el Kaw-djer ni siquiera pensaba en ello. Dedicado por entero a la tarea que el azar le había hecho emprender, se entregaba a ella sin otro pensamiento, satisfecho de, poder ser útil a aquella multitud miserable y que, precisamente por eso, ocupaba un lugar preferente en su corazón.

Pero no todo el mundo alcanzaba su mismo nivel moral; aquellos proyectos de deserción, que ni por un momento habían rozado su espíritu, eran abrigados por otros. Nada más fácil, en definitiva, que apoderarse de la chalupa, izar la vela y singlar hacia una región más clemente. Puesto que los emigrantes no disponían de ninguna embarcación, no había que temer que los persiguieran. Era tan sencillo que resultaba sorprendente que nadie, hasta entonces, lo hubiera intentado.

La dificultad consistía, sin duda, en que la Wel-Kiej nunca se quedaba sin guardianes, pues

Halg y Karroly, que la pilotaban durante el día, se acostaban en ella por la noche, junto con el Kaw-djer. En consecuencia, forzoso había sido para los que proyectaban apropiársela esperar una ocasión favorable.

La ocasión se presentó por fin el 10 de mayo. Aquel día, al regreso de su primer viaje a la bahía Scotchwell, el Kaw-djer vio a los dos fueguinos que gesticulaban en la orilla, mientras que la Wel-Kiej, distante ya más de trescientos metros, se alejaba mar afuera, a toda vela. A bordo se distinguía a cuatro hombres cuyos rasgos era imposible reconocer a causa de la distancia.

Algunas palabras rápidamente cruzadas le hicieron saber lo sucedido. Habían aprovechado una breve ausencia de Karroly y su hijo para saltar a bordo del barco, cuando éstos se percataron del robo, ya era tarde para evitarlo.

Los emigrantes, a medida que iban volviendo del nuevo campamento, se reunían en número creciente alrededor del Kaw-djer y sus dos compañeros. Impotentes y desesperados, miraban en silencio la chalupa, graciosamente inclinada por la brisa. Para todos los náufragos, aquello era un grave percance, puesto que perdían a la vez un precioso medio de acelerar su trabajo actual y la posibilidad de comunicarse con el resto del mundo, en caso de necesidad. Pero, para los propietarios de la Wel-Kiej, la desgracia se transformaba en desastre.

Sin embargo, el Kaw-djer no manifestaba ningún indicio de la cólera que debía llenar su corazón. El semblante hierático, frío e impasible, como siempre, seguía el barco con la mirada. Pronto desapareció éste tras una prominencia de la orilla. El Kaw-djer se volvió enseguida hacia el grupo que le rodeaba.

-¡A trabajar! -dijo con voz tranquila.

Volvieron a la tarea con nuevo ardor. La pérdida de la chalupa hacía necesaria una mayor diligencia si querían estar preparados antes de que el invierno se instalara definitivamente.

Incluso cabía alegrarse de que el robo no hubiera sido cometido en los primeros días del transporte. En tal caso quizás habría sido imposible llevarlo a cabo. Felizmente, en aquel día 10 de mayo, todo estaba casi terminado y bastaría un poco de ánimo para llevarlo a buen término.

Los emigrantes admiraban la serenidad del Kaw-djer. Nada había cambiado en su actitud habitual y seguía dando pruebas de la misma bondad y de la misma abnegación que en el pasado, lo que incrementó notablemente su influencia.

Y se vio confirmada su popularidad por un incidente durante esa misma jornada del 10 de mayo.

Ayudaba en aquel momento a arrastrar una de las carretas sobre la que se habían apilado sacos de semillas, cuando atrajeron su atención unos gritos de dolor. Dirigiéndose rápidamente hacia el lugar del que procedían los gritos, descubrió a un niño de unos diez años que yacía en el suelo y lanzaba lamentables quejidos. Al preguntarle, el niño respondió que había caído desde lo alto de una roca, que sentía un vivo dolor en la pierna derecha y que le era imposible ponerse en pie.

Unos cuantos emigrantes, colocados formando corro detrás del Kaw-djer, cruzaban reflexiones incongruentes. Los padres del niño no tardaron en sumarse al grupo y sus

dolorosos gritos y lamentos aumentaron la confusión.

El Kaw-djer, con voz firme, impuso silencio a toda aquella gente y procedió a examinar al herido. A su alrededor, los emigrantes estiraban el cuello, maravillándose de la seguridad y destreza de sus gestos. Diagnosticó sin problemas una fractura simple del fémur y la redujo hábilmente. Por medio de pedazos de madera transformados en tablillas, inmovilizó entonces el miembro roto y lo vendó con jirones de tela; después transportaron al niño a la bahía Scotchwell en unas angarillas improvisadas.

Mientras vigilaba el trabajo de sus manos, el Kaw-djer tranquilizaba a los desconsolados padres. No sería nada. El accidente no tendría trágicas consecuencias y en dos meses ya no quedaría la menor señal. Poco a poco el padre y la madre recobraban la confianza.

Quedaron totalmente tranquilizados cuando, acabada la cura, su hijo declaró que ya no le dolía.

Estos hechos, que todos conocieron enseguida, inspiraron un gran respeto hacia el Kawdjer. Decididamente era el genio bienhechor de los náufragos. No se podían ya enumerar sus servicios. En lo sucesivo, se esperaría aún más de él. Cada vez más se fue adquiriendo la costumbre de apoyarse en él, y cada vez más aquellos seres rudos y pueriles se sintieron tranquilizados y reconfortados por su presencia.

La noche de aquel mismo 10 de mayo se procedió a una rápida investigación con el fin de descubrir a los autores del robo de la Wel-Kiej. Entre aquella multitud variable en la que no reinaba la menor disciplina, los resultados de la investigación fueron necesariamente muy inciertos. Sin embargo, permitieron sospechar con bastante certeza de cuatro individuos a los que nadie había visto en todo el día. Dos de ellos pertenecían a la tripulación: el cocinero Sirdey y el marinero Kennedy. Los otros eran dos emigrantes muy mal considerados por la opinión pública, dos pretendidos obreros llamados Furster y Jackson.

Los acontecimientos no iban a permitir saber con seguridad si se trataba de los dos primeros, pero no se tardó en tener la prueba de que las sospechas habían sido justamente dirigidas hacia los otros dos. En efecto, al día siguiente por la mañana, Kennedy y Sirdey estaban presentes de nuevo y cumplían como de costumbre su parte del trabajo. A decir verdad, parecían estar agotados. Sirdey incluso parecía herido. Andaba con dificultad y profundos cortes le surcaban el rostro.

Hartlepool conocía como la palma de su mano a aquel triste personaje cuya vil naturaleza le inspiraba un total desprecio. Le interpeló con rudeza:

-¿Dónde estuviste ayer, cocinero?

-¿Dónde estuve…? -respondió hipócritamente Sirdey-. Pues donde estoy todos los días, por supuesto.

-Y sin embargo nadie te vio, maestro bribón. ¿No será más bien que te fuiste a perder cerca de la chalupa?

-¿Cerca de la chalupa…? -repitió Sirdey como aquel que no entiende nada de lo que le dicen.

-¡Hum…! -exclamó Hartlepool. Y continuó: ¿Podrías decirme cómo te has hecho esos

cortes?

-Me caí -explicó Sirdey-. Y hasta creo que hoy me va a ser imposible echar una mano a los demás. A duras penas puedo andar.

-¡Hum…! -volvió a decir Hartlepool, alejándose, al comprender que no sacaría nada en limpio de aquel cauteloso personaje.

En cuanto a Kennedy, ni siquiera había pretexto para interrogarle. Aunque estuviese pálido como la cera y pareciera estar malo, había vuelto sin decir palabra, a sus ocupaciones habituales.

Así pues, el 11 de mayo, se reemprendió el trabajo a la hora de costumbre, sin haberse resuelto el problema. Pero a los primeros que llegaron a la bahía Scotchwell les esperaba una sorpresa. En la orilla, a poca distancia de la desembocadura del río, estaban tendidos dos cadáveres, los de Jackson y Furster. Cerca de ellos yacía la chalupa desfondada, casi totalmente llena de agua y de arena.

A partir de ahí, era fácil reconstruir la aventura. El barco, mal gobernado, había tocado fondo, más allá de la bahía. Se había abierto una vía de agua y la embarcación, con el peso, había zozobrado. De los cuatro hombres que iban en ella, dos, Kennedy y Sirdey con toda probabilidad, habían conseguido ganar la orilla a nado, pero los otros dos no pudieron escapar a la muerte y con la primera marea sus cuerpos habían llegado a la costa al igual que la Wel-Kiej, medio destrozada por el oleaje.

El Kaw-djer, después de examinar detenidamente la chalupa, reconoció que sus restos aún podían serles útiles. Si bien la mayor parte de los tablones estaban más o menos rotos, las cuadernas habían sufrido muy poco y la quilla estaba intacta. Así pues, lo que quedaba de la Wel-Kiej fue izado a pulso lejos del alcance del mar, en espera del momento en que dispusieran de tiempo para repararla. El 13 de mayo quedó totalmente terminado el transporte del material. Sin pérdida de tiempo, se pusieron a instalar las casas desmontables. Gracias a un sistema muy ingenioso, pudo verse como aquéllas, en un abrir y cerrar de ojos, se levantaban con una rapidez prodigiosa. En cuanto se terminaban, eran ocupadas inmediatamente, no sin que cada vez se produjeran violentos altercados.

Distaban mucho aún, en efecto, de tener el número suficiente para albergar a mil doscientas personas. A lo sumo, dos terceras partes de los náufragos podían esperar razonablemente encontrar un sitio allí. De ahí la necesidad de proceder a una selección.

La selección se efectuó a puñetazos. Los más fornidos, habiendo empezado por apoderarse de los diversos elementos de las casas desmontables, pretendieron prohibir el acceso a ellas cuando estuvieron terminadas. Por grande que fuera su vigor, se vieron obligados, sin embargo, a ceder al número y llegar a una componenda con una parte de aquellos a los que trataban de eliminar. Hubo así una segunda serie de elegidos y por consiguiente una segunda selección basada, como la primera, en la fuerza de los competidores. Después, cuando las casas abrigaron destacamentos bastante imponentes para hallarse en condiciones de desafiar al resto de emigrantes, estos últimos quedaron definitivamente eliminados.

Cerca de quinientas personas, en su mayoría mujeres y niños, se vieron así obligadas a conformarse, con el abrigo de las tiendas. Pocos eran en cambio los hombres, como no fueran padres y maridos, obligados a seguir la misma suerte de sus familias. Entre

aquellos que se quedaron sin casa figuraban el Kaw-djer y sus dos compañeros fueguinos que no temían pasar las noches a cielo raso, así como los supervivientes de la tripulación del Jonathan, a quienes Hartlepool había conminado a abstenerse. Aquella buena gente se había resignado sin rezongar, incluso los mismos Kennedy y Sirdey quienes, desde la aventura de la chalupa, daban muestras de una docilidad y un celo desacostumbrados. En el número de los menos favorecidos se contaban igualmente John Rame y Fritz Gross, cuya debilidad física les había apartado de la lucha, y también los Rhodes, cuyo cabeza de familia no era dado a la violencia.

Aquellas quinientas personas se alojaron, pues, en las tiendas. La disminución del número de habitantes permitió emplear dos capas de lona superpuestas, separadas por una de aire, cosa que las hizo, en definitiva, bastante confortables. Durante ese tiempo, unos acababan el acondicionamiento interior de las casas, tapaban las juntas, las menores fisuras, siendo lo más importante según las indicaciones del Kaw-djer, defenderse contra la penetrante humedad de la región; otros proveían de leña a costa del bosque vecino o repartían los víveres en cantidad suficiente para asegurar a todos cuatro meses de existencia, mientras los albañiles, unos 20 entre los obreros emigrantes construían a toda prisa fogones rudimentarios.

El 20 de mayo aún no estaban completamente terminados estos trabajos, cuando el invierno, afortunadamente muy retrasado aquel año, cayó sobre la isla Hoste manifestándose con una tempestad de nieve de espantosa violencia. En pocos momentos la tierra quedó cubierta de un blanco sudario del que únicamente se elevaban los árboles cubiertos de escarcha. Al día siguiente, las comunicaciones entre las distintas partes del campamento se habían hecho muy difíciles.

Pero por entonces ya estaban preparados contra la inclemencia de la temperatura.

Herméticamente cerrados en sus casas o bajo la doble cubierta de las tiendas, caldeados por ardientes fuegos de leña, los náufragos del Jonathan estaban preparados para desafiar los rigores de un invierno antártico.

1. En realidad Fred Moore dice moucheron, que en francés significa “mosquito”.

2. Nombre dado a las procesiones religiosas griegas.

Segunda parte - Capítulo IV

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