I

EN EL FONDO DE CONNAUGHT

IRLANDA, cuya superficie comprende veinte millones de acres, o sea unos diez millones de hectáreas, está gobernada por un virrey, asistido de un Consejo privado, en virtud de una delegación del soberano de Gran Bretaña. Está dividida en cuatro provincias: Leinster al este, Munster al sur, Connaught al oeste y Ulster al norte.

El Reino Unido no formaba antes más que una sola isla, según los historiadores.

Ahora son dos y más separadas por la diferencia de costumbres que por las barreras físicas. Los irlandeses amigos de Francia son enemigos de Inglaterra como el primer día.

Irlanda es un hermoso país para los turistas, pero un triste país para sus habitantes. Como éstos no pueden fecundarla, ella no les puede alimentar, sobre todo en la parte del norte. No es, sin embargo, una tierra estéril, puesto que cuenta por millones sus hijos, y si no tiene alimento para ellos, sus hijos la aman con pasión. Prodíganle los más cariñosos nombres. Erin Verde, y verde es, en efecto. Bella Esmeralda, una esmeralda engarzada en granito en vez de en oro… Isla de los Bosques… pero es más bien de las rocas. Tierra de la Canción, pero esta canción sólo se escapa de bocas enfermas. Primera flor de la Tierra, Primera flor de los Mares, pero estas flores se secan pronto al soplo de los vendavales… ¡Pobre Irlanda! Debería llamarse más bien Isla de la Miseria, nombre que debería llevar desde muchos siglos atrás: tres millones de indigentes en una población de ocho millones de habitantes.

En esta Irlanda, cuya altura media es de sesenta y cinco toesas, dos altas regiones separan las llanuras, lagos y hornagueras, entre la bahía de Dublín y la de Galway. La isla forma una especie de cubeta, donde jamás falta el agua, puesto que la unión de los lagos de Erin Verde comprende unos dos mil trescientos kilómetros cuadrados.

Westport, pequeña ciudad de la provincia de Connaught, está situada en el fondo de la bahía de Clew, sembrada de trescientas sesenta y cinco islas o islotes como el Morbihan de las costas de Gran Bretaña.

Esta bahía es una de las más encantadoras del litoral, con sus promontorios, sus cabos y sus puentes dispuestos como dientes de tiburones que muerden las olas.

En este punto vamos a encontrar a Hormiguita, al principio de su historia. Se verá cómo y cuándo terminó.

Los naturales de este pueblo, unos cincuenta mil habitantes, es en gran parte católica. Aquel día, un domingo precisamente, 17 de junio de 1876, la mayoría de los habitantes estaba en la iglesia para los oficios de la mañana. El Connaught, tierra de origen de los MacMahon, produce esos tipos célticos por excelencia que se conservan en las familias primitivas atacadas por la persecución. Pero aquel miserable país no justifica lo que se dice comúnmente de él Ir a Connaught, es ir al infierno.

En los pueblos de la alta Irlanda hay mucha pobreza, y sin embargo hay trapos que lucen en las fiestas. Los hombres llevan la capa remendada; las mujeres visten faldas sobrepuestas, y se cubren con sombreros con flores artificiales de las que no queda más que el armazón de alambre. Todos llegan con los pies desnudos al umbral de la iglesia a fin de no estropear su calzado: botines de suela rota y botas destrozadas, sin las que ninguno querría franquear el pórtico del templo.

En aquel momento, no había nadie en las calles de Westport, excepto un individuo que iba en una carreta arrastrada por un perrazo delgado y sin lana, negro y feo, con las patas destrozadas por los guijarros, y el pelo deslucido por la cuerda.

—¡Muñecos reales! ¡Muñecos! —gritaba aquel hombre.

Viene de Castlebar. Dirigiéndose hacia el oeste ha atravesado esas alturas que hacen frente a la mar como la mayor parte de las montañas de Irlanda: al norte, la cadena del Nephin, con su cima de dos mil quinientos pies, y al sur el Croagh-Patrick, donde el gran santo irlandés, el introductor del cristianismo en el siglo IV, pasaba los cuarenta días de la cuaresma; después ha descendido por los peligrosos desfiladeros de Connemara, las salvajes regiones de los lagos Mask y Corril que desembocan en Clew-Bay. No ha tomado el ferrocarril de Midland Great-Western que pone a Westport en comunicación con Dublín, sino que ha bajado por el camino franco gritando por todas partes y pregonando su espectáculo de muñecos, y pegando latigazos al perro, que ya no puede más. Un feroz ladrido de dolor responde al latigazo lanzado por una mano vigorosa, y alguna vez una especie de gemido sale del interior de la carreta.

Y después de que el hombre haya dicho al animal:

—¡Andarás, hijo de perra! —parece que se dirige a otro oculto en el fondo de la carreta cuando grita:

—¡Callarás tú, hijo de perro!

El gemido cesa. Y la carreta se pone de nuevo lentamente en marcha. Este hombre se llama Thornpipe: ¿De qué país es? Poco importa.

Baste saber que es uno de esos anglosajones que las islas Británicas producen en las clases bajas. No tiene más sensibilidad que una bestia, ni más corazón que una roca. Desde que llegó a las primeras viviendas de Westport siguió la calle principal, rodeada de casas bastante confortables con tiendas de pomposos letreros, pero donde poco se encontraba que comprar. En esta calle desembocan callejuelas sórdidas como arroyos fangosos que se arrojan en un limpio río. Sobre los agudos guijarros de que está empedrada la calle, la carreta de Thornpipe marchaba con ruido de herraje, con detrimento sin duda de los muñecos, que llevaba para solaz de los habitantes de las poblaciones de Connaught.

Faltaba el público. Thornpipe continuó descendiendo, y llegó a una calle arbolada, ante la que se extendía un parque cuya alameda conducía al puerto abierto sobre la bahía de Clew.

No es preciso decir que ciudad, puerto, parque, calles, puentes, iglesias, casas, todo pertenecía a uno de esos opulentos landlords que poseen casi todo el suelo de Irlanda, al marqués de Sligo, de pura y antigua nobleza, el que no era un mal dueño a los ojos de sus colonos.

A los veinte pasos, Thornpipe detuvo su carreta, miró en torno y, con una voz que parecía un chirrido de una máquina mal engrasada, gritó:

—¡Muñecos reales, muñecos!

Nadie salía de las tiendas, ni se asomaba a las ventanas. Aquí y allá aparecían algunos harapos y de entre ellos, caras hambrientas, ojos enrojecidos, hundidos, como esas aberturas a través de las que se ve el vacío. Después niños casi desnudos; cinco o seis de éstos se acercaron al fin a la carreta de Thornpipe cuando éste hizo alto en la gran alameda. Todos gritaron:

—¡Copper! ¡Copper!

Es ésta una moneda de cobre de ínfimo valor. ¿A quién se dirigían estos niños? A un hombre que tiene más deseo de recibir limosna que de darla. Así, acogió a los muchachos con gestos amenazadores. Los chicos procuraron mantenerse lejos de su látigo, y más aún de los dientes del perro, una verdadera bestia feroz, rabiosa por los malos tratos. Por otra parte, Thornpipe está furioso. Grita en el desierto. Paddy (es irlandés como John Bull es inglés) no muestra ninguna curiosidad por sus muñecos reales. No es cierta enemistad por la augusta familia de la Reina. No. Lo que no le gusta, lo que odia con un furor amasado durante muchos siglos de opresión, es al landlord que le considera como un ser inferior a los antiguos siervos de Rusia. Y si él ha aclamado a O’Connell, es porque este gran patriota ha sostenido los derechos de Irlanda, establecidos por el acto de la unión de los tres reinos en 1806; es porque más tarde la energía, la tenacidad, la audacia política de aquel hombre de Estado han obtenido el bill de emancipación de 1829; es porque gracias a su actitud incorruptible, Irlanda, esa Polonia de Inglaterra, la Irlanda católica, sobre todo, iba a entrar en un período de casi libertad.

Creemos que Thornpipe hubiera procedido más sabiamente enseñando a O’Connell; pero no era esta suficiente razón para desdeñar la efigie de su graciosa majestad. Verdad es que Paddy hubiera preferido, y mucho, el retrato de su soberana en monedas, libras, coronas, medio coronas; y precisamente este retrato es lo que falta generalmente en los bolsillos del irlandés.

Ningún espectador serio se rendía a las invitaciones de Thornpipe: la carreta se puso en marcha de nuevo, tirada penosamente por el perro.

Thornpipe continuó su paseo por la calle arbolada y a la sombra de los magníficos olmos. Se encontraba solo… Los chicos acabaron por abandonarle. De esta suerte llegó al parque circundado de avenidas que el marqués de Sligo dejaba a la circulación pública, a fin de dar acceso al puerto, distante una milla larga de la ciudad.

—¡Muñecos reales!… ¡Muñecos!…

Nadie respondía. Los pájaros arrojaban agudos trinos volando de un árbol a otro. El parque estaba no menos abandonado que la calle. ¿Por qué ir en domingo a invitar a los católicos a aquella exhibición, cabalmente a la hora de los oficios? Preciso era que Thornpipe no fuera del país. ¿Tal vez después de la comida, entre la misa y las vísperas, su tentativa sería más afortunada? En todo caso, él no tenía inconveniente en llegar hasta el puerto, lo que hizo jurando, ya que no por San Patricio, por todos los diablos de Irlanda.

Este puerto está poco frecuentado, por más que sea el más vasto y abrigado de esta costa. Si llegan algunos navíos, es porque es necesario que Gran Bretaña, es decir, Inglaterra y Escocia, envíen a esta árida región de Connaught lo que ella no puede sacar de su propio suelo. Irlanda es un niño amamantado por dos nodrizas, pero éstas se hacen pagar cara la crianza.

Varios marineros se paseaban fumando por el muelle; como era día de fiesta, la descarga de los navíos estaba suspendida.

Se sabe cuán severa es la observancia de la fiesta del domingo entre la raza anglosajona. Los protestantes aportan allí toda la intransigencia de su puritanismo, y en Irlanda los católicos rivalizan con ellos en la práctica del culto. Son, por tanto, dos millones y medio contra ciento cincuenta mil adictos a los diversos ritos de la religión anglicana.

En Westport no se veía ningún navío perteneciente a otros países. Bricks-goletas, schooners, algunos barcos de pesca, de los que trabajaban a la entrada de la bahía, no faenaban, por estar baja la marea. Aquellos navíos, venidos de la costa occidental de Escocia con cargamentos de cereales, lo que más faltaba en Connaught, se volvían a hacer al mar en lastre, después de haber descargado. Para encontrar buques de altura, era preciso ir a Dublín, a Londonderry, a Belfast, a Cork, donde hacen escala los paquebotes transatlánticos de las líneas de Liverpool y de Londres.

Evidentemente, no sería de estos marinos desocupados de los que Thornpipe podría sacar algunos chelines, y su grito debía quedar sin eco hasta en el muelle del puerto. Detuvo, pues, su carreta. El perro, hambriento y destrozado por la fatiga, se tendió sobre la arena. Thornpipe sacó de su zurrón un pedazo de pan, algunas patatas y un arenque salado, y se puso a comer con el apetito del que hace la primera comida después de una larga jornada.

El perro le miraba haciendo chocar sus mandíbulas, de las que pendía una larga lengua; pero sin duda la hora de su comida no había llegado, pues acabó por colocar su cabeza entre las patas, cerrando los ojos.

Un ligero movimiento que se produjo en el interior de la caja sacó a Thornpipe de su apatía. Se levantó; observó si alguno le veía; y alzando el tapiz que cubría la caja de sus muñecos, introdujo por él un pedazo de pan diciendo en tono feroz:

—¡Si no callas!…

Un ruido de masticación le respondió, como si un animal moribundo de hambre estuviera acurrucado en el interior. Thornpipe continuó comiendo. Pronto acabó con el arenque y las patatas cocidas, que con aquél resultaban más sabrosas. Llevó a sus labios una tosca calabaza, llena de ese suero agrio que es bebida muy común en aquel país.

Entretanto la campana de la iglesia de Westport fue echada a vuelo, anunciando el fin de los oficios. Eran las once y media. Thornpipe hizo levantar al perro de un latigazo, y se dirigió hacia la calle arbolada, con la esperanza de encontrar espectadores a la salida de la iglesia. Durante la media hora que precedía a la comida, tal vez encontraría ocasión de ganar algún dinero. Volvería a comenzar después de las vísperas, y no se pondría en camino hasta el día siguiente, a fin de exponer sus muñecos en algún otro pueblo del condado.

La idea no era mala. A falta de chelines, él sabría contentarse con coppers y por lo menos sus muñecos no trabajarían para aquel famoso rey de Prusia, cuya avaricia fue tal, que nadie vio jamás el color de su dinero.

Volvió a gritar:

—¡Muñecos reales!… ¡Muñecos!…

En dos o tres minutos unas veinte personas rodearon la carreta. Decir que fueron lo más granado de la población sería exagerar. En su mayor parte eran niños, unas diez mujeres y algunos hombres, casi todos con sus zapatos en la mano, no solamente por el afán de no usarlos, sino porque así estaban más a gusto por su costumbre de andar descalzos.

Hagamos, sin embargo, una excepción con ciertos notables de Westport pertenecientes a este público de los domingos. Por ejemplo, el panadero, que se ha detenido con su mujer y sus dos hijos.

Verdad que su tweed data de algunos años, y los años son dobles o triples para este objeto en el lluvioso clima de Irlanda, pero el digno patrón está presentable. Su tienda luce esta pomposa muestra: «Panadería pública central»; y en efecto, en ella se centralizan los productos de su fabricación, pues no hay otra en todo Westport. Allí está también el droguero, el que reclama el título de farmacéutico, aunque en su tienda falten las drogas más usuales. La titula Medical Hall, muestra trazada con letras magníficas, que debían curar nada más que mirándolas.

También un sacerdote ha hecho alto ante la carreta de Thornpipe. Viste un traje adecuado a su profesión: cuello de seda, largo chaleco cuyos botones se abrochan como los de una sotana y larga levita. Es el rector de la parroquia, en la que ejerce múltiples funciones; pues no solamente bautiza, confiesa, casa y administra la extremaunción a sus fieles, sino que les aconseja en todos sus negocios, y les asiste en sus enfermedades: y esto con completa libertad, pues no depende del Estado. Los diezmos en especie y los estipendios de las ceremonias religiosas, lo que en otros países se conoce con el nombre de pie de altar, le aseguran una vida honrada y cómoda. Es el administrador natural de las escuelas y de las casas de caridad, lo que no le impide presidir los concursos de deportes náuticos o hípicos. Está íntimamente mezclado en la vida familiar de sus feligreses: es respetado y no desdeña aceptar un vaso de cerveza sobre el mostrador de alguna tienda. La pureza de sus costumbres no ha sufrido jamás ningún ataque. Y por otra parte, ¡cómo su influencia no ha de ser decisiva en aquellas comarcas tan penetradas del catolicismo, en las que, como ha dicho mademoiselle Anne de Bovet en su precioso libro de viaje Tres meses en Irlanda, «La amenaza de ser excluido de la Santa Mesa, haría pasar al campesino por el ojo de una aguja»!

Thornpipe lanzó por última vez su grito de atracción:

—¡Muñecos reales!… ¡Muñecos!…

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