MUÑECOS REALES
LA carreta de Thornpipe estaba construida de un modo rudimentario. Unas varas a las que el feroz perro está enganchado. Una caja cuadrangular colocada sobre dos ruedas, lo que hacía más fácil el paso por los caminos de traqueteo del condado. Por encima de la caja, un toldo de tela colocado sobre cuatro varillas de hierro y que defiende, si no del sol, poco fuerte de ordinario, al menos de las interminables lluvias de la alta Irlanda. Se asemeja a esos aparatos que llevan los organillos de Barbaria, cuyos estridentes silbidos se mezclan al toque de las cornetas; pero no es un órgano lo que Thornpipe lleva de pueblo en pueblo, o al menos en este aparato más complicado el órgano es un sencillo organillo, como se podrá juzgar pronto.
La caja está cerrada por una cubierta que se levanta, y he aquí lo que los espectadores ven, hecha la operación.
A fin de evitar repeticiones, escucharemos a Thornpipe. A no dudar, el forastero, con su interminable facundia, hubiera podido competir con el célebre Brioché, el creador del primer teatro de muñecos en los campos de feria de Francia.
—¡Señoras y señores!…
Éste es el invariable comienzo destinado a provocar las simpatías de los espectadores, hasta cuando el público se compone de míseros harapientos.
—Señoras y señores: esto representa el salón de fiestas en el castillo real de Osborne, isla de Wight.
En efecto, la decoración representa un salón en miniatura, colocado entre cuatro planchas, y sobre las que están pintadas puertas y ventanas; hay muebles de cartón sobre una alfombra de color, mesas, sillones, sillas colocadas de manera que no impidan la circulación de los personajes, príncipes, princesas, duques, marqueses, condes, barones, que se pavonean con sus nobles esposas en medio de aquella recepción oficial.
—En el fondo —continúa Thornpipe— verán el trono de la reina Victoria, cubierto de un pabellón de terciopelo carmesí, con franjas de oro, modelo exacto del sitial en que Su Graciosa Majestad toma asiento en las ceremonias de la corte.
El trono en cuestión, de tres o cuatro pulgadas de altura, y aunque el terciopelo sea de papel, y las franjas faltas de una coma de color amarillo, no deja de producir ilusión a aquellas gentes que jamás han visto ese mueble esencialmente monárquico.
—Sobre el trono —continuó Thornpipe—, contemplad a la Reina, parecido garantizado, vestida de gala; el manto real sobre los hombros, la corona en la cabeza y el cetro en la mano.
Nosotros, que no hemos tenido nunca el honor de ver a la soberana del Reino Unido, emperatriz de las Indias, en sus salones de fiesta, no sabemos decir si la figura representa a Su Majestad con fidelidad escrupulosa.
Sin embargo, admitiendo que ciña la corona en las grandes solemnidades, es dudoso que su mano empuñe un cetro semejante al tridente de Neptuno. Lo más sencillo es creer a Thornpipe, y esto fue lo que sabiamente hicieron los espectadores.
—A la derecha de la Reina —siguió Thornpipe—, llamo la atención del público sobre sus Altezas Reales, el príncipe y la princesa de Gales, tales como les han podido ver en su último viaje a Irlanda.
No se engaña. He ahí al príncipe de Gales con uniforme de mariscal de campo del ejército británico, y la hija del rey de Dinamarca con un magnífico vestido de encajes figurado por un pedazo de papel de plata.
Al otro lado están el duque de Edimburgo, el de Connaught, el de Fife, el príncipe de Battenberg, sus esposas, en fin, toda la familia real, describiendo un semicírculo ante el trono. Cierto que estos muñecos, parecido garantizado, todos con sus trajes de ceremonia, sus caras iluminadas y sus actitudes, dan una idea muy exacta de la corte de Inglaterra.
He aquí los grandes magnates de la corona, entre otros el gran almirante sir George Hamilton. Thornpipe tiene cuidado de señalarlos con el borde de su varita a la admiración del público, añadiendo que cada uno de ellos ocupa el lugar debido a su rango, siguiendo la etiqueta ceremonial.
Respetuosamente inmóvil ante el trono está un caballero de alta estatura, de distinción anglosajona, que no puede ser más que uno de los ministros de la Reina.
Es, en efecto, el jefe del gabinete de Saint-James, ligeramente encorvado por el peso de sus negocios.
Thornpipe añade:
—Y cerca del primer ministro, a la derecha, el venerable señor Gladstone.
Y a fe que hubiera sido difícil no reconocer al ilustre Odmad ese buen viejo, siempre derecho, y siempre pronto a defender las ideas liberales contra las ideas autoritarias. Tal vez hay motivo para asombrarse de que mire al primer ministro con aire de simpatía; pero entre muñecos, hasta entre muñecos políticos, pasan bien estas cosas, y lo que repugnaría a seres de carne y hueso, no es vergonzoso tratándose de muñecos de cartón o de madera.
He aquí ahora otro anacronismo inesperado. Thornpipe dice, ahuecando la voz:
—Señoras y señores: les presento a su célebre patriota O’Connell, cuyo nombre encontrará siempre eco en el corazón de los irlandeses.
¡Sí! O’Connell está allí, en la corte de Inglaterra en 1874, aunque estuviera muerto desde hacía veintiséis años. Y si se le hubiera hecho esta observación a Thornpipe, hubiera respondido que para un hijo de Irlanda, el gran revolucionario siempre está vivo. De este modo hubiera podido exhibir a mister Parnell, aunque este político no fuera conocido en aquella época. Después, y diseminados, vense otros cortesanos cuyos nombres se nos escapan, todos condecorados y llenos de cordones, celebridades políticas y militares, entre otros Su Gracia el duque de Cambridge, cerca de lord Wellington, y lord Palmerston junto a mister Pitt: en fin, miembros de la Cámara Alta, confraternizando con miembros de la Cámara Baja; tras ellos, una hilera de guardias, con uniforme de gala, a caballo en medio del salón, lo que indica que se trata de una fiesta como es raro ver en el castillo de Osborne. Todo comprende unos cincuenta hombrecillos, rabiosamente pintarrajeados, que representan con aplomo todo lo más aristocrático, lo más oficial en el mundo militar y político del Reino Unido.
Véase también que la flota inglesa no ha sido olvidada, y si el yate real Victoria and Albert no está allí, al menos tiene buques pintados en los vidrios de las ventanas desde donde se puede ver la rada de Spithtead. Con buena vista, sin duda se podría distinguir el yate Enchanteress llevando a bordo dos señores, los lores del Almirantazgo, cada uno con el anteojo en una mano y la bocina en la otra.
Preciso es convenir en que Thornpipe no ha engañado al público diciéndole que esta exhibición es única en el mundo. Positivamente, ella permite ahorrarse un viaje a la isla de Wight. Así pues, quedan maravillados no sólo los chiquillos, sino igualmente los espectadores mayores de edad que no han salido nunca del condado de Connaught ni de los alrededores de Westport. Tal vez el cura de la parroquia se sonríe in petto: en cuanto al farmacéutico droguero, dice que estos personajes son de una semejanza maravillosa, aunque no los ha visto en su vida. Respecto al panadero, confesaba que todo aquello excedía de los límites de la imaginación y que parecía imposible que una recepción en la corte de Inglaterra se celebrase con tanto lujo, brillo y distinción.
—Pues bien, señoras y señores; esto no es nada aún —dijo Thornpipe—. Suponen sin duda que estas personas reales y las otras no pueden hacer movimientos ni gestos. ¡Error! Están vivos, vivos, como ustedes y como yo… y lo van a ver. Pero antes me tomaré la libertad de dar una vuelta, recomendándome a su generosidad.
Éste es el momento crítico para los que muestran curiosidades, cuando el platillo empieza a circular entre los espectadores. Por regla general, el público de estos espectáculos se divide en dos clases: los que se van, para no soltar dinero, y los que se quedan con la intención de divertirse gratuitamente; estos últimos son más numerosos. Existe otra tercera categoría: la de los que pagan; pero es tan reducida, que vale más no hablar de ella. Esto se evidenció cuando Thornpipe echó su guante con una sonrisa que procuraba ser amable y que resultaba feroz. ¿Cómo calificar si no aquel rostro de perro, con ojos brillantes y boca más pronta a morder a las gentes que a besarlas?
Se supone que entre aquel público apenas se encontraban dos coppers que recoger. Los espectadores que deseaban ver sin pagar, volvían la cabeza. Cinco o seis solamente echaron algunas monedillas, lo que produjo una colecta de poco más de un chelín. Acogiola Thornpipe con despectiva sonrisa. Preciso era contentarse, y esperar la representación de la tarde, que tal vez produciría más ganancias, y ejecutar el programa antes que devolver el dinero.
Y entonces, a la admiración muda, sucedió la admiración que se demostraba con gritos, palmadas, ¡oh!… ¡oh!… que debían de oírse desde el puerto.
Thornpipe acaba de dar un golpe con la varilla en la caja; el golpe ha provocado un gemido del que nadie ha hecho caso. De repente la escena se anima de un modo milagroso, puede decirse.
Los muñecos, movidos por un mecanismo interior, parecen estar dotados de vida real. Su Majestad la Reina Victoria no ha dejado el trono, cosa contraria a la etiqueta, no se ha levantado, pero mueve la cabeza, se agita su corona, y baja el cetro a manera de una batuta que mide un compás. En cuanto a los miembros de la familia real, se vuelven, saludan, mientras duques, marqueses, barones desfilan con grandes demostraciones de respeto. Por su parte, el primer ministro se inclina ante mister Gladstone, que contesta a su vez. Cerca de ellos O’Connell avanza gravemente por su ranura invisible seguido del duque de Cambridge. Los otros personajes muévense también, y los caballos de la guardia, como si no estuvieran en un salón y en la corte del castillo de Osborne, piafan sacudiendo la cola.
Y todo esto se efectúa amenizado por una musiquilla chillona, merced a un organillo falto de notas. ¡Pero cómo Paddy, tan sensible al arte musical que Enrique VIII ha puesto un arpa en las armas de la verde Erin, no había de quedar encantado, aunque prefiriese al God save the Queen, y al Rule Britannia, himnos melancólicos que son los dignos cantos nacionales del triste Reino Unido, o algún cántico de su querida Irlanda!
Para quien jamás había visto el aparato de los grandes teatros de Europa, aquel espectáculo era hermoso y digno de provocar la más grande admiración. A la vista de aquellos muñecos movibles, el entusiasmo llegó al delirio.
Y he aquí que de pronto la Reina baja tan vivamente su cetro que toca la redonda espalda del primer ministro. Entonces los hurras del público aumentan.
—¡Están vivos! —dice uno de los espectadores.
—Sólo les falta hablar —responde otro.
—Quisiera saber qué es lo que les hace moverse —dice el panadero.
—Es el diablo —exclamó un marinero.
—Sí, ¡el diablo! —murmuran algunas mujeres santiguándose y volviendo la cabeza hacia el cura que contemplaba el espectáculo con aire pensativo.
—¿Cómo queréis que el diablo pueda estar en el interior de esa caja? —hace observar un joven tendero, célebre por su simplicidad—. El diablo es muy alto.
—Si no está dentro está fuera —dice una vieja—. Él es el que nos muestra el espectáculo.
—No —respondió gravemente el droguero—; sabéis bien que el diablo no habla irlandés.
Es ésta una de las verdades que Paddy considera como incontestables, y quedó sentado que Thornpipe no podía ser el diablo, puesto que hablaba en la lengua del país.
Decididamente, si el sortilegio no entraba para nada en aquello, preciso era admitir que un mecanismo interior ponía en movimiento aquellos muñecos. Sin embargo, nadie había visto a Thornpipe tocar el resorte, y además, particularidad que no se había escapado al cura, desde que la circulación de los personajes comenzaba a disminuir, un latigazo dado bajo la caja que ocultaba la alfombra bastaba para reanimar el juego.
¿A quién se dirigía aquel latigazo, siempre seguido de un gemido? Quiso el cura saberlo y preguntó a Thornpipe:
—¿Tiene un perro en la caja?
El otro le miró frunciendo el entrecejo y pareció que la pregunta le molestaba.
—¡Hay lo que hay! —respondió—. Es mi secreto. No tengo obligación de descubrirlo.
—No tenéis esa obligación —respondió el cura—, pero nosotros tenemos el derecho de suponer que es un perro el que pone en acción el mecanismo.
—Sí, ¡un perro! —respondió Thornpipe malhumorado—; un perro en una caja giratoria. Mucho tiempo y mucha paciencia me ha costado adiestrarlo. ¿Y qué he recibido en pago de mi trabajo? ¡Ni la mitad de lo que se da al cura de la parroquia por una misa!
En el instante en que Thornpipe acababa esta frase, el mecanismo se detuvo, con gran descontento del público, cuya curiosidad no estaba aún satisfecha. Y como Thornpipe se dispusiera a echar la tapa de la caja, anunciando que la representación estaba terminada, preguntole el farmacéutico.
—¿No consentiría en dar una segunda?
—No —respondió bruscamente Thornpipe, que se veía asediado por miradas de sospecha.
—¿Ni aunque se le asegurase una ganancia de dos chelines?
—¡Ni por dos, ni por tres! —exclamó Thornpipe.
Sólo deseaba partir; pero el público no parecía dispuesto a permitírselo. Sin embargo, a una señal de su amo, el perro tiraba ya de la carreta cuando una larga queja, entrecortada por sollozos, escapose de la caja. Furioso, Thornpipe gritó como antes:
—¡Callarás, hijo de perro!
—¡No es un perro lo que hay ahí! —dijo el cura deteniendo la carreta.
—¡Sí! —respondió Thornpipe.
—¡No; es un niño!
—¡Un niño! ¡Un niño! —repitieron los espectadores.
En los sentimientos de éstos acababa de operarse un cambio.
A la curiosidad sustituía la compasión que se manifestaba en actitud poco agradable para Thornpipe. ¡Un niño encerrado en el fondo de aquel cajón, donde apenas podría respirar, y golpeado con un látigo cuando se detenía por falta de fuerzas para mover la caja!
—¡El niño!… ¡El niño!… —gritaron enérgicamente.
Thornpipe quiso resistir y empujar la carreta por detrás.
Fue en vano. El panadero la cogió de un lado, el droguero por otro y la sacudieron. Jamás la corte real se encontró en fiesta parecida; los príncipes tropezando con las princesas; los duques con los marqueses; el primer ministro cayendo y arrastrando en su caída al ministerio; semejante caos jamás se produciría en el palacio de Osborne, aunque la isla de Wight fuera agitada por un temblor de tierra.
Sujeto Thornpipe, aunque se defendía furiosamente, inspeccionose la carreta y el droguero sacó a un niño de la caja.
¡Sí! Un niño de unos tres años, pálido, delgaducho, con las piernas cruzadas por los latigazos, respirando apenas.
Nadie en Westport conocía a ese niño. De esta suerte entró en escena Hormiguita, el héroe de esta historia. ¿Cómo cayó en manos de aquel bestia, que no era su padre? Había sido recogido nueve meses antes por Thornpipe en la calle de una aldea de Donegal, y ya se ha visto a lo que el verdugo le dedicó.
Una mujer acababa de tomarle en brazos y procuraba reanimarle. Se formó un corro en torno. Tenía una cara interesante, hasta inteligente aquella pobre ardilla, reducida a hacer moverse la caja para ganarse la vida. ¡Ganarse la vida… a esa edad!
Al fin abrió los ojos, y se echó atrás al ver a Thornpipe que avanzaba para cogerle gritando:
—¡Dádmelo!
—¿Es usted su padre, pues? —preguntó el cura.
—Sí —respondió Thornpipe.
—No, no es mi papá —gritó el niño pegándose a los brazos de la mujer.
—¡No es suyo! —exclamó el droguero.
—¡Es un niño robado! —añadió el panadero.
—¡Y no se lo devolveremos! —dijo el cura.
Thornpipe quiso resistir. Con la faz congestionada, los ojos inflamados de cólera, parecía fuera de sí y dispuesto a esgrimir su cuchillo cuando dos hombres vigorosos se lanzaron a él y le sujetaron.
—¡Echadle! ¡Echadle! —repetían las mujeres.
—¡Vete de aquí! —dijo el droguero.
—¡Y no vuelvas por el condado! —exclamó el cura con un gesto amenazador.
Thornpipe dio un fuerte latigazo al perro, y la carreta echó a andar subiendo la calle principal de Westport.
—¡Miserable! —dijo el farmacéutico—. No pasan tres meses antes de que haya danzado el minuet de Kilmainham.
Bailar este minuet es, siguiendo la locución del país, ser ahorcado. Después, cuando se preguntó al niño cómo se llamaba, respondió con voz bastante firme:
—Hormiguita.
Y de hecho, no tenía otro nombre.