EVICCIÓN
TAL era la situación de la familia MacCarthy al principio del año 1882, Hormiguita acababa de cumplir sus diez años. Vida corta, sin duda, si no se gradúa más que por los años, pero ya larga por las pruebas sufridas. No contaba aún más que tres años de dicha; los que siguieron a su llegada a la granja.
La miseria que otras veces había conocido caía ahora sobre los seres más queridos por él en el mundo; sobre aquella familia que había llegado a ser la suya. La desgracia iba a romper brutalmente los lazos que unía al hermano, a la madre, a los hijos. Se verían obligados a separarse, a dispersarse, tal vez a abandonar Irlanda, puesto que no podían vivir en la isla natal. Durante estos últimos años, se ha procedido a la evicción de tres millones y medio de labradores, y lo que a tantos llegaba, ¿no les alcanzaría a ellos?
¡Dios tenga compasión de este país! El hambre le asedia como una epidemia, como una guerra. Se recuerda siempre el invierno 1740, en el que tantos sucumbieron al hambre, y el de aquel año 1847, más terrible aún, «el año negro», como le llamaron los habitantes de quinientas millas a la redonda.
Cuando las cosechas faltan, las ciudades enteras se despueblan. Se puede entrar en las granjas, pues la puerta queda abierta. No hay nadie. Los labradores han sido arrojados de ellas sin piedad. La industria agrícola está herida en el corazón. Si esto proviene de que el trigo, el centeno o la avena no han dado frutos, posible será esperar un año mejor; pero cuando un invierno riguroso y prolongado ha matado la patata, los habitantes del campo tienen que huir a la ciudad, refugiándose en los Workhouses, a menos que prefieran emigrar del país. Aquel año muchos se habían ya resuelto a esto: a continuación de tales desastres, en ciertos condados la población ha sido reducida en una proporción considerable. Parece que en otro tiempo Irlanda ha contado doce millones de habitantes, y ahora hay, sólo en los Estados Unidos de América, seis o siete millones de colonos de origen irlandés. ¡Emigrar! ¿No era ésta la suerte a que se vería condenada la familia de Martin MacCarthy? Sí. Y muy pronto. Ni las recriminaciones de la liga agraria, ni los mítines en que Murdock tomaba parte, parecían modificar aquel estado de cosas. Los recursos del poor-board serían insuficientes para socorrer tantas víctimas. La caja, alimentada por la asociación de los home-rules, no tardaría en quedar vacía. En cuanto a un levantamiento contra los propietarios del suelo, el lord lugarteniente estaba decidido a impedirlo por la fuerza. Se veían muchos agentes esparcidos por los condados sospechosos, es decir, por los más miserables.
Hubiera sido, pues, prudente, que Murdock tomase serias precauciones, pero él se negaba a hacerlo. Abrasado de rabia, loco de desesperación, no era dueño de sí y amenazaba, empujando a los campesinos a la rebelión. Su padre y su hermano, arrastrados por su ejemplo, se comprometían con él. Nada era capaz de contenerlos. Hormiguita, temiendo ver aparecer la policía, pasaba los días vigilando los alrededores de la granja.
Entretanto, se vivía de los últimos recursos. Con objeto de procurarse algo de dinero, se habían vendido algunos muebles. ¡Y el invierno debía durar aún varios meses! ¿Cómo subsistir hasta la buena estación, y qué esperar de un año que parecía estar comprometido irremisiblemente?
A estas inquietudes por el presente y por el porvenir, uníanse las que causaba el estado de la abuela. La pobre anciana se debilitaba de día en día, y no tardaría en morir. Al presente no abandonaba jamás su cuarto ni su lecho. Hormiguita era el que más la acompañaba. Ella quería que fuese allí, llevando en sus brazos a Jenny, que contaba dos años y medio y que le sonreía. Algunas veces la abuela cogía a la niña, respondiendo su sonrisa. ¡Y qué desoladora idea le venía a la mente, pensando en el porvenir de su nieta! Entonces decía a Hormiguita:
—La quieres mucho, ¿verdad?
—Sí, abuela.
—¿No la abandonarás nunca?
—Nunca… Nunca…
—¡Quiera Dios que sea más dichosa que nosotros! ¡Es tu ahijada, no lo olvides! Tú serás mozo cuando ella todavía será una niña. Un padrino es como un padre. ¡Si sus padres le faltaran!…
—No, abuela —respondía Hormiguita—. No tenga esos temores. La desdicha no durará siempre. Pasados algunos meses será otra cosa. Recobrará la salud y la volveremos a su butaca, mientras Jenny juega a su lado.
Y mientras Hormiguita hablaba de este modo, sentía el corazón oprimido, las lágrimas asomando a sus ojos, pues sabía que la abuela estaba enferma, muy enferma. Sin embargo, tenía fuerza para contenerse, ante ella al menos. Si lloraba, era fuera, cuando nadie podía verle. Además, tenía siempre miedo de hallarse en presencia de Harbert, llegando con los agentes para arrojar a la familia de su único abrigo.
La anciana empeoró en la primera semana de enero. Acometiéronle síncopes, y uno de ellos fue tan prolongado, que se creyó que su fin había llegado.
El día 6 fue un médico; un doctor de Tralée, uno de esos prácticos caritativos, que no rehúsan prestar sus servicios a los pobres, aunque esto no les proporcione utilidad alguna.
Entonces hacía un viaje a caballo por aquellas desoladas campiñas. Al pasar por allí, Hormiguita, que le conocía por haberle encontrado en la capital del condado, le hizo entrar en la granja. Y el médico aseguró que las privaciones, la edad y el disgusto que aniquilaba a la moribunda, traerían una catástrofe inminente.
No era posible ocultar a la familia la situación de la anciana. La abuela no viviría ni algunos meses, ni algunas semanas: le quedaban algunos días solamente. Poseía su juicio cabal y lo conservaría hasta el fin; y era tan dura al mal, tan resistente, que la lucha con la muerte sería acompañada, sin duda, de una cruel agonía. En fin, llegaría el aniquilamiento, la respiración se detendría y el corazón cesaría de latir.
Antes de abandonar la granja, el médico recetó una poción que podía endulzar los últimos instantes de la abuela. Después se marchó, dejando la desesperación en aquella casa donde la caridad le había llevado.
Ir a Tralée, hacer preparar la medicina, traerla a la granja, era cosa de unas veinticuatro horas. ¿Pero cómo pagar su importe? Pagados los impuestos, la familia no vivía más que de algunas legumbres de la granja, sin comprar nada. En los cajones no quedaba un chelín, ni tampoco nada que vender… Era la miseria en sus límites extremos.
Hormiguita recordó entonces. Quedaba la guinea que Miss Anna Waston le había dado en el teatro de Limerick. Pura broma de la actriz, pero él, que había tomado en serio su papel de Sib, miraba este dinero como bien ganado. Así es que había guardado cuidadosamente aquella guinea en la olla de los guijarros que por entonces no podía esperar que fuesen transformados en peniques o en chelines.
Nadie sabía en la granja que Hormiguita poseyese aquella moneda de oro, y pensó emplearla en comprar la medicina recetada a la abuela. Esto contribuiría a endulzar sus sufrimientos, tal vez a prolongar su vida… ¿y quién sabe?… a una mejoría en su estado. Hormiguita quería siempre esperar, aunque toda esperanza fuera ilusoria. Decidido a ejecutar su proyecto, se abstuvo de decir nada de él. Tenía el derecho incontestable de emplear ese dinero como quisiera. No había tiempo que perder. A fin de no ser visto, contaba partir de noche. Doce millas de ida y doce de vuelta… No dejaba de ser un largo trayecto para un niño, pero no pensó en ello. En cuanto a su ausencia, que duraría un día por lo menos, nadie la notaría, pues tenía la costumbre de estar fuera todo el tiempo que no consagraba a la abuela, vigilando los alrededores, observando el camino en una o dos millas, espiando la llegada del agente para expulsar a la familia, o la del constable y los suyos para llevarse preso a Murdock.
Al día siguiente, 7 de enero, a las dos de la madrugada, Hormiguita abandonó la casa, no sin haber besado a la anciana que dormía y a la que no despertó el beso. Saliendo después de la sala, atravesó la puerta sin ruido, y acarició a Birk, que venía a su encuentro y parecía decirle:
—¿No me llevas?
¡No! Quería dejarle en la granja. Durante su ausencia, el fiel can podría prevenir de toda aproximación sospechosa. Atravesado el patio abierta la valla, el niño se encontró solo en el camino de Tralée. La oscuridad era profunda todavía. En los primeros días de enero, tres semanas antes del solsticio, en aquella latitud comprendida entre los paralelos cincuenta y dos y cincuenta y tres, el sol se eleva muy tarde en el horizonte del suroeste. A las siete de la mañana apenas si las montañas se colorean con la naciente luz del alba. Hormiguita tenía, pues, que hacer la mitad del trayecto en plena noche. Esto no le atemorizó.
El tiempo era muy frío, aunque el termómetro no marcase más que doce grados bajo cero. Millares de astros estrellaban el firmamento. El camino, todo blanco, seguía hasta perderse de vista, aclarado por el reflejo de la nieve. Los pasos resonaban con un ruido seco.
Habiendo Hormiguita partido a las dos de la mañana, esperaba regresar antes de la noche. Según sus cálculos, estaría en Tralée a las ocho. Hacer trece millas en seis horas no era cosa para inquietar a un mozo acostumbrado a la fatiga y que poseía buenas piernas. En Tralée descansaría un par de horas comiendo un pedazo de pan y queso, y bebiendo un vaso de cerveza en alguna taberna por dos o tres peniques. Después, con la medicina, se pondría en camino a eso de las diez, para estar de vuelta por la tarde.
Este programa bien combinado sería seguido rigurosamente, si no sobrevenía algún accidente imprevisto. El camino era fácil y el tiempo a propósito para andar de prisa. Y era una fortuna que el frío hubiera traído el apaciguamiento de los trastornos atmosféricos.
En efecto, con los huracanes del oeste no hubiera podido ir contra el viento. Las circunstancias, pues, le favorecían, por lo que dio gracias a la providencia.
Es cierto que podía temer algún mal encuentro, entre otros una manada de lobos. Aunque el invierno no había sido riguroso en extremo, estos animales llenaban con sus lúgubres aullidos los bosques y las llanuras del condado. Hormiguita lo sabía; así es que su corazón palpitó fuertemente cuando se encontró solo, en campo raso, en aquel interminable camino.
A buen paso, y sin descansar, nuestro joven hizo en dos horas las seis primeras millas de su camino. Eran las cuatro de la mañana. Hacia el oeste, la profunda oscuridad se aclaraba ya con ligeras coloraciones y las estrellas comenzaban a palidecer. Pero aún faltaban tres horas para que el sol iluminase el horizonte.
Hormiguita sintió necesidad de hacer un alto de unos diez minutos. Sentose sobre la raíz de un árbol, y sacando de su bolsillo una patata asada en el rescoldo, la comió con avidez. Esto le permitiría esperar la hora de su llegada a Tralée; a las cuatro y cuarto siguió su camino.
Inútil es decir que el niño no temía perderse. Conocía el camino que va desde Kerwan a la capital del condado por haberlo recorrido a menudo en el coche cuando Martin MacCarthy le llevaba al mercado. Aquél era el buen tiempo; el tiempo en que era feliz, ¡tan lejano ahora!…
El camino continuaba estando desierto. Ni un viandante, ni una carreta con dirección a Tralée, en la que no se le hubiera negado un sitio, y con lo que se ahorraría fatiga. No debía, pues, contar más que con sus pequeñas piernas… pequeñas… sí, pero sólidas.
En fin, anduvo otras cuatro millas, tal vez más despacio que las seis primeras, y no quedaban más que dos.
Eran las siete y media. Las últimas estrellas acababan de apagarse en el horizonte, hacia el oeste. El alba melancólica de aquellas altas latitudes aclaraba vagamente el espacio, hasta que el sol hubiera disuelto las brumas de las zonas bajas…
En este momento un grupo de hombres apareció en lo alto del camino procedente de Tralée. La primera idea del niño fue ocultarse, e instintivamente, sin reflexionar que no le convenía, corrió a esconderse tras un zarzal para observar a los que venían.
Eran éstos unos doce agentes de policía acompañados de un constable. Desde que el país era vigilado, no era raro encontrar estas brigadas organizadas por orden del lord lugarteniente.
Hormiguita no tenía motivo para sorprenderse del encuentro. Pero dejó escapar un grito cuando en medio del grupo reconoció a Harbert, seguido de dos o tres de esos agentes que se emplean para las expulsiones.
¡Qué presentimiento le oprimió el corazón! ¿Se dirigía Harbert a la granja? ¿Esta brigada de agentes iba a arrestar a Murdock?
Hormiguita no quiso quedar con esta idea. Cuando el grupo desapareció, saltó al camino, corrió tanto como le fue posible y hacia las ocho media estaba junto a las primeras casas de Tralée.
Su primer cuidado fue ir a casa de un farmacéutico, donde esperó que le despacharan la medicina. Después, para pagar, presentó la moneda de oro, toda su fortuna. Cambiole el boticario la guinea, y como la medicina era muy cara, no le devolvió más que unos quince chelines.
No era ocasión de regatear, ¿verdad? Pero si el niño no pensó en este supuesto porque se trataba de la abuela, prometiose economizar en su almuerzo. En lugar del queso y la cerveza, contentose con un gran pedazo de pan que devoró con ansia. A las diez había abandonado Tralée y vuelta a tomar el camino de Kerwan.
En otras circunstancias, y a aquella hora, el campo hubiera presentado alguna animación. En los caminos se hubieran visto carretas o jaunting-cars transportando gentes o mercaderes a los diversos pueblos del condado. Se hubiera sentido palpitar la vida comercial o agrícola. Pero después de los desastres del año, el hambre y la miseria habían despoblado la provincia. ¡Cuántos campesinos se habían decidido a abandonar el país donde no podían vivir! Hasta en los tiempos normales, ¿no se calcula en mil por año los irlandeses que van al Nuevo Mando, a Australia o Asia meridional, en busca de un rincón donde puedan tener la esperanza de no morir de hambre? ¿Y no existen compañías de emigración que por dos libras esterlinas transportan a los emigrantes hasta las comarcas del sur de América?
Aquel año las comarcas de Irlanda occidental habían sido abandonadas en una proporción más considerable, y parecía que aquellos caminos, tan animados en otras ocasiones, no eran más que un desierto, o lo que es más triste aún, un país abandonado.
Hormiguita seguía caminando con rapidez. No quería notar su fatiga y desplegaba una extraordinaria energía. Claro es que le había sido imposible alcanzar a la brigada que lo adelantaba en dos o tres horas. Las huellas dejadas sobre la nieve indicaban que el constable y sus hombres, Harbert y los suyos, seguían el camino de la granja. Razón de más para que nuestro héroe se apresurase, aunque sus piernas se resintiesen en tan larga jornada. No hizo el descanso que se tomó al ir. Caminaba, caminaba sin detenerse. A eso de las dos de la tarde, no le faltaban más que dos millas para llegar a Kerwan. Una media hora después se encontraba junto a los edificios en medio de la vasta llanura, donde todo se confundía en una blancura inmensa.
Lo primero que sorprendió a Hormiguita, fue no distinguir ningún humo en el aire, y sin embargo, en el hogar de la sala no debía faltar combustible. Además, un inexplicable sentimiento de soledad y de abandono parecía salir de aquel lugar.
El niño apresuró el paso, hizo un último esfuerzo y corrió; cayendo y levantándose, llegó ante la valla que cerraba el patio…
¡Qué espectáculo! La valla estaba rota. De los edificios de los establos, no restaban más que cuatro paredes sin tejado. La paja había sido arrancada. No había ni una puerta, ni un marco en las ventanas, ¿se había querido dejar la casa inhabitable, a fin de impedir que la familia pudiera conservar allí un abrigo? ¿Era una ruina voluntaria hecha por la mano del hombre?
Hormiguita se quedó inmóvil. Lo que sentía era espantoso.
No osaba franquear la valla del patio. No se atrevía a aproximarse a la casa. Decidiose, sin embargo. Preciso era saber si el labrador o alguno de sus hijos estaban allí aún.
Avanzó hasta la puerta… llamó… Nadie le respondió.
Sentose entonces en el umbral y rompió a llorar.
He aquí lo que había ocurrido durante su ausencia.
No son raras en los condados de Irlanda esas abominables escenas de evicción que traen como consecuencia, no solamente el abandono de las granjas, sino de pueblos enteros. Pero esas pobres gentes arrojadas del lugar donde han nacido y vivido, donde esperarían morir, ¿no querrían tal vez volver, forzar la puerta y buscar un refugio que no encontrarían en otra parte?
Pues bien: el medio de impedirlo es muy sencillo. Es preciso dejar la casa inhabitable, y así se hace por medio un battering-ram. Es éste una viga que se balancea a la punta de un árbol entre tres montantes. Este ariete lo derriba todo. La casa queda desprovista de su tejado; la chimenea se echa abajo, se destruye el hogar, se rompen las puertas y ventanas. No quedan más que las paredes. Y desde el momento en que esta ruina está a merced de los huracanes, inundada por la lluvia y por la nieve, el landlord o sus agentes pueden estar seguros: la familia no volverá a albergarse allí.
Después de tales actos, que llegan a la ferocidad, ¿cómo asombrarse del odio que llena el corazón del campesino irlandés?
En Kerwan, la evicción había sido acompañada de escenas aún más espantosas. En efecto, la venganza había tenido su parte en esta obra de inhumanidad. Queriendo Harbert hacer pagar a Murdock su violencia, no se había contentado con ir con sus agentes por cuenta del midleman; había denunciado al labrador, y los constables tenían orden de arrestarle.
Primero Martin, su mujer y sus hijos fueron arrojados fuera mientras los agentes de Harbert destrozaban el interior de la casa. No se había respetado ni a la abuela. Arrancada de su lecho, llevada en medio del patio, ella había podido levantarse una vez aún para maldecir de sus asesinos y de los de Irlanda, y había caído muerta. En ese momento, Murdock, que hubiera tenido tiempo para huir, se había arrojado sobre aquellos miserables. Loco de cólera, blandía un hacha.
Su padre y su hermano habían querido, como él, defender a su familia; los agentes y constables eran numerosos, y a la fuerza se cumplió la ley si se puede cubrir con este nombre semejante atentado contra todo lo justo y humano.
La rebelión contra los agentes de la policía era un hecho, y no solamente Murdock, sino también Martin y Sim fueron arrestados. Así, aunque desde 1870 ninguna evicción podía efectuarse sin una indemnización para los labradores expulsados, habían perdido el beneficio de esta ley.
En la granja no se podía dar a la abuela cristiana sepultura.
Era preciso llevarla al cementerio. Sus dos nietos la llevaron seguidos de Martin, de Martina y de Kitty, que llevaba a su hija en brazos, y en medio de los constables y agentes.
El cortejo fúnebre tomó el camino de Limerick.
¡Imaginad cosa más triste, más lamentable que este cortejo de toda una familia prisionera, acompañando el cadáver de una pobre anciana!
Hormiguita, que había conseguido dominar su espanto, recorría las habitaciones devastadas donde estaban los restos de los muebles, llamando siempre… y nadie… nadie…
¡He aquí en qué estado se encontraba aquella casa, donde habían transcurrido los únicos años dichosos de su vida, aquella casa a la que se sentía unido por tantos lazos, que una suprema catástrofe acababa de derribar!
Pensó entonces en su tesoro; en los guijarros que marcaban el número de los días transcurridos desde su llegada a Kerwan… Buscó la olla… La encontró intacta en un rincón.
¡Ah, aquellos guijarros! Hormiguita sentado en el marco de la puerta, quiso contarlos… Había mil quinientos cuarenta.
Esto representaba los cuatro años y ochenta días, desde el 20 de octubre de 1877 al 7 de enero de 1882, pasados en la granja.
Y al presente era preciso abandonarla, era preciso tratar de reunirse con la familia que había sido la suya.
Pero antes de partir, Hormiguita formó un paquete con su ropa, que encontró en un cajón medio roto. Después, en medio del patio, hizo un agujero al pie del abeto plantado el día del nacimiento de su ahijada, y enterró la olla que contenía los guijarros.
Tras dar un último adiós a la casa en ruinas, se lanzó al camino, negro ya por las sombras del crepúsculo.