MAL AÑO
LA herida de Hormiguita no era grave, aunque su sangre hubiese corrido en abundancia. Pero de llegar un momento más tarde, Murdock hubiera encontrado un cadáver y Kitty no habría vuelto a ver a su niña.
Decir que Hormiguita fue rodeado de cuidados y atenciones en los que necesitó para su restablecimiento sería superfluo. El pobre huérfano comprendió más que nunca que tenía una familia. ¡Con qué efusión abría su pecho a aquellas ternezas, pensando en tantos días dichosos pasados en la granja de Kerwan! Para saber el número de estos días, le bastaba contar los guijarros que Martin le entregaba todas las noches. ¡El qué le dio después de lo del lobo, qué alegría le produjo al meterlo en su olla!
Acabó el año. Los rigores del invierno se acentuaron. Preciso fue tomar ciertas precauciones. Terribles manadas de lobos habían sido vistos en los contornos de la granja, y las paredes no hubieran podido resistir los dientes de estos carnívoros. Martin y su hijo dispararon varias veces sus fusiles contra estas peligrosas fieras. Lo mismo ocurrió en todo el contorno, en cuyas planicies durante aquellas interminables noches resonaron lúgubres aullidos.
¡Sí! Fue aquél uno de esos lamentables inviernos en que parecen soplar sobre Europa septentrional todas las penetrantes corrientes de aire de las comarcas del Polo. Predominaban los vientos del norte, y sabido es que fríos les acompañan. Por desgracia, era de temer que este período continuase, como se prolonga el período álgido en los enfermos devorados por la fiebre. Y la tierra es como la enfermedad que se petrifica bajo la acción de la escarcha, que se agrieta como los labios de un moribundo, pudiéndo creer que sus facultades productivas van a extinguirse para siempre, o sucede como en esos astros muertos que gravitan en el espacio.
La inquietud del labrador y de su familia fue, pues, muy justificada por los rigores anormales de aquella estación. Sin embargo, gracias al producto de la venta de los carneros, Martin pudo hacer frente al pago de los impuestos y del arriendo; y cuando el agente del midleman se presentó en navidad, recibió el precio íntegro, cosa que pareció sorprenderle, pues, menos afortunado en la mayor parte de las granjas, había tenido que proceder por la vía judicial a la cobranza de los colonos. ¿Pero cómo Martin haría frente a las exigencias del año siguiente, si la excesiva duración del invierno impedía las próximas siembras?
Además, sobrevinieron otras desdichas. Como consecuencia de la baja temperatura, que llegó a treinta grados bajo cero, cuatro de los caballos y cinco vacas murieron de frío en la cuadra y en el establo. Había sido imposible cerrar estos cuerpos de edificio ya en mal estado y que cedieron en parte a lo impetuoso de las borrascas. El corral, a pesar de lo que se podía imaginar, experimentó sensibles pérdidas de día en día; la columna del déficit se hacía mayor en la cartera de Hormiguita, y además, existía el temor de que la casa habitación no pudiese resistir a tantas causas destructivas, lo que reduciría a la familia a la más crítica situación. Martin y Sim trabajaban sin cesar en la recomposición; pero aquellos muros no muy fuertes, aquellas pajas que el viento destrozaba, ¿no serían asolados por el turbión de huracanes?
Hubo días en que nadie pudo salir. El camino estaba impracticable, y la nieve pasaba de la altura de un hombre. En el patio, el abeto, plantado el día en que Jenny nació, no dejaba ver más que su copa blanca. Para llegar a los establos fue preciso abrir un camino que había que despejar dos veces al día. El transporte del forraje se hacía a costa de excesivas dificultades.
Lo que parecía más inverosímil es que el frío no perdía nada de su tenacidad, aunque la nieve no cesaba de caer en abundancia.
Es verdad que no caía en pequeños copos, sino que era en verdad chaparrón de hielo, protegido por los remolinos de la borrasca. De aquí una completa poda de los arbustos y de los árboles de hojas perennes.
En las riberas del Cashen se formaron montones de hielo, que alcanzaron proporciones enormes, y podía preguntarse si las avenidas no producirían nuevos siniestros cuando aquella masa se fundiese con los primeros calores de la primavera. En ese caso ¿cómo podrían Martin y sus hijos preservar los edificios si el río se desbordaba hasta la granja?
Fuese lo que fuese, ellos tenían al presente otros cuidados; precauciones para el sostenimiento del ganado. En efecto, el huracán arrancó los techos de los establos, y hubo que repararlos con urgencia. El resto los carneros, vacas y caballos quedó sin abrigo, expuestos a los rigores del tiempo durante varios días, y algunos de aquellos animales perecieron de frío. Se tuvo que trabajar para rehacer los tejados, bien o mal, y en lo fuerte de la tormenta. Preciso era sacrificar la parte anterior de los establos, del lado del camino, y despojarlos de sus techos a fin de cubrir otra porción.
No fue más afortunada la casa que la familia MacCarthy habitaba.
Una noche se hundió el piso alto, y Sim, que lo ocupaba, tuvo que abandonar el granero para instalarse en la sala del piso bajo. Y entonces el cielo raso amenazaba hundirse a su vez, y fue preciso colocar tablones a fin de sostenerlo. Hasta tal punto que el peso de la nieve fatigaba las vigas.
El invierno avanzaba sin perder nada de su rigor. Febrero fue tan duro como enero. La temperatura media se mantuvo a veinte grados bajo cero. En la granja estaban como náufragos abandonados en el Polo, que pueden prever el fin del invierno. Y además, las nieves amontonadas amenazaban provocar catástrofes más terribles por el desbordamiento del Cashen.
Repitamos que desde el punto de vista del sustento no había motivo para inquietarse; carne y legumbres no parecía que fueran a faltar; ademas, los animales, abatidos por el frío, vacas y carneros fáciles de conservar en hielo, constituían una abundante reserva; y si el corral estaba diezmado, los cerdos soportaban sin gran sufrimiento aquella temperara, y únicamente con ellos la alimentación estaba asegurada por un largo período. En cuanto al fuego, bastaba con ir a buscar todos los días bajo la nieve las ramas arrancadas por el huracán a fin de economizar el césped que comenzaba a faltar.
Por otra parte, robustos y sanos, el padre y los hijos estaban hechos a aquellos climas rudos. Nuestro héroe también mostraba un extraordinario vigor. Hasta ahora, las mujeres, Martina y Kitty, tomando parte en el trabajo común habían resistido. La pequeña Jenny, siempre en un cuarto herméticamente cerrado, estaba como una planta en su estufa. Sólo la abuela sentía la influencia de aquel tiempo, no obstante los cuidados de que se la rodeaba. Los sufrimientos físicos se unían a los morales al ver tan comprometido el porvenir de los suyos. Era más de lo que ella podía soportar. Había, pues, allí, un grave motivo de inquietud para toda la familia.
En abril, la temperatura normal tomó poco a poco su curso, subiendo por encima de cero. Sin embargo, hasta mayo no brilló el sol con fuerza. Ya era tarde, muy tarde para la siembra. ¿Tal vez resultarían los forrajes? En cuanto a los granos, ciertamente no llegarían a madurar. Por lo tanto, no valía la pena arriesgar inútilmente las semillas, y valía más esforzarse en el cultivo de las legumbres, cuya recolección podría efectuarse a fin de octubre, y más especialmente en el de la patata, que salvaría los campos de los horrores del hambre.
Pero después del deshielo de las nieves, ¿en qué estado se encontraría el suelo? Helado, sin duda, a cinco o seis pies de profundidad. Sería una tierra fría, dura como el granito y difícil de arar.
En los últimos días de mayo se comenzaron las labores. Parecía que el sol estaba desprovisto de calor; tan lentamente se efectuaba el deshielo de las nieves que aquéllas se retrasaron hasta junio en la parte montañosa del condado.
La determinación de limitarse al cultivo de las patatas, renunciando de los granos, fue general entre los labradores. Lo que iba a hacerse en granja de Kerwan se haría también en las otras granjas pertenecientes al dominio de Rockingham. Esta medida se extendió no solamente al condado de Kerry, sino a los del oeste de Irlanda, tanto al de Munster como al de Connaught y al de Ulster. Únicamente en la provincia de Leinst donde el suelo se desembarazaba más pronto de los hielos, pudo ser tentada la siembra con alguna esperanza de resultado.
De aquí que los labradores, tan penosamente probados, tuvieron que resignarse a prodigiosos esfuerzos para preparar los campos en condiciones favorables a la producción de las legumbres. En la granja de Kerwan, Martin y sus hijos se dedicaron a esta tarea, más ruda aún por la falta de animales. Un solo caballo y el asno, aparejados, era de todo lo que podían disponer para el arado y demás instrumentos. En fin, a fuerza de trabajar doce horas al día, consiguieron plantar unos treinta acres de patatas, temiendo que este trabajo fuese comprometido por la precocidad próximo invierno.
Entonces apareció otro desastre común a todas las comarcas montañosas de Irlanda. A fines de junio el sol adquirió un ardor excesivo, y el deshielo de las nieves se produjo en grandes masas. Tal vez la provicia de Munster, a causa de las múltiples ramificaciones de sus cursos de agua fue más atacada que las demás. En lo que se refiere al condado de Kerwan el caso tomó las proporciones de un cataclismo. Los numerosos ríos experimentaron avenidas anormales que provocaron inmensos estragos. El país quedó inundado. Gran número de casas, arrastradas por los torrentes, dejaron sin abrigo a sus habitantes. Sorprendidas por lo repentino de las avenidas, aquellas pobres gentes esperaron socorros en vano. Casi todo el ganado pereció, y al mismo tiempo las cosechas, preparadas con tanto trabajo, se perdieron irremisiblemente. En el condado de Kerry, una parte del dominio del Rockingham desapareció bajo las aguas del Cashen. Durante quince días, en un radio de dos o tres millas, los alrededores de la granja se transformaron en una especie de lago, lago atravesado de corrientes furiosas, que arrastraban los árboles arrancados, los restos de cabañas, los techos de las casas vecinas, todas las ruinas de una vasta demolición, y también los cadáveres de los animales, de los que los infelices campesinos perdieron muchos centenares.
La crecida se extendió hasta los establos de la granja, destruyéndolos casi en su totalidad. A pesar de los esfuerzos más enérgicos, fue imposible salvar el resto de los animales, a excepción de algunos cerdos.
Si la casa no fue destruida, poco faltó, pues la crecida no paró hasta el nivel del piso bajo, que durante una noche se vio amenazado por las aguas tumultuosas.
El último, el más terrible golpe para el país, consistió en que la cosecha de la patata se perdió en medio de aquellos campos inundados.
Jamás la familia MacCarthy vio aparecer a sus puertas un cortejo tan terrible de miserias. Jamás se había presentado el porvenir bajo un aspecto tan lúgubre al labrador irlandés. Hacer frente a la situación era imposible. La existencia de aquellos desdichados iba a verse comprometida. ¿Qué iba a hacer Martín con el Estado, con los propietarios del suelo?
En efecto, estas cargas del arrendatario son pesadas. La mayor parte de sus beneficios pasa a manos del recaudador de impuestos y del agente del landlord. Si los propietarios tienen que pagar trescientas mil libras por la propiedad y seiscientas mil por impuestos, los campesinos están en peores condiciones por los impuestos que les incumben personalmente, a saber: por los caminos, la policía, la justicia, los trabajos públicos. Total que se eleva a la suma enorme de un millón de libras esterlinas, solamente en Irlanda.
Satisfacer estas exigencias del fisco, cuando la cosecha ha sido buena y el año ha dejado algunas economías, en una palabra, cuando las circunstancias han sido favorables, es ya oneroso al labrador, puesto que aún le queda por pagar el arrendamiento. Pero cuando el suelo ha sido estéril, y la rudeza del invierno y las inundaciones han acabado de arruinar un país, cuando los fantasmas de la evicción y del hambre se levantan en el horizonte, ¿qué hacer? Esto no impide que el agente se presente a su tiempo y lo poco que antes quedaba ha desaparecido. Así le sucedió a Martin MacCarthy.
¿Dónde estaban las horas de alegría y de fiesta que Hormiguita había conocido al principio de su estancia en la granja? No se trabajaba, y durante aquellos largos días, la familia desesperada, holgaba en torno de la abuela, que se desmejoraba a ojos vistas.
Además, aquella avalancha de desastres había golpeado a la mayor parte de los distritos del condado. Así, desde principios del invierno de 1881, las amenazas habían salido de todos los sitios, es decir, la violencia puesta al servicio de las ligas agrarias para impedir el arrendamiento de las tierras, y el ser puestas en cultivo, procedimiento que arruina al labrador y al propietario. No es con estos medios como Irlanda puede capar a las exacciones del régimen feudal ni traer la retrocesión del suelo a los arrendatarios en una justa medida, ni abolir las funestas prácticas del landlordismo.
Sin embargo, la agitación aumentó en las parroquias aniquiladas con tantas miserias. En primer lugar, el condado de Kerry se distinguió por medio de sus mítines y la audacia de los agentes de la autonomía, que lo recorrieron desplegando la bandera de la land-league. El año precedente mister Parnell había sido elegido por tres circunscripciones.
Aunque con disgusto de su mujer y de su madre, Murdock no dudó en lanzarse a este movimiento. Desafiando el frío y el hambre, nada pudo detenerle. Corrió de pueblo en pueblo, a fin de provocar un levantamiento general con motivo de la entrega del alquiler y para impedir el arrendamiento de las tierras después de la victoria de los labradores. Martin y Sim en vano procuraron detenerle. ¿Además, no lo aprobaban ellos mismos, puesto que sus esfuerzos nada habían alcanzado y se veían en visperas de ser arrojados de la granja de Kerwan donde tanto tiempo habían vivido?
Sin embargo, la administración había tomado sus precauciones. El lord lugarteniente se había apresurado a dar órdenes en previsión de una rebelión de los nacionalistas. Ya las escuadras de la mounted constabuilary recorrían los campos con orden de cargar la mano, y de disolver si era preciso los mítines por la fuerza, arrestando a los más ardientes de los fanáticos señalados a la policía irlandesa. Evidentemente, Murdock sería bien pronto de éstos, si no lo era ya. ¿Qué podían hacer los irlandeses contra un sistema que reposa sobre treinta mil soldados, acampados, ésta es la palabra, en Irlanda?
Es fácil suponer en qué angustia viviría la familia MacCarthy. Cuando sonaban pasos en el camino, Martina y Kitty palidecían. La abuela levantaba la cabeza, y un instante después la dejaba caer de nuevo sobre el pecho. ¿Serían agentes de policía que se dirigían a la granja para prender a Murdock, y tal vez también a su padre y a su hermano?
Más de una vez había Martina suplicado a su hijo mayor que se sustrajera a las medidas de que estaban amenazados los principales miembros de la liga agraria. Habíanse practicado algunas detenciones en las ciudades, y se practicarían también en los campos. ¿Pero dónde hubiera podido ocultarse Murdock? Pedir auxilio a las cavernas del litoral, buscar refugio bajo los bosques en los inviernos de Irlanda, no había que pensar en ello. Además, Murdock no quería separarse ni de su mujer ni de su hija, y admitiendo que pudiera encontrar alguna seguridad en los condados del norte, menos vigilados por la policía, le hubieran faltado recursos para llevar a Kitty y para subvenir a las necesidades de la existencia. Aunque la causa nacionalista contase con dos millones de adictos, no bastaban para un levantamiento contra el landlordismo.
Murdock quedó, pues, en la granja presto a huir si los constables llegaban para prenderle. Así es que se vigilaba el camino. Hormiguita y Birk rondaban por los alrededores. Nadie hubiera podido aproximarse media milla sin ser visto.
Lo que además inquietaba a Murdock era la próxima visita del regidor encargado de cobrar el arriendo en Navidad.
Hasta entonces Martin MacCarthy había estado en condiciones de poder pagar con los productos de la granja y algunas economías realizadas en los años anteriores. Una o dos veces solamente había pedido y obtenido, no sin trabajo, un breve aplazamiento. Pero hoy, ¿cómo procurase dinero? ¿Qué hubiera vendido, puesto que nada le quedaba, ni los animales que habían perecido, ni sus ahorros que los impuestos habían devorado?
No se habrá olvidado que el propietario del dominio de Rockingham era un lord inglés que no había ido nunca a Irlanda. Y admitiendo que este lord estuviera animado de buenas intenciones para con sus colonos ni los conocía, ni podía interesarse por ellos, ni ellos recurrir a él. El midleman John Eldon, que había tomado a su cargo la explotación del dominio, vivía en Dublín. Sus relaciones con los labradores eran escasas, dejaba a su agente el cuidado de hacer los cobros en las épocas acostumbradas.
Este agente que se presentaba una vez al año en casa del labrad MacCarthy se llamaba Harbert. Muy duro, y acostumbrado al espectaculo de las miserias del campesino sin conmoverse, era una especie de alguacil al que ninguna súplica había emocionado. Se sabía que era despiadado en su oficio. Recorriendo las granjas del condado había ya dado pruebas de lo que era capaz; familias arrojadas sin piedad de sus frías moradas; aplazamientos negados a los que hubiera podido despejar la situación. Portador de órdenes formales, parecía que aquel hombre sentía placer al aplicarlas en todo su rigor. En Irlanda se ha osado proclamar en otro tiempo esta abominable declaración. «No es violar la ley matar un irlandés». La inquietud era, pues, extrema en Kerwan. La visita de Harbert no debía tardar, pues aquella última semana de diciembre la empleaba en recorrer el dominio de Rockingham.
La mañana del 29 de diciembre, Hormiguita, que fue el primero que le vio, corrió apresuradamente a prevenir a la familia reunida en la sala del piso bajo.
Todos estaban allí; el padre, la madre, los hijos, la bisabuela y su biznieta, que Kitty tenía en su regazo.
El agente atravesó el patio con paso decidido, el paso del dueño, abrió la puerta de la sala y sin quitarse el sombrero, sin dar los buenos días, como hombre que está en su casa, se sentó en una silla ante la mesa y sacando algunos papeles de su saco de cuero, dijo rudamente:
—Son cien libras las que me tiene que dar por el año, MacCarthy; ¿no es eso?
—Sí, señor Harbert —respondió el labrador, cuya voz temblaba ligeramente—. Son cien libras. Pero yo le pido un plazo; alguna vez me lo ha concedido.
—¡Un plazo!… ¡Plazos!… —exclamó Harbert—. ¿Qué significa esto? ¡Oigo esto en todas las granjas! ¿Es con plazos como mister Eldon podrá pagar a lord Rockingham?
—El año ha sido malo para todos, señor Harbert, y puede creer que en nuestra granja nada se ha ahorrado.
—Esto no me interesa, MacCarthy, y no puedo concederle el plazo.
Hormiguita, oculto en un rincón sombrío, con los brazos cruzados y los ojos muy abiertos, escuchaba.
—Vamos, señor Harbert —dijo el labrador—. Tenga piedad de los pobres. No se trata más que de darnos un poco de tiempo. La mitad del invierno ha pasado y no ha sido muy riguroso. Nos indemnizaremos en la próxima estación.
—¿Quiere pagar, sí o no, MacCarthy?
—Querríamos, señor Harbert, pero le aseguro que nos es imposible.
—¡Imposible! Procúrese dinero vendiendo.
—Lo hemos hecho, y lo que nos quedaba ha sido destruido por la inundación. De los muebles no sacaríamos con seguridad cien chelines.
—Y ahora que no está en situación de comenzar sus labores —exclamó el agente—, ¿cuenta para pagar con la próxima cosecha? ¿Es que se burla de mí?
—No, señor Harbert, Dios me libre; pero, por piedad, ¡no nos quite esa última esperanza!
Murdock y su hermano, mudos e inmóviles, contenían, no sin trabajo, su indignación al ver a su padre humillarse ante aquel hombre.
En aquel momento la abuela, irguiéndose a medias en su sillón, dijo con voz grave:
—Señor Harbert, tengo setenta y siete años y toda mi vida la he pasado en esta granja que mi padre dirigía con mi marido y mi hijo. Hasta hora siempre hemos pagado nuestro alquiler, y por la primera vez que le pedimos un año de espera, no creeré que lord Rockingham vaya a echarnos.
—No se trata de lord Rockingham —respondió brutalmente Harbert—. Yo no conozco a su lord Rockingham. Pero mister John Eldond lo conoce. Me ha dado órdenes formales, y si no me pagáis, abandonaréis Kerwan.
—¡Abandonar Kerwan! —exclamó Martina, transida de dolor y pálida como una muerta.
—¡En el término de ocho días!
—¡Y dónde encontraremos un asilo!
—¡Dónde quieran!
Hormiguita había visto ya muchas cosas tristes, y sentido él mismo terribles miserias, y sin embargo, parecíale que no había asistido jamás a nada parecido. Sin lágrimas ni gritos, la escena era terrible.
Sin embargo, Harbert se había levantado. Antes de volver los papeles al saco, preguntó.
—Por última vez, ¿quiere pagar?
—¿Y con qué?
Era Murdock el que acababa de intervenir formulando la pregunta con voz terrible.
—Sí, ¿con qué? —repitió avanzando lentamente hacia el Harbert conocía a Murdock de antiguo. No ignoraba que era uno de los más activos partidarios de la liga contra el landlordismo, y sin duda creyó llegada la ocasión de expulsarle del país. Así respondió alzando los hombros.
—¿Con qué, pregunta? No será acudiendo a los mítines, mezclándose con los rebeldes, contra los propietarios del suelo. Es trabajando.
—¡Trabajando! —dijo Murdock, que tendió las manos endurecidas por las labores—. ¿Es que no han trabajado estas manos? ¿Es que mi padre, mis hermanos, mi madre están de brazos cruzados desde tantos años en esta granja? ¡Señor Harbert, no diga esas cosas, pues me siento incapaz de oírlas!
Murdock acabó su frase con un gesto que hizo retroceder al agente. Y entonces, dejando salir de su corazón toda la cólera amasada por la injusticia social, habló con la energía que lleva la lengua irlandesa, esa lengua de la que se puede decir: «¡Cuándo aboguéis por vuestra vida, hacedlo en irlandés!».
Y era por su vida, por la vida de todos los suyos, por lo que se dejaba arrastrar a tan terribles recriminaciones.
Desahogado su corazón, se sentó.
Sim sentía excitada su indignación como el fuego. Martina, con la cabeza baja, no osaba interrumpir el silencio que había seguido a las violentas palabras de Murdock.
Martina se levantó, y dirigiéndose al agente, le dijo:
—Señor, soy yo la que os implora… Concédanos una prórroga. Esto nos permitirá pagarle. Algunos meses solamente, y a fuerza de trabajo… Señor… Se lo pido de rodillas, ¡por compasión!
Y la desdichada mujer se inclinaba ante aquel hombre despiadado, cuya sola actitud era un insulto.
—¡Basta, madre! ¡Ya es mucha humillación! —dijo Murdock, obligando a Martina a levantarse—. No es con súplicas como se responde a tales miserables.
—No —dijo Harbert—. Y las palabras para nada sirven. El dinero, el dinero al instante, o antes de ocho días serán arrojados.
—¡Antes de ocho días, sea! —exclamó Murdock—. Pero primero voy a arrojarle yo de esta casa, ¡de la que aún somos los dueños!
Y precipitándose sobre el agente, le cogió por un brazo y lo puso en el patio.
—¿Qué has hecho, hijo mío? —dijo Martina mientras los demás inclinaban la cabeza.
—Lo que todo irlandés debería hacer —respondió Murdock—. ¡Arrojar los lores de Irlanda como yo he arrojado a ese agente de esta granja!