I

SUS SEÑORÍAS

LORD Piborne, sin perder nada de la corrección de sus modales, levantó los diversos papeles depositados sobre la mesa de su gabinete; barajó los periódicos esparcidos aquí y allá; acarició los bolsillos de su bata de terciopelo amarillo, y, volviéndose, acentuó su gestecillo de malhumor.

De esta aristocrática manera, sin otra contracción en los músculos de su rostro, era como su señoría manifestaba ordinariamente sus más vivas contrariedades.

Inclinóse sobre la mesa, cubierta de un tapete con ancha cenefa. Alzándose después, se dignó oprimir el botón de un timbre en el ángulo de la chimenea.

Casi enseguida, John, el ayuda de cámara, apareció en la puerta y se detuvo en ella.

—Mire si mi cartera se ha caído bajo la mesa —dijo lord Piborne.

John se inclinó, y levantando el tapete volvió a alzarse con las manos vacías.

La cartera de su señoría no se encontraba allí.

Segundo fruncimiento de cejas de lord Piborne.

—¿Dónde está lady Piborne? —preguntó.

—En sus habitaciones —respondió el ayuda de cámara.

—¿Y el conde Ashton?

—Pasea en el parque.

—Presente mis cumplimientos a su señoría lady Piborne, diciéndole que desearía tener el honor de hablarle lo más pronto posible.

John volvióse derecho, un criado bien educado no se puede inclinar en el servicio, y salió del gabinete con paso mecánico para cumplir las órdenes de su amo.

Su señoría lord Piborne tiene cincuenta años (cincuenta años más que unir a algunos siglos que cuenta su egregia familia, virgen de todo lo que pudiera desmentir su nobleza). Miembro respetable de la Cámara Alta, echa de menos los antiguos privilegios feudales, los tiempos de las rentas y dominios, las prácticas de los altos justicias, sus antecesores, los homenajes que les rendían sin distinción. Es marqués; su hijo, conde. Los barones, caballeros y otros de orden inferior, apenas si, en su opinión, tienen derecho a figurar en la verdadera nobleza. Alto, delgado, con mirada desdeñosa y palabra escasa, lord Piborne representa el tipo de esos gentilhombres envueltos en sus viejos pergaminos, y que, afortunadamente, tienden a desaparecer hasta en ese aristocrático reino de Gran Bretaña e Irlanda.

Conviene observar que el marqués es de origen inglés, y la marquesa, de origen escocés. Sus señorías están hechos el uno para el otro, bien resueltos a no descender de su rango, y destinados a dejar una sucesión de especie superior. ¿Qué queréis? Se figuran, sin duda, que Dios se pone guantes para recibirlos en su santo paraíso.

Abrióse la puerta, y como si se tratara de la entrada de una alta dama en los salones de recepción, el ayuda de cámara anunció:

—Su señoría lady Piborne.

La marquesa, cuarenta años confesados, alta, delgada, angulosa, con el cabello peinado en bandas, la nariz aristocrática, el cuerpo liso, los hombros delgados, jamás debió ser hermosa; pero en lo que toca a la corrección de modales y al respeto a las tradiciones y privilegios, no la pudo escoger mejor lord Piborne.

John avanzó un sillón, en el que se sentó la marquesa, retirándose el primero.

El noble esposo se expresó en estos términos:

—Me excusará, marquesa, si le he suplicado que abandonase sus habitaciones para venir a mi gabinete.

No hay que asombrarse de que sus señorías hablasen tan ceremoniosamente hasta en sus conversaciones privadas. Esto es de buen tono jamás se rebajarían hasta el punto de hablar de esa manera familiar que Dickens ha llamado el perrucobalivernage.

—Estoy a sus órdenes, marqués —respondió lady Piborne—. ¿Qué pregunta desea dirigirme?

—Ésta, marquesa, solicitando que llame su recuerdo.

—Le escucho.

—Marquesa, ¿no partimos del castillo ayer, hacia las tres de la tarde, para volver a Newmarket, a casa de mister Laird, nuestro abogado?

—En efecto… ayer… por la tarde —respondió lady Piborne.

—Si no recuerdo mal, el conde Ashton, nuestro hijo, nos acompañaba en la carretela.

—Sí, marqués, ocupaba un sitio delante.

—Los dos ayudas de cámara, ¿no iban detrás?

—Sí, como es justo.

—Esto dicho, marquesa —continuó lord Piborne, aprobando con un ligero movimiento de cabeza—, ¿recuerda, sin duda, que yo llevaba una cartera que contenía papeles relativos al proceso con que se nos amenaza por la parroquia?

—Proceso injusto que tiene la insolencia de intentar la parroquia —añadió lady Piborne, acentuando esta frase con entonación muy significativa.

—Esta cartera no sólo contenía papeles importantes, sino una suma de cien libras, destinada a nuestro abogado.

—Sus recuerdos son exactos, marqués.

—Usted sabe, marquesa, cómo han ocurrido las cosas. Hemos llegado a Newmarket sin haber abandonado el coche. Mister Laird nos ha recibido en el umbral de su casa. Le he mostrado los papeles y he ofrecido depositar el dinero en sus manos. Nos ha respondido que por el instante no tenía necesidad de unos ni de otros, añadiendo que se propone venir al castillo cuando llegue el tiempo de oponerse a las pretensiones de la parroquia…

—Pretensiones odiosas, que, en otro tiempo, serían consideradas como atentatorias a los derechos señoriales…

Y empleando estos términos tan precisos, la marquesa no hacía más que repetir una frase de la que lord Piborne se había varias veces servido en su presencia.

—Síguese de aquí —continuó el marqués— que yo he conservado mi cartera, que hemos vuelto al carruaje, que hemos vuelto al castillo hacia las siete, cuando empezaba a anochecer.

La noche era oscura; estábase entonces en la última semana de abril.

—Pues —continuó el marqués— esa cartera que he traído, lo puedo asegurar, en el bolsillo izquierdo de mi abrigo, me es imposible encontrarla.

—Tal vez la habrá puesto al entrar sobre la mesa de su gabinete.

—Lo creía así, marquesa, pero he buscado en vano entre mis papeles.

—¿No ha entrado nadie aquí desde ayer?

—Sí, John, el ayuda de cámara, del que no hay que sospechar.

—Siempre es prudente sospechar de todos —respondió lady Piborne.

—¿Sería posible que esa cartera hubiera quedado en el coche?

—El lacayo lo hubiera notado, y a menos que no creyera poder aprovecharse de esa suma de cien libras…

—Yo haría, en rigor, el sacrificio de las cien libras —dijo lord Piborne—, pero esos papeles que constituían mi derecho frente a la parroquia…

—¡La parroquia! —replicó lady Piborne.

Y se comprendía que el castillo hablaba por su boca, relegando a la parroquia al grado ínfimo de un vasallo cuyas reivindicaciones eran tan deplorables como irrespetuosas.

—De modo —dijo— que si perdemos ese pleito contra toda justicia…

—Y lo perderemos, sin duda —afirmó lord Piborne—, a falta de poder reproducir esas actas.

—¿La parroquia entraría en posesión de esos miles de acres de bosque que confinan con el parque y forman parte de los dominios de los Piborne desde los Plantagenet?

—Sí, marquesa.

—¡Eso sería abominable!

—¡Abominable como todo lo que amenaza a la propiedad feudal en Irlanda, como esa reivindicación de los home-rules, esa retrocesión de las tierras a los campesinos, esa rebelión contra el landlordismo! ¡Ah, vivimos en una época singular, y si el lord lugarteniente no pone orden, haciendo prender a los principales jefes de la liga agraria, no sé cómo acabarán estas cosas!

En este momento se abrió la puerta del gabinete, y un joven apareció en el umbral.

—¡Ah! ¿Es usted, conde Ashton? —dijo lord Piborne.

El marqués y la marquesa no se olvidaban de dar el título a su hijo, el cual hubiera creído faltar a todos los deberes que su nacimiento le imponía si no hubiera respondido:

—Les deseo felices días, milord, padre mío.

Después avanzó hacia su madre, a la que besó ceremoniosamente la mano.

Este joven gentleman, de catorce años de edad, tenía un aspecto regular de una extraña insignificancia, y una fisonomía que ni con los años debía de ganar ni en vivacidad ni en inteligencia.

Era el natural producto de un marqués y una marquesa atrasados dos siglos, refractarios a todos los progresos de la vida moderna, verdaderos torys de la época anterior a Cromwell, dos tipos irreductibles. El instinto de la raza hacía de este joven un conde hasta la punta de las uñas, y que los servidores del castillo estuvieran enseñados a satisfacer sus menores caprichos. En realidad, no poseía ninguna de las cualidades de su edad, ni la viveza de corazón, ni el entusiasmo de la juventud.

Era un señorito acostumbrado a no ver más que inferiores entre los que le rodeaban; poco caritativo con los pobres, y muy instruido ya en asuntos de deportes, equitación, caza, carreras, juegos; pero de una ignorancia casi completa, no obstante la media docena de maestros que habían aceptado el inútil cargo de instruirle.

El número de esos jóvenes gentlemen de elevado nacimiento, destinados a ser un día perfectos imbéciles, de una perfecta distinción, tiende a disminuir. Sin embargo, existen todavía, y el conde Ashton Piborne era uno de ellos.

Se le expuso la cuestión de la cartera. Él recordaba que milord, su padre, tenía dicha cartera en la mano en el instante en que abandonaba la casa del abogado, y que la había colocado no en el bolsillo de su abrigo, sino en uno de los almohadones de detrás de él, al partir de Newmarket.

—¿Está seguro de ello? —preguntó la marquesa.

—Sí, milady; y no creo que la cartera haya podido caer del coche.

—De eso resulta —dijo lord Piborne— que allí se encontraba todavía cuando llegamos al castillo.

—De donde será preciso deducir que ha sido sustraída por alguno de los criados —añadió lady Piborne.

Ésta fue la opinión del conde Ashton. No tenía la menor confianza en aquellos criados que son espías cuando no ladrones, las dos cosas frecuentemente, y a los que se debía tener el derecho de castigar como en otra época a los siervos de Gran Bretaña. ¿De dónde sacaba que Gran Bretaña había tenido alguna vez esclavos? Su gran disgusto era que el marqués y la marquesa no hubiesen puesto un ayuda de cámara a su servicio particular, o al menos un groom.

Esto era hablar, y para hablar de tal modo, reconozcamos que era preciso tener verdadera sangre de los Piborne en las venas.

La conclusión de todo fue que la cartera había sido robada, y que el ladrón no era otro que uno de los criados, que convenía informarse del caso, y que aquellos sobre los que pesare la menor sospecha, serían entregados al constable, toda vez que lord Piborne no tenía el derecho de alta y baja justicia.

El conde Ashton pulsó el botón del timbre, y algunos instantes después el intendente se presentaba ante sus señorías.

Un verdadero tipo de mojigato, mister Scarlett, el intendente de lord Piborne, era uno de esos individuos aduladores y astutos, que se hacía santo, y era cordialmente detestado por toda la servidumbre del castillo. De maneras almibaradas y cara hipócrita, almibarada e hipócritamente trataba a sus inferiores, sin cólera, sin arrogancia, acariciándoles con las garras.

En presencia de los marqueses y del conde Ashton tenía el aire modesto de un bedel parroquial.

Se le puso al tanto del asunto. La cartera, sin duda, había sido depositada en los almohadones del carruaje, y se hubiera debido encontrar allí.

Ésta fue la opinión de mister Scarlett, puesto que era la de lord y lady Piborne. A la llegada del coche, cuando él esperaba respetuosamente junto a la portezuela, la oscuridad le había impedido ver si la cartera estaba colocada en el lugar indicado por el marqués.

Tal vez mister Scarlett iba a indicar la posibilidad de que dicha cartera hubiera caído en el camino. Pero se abstuvo de ello. Hubiera sido una falta de cuidado de lord Piborne. Guardándose, pues, de formular su sospecha, contentose con hacer observar que la cartera debía contener papeles de gran valor. ¿No era esto claro… si pertenecía… si tenía el honor de pertenecer a tan alto personaje?

—Es evidente que ha sido sustraída —afirmó este último.

—Un robo, si su señoría me lo permite —añadió el intendente.

—Sí, un robo, mister Scarlett, y no solamente de una cantidad bastante considerable, sino de los papeles en que se prueban los derechos de nuestra familia en el asunto de la parroquia.

Y quien no ha visto la fisonomía del intendente, ante la idea de que la parroquia osaba disputar esos derechos a la noble casa de los Piborne, abominación que no hubiera sido posible en los tiempos en que los privilegios del nacimiento eran universalmente respetados; quien no ha observado la actitud indignada de mister Scarlett, el temblor de sus manos medio alzadas al cielo, sus ojos bajos, no es posible que imagine a qué grado de perfección puede llegar un gazmoño en el arte de los gestos.

—Mas si el robo ha sido cometido… —dijo al fin.

—¿Cómo si ha sido cometido? —replicó la marquesa secamente.

—Excúseme su señoría —se apresuró a añadir el intendente—. Quiero decir… puesto que ha sido cometido, no ha podido ser…

—Más que por alguno de nuestros criados —dijo el conde Ashton blandiendo el látigo que tenía en la mano, de un modo feudal.

—¡Mister Scarlett! —dijo el conde Piborne— convendrá comenzar una información a fin de descubrir los culpables, y bajo la fe de un affidavit [6] , requerir la intervención de la justicia, puesto que no nos es permitido ejercerla en nuestro propio dominio.

—Y si con la información nada se consigue, ¿qué partido tomará su señoría?

—¡Todos los criados del castillo serán despedidos, mister Scarlett! ¡Todos!

Y el intendente se retiró al mismo tiempo que la marquesa regresaba a sus habitaciones y el conde Ashton iba a reunirse con sus perros al parque.

Mister Scarlett se ocupó del asunto. No tenía duda para él que la cartera había caído del coche en el trayecto de Newmarket al castillo. Esto era evidente, aunque indicase el abandono del noble lord. Mas puesto que sus dueños exigían que él hiciese constar un robo, que descubriese un ladrón, lo descubriría aunque tuviese que meter en un sombrero los nombres de todos los criados y hacer responsable del crimen al primero que saliese.

Lacayos, ayudas de cámara, mujeres del servicio, cocineros, cocheros y mozos de cuadra comparecieron ante el intendente. Claro es que ellos protestaron de su inocencia, y aunque mister Scarlett tuviese ya su opinión formada en el asunto, les hizo malévolas insinuaciones, amenazándoles con entregarlos a los constables si la cartera no parecía. No solamente había sido robada una suma de cien libras, sino que los ladrones habían igualmente sustraído un acta auténtica que establecía los derechos de lord Piborne en el proceso pendiente. ¿Y por qué algún criado no hubiera podido hacer traición a su amo en provecho de la parroquia? Pues bien; como se le echase la mano encima, podía considerarse muy dicho de ser llevado a las penitenciarías de la isla de Norfolk… Lord Piborne era poderoso, y robar a un señor como él era tanto como robar a un miembro de la familia real.

Mister Scarlett habló de esta suerte a todos los que sufrieron su interrogatorio. Desgraciadamente, ninguno se confesó autor del crimen, después de haber acabado su minuciosa información, el intendente se apresuró a manifestar a lord Piborne que no había producido resultado alguno.

—Esas gentes se entienden —declaró el marqués— y ¡quién sabe si no se han repartido el producto del robo!

—Creo que su señoría tiene razón —respondió mister Scarlett—. A todas las preguntas que les he hecho han respondido de idéntica manera. Esto demuestra de un modo suficiente que hay una unión entre ellos.

—¿Ha visitado sus cuartos, sus armarios, sus baúles, Scarlett?

—Aún no. Su señoría comprenderá que yo no podría hacerlo eficazmente sin la presencia del constable.

—Es justo —respondió lord Piborne—. Envíe, pues, un hombre Kanturk, o mejor, vaya usted mismo. Espero que nadie podrá abandonar el castillo antes del fin de la información.

—Las órdenes de su señoría serán cumplidas.

—El constable no descuidará traer algunos agentes con él.

—Le transmitiré el deseo de su señoría, y lo satisfará.

—Irá también a prevenir a mi abogado, mister Laird, a Newmarket, que quiero hablar con él de este asunto, y que le espero aquí.

—Será prevenido hoy mismo.

—¿Parte?

—Al instante. Antes de esta noche estaré de vuelta.

—¡Bien!

Esto acaecía en la mañana del 29 de abril. Sin decir a nadie lo que iba hacer en Kanturk, mister Scarlett ordenó que le ensillaran uno de los mejores caballos, y se preparaba a montar en él cuando el sonido de una campana se dejó oír en la puerta de servicio junto a la habitación del conserje.

Abriose la puerta, y un niño como de unos diez años apareció en el umbral.

Era Hormiguita.

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