II

DURANTE CUATRO MESES

LA provincia de Munster comprende el condado de Cork, que está limítrofe con los condados de Limerick y de Kerry. Ocupa la parte meridional entre la bahía de Dantry y Youghal-Haven. Tiene por capital a Cork, y por principal puerto sobre la bahía de este nombre, el de Queenstone uno de los más frecuentados de Irlanda.

Este condado tiene diversas líneas férreas; una de ellas, por Mallow y Killarney, sube hasta Tralée. Un poco encima en la porción de vía que extiende por el lecho del río de Blackwater, a seis kilómetros al sur de Newmarket, se encuentra el pueblo de Kanturk, y más lejos, a dos kilómetros, el castillo de Trelingar.

Este magnífico dominio pertenece a la antigua familia de los Piborne. Comprende cien mil acres; las mejores tierras de Irlanda; forman de quinientas a seiscientas granjas, cuya importante explotación vale al landlord, los alquileres más elevados de la región. El marqués de Piborne, es, pues muy rico con esto, sin contar otras rentas que proceden de las propiedades de la marquesa en Escocia. Se coloca su fortuna entre las más considerables del país.

Si lord Rockingham no había ido jamás a visitar sus tierras del condado de Kerry, no podía lord Piborne ser acusado de ausencia. Después de una residencia de tres o cuatro meses, ya en Edimburgo, ya en Londres, venía; regularmente a instalarse desde abril hasta noviembre a Trelingar-Castle.

Un dominio de esta extensión comprende necesariamente un gran número de colonos. La población agrícola que vivía en las tierras del marqués era suficiente para llenar toda una ciudad.

De que los campesinos de Trelingar-Castle no estuviesen regidos por un John Eldon, por cuenta de un duque de Rockingham, y oprimidos por un Harbert, por cuenta de un John Eldon, no hay que deducir que fuesen tratados de mejor manera; tan sólo que las cosas se hacían más dulcemente. Sin duda el intendente Scarlett les perseguía con rigor por causa de la falta de pago de alquileres, y les arrojaba de sus casas; pero lo hacía a su modo, mostrando pena, entristeciéndose al pensamiento de que iban a quedar desprovistos de todo abrigo, privados de pan, asegurándoles que aquellas evicciones destrozaban el corazón de su dueño. Los pobres no eran menos echados fuera, y no era probable que sintiesen ningún consuelo al pensar en que esto causaba tanta pena a sus señorías.

El castillo databa de unos tres siglos, habiendo sido edificado en tiempo de los Estuardos; su construcción se remontaba, pues, a la época de los Plantagenet, tan queridos por los Piborne.

Su propietario actual había hecho algunas reparaciones en el exterior, a fin de darle un aspecto feudal, estableciendo almenas, buardas, atalayas y, sobre un foso lateral, un puente levadizo, que no se levantaba, y un rastrillo, que jamás se bajaba.

En el interior había espaciosas habitaciones más confortables que las del tiempo de Eduardo IV o de Juan sin Tierra. Era una nota de modernismo que debían tolerar los personajes, en el fondo muy cuidadosos de sus comodidades.

A los lados del castillo se elevaban los anejos, cuadras y edificios del servicio. Delante, un vasto patio, plantado de soberbias hayas, y flanqueado por dos pabellones, que separaba una verja monumental, uno de los cuales, el de la derecha, servía de habitación al conserje, o mejor dicho, al portero.

A la puerta de este pabellón era a la que acababa de llamar nuestro héroe, en el momento en que la verja se abría para dar paso al intendente Scarlett.

Unos cuatro meses han transcurrido desde el inolvidable día en que el hijo adoptivo de la familia MacCarthy había abandonado la granja de Kerwan. Algunas líneas bastarán para decir lo que había sido de él en este período de su existencia.

Cuando Hormiguita abandonó la casa en ruinas, hacia las cinco de la tarde, la noche caía ya. No habiendo encontrado ni a Martin ni a los suyos en el camino que conducía a Tralée, tuvo primero la idea de dirigirse a Limerick, donde sin duda los constables tenían orden de conducir a sus prisioneros. Volver a encontrar a la familia MacCarthy, y unirse a ella a fin de participar de su suerte, parecía lo más indicado. ¿Qué no tenía edad ni fuerza para ganar dinero con su trabajo? Alquilaría sus brazos sin pena… A los diez años ¡qué podía esperar! Pero más tarde, cuando ganara buen jornal, éste sería para sus padres adoptivos; y más tarde aún, hecha su fortuna, él sabría hacerla, les ayudaría y les volvería el bienestar de que había disfrutado en la granja de Kerwan.

Entretanto, en aquel camino desierto, en plena región devastada por la miseria, abandonado de aquéllos a quienes él no podía alimentar, perdido en medio de una oscuridad glacial, jamás se había sentido tan solo. A su edad es raro que los niños no tengan un lazo que les una a algo, si no a una familia, al menos a un establecimiento de caridad que les recoge y educa. Pero él no era más que una hoja arrancada y que rodaba por el camino. Hoja que va donde el viento la lleva, hasta que no es más que polvo. No. Nadie hay que tenga compasión de él. Si no encuentra a los MacCarthy no sabe qué hacer. ¿Dónde va a buscarles? ¿A quién preguntar por ellos? ¿Y si se deciden a abandonar el país, admitiendo que no estén presos, y si emigran, como tantos otros de sus compatriotas, al Nuevo Mundo?…

Nuestro héroe decidió, pues, marchar en dirección a Limerick, a través de la llanura, blanca por la nieve. La temperatura glacial no hubiera sido soportable de soplar algo de viento; pero la atmósfera estaba en calma, y el menor ruido se hubiera oído desde muy lejos. Anduvo así durante dos millas, sin encontrar alma viviente, a la ventura, pues jamás se había arriesgado en esta parte del condado, donde nacían las primeras estribaciones de las montañas. Adelante los macizos de abetos hacían el horizonte más oscuro.

En este sitio, Hormiguita, ya muy fatigado de su viaje a Tralée, sintió que las fuerzas iban a faltarle: sus piernas flaqueaban. Y sin embargo, no quería, no… no quería detenerse, y arrastrándose trabajosamente, llegó a andar otra media milla. Hecho este último esfuerzo, cayó a lo largo de un escarpe, plantado de altos árboles, de cuyas ramas pendían festones de hielo.

Había allí un cruce de dos caminos, de forma que si hubiera sido capaz de levantarse, Hormiguita no habría sabido qué dirección tomar.

Tendido sobre la nieve, con los miembros helados, todo lo que pudo hacer en el momento en que sus ojos se cerraban y el sentido de las cosas se extinguía en él, fue gritar:

—¡Socorro! ¡A mí!

Casi en seguida, lejanos ladridos atravesaban el aire seco y frío de la noche. Después se acercaron, y un perro apareció en la vuelta del camino, olfateando, la lengua colgante y los ojos brillantes como los de un gato.

En cinco o seis saltos llegó al niño. No era para devorarle sino para calentarle, echándose a su lado.

No tardó Hormiguita en recobrar sus sentidos. Alzó los ojos y sintió que una lengua cálida y acariciadora lamía sus heladas manos.

—¡Birk! —murmuró.

Era Birk, su único amigo, su fiel compañero en la granja de Kerwan.

Le devolvió sus caricias buscando calor entre las patas del animal. Esto le reanimó. Se dijo que no estaba solo en el mundo. Los dos se pondrían en busca de la familia MacCarthy. Indudablemente, Birk la había querido acompañar después de su evicción; ¿pero por qué había vuelto? ¿Sin duda los agentes le habían arrojado a pedradas o a bastonazos? En efecto, eso había sucedido, y Birk, brutalmente repelido, había vuelto a la granja. Ahora él sabría encontrar las huellas de los constables. Hormiguita no tendría más que fiarse del instinto del perro para reunirse con mister MacCarthy.

Se puso a hablar con Birk como lo hacía durante largas horas en los prados de Kerwan. Birk respondió a su modo, dando pequeños ladridos, que no era difícil comprender.

—Vamos, mi buen perro —dijo el niño—, vamos.

Y Birk se lanzó sobre uno de los caminos, precediendo a su joven amo. Mas sucedió que Birk, recordando haber sido maltratado por los de la escolta, no quiso tomar el camino de Limerick, y siguió el que limita el condado de Kerry y conduce a Newmarket, uno de los pueblos del condado de Cork. Sin saberlo, Hormiguita se alejaba de la familia MacCarthy, y cuando llegó el día, extenuado de fatiga y de necesidad, se detuvo para pedir asilo y alimento en una posada, a unas doce millas al sureste de la granja.

Hormiguita tenía en su bolsillo lo que quedaba de la guinea cambiada en casa del boticario de Tralée; una gran suma, quince chelines.

No se va muy lejos con esto cuando son dos los que tienen que alimentarse; incluso economizando lo más posible, no gastando más que algún penique por día. Esto es lo que hizo nuestro héroe; y después de parar veinticuatro horas en la posada, no habiendo tenido por habitación más que un granero, y por alimento más que patatas, volviose a poner en camino con Birk.

A las preguntas relativas a los MacCarthy, el posadero había respondido negativamente, pues no había oído hablar de tal familia. Y en verdad, las evicciones habían sido demasiado frecuentes aquel invierno para que la atención pública fuese atraída por las tristes escenas de la granja de Kerwan. Hormiguita continuó caminando tras Birk en dirección a Newmarket.

Se adivina su existencia durante cinco semanas hasta la llegada a este pueblo. ¡Jamás pidió limosna, jamás! Su orgullo natural, el sentimiento de su dignidad, no habían decaído en estas nuevas pruebas. No era mendigar el recibir el pan o las legumbres que algunos le daban para aumentar las raciones compradas por él en las posadas, como tampoco que pagase un penique por lo que valía dos; y así caminaba, compartiendo con Birk su almuerzo, acostándose los dos en las granjas, sufriendo el hambre y el frío, economizando lo más posible el resto de la guinea.

En algunas ocasiones pudo trabajar. Durante quince días estuvo en una granja, al cuidado del ganado por ausencia del pastor. No se le pagaba, pero su perro y él tenían alojamiento y comida. Acabada su tarea, partió. Algunos recados que llevó de un pueblo a otro le valieron algunos chelines. La desgracia era que no contaba con un trabajo constante. Estaba en la mala época, esa en que los brazos no encuentran ocupación, ¡y la miseria era tan grande aquel invierno!…

Además, Hormiguita no había renunciado a reunirse con la familia MacCarthy, aunque nada supiera de ella. Marchando al azar, no sabía si se aproximaba o se alejaba de ella. ¿A quién podría dirigirse que le diera noticias? En una ciudad, en una verdadera ciudad, se informaría.

Su único temor residía en que al verle solo, abandonado, sin protector a su edad, se le tomase por un vagabundo y se le encerrase en alguna Ragged-School. No. ¡Todas las asperezas de la vida errante mejor que entrar en uno de esos vergonzosos antros! ¡Y además, esto hubiera sido separarle de Birk! ¡Nunca!

—¿No es verdad, Birk —decía, atrayendo la gruesa cabeza de su perro sobre sus rodillas—, que no podríamos vivir el uno sin el otro?

Y, efectivamente, el noble animal le respondía que esto era imposible.

Después de Birk, su pensamiento iba hacia su antiguo compañero de Galway, y se preguntaba si Grip estaría como él, sin fuego y sin lecho. ¡Ah! Si se encontrasen, le parecía a él que habrían hecho su negocio. También recordaba a aquella buena Sissy, de la que ninguna noticia había tenido desde que abandonó la choza de la Hard. Sissy debía de ser una joven de catorce a quince años. A esta edad se está en condiciones de ganarse la vida, muy rudamente, cierto, pero se gana. Cuando él tuviera esta edad encontraría ocupación… Fuese como fuese, Sissy no había podido olvidarle. Todos estos recuerdos de su primera infancia volvían a él con una sorprendente intensidad; los malos tratos de la Hard, las crueldades de Thornpipe… Y entonces, comparando unos tiempos con otros, y viéndose ahora solo y libre, se sentía menos inclinado a quejarse que en aquella época maldita. Sin embargo, recorriendo los caminos del condado, pasábanse los días y la situación no mejoraba. Por fortuna, el mes de febrero no fue riguroso aquel año, y los indigentes no sufrieron un frío excesivo. El invierno avanzaba. Había motivo para esperar que la época de las labores y de las siembras de la primavera no se retrasaría. Los trabajos del campo podrían efectuarse en buena época. Las vacas y carneros serían enviados a los prados. ¿Obtendría Hormiguita trabajo en alguna granja?

Verdad es que durante cinco o seis semanas era preciso vivir, y de algunos chelines ganados aquí y allá, como el resto de la guinea que constituía todo el haber de nuestro mozo, a mediados de febrero no quedaban más que una media docena de peniques. Había economizado el alimento cotidiano, y decimos cotidiano, aunque ni comió una vez lo que deseaba, ni aun todos los días. Estaba muy delgado, el rostro pálido por las privaciones, el cuerpo débil por la fatiga.

Birk, enflaquecido, con la piel adherida a sus costillas salientes, no estaba mejor. Pronto se verían reducidos a los desperdicios arrojados a la calle. Sin embargo, Hormiguita no desesperaba. Esto era la nota constitutiva de su carácter. Conservaba tal energía, que rehusaba siempre mendigar. ¿Qué haría, pues, cuando su último penique hubiera sido entregado para comprar el último pedazo de pan?

Hormiguita no poseía más que seis o siete peniques cuando el 13 de marzo Birk y él llegaron a Newmarket.

Hacía dos meses y medio que ambos seguían los caminos del condado sin haberse podido fijar en ninguna parte.

Newmarket, situado a unas veinte millas de Kerwan, no es ni muy importante, ni de mucha población. Uno de esos pueblos de los que la indolencia irlandesa no llega a hacer jamás una ciudad, y que vegetan más que progresan.

Era tal vez un disgusto que el azar no hubiera conducido a Hormiguita hacia Tralée. Se sabe que la idea del mar siempre había entusiasmado al niño. El mar, ese inagotable sustento de los que tienen el valor para vivir de él. Cuando en la ciudad falta el trabajo, no faltan en el océano millares de barcos que lo surcan sin cesar. El marino debe temer menos la pobreza que el obrero o el labrador. Como prueba, ¿no bastaba comparar la situación de Pat, el segundo hijo de Martin MacCarthy, con la familia arrojada de Kerwan? Y aunque Hormiguita se sentía más seducido por el atractivo del comercio que por el gusto de la navegación, se decía que él tenía la edad en que se puede uno embarcar en calidad de grumete. Iría más allá de Newmarket, llegaría hasta el litoral, a la parte de Cork, centro de un importante movimiento marítimo, y trataría de enrolarse. Entretanto, era preciso vivir, era preciso ganar los chelines necesarios para continuar el viaje, y cinco semanas después de haber llegado a Newmarket con Birk, se encontraba aún allí.

Se recordará que su mayor inquietud provenía del temor de ser detenido como vagabundo y encerrado en algún asilo. Por fortuna, sus ropas estaban en buen estado, y no tenía la apariencia de un pobre. La ropa blanca que tenía era suficiente, y sus zapatos habían resistido las fatigas del viaje. No tendría que ruborizarse de su traje cuando se presentase en cualquier parte.

Durante su estancia en Newmarket vivió de esos humildes oficios de los niños; recados de uno y otro, ligeros bultos que llevar, venta de cajas de cerillas que pudo comprar con media corona ganada cierto día, y de lo que gracias a su precoz instinto comercial sacó un regular beneficio.

Su fisonomía seria le hacía interesante, y los transeúntes mostrábanse dispuestos a comprarle su mercancía cuando gritaba con voz clara: Some light sir… Some light [7] .

En suma, Birk y él pasaron menos en este pueblo que en su penoso viaje por el condado. Parecía hasta que Hormiguita, que había sabido proporcionarse algunos recursos por su inteligencia, hubiera podido permanecer en Newmarket cuando en los últimos días de abril, el 29, tomó bruscamente el camino que conducía a Cork.

Claro es que Birk le acompañaba, y en aquel momento el niño llevaba tres chelines y seis peniques en su bolsillo.

Quien le hubiera observado desde la víspera, habría notado el cambio operado en su fisonomía. Presa de cierta ansiedad, miraba alrededor como si sintiera el temor de ser espiado. Su paso era rápido, y poco faltó para que echase a correr con toda la velocidad de sus piernas.

Daban las nueve de la mañana cuando pasó las últimas casas de Newmarket. El sol brillaba con fuego vivo. Con el fin de abril empieza la primavera en aquellos lugares. En el campo había alguna animación. Pero nuestro joven parecía tan preocupado, que ni el arado trabajando el suelo, ni los sembradores lanzando el grano, ni los animales esparcidos por los prados, nada despertaba en él los recuerdos de Kerwan… No… caminaba derecho, llevando a su lado a Birk, pues esta vez no era el perro el que guiaba a su joven amo.

En dos horas anduvo seis o siete millas de Newmarket a Kanturk. Hormiguita atravesó este pueblo sin tomar descanso alguno. Había almorzado en el camino un pedazo de pan, del que dio la mitad a su fiel Birk, y cuando se detuvo, el reloj marcaba el mediodía en el torreón de Trelingar-Castle.

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