I

EN EL QUE UN NAVÍO DESCONOCIDO, CON CAPITÁN DESCONOCIDO, VA EN BUSCA DE UN ISLOTE DESCONOCIDO EN UN MAR DESCONOCIDO

En aquella mañana —9 de septiembre de 1831— el capitán abandonó su camarote a las seis y subió a la toldilla.

El sol asomaba por el E, o más exactamente, la refracción lo elevaba por encima de la atmósfera, pues su disco se arrastraba bajo el horizonte. Una eflorescencia luminosa acariciaba la superficie del mar, que cabrilleaba a impulsos de la brisa matinal.

Después de una noche de calma parecía que se preparaba un hermoso día, de esos de septiembre, de agradable temperatura, propia de la estación en que el calor termina.

El capitán ajustó su anteojo al ojo derecho, y haciendo un círculo paseó el objetivo por aquella circunferencia donde se confundían el cielo y el mar. Bajolo después y se aproximó al timonel, un viejo de barba hirsuta, cuya viva mirada brillaba bajo un párpado entornado.

—¿Cuándo has tomado el cuarto? —preguntóle.

—A las cuatro, mi capitán.

Estos dos hombres hablaban una lengua bastante ruda, que no hubiera reconocido ningún europeo, inglés, francés, alemán u otro, a menos de haber frecuentado las Escalas de Levante. Parecía una especie de patois turco mezclado con el sirio.

—¿Nada de nuevo?

—Nada, capitán.

—¡Y desde esta mañana ningún barco a la vista!

—Uno sólo… Un gran navío que viene a contrabordo. He forzado un cuarto para pasar lo más lejos posible.

—Has hecho bien… Y ahora…

El capitán observó circularmente el horizonte con extrema atención. Después:

—¡Prepararse a virar! —gritó con voz fuerte.

Los hombres se levantaron.

El navío evolucionó y se puso en marcha hacia el noroeste con las amuras a babor.

Era un brig-goleta de cuatrocientas toneladas: un barco mercante del que se había hecho, con algunas modificaciones, un yate de recreo. El capitán tenía a sus órdenes un contramaestre y quince tripulantes, lo que bastaba para la maniobra. Eran vigorosos marineros, y su traje, blusa y gorra, ancho pantalón y botas de mar, recordaban el de los marineros de Europa oriental.

Ningún nombre en la popa, ni sobre los empañetados exteriores de delante.

Tampoco pabellón.

Además, para evitar recibir y devolver saludo, en cuanto el vigía señalaba un barco a lo lejos, el otro cambiaba de rumbo:

¿Era, pues, un barco pirata que temía ser perseguido? No.

Vanamente se hubieran buscado armas a bordo, y con tan pobre tripulación no era fácil que un barco se aventurase a correr los riesgos de semejante oficio.

¿Era entonces un barco de contrabandistas, que hacía el fraude a lo largo de un litoral o de una a otra isla? Tampoco, y el más perspicaz de los empleados de la aduana hubiera visitado su cala, sacado el cargamento, inspeccionado los bultos sin descubrir una mercancía sospechosa. A decir verdad, no llevaba cargamento alguno. Víveres para bastantes años, cubas de vino y aguardiente, y otros tres barriles de madera sólidamente cercados de hierro. Quedaba sitio para lastre; un lastre que permitía al navío llevar un fuerte velamen.

¿Tal vez se tendrá la idea de que aquellos tres barriles contenían pólvora u otra sustancia explosiva? No, pues no se tomaban ninguna de las precauciones necesarias al entrar en el lugar donde estaban.

Por lo demás, ni uno solo de los marineros hubiera podido indicar nada a este objeto, ni sobre el destino del brig-goleta, ni sobre los motivos que lo obligaban a cambiar su dirección desde que veía un navío, ni sobre las marchas y contramarchas que caracterizaban su navegación desde hacía quince meses, ni aun sobre los parajes en que se encontraba en aquella fecha, corriendo, tan pronto a toda vela, tan pronto reduciendo su andadura, ya a través de un mar interior, ya sobre las olas de un océano sin límites.

Durante aquella inexplicable travesía, algunas tierras habían sido vistas; pero el capitán se alejaba en seguida. Algunas islas habían sido señaladas, mas un golpe de timón separaba al barco de ellas. Consultando el diario de a bordo, se hubieran observado extraños cambios de ruta que no justificaban ni el viento ni el aspecto del cielo. Era éste un secreto entre el capitán —un hombre de cuarenta y seis años, de erizada cabellera— y un personaje de elevado aspecto que apareció en aquel momento en el orificio de la chupeta.

—¿Nada? —preguntó.

—Nada, Excelencia —le fue respondido.

Un movimiento de hombros, anunciando algún despecho, terminó aquella conversación de tres palabras. Después, el personaje a quien el capitán había dado aquella calificación honorífica bajó de nuevo por la escalera de la chupeta y regresó a su camarote. Allí, extendiéndose sobre un diván, pareció abandonarse a una especie de pereza. Aunque estuviese inmóvil, como si el sueño se hubiese apoderado de él, no dormía. Comprendíase que debía de estar bajo la obsesión de una idea fija.

Este personaje podía tener unos cincuenta años. Su alta estatura, su cabeza fuerte, su abundante cabellera, ya canosa, su larga barba, que caía sobre su pecho, sus negros ojos, animados por viva mirada, su fisonomía orgullosa pero visiblemente entristecida, desanimada más bien la dignidad de su actitud, indicaban un hombre de noble origen. Su traje era raro. Un ancho burnous de color oscuro sujeto por las mangas y lleno de lentejuelas multicolores, le envolvía de los hombros a los pies, y su cabeza estaba cubierta con una gorra de borla negra.

Dos horas después un mozo le sirvió el almuerzo sobre una mesa sujeta al piso de la cámara, que cubría un espeso tapiz bordado de flores. El personaje apenas hizo los honores a los manjares, delicadamente confeccionados de que se componía el almuerzo, excepción hecha del café aromático que contenían dos tacitas de plata finamente cinceladas. Después le trajeron una pipa oriental coronada de olorosa humareda, y colocando entre sus labios la boquilla de ámbar, volvió a sumergirse en su sueño en medio de los suaves vapores.

Así transcurrió parte del día, mientras el brig-goleta, ligeramente balanceado por las ondulaciones de las olas, seguía su marcha incierta por la superficie de aquel mar.

Hacia las cuatro Su Excelencia se levantó, dio algunos pasos, detúvose ante las escotillas, entreabiertas a la brisa, paseó una mirada por el horizonte y vino a detenerse ante una especie de trampa que disimulaba el tapiz. Esta trampa, que se abría oprimiéndolo en uno de sus ángulos, comunicaba con el pañol situado en el piso de la cámara.

Allí estaban, unos junto a otros, los tres barriles de que se ha hablado. El personaje, inclinado sobre la trampa, permaneció en aquella actitud por algunos instantes, como si la vista de los barriles le hubiera hipnotizado. Irguiéndose al fin, murmuró:

—¡No!… ¡No más dudas! Si no encuentro un islote ignorado adonde pueda esconderlos, vale más que sean arrojados al mar.

Cerró la trampa, sobre la que cayó el tapiz, y dirigiéndose hacia la escalera de la chupeta, subió a la toldilla.

Eran las cinco de la tarde. El tiempo no había cambiado. Un cielo surcado de ligeras nubes. Un poco inclinado por la débil brisa, con sus amuras a babor; el barco dejaba tras sí una fina estela, que se desvanecía a los caprichos del cabrilleo.

Su Excelencia recorrió lentamente con la mirada el horizonte trazado sobre un fondo azul muy claro. Desde aquel lugar que ocupaba, una tierra de poca altura hubiera sido visible a una distancia de catorce o quince millas. Pero ningún perfil cortaba la línea del cielo y del agua.

Entonces el capitán avanzó hacia él, siendo acogido con esta inevitable pregunta:

—¿Nada?

Que trajo la inevitable respuesta:

—Nada, Excelencia.

Quedó el personaje silencioso durante algunos minutos.

Después fue a sentarse en uno de los bancos de popa, mientras el capitán se paseaba, haciendo maniobrar febrilmente su anteojo.

—Capitán —dijo cuando su mirada hubo observado el espacio por última vez.

—¿Qué desea Su Excelencia?

—Saber dónde estamos con toda exactitud.

El capitán tomó un mapa marino, y desplegándolo sobre la obra muerta:

—Aquí —respondió, indicando con el lápiz el lugar donde un meridiano y un paralelo se entrecruzaban.

—¿A qué distancia de esta isla, al E?

—A veintidós millas.

—¿Y de esta tierra?

—A unas veintiséis.

—¿Nadie en el navío sabe por qué parajes navegamos en este momento?

—Nadie, sino vos y yo, Excelencia.

—¿Ni tampoco cuál es el mar que atravesamos?

—Como hace tanto tiempo que recorremos distintos lugares, el mejor marino no sabría decirlo.

—¡Ah! ¿Por qué mi mala fortuna me impide encontrar una isla que haya escapado a las exploraciones de los navegantes, o en defecto de una isla un islote, un peñasco, cuyo sitio conozca yo solo? Hubiese ocultado en él estos tesoros, y algunos días de travesía me hubieran bastado cuando llegase el tiempo de recogerlos… si ese tiempo ha de llegar.

Dicho esto, el personaje volvió a caer en un profundo silencio y fue a inclinarse encima de los empalletados. Después de haber observado la profundidad líquida y tan transparente que la mirada podía sondarla hasta más de ochenta pies, volvióse con cierta vehemencia:

—¡Pues bien! —exclamó—. ¡He aquí el abismo al que confiaré mis riquezas!

—Él no las devolverá jamás. Excelencia.

—¡Mejor es que se pierdan a que caigan en manos enemigas o indignas!

—Como quiera.

—Si antes de esta noche no hemos descubierto ningún islote ignorado en estos lugares, los tres barriles serán arrojados al mar.

—Estoy a sus órdenes —respondió el capitán, que mandó virar.

El personaje volvió detrás de la toldilla, y poniéndose de codos sobre la obra muerta, se entregó a aquel estado de somnolencia que le era habitual.

El sol se ocultaba rápidamente. En aquella época, 9 de septiembre, que precede unos quince días al equinoccio, su disco iba a desaparecer a algunos grados del oeste; es decir, sobre un punto del horizonte que acababa de atraer la atención del capitán. ¿Existía en aquella dirección algún alto promontorio arrancado al litoral de un continente o de una isla? Hipótesis inadmisible, toda vez que el mapa no señalaba ninguna tierra en un radio de quince a veinte millas en aquellos parajes muy frecuentados por los navíos de comercio, y, por consecuencia, muy conocidos por los navegantes. ¿Era un peñasco solitario, escollo que dominaba algunas toesas de superficie de las olas, sitio vanamente buscado hasta entonces por Su Excelencia, para enterrar en él sus riquezas? Nada semejante se veía en la carta hidrográfica, muy precisa en esta parte del mar. Un islote con las rompientes de las que debía estar rodeado, con su cintura desordenada de rocío del mar y de resacas, no hubiera podido escapar a las investigaciones de los marinos. Los mapas lo hubieran señalado con exactitud. Mirando el suyo, el capitán podía afirmar que allí no había ni un solo escollo sobre aquel espacio, cuyo vasto perímetro abarcaban sus ojos.

—¡Es una ilusión! —pensó cuando dirigió de nuevo su anteojo hacia el lugar sospechoso.

Y en efecto, ningún lineamieto se habría dibujado tan débilmente como éste en su objetivo.

En aquel momento, las seis y algunos minutos, el disco solar comenzaba a morder el horizonte, silbando al contacto del mar, si hay que creer lo que en otra época decían los íberos. Al ponerse como al salir, la refracción lo dejaba aparecer todavía, entonces que había ya desaparecido del horizonte. La masa luminosa, oblicuamente proyectada sobre la superficie de las olas, se extendía en largo diámetro de oeste a este. Las últimas ondas, semejantes a líneas de fuego, temblaban bajo la brisa.

Este resplandor se apagó de repente cuando la parte superior del disco, desflorando la línea de agua, lanzó su rayo verde. El casco del brig-goleta quedó en la sombra, mientras las altas velas tomaban el color de púrpura de la última luz.

En el momento en que el crepúsculo iba a caer, una voz se oyó en las barras de mesana.

—¡Eh!

—¿Qué hay? —preguntó el capitán.

—¡Tierra por estribor!

¿Tierra, y en la dirección en que el capitán había creído percibir vagos contornos algunos minutos antes? No se había, pues, engañado.

Al grito del vigía los hombres se habían lanzado a los empalletados y miraban hacia el oeste. El capitán, con su anteojo en bandolera, cogió los obenques del palo mayor, trepó ligeramente por los escalones de la jarcia, y se puso a caballo sobre las barras de las amuras y escudriñó el horizonte por el sitio indicado.

El vigía no se había engañado. A una distancia de seis a siete millas sobresalía una especie de islote, cuyas líneas se dibujaban en negro sobre las extremas coloraciones del cielo. Parecía un escollo de mediana altura coronado de vapores sulfurosos. Cincuenta años más tarde un marino hubiera asegurado que era la chimenea de un steamer que pasaba. Pero en 1831 no se imaginaba que algún día los océanos serían cruzados por esas enormes máquinas de navegación.

Por lo demás, el capitán no tuvo tiempo para reflexionar. El islote se ocultó casi en seguida tras la bruma de la noche. No importaba: había sido visto. Sobre este particular no podía existir duda alguna.

El capitán volvió a bajar a la toldilla, y el personaje al que el incidente había sacado de su somnolencia le hizo seña de que se aproximase. Siempre la misma pregunta interrogativa:

—¿Y bien…?

—Sí, Excelencia.

—¿Tierra a la vista?

—Un islote por lo menos.

—¿A qué distancia?

—A unas seis millas al oeste.

—¿Y el mapa no indica nada en esa dirección?

—Nada.

—¿Está completamente seguro?

—Segurísimo.

—¿Será, pues, un islote desconocido?

—Tal creo.

—¿Es esto admisible?

—Sí, Excelencia, si ese islote es de reciente formación.

—¿Reciente?

—Tal creo, pues me ha parecido envuelto entre vapores volcánicos. En estos parajes las fuerzas plutónicas se ejercen frecuentemente y se manifiestan por empujes submarinos.

—¡Tal vez es verdad, capitán! ¡Nada podría desear más que uno de esos bloques salidos repentinamente del mar! ¿No habrá nadie allí?

—Pertenecerá, por lo menos, al primer ocupante, Excelencia.

—¿A mí entonces?

—Sí, a usted.

—Vamos, pues, derechos a tierra.

—Derechos, pero con prudencia —respondió el capitán—. Nuestro brig-goleta arriesgaría estrellarse si los escollos se extienden a lo largo. Me parece mejor esperar el día para reconocer el lugar y acercarnos.

—Esperemos… adelantando hacia él.

A sus órdenes.

Esto era tratar en marino. Un navío no puede aventurarse sobre estos altos fondos que no conoce. En las proximidades de una tierra nueva no se debe marchar más que con sonda y desconfiar de la noche.

El personaje regresó a su cámara; y aunque el sueño cerrase sus párpados, el grumete no tendría necesidad de despertarle a las primeras luces del alba: él estaría en cubierta antes de salir el sol.

El capitán no quiso abandonar el puente ni dejar al contramaestre el cuidado de vigilar hasta la mañana. La noche transcurrió lentamente. El horizonte se fue haciendo indeciso, mientras su perímetro disminuía gradualmente. En el cenit, los últimos copos, aún hinchados de luz difusa, no tardaron en extinguirse. Desde hacía una hora la brisa soplaba poco. No se guardó más que la vela necesaria para conservar la acción del timón y mantener el barco en dirección.

Entretanto, en el firmamento brillaban las primeras constelaciones. Al norte la estrella polar miraba como un ojo inmóvil y sin resplandor vivo, mientras que Arturo resplandecía continuando la curva de la Osa Mayor. Al lado opuesto de la polar, Cariope trazaba su doble V resplandeciente. Capella aparecía exactamente en el mismo sitio que la víspera, como al día siguiente, con los cuatro minutos de avance que comienzan su día sideral. En la calmada superficie del mar reinaba esa especie de languidez debida a la caída de la noche.

El capitán, puesto de codos en la parte anterior, no movía el montante del cabestrante en que se apoyaba. Sólo pensaba en el punto observado en la vaguedad del crepúsculo. Tenía dudas, de esas dudas que la oscuridad aumenta. ¿No habría sido víctima de una ilusión? ¿Era verdad que un nuevo islote había brotado en aquel lugar? Sí… Ciertamente. Conocía aquellos parajes por haberlos recorrido cien veces. El punto le había dado su posición a una milla, y ocho o diez leguas le separaban de las tierras más próximas. Pero si no se había engañado, ¿no podía suceder que el islote estuviese ya ocupado? ¿Que algún navegante hubiese ya plantado en él su pabellón? Los ingleses, esos traperos de los mares, se apresuran a meter en su cesto la tierra que encuentran en su camino. ¿No luciría una luz que indicase que ya se había tomado posesión de aquel lugar? Era posible que el nacimiento de aquel montón de rocas se remontase a algunas semanas, a algunos meses; y ¿cómo había escapado a las miradas de los marinos, al sextante de los hidrógrafos?

De aquí la impaciencia del capitán por que luciese el día. Nada indicaba, por otra parte, la dirección del islote: ni uno de aquellos reflejos de vapores en los que había aparecido envuelto, y que hubieran podido colorear las tinieblas con un tinte fulguroso. Por todas partes, el aire y el agua confundidos en la misma oscuridad. Las horas transcurrían. Ya las constelaciones circumpolares habían descrito un cuarto de su círculo en torno del eje del firmamento. Hacia las cuatro, las primeras luces brillaron a E NE. Esta luz permitió notar algunas ligeras nubes en el cenit Precisos eran aún algunos grados para que el sol brillase. Pero no era indispensable tanta luz para permitir a un marino experto encontrar el islote señalado, caso de que existiera. En aquel momento el personaje salió de la chupeta y llegó a la toldilla, donde el capitán se encontraba entonces.

—Y bien… ¿ese islote? —preguntó.

—Helo allí, Excelencia —respondió el capitán, mostrando un amontonamiento de rocas a menos de dos millas.

—Acerquémonos.

—A sus órdenes.

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