II

EN EL QUE SE DAN ALGUNAS EXPLICACIONES INDISPENSABLES

Que el lector no se asombre si Mehemet-Alí entra en escena al principio de este capítulo. Cualquiera que haya sido la importancia del ilustre bajá en la historia del Levante, no hará más que aparecer en esta novela, a causa de las relaciones, desagradables por cierto, que el personaje embarcado en el brig-goleta había tenido con este fundador del moderno Egipto.

En aquella época, Mehemet-Alí aún no había pretendido conquistar, gracias al ejército de su hijo Ibrahim, Palestina y Siria, que pertenecían al sultán Mahmud, el soberano de las dos Turquías de Asia y de Europa. Al contrario, el Sultán y el Bajá eran buenos amigos, habiendo aquél prestado a éste positivos auxilios para subyugar la Morea y reducir a la nada las veleidades de independencia de este pequeño reino de Grecia.

Durante algunos años Mehemet-Alí e Ibrahim estuvieron tranquilos en su bajalato. Pero sin duda este estado de vasallaje que les hacía simples súbditos de la Puerta pesaba a su ambición, y no buscaban más que la ocasión de romper aquellos lazos estrechamente apretados desde hacía largos siglos.

En Egipto vivía entonces un personaje cuya fortuna, acumulada por numerosas generaciones, se contaba entre las más considerables del país. Este personaje residía en El Cairo. Llamábase Kamylk-Bajá, y es el mismo al que el capitán del misterioso brig-goleta daba el título de Excelencia.

Hombre de extrema bravura, muy imbuido de orientalismo, se inquietaba por las tentativas de Europa para sojuzgar las poblaciones de Levante. Egipcio de nacimiento, era otomano de corazón, y comprendía que la resistencia a la invasión occidental sería más seria, más tenaz, más intransigente por parte del sultán Mahmud que por la de Mehemet-Alí. Así, consagróse en cuerpo y alma a la lucha. Nacido en 1780 de una familia de soldados, apenas contaba veinte años cuando se alistó en el ejercito de Djezzar, donde adquirió pronto por su valor el título y grado de bajá. En 1799 arriesgó cien veces su libertad, su fortuna, hasta su vida batiéndose contra los franceses a las órdenes de Bonaparte, ayudado por los generales Kleber, Regnier, Lannes, Bon y Murat. Después de la batalla de El-Arish, hecho prisionero por los turcos, pudo quedar libre si hubiese querido suscribir la obligación de no armarse jamás contra los soldados de Francia. Pero resuelto a luchar hasta el fin, contando con la vuelta de la fortuna, terco en sus actos como en sus ideas, rehusó dar aquella palabra. Consiguió evadirse, y se encontró más encarnizado que nunca en los diversos encuentros que marcaron los conflictos de las dos razas. Estaba entonces decidido a defender hasta la muerte la integridad del territorio otomano.

Después de la rendición de Jaffa, el 6 de marzo, fue uno de los que la capitulación entregó bajo promesa de que no atentasen a su vida. Cuando estos prisioneros, en número de cuatro mil, la mayor parte albaneses, fueron conducidos ante Bonaparte, éste se sintió mortificado por tal captura, temiendo que aquellos terribles soldados no fuesen a reforzar la guarnición del bajá de San Juan de Acre. Así, mostrando ya que era uno de esos conquistadores a los que nada detiene, dio orden de que los fusilaran.

Esta vez no se ofreció a los prisioneros de El-Arish el perdón con tal de que se sometieran. No. ¡Se les condenó a morir! Cayeron sobre la arena, y aquellos a quienes las balas no tocaron, creyendo que se les hacía gracia encontraron la muerte a medida que avanzaban hacia la ribera.

No era de este modo ni en aquel lugar como Kamylk-Bajá debía perecer. Encontróse con unos hombres franceses —conviene recordarlo en honor suyo— a los que repugnó aquella espantosa carnicería, tal vez originada por las exigencias de la guerra. Estas animosas gentes consiguieron salvar algunos prisioneros. Uno de los cuales, marinero mercante, fue el que por la noche, rondando en torno de los arrecifes sobre los que se podían encontrar algunos desgraciados, recogió a Kamylk-Bajá gravemente herido de un balazo. Lo trasladó, a continuación, a lugar seguro, le cuidó y le curó. ¿Podría el último olvidar jamás tal servicio? Por supuesto que no. Cómo lo recompensó y en qué circunstancias lo hizo, es el objeto de esta curiosa y verídica historia.

Tres meses después Kamylk-Bajá estaba en pie.

La campaña de Bonaparte acababa de fracasar ante San Juan de Acre. Al mando de Abdallah, bajá de Damasco, el ejército turco había pasado el Jordán el 4 de abril, y de otra parte, la escuadra inglesa de Sydney-Smit cruzaba los parajes de Siria. Así, aunque Napoleón hubiese expedido la división Kleber con Junot; aunque se hubiese trasladado en persona al lugar del combate; aunque aniquilase a los turcos en la batalla del Monte Tabor, era demasiado tarde cuando acudió a amenazar de nuevo a San Juan de Acre. Un refuerzo de doce mil hombres había llegado. La peste aparecía, y el 20 de mayo Bonaparte se decidió a levantar el sitio.

Kamylk-Bajá creyó poder aventurarse a regresar a Siria. Volver a Egipto, país tan profundamente agitado en aquella época, hubiese sido la última imprudencia. Convenía esperar, y Kamylk-Bajá esperó durante cinco años. Gracias a su fortuna pudo vivir bien en las diversas provincias, al abrigo de la codicia egipcia. Estos años fueron señalados por la entrada en escena del hijo de un agá, cuya bravura había sido notada en la batalla de Abukir en 1799. Mehemet-Alí gozaba ya de tanta influencia que supo arrastrar a los mamelucos a rebelarse contra el gobernador Khosrew-Bajá, excitarles contra su jefe, deponer a Khurschid, el sucesor de Khosrew, y, finalmente, hacerse proclamar virrey en 1806 con el consentimiento de la Sublime Puerta.

Dos años antes, Djezzar, el protector de Kamylk-Bajá, había muerto. Viéndose solo en aquel país, pensó que no corría ningún riesgo por regresar a El Cairo.

Tenía entonces veintisiete años, y nuevas herencias habían hecho de él uno de los más ricos personajes de Egipto. No sintiendo ninguna afición al matrimonio, con un carácter poco comunicativo, por gustarle la vida retirada, había conservado una viva afición por el oficio de las armas. Así, esperando que se le presentase ocasión para utilizar sus aptitudes, quiso emplear su actividad en largos viajes.

Pero ¿es que Kamylk-Bajá no tenía herederos directos, a los que fuera a parar su gran fortuna? ¿No existirían parientes colaterales en disposición para recibirla?

Un cierto Murad nacido en 1786, seis años más joven que él, era su primo. Separados por sus opiniones políticas, no se veían aunque ambos vivían en El Cairo. Kamylk-Bajá era partidario de los otomanos, cuyos intereses había defendido de un modo evidente. Murad luchaba contra la influencia otomana tanto con sus palabras como con sus actos, y no tardó en llegar a ser el más fogoso consejero de Mehemet-Alí cuando las empresas de éste contra el sultán Mahmud.

Este Murad, único pariente de Kamylk-Bajá, tan pobre como el otro rico, no podía contar con la fortuna de su primo si no se producía una reconciliación. Ésta no le debía llegar. Al contrario, la animosidad, el odio mismo con todos los procedimientos de la violencia, iba a hacer mayor el abismo abierto entre los únicos miembros de la familia.

Transcurrieron dieciocho años, de 1806 a 1824, durante los que el reino de Mehemet-Alí no fue turbado por guerras exteriores. Sin embargo, tuvo que luchar contra la influencia creciente y las terribles agitaciones de los mamelucos, sus cómplices, a los que él debía el trono. Una carnicería general llevada a cabo en 1811 en todo el Egipto le libró de aquella mortificante milicia. Desde entonces largos años de tranquilidad fueron asegurados a los súbditos del virrey, cuyas relaciones con el Diván eran excelentes, en apariencia al menos, pues el Sultán desconfiaba, y no sin razón, de su vasallo.

Kamylk-Bajá fue a menudo el blanco del malquerer de Murad. Este, autorizado con los testimonios de la simpatía del virrey, no cesaba de excitar a su amo contra el rico egipcio.

Recordábale que era partidario de Mahmud, un amigo de los turcos, por los que había vertido su sangre. A creerle, era un personaje peligroso, sospechoso, tal vez un espía. Aquella enorme fortuna en una sola mano constituiría un peligro. En una palabra, hizo cuanto se puede hacer para despertar los amaños de un potentado sin principios ni escrúpulos.

Kamylk-Bajá no quiso preocuparse de ello. En El Cairo vivía en el aislamiento, y hubiera sido difícil tenderle un lazo en el que se dejara coger. Cuando abandonaba Egipto, era para hacer largos viajes. Entonces, en una nave de su pertenencia, que mandaba el capitán Zo, cinco años más joven que él y de una lealtad a toda prueba, paseaba por los mares de Asia y de Europa su existencia sin objeto; señalada por una altiva indiferencia por la humanidad.

Lugar es éste de preguntar si había olvidado al marinero francés que le salvó del fusilamiento decretado por Bonaparte. ¿Olvidado? No, sin duda. Tales servicios no se olvidan jamás. Pero ¿habían tenido recompensa? No era probable. ¿Entraba en el pensamiento de Kamylk-Bajá hacerlo más tarde, y esperaba la ocasión si alguna de sus excursiones marítimas le conducía hasta las aguas francesas? ¿Quién lo hubiera podido decir?

A parte de esto, hacia 1812, el rico egipcio no pudo dejar de comprender que era estrictamente vigilado durante sus estancias en El Cairo. Algunos viajes que quiso emprender le fueron prohibidos entonces por orden del virrey. Gracias a las incesantes sugestiones de su primo, su libertad estaba seriamente amenazada.

En 1823, éste, de treinta y siete años, acababa de casarse en condiciones poco propias para asegurarle una alta posición.

Habíase desposado con una joven fellah, casi una esclava. No causará, pues, asombro que quisiera continuar sus tortuosas astucias por las que esperaba comprometer la situación de Kamylk-Bajá, explotando para ello la influencia que poseía cerca de Mehemet-Alí, y de su hijo Ibrahim.

En Egipto iba a comenzar un período militar, en el que sus armas debían brillar. Era el año 1824. La guerra acababa de declararse contra el sultán Mahmud, y éste había llamado a su vasallo para que le ayudase a sofocar la rebelión. Ibrahim, seguido de una flota de ciento veinte naves, se dirigió hacia Morea, donde desembarcó.

Se ofrecía, pues, a Kamylk-Bajá la ocasión de volver a dar un poco de interés a su vida y desplegar su energía en estas peligrosas expediciones, abandonadas desde hacía veinte años, con tanto más ardor cuanto que se trataba de mantener los derechos de la Puerta, comprometidos por la sublevación del Peloponeso. Quiso alistarse en el ejército de Ibrahim: primera negativa. Quiso servir de oficial en las tropas del Sultán: segunda negativa. ¿No era esto una consecuencia de la nefasta intervención de aquellos que tenían interés en no perder de vista al pariente millonario?

La lucha de los griegos por su independencia debía, esta vez, terminarse con ventaja para aquella heroica nación. Después de tres años, durante los que fueron inhumanamente batidos por la tropa de Ibrahim, la acción combinada de las flotas francesa, inglesa y rusa destruyó la marina otomana en la batalla de Navarino en 1827, y obligó al virrey a devolver a Egipto sus barcos y su ejército. Ibrahim regresó entonces a El Cairo seguido de Murad, que había hecho la campaña del Peloponeso.

Desde aquel día la situación de Kamylk-Bajá empeoró. El odio de Murad desencadenóse tanto más violentamente cuanto que al principio del año 1829 tuvo un hijo de su matrimonio con la joven fellah. La familia aumentaba, pero no la fortuna, y era preciso que la de su primo pasara a las manos de Murad. El virrey no rehusaría prestarse a este despojo. Complacencias de este género se ven, no sólo en Egipto, sino en países de una civilización menos oriental.

El hijo de Murad se llamó Sauk.

Ante este estado de cosas, Kamylk-Bajá comprendió que no tenía más que un partido que tomar: reunir su fortuna, cuya mayor parte se componía de diamantes y piedras preciosas, y llevarla fuera de Egipto. Esto fue lo que hizo con tanta prudencia como habilidad, gracias a la intervención de algunos extranjeros habitantes de Alejandría, a los que el egipcio no dudó en confiarse. Confianza bien puesta por otra parte, y la operación se llevó a cabo en el mayor misterio. ¿Quiénes eran estos extranjeros y a qué nación pertenecían? Solamente Kamylk-Bajá lo sabía. Por lo demás, tres baúles con doble cubierta, cercados de hierro y semejantes a esas pipas donde se ponen los vinos de España, fueron secretamente a bordo de un speronare napolitano, y su propietario, acompañado del capitán Zo, tomó a su vez pasaje, no sin haber escapado a mil peligros, pues había sido seguido de El Cairo a Alejandría, y era espiado desde su llegada a esta ciudad.

Cinco días después el barco le dejaba en el puerto de Latakie, y de aquí él ganaba Alepo, lugar que había buscado para su nueva residencia. Ahora, en Siria, ¿qué, podía temer de Murad, bajo la protección de su antiguo general Abdallah, que había llegado a ser bajá de San Juan de Acre? ¿Cómo Mehemet-Alí, por audaz que fuera, hubiera podido alcanzarle en el fondo de una provincia sobre la cual la Sublime Puerta extendía toda su poderosa jurisdicción?

Esto, sin embargo, iba a ser posible.

En efecto: aquel mismo año —1830—, Mehemet-Alí rompió sus relaciones con el Sultán. Quebrar el lazo de vasallaje que le unía a Mahmud, unir Siria a sus posesiones de Egipto, llegar tal vez a ser soberano del Imperio otomano, no era mucho para la ambición del virrey. No fue difícil encontrar el pretexto.

Algunos fellahs tiranizados por los agentes de Mehemet-Alí habían debido buscar refugio en Siria, bajo la protección de Abdallah. El virrey reclamó la extradición de estos ciudadanos. El bajá de San Juan de Acre rehusó. Mehemet-Alí solicitó del Sultán autorización para reducir a Abdallah por las armas, Mahmud respondió primero que los fellahs eran súbditos turcos y que no podía entregarles al virrey de Egipto. Pero a poco, deseoso de tener la ayuda de Mehemet-Alí, o al menos su neutralidad, al día siguiente de la rebelión del bajá de Escútari concedió la autorización pedida.

Diversos incidentes, entre otros la aparición del cólera en las Escalas del Levante, retrasaron la partida de Ibrahim a la cabeza de un ejército de treinta y dos mil hombres y de veintidós barcos de guerra. Kamylk-Bajá tuvo entonces lugar de reflexionar sobre los peligros que debía crearle el desembarco de los egipcios en Siria.

Tenía entonces cincuenta y un años, de una vida bastante atormentada, lo que pone a un hombre en los umbrales de la vejez. Muy cansado, muy desanimado, muy desilusionado, no aspiraba más que al reposo que había pensado encontrar en aquella tranquila ciudad de Alepo, pero los acontecimientos volvíanse todavía contra él. ¿Era prudente que permaneciese en Alepo en el momento en que Ibrahim se disponía a invadir Siria? Sin duda que sólo se trataba de ir contra el bajá de San Juan de Acre. Pero después de haber depuesto a Abdallah, ¿el virrey detendría su ejército victorioso? ¿Limitaríase su ambición al castigo de un culpable? ¿No aprovecharía la ocasión para intentar la conquista definitiva de aquella Siria, objeto constante de sus deseos? Después de San Juan de Acre, ¿las ciudades de Damasco, de Sidón, de Alepo, no serían amenazadas por los soldados de Ibrahim? Era de temer.

Kamylk-Bajá tomó esta vez una resolución definitiva. Lo que se buscaba era su fortuna, codiciada por Murad, y que éste pretendía arrancarle. Preciso era, pues, hacer desparecer esta fortuna depositándola en un lugar tan secreto que nadie pudiera descubrirla. Después dejaría venir los sucesos. Más tarde, y bien porque Kamylk-Bajá se decidiese a huir de aquel país de Oriente a pesar de estar tan ligado a él, bien porque Siria volviese a estar en condiciones de seguridad lo bastante estables para poder establecerse en ella, él iría a coger su tesoro del sitio donde lo ocultara.

El capitán Zo aprobó los proyectos de Kamylk-Bajá, y ofreció ejecutarlos de tal modo que el secreto no pudiera ser jamás descubierto. Compróse un brig-goleta. Formóse una tripulación compuesta de diversos elementos, de marineros que ningún lazo de unión tenían, ni aún el de la nacionalidad. Los barriles fueron embarcados sin que nadie pudiera sospechar lo que encerraban. El 13 de abril, el barco en el que tomó pasaje Kamylk-Bajá en el puerto de Latakie se hizo a la mar.

Se sabe que la voluntad del egipcio era descubrir un islote cuyo lugar no fuese conocido más que del capitán y de él. Importaba, pues, que la tripulación fuese despistada de forma que no pudiese apreciar la dirección seguida por el barco. El capitán Zo, durante quince meses, lo procuró así, modificando la ruta en todos los sentidos. ¿Había salido del Mediterráneo? ¿Había vuelto? ¿Se navegaba por Europa cuando el islote fue advertido? Lo cierto era que el brig-goleta había sido arrastrado sucesivamente por climas diferentes, por zonas distintas, y que el mejor marinero de a bordo no hubiera podido decir dónde se encontraba actualmente. Aprovisionado para varios años, jamás había tocado en tierra más que para hacer provisiones de agua, alejándose después de aquellos sitios que sólo conocía el capitán Zo.

Sábese también que Kamylk-Bajá había, durante largo tiempo, navegado antes de encontrar un islote conveniente a sus propósitos, y que, cuando se disponía a arrojar sus riquezas al mar, el islote tan impacientemente buscado acababa de aparecer al fin.

Tales eran los sucesos que, uniéndose a la historia de Egipto y de Siria, importaba mencionar. En lo sucesivo apenas nos referiremos a ellos. Esta novela va a tomar un carácter más fantástico que el que este grave principio parece indicar. Pero es preciso apoyarla en una base sólida, y esto es lo que el autor ha hecho, o por lo menos ha intentado hacer.

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