XXXII

CAPÍTULO QUE DEBERÁN CONSULTAR LOS QUE VENGAN AL MUNDO ALGUNOS CENTENARES DE AÑOS DESPUÉS QUE NOSOTROS

¿Qué significaba aquella actitud del excapitán Antifer, precisamente cuando sabía la situación del islote número 4, que contenía el tesoro de Kamylk-Bajá? Sí, Antifer debía de estar loco.

Durante los siguientes días sucedió una cosa muy singular, y fue que el tío de Juhel recobró sus antiguos hábitos de pasearse por el puerto con la pipa en la boca y haciendo sonar los guijarros. Ya no era el mismo. Tenía como estereotipada una sardónica sonrisa. Ya no hablaba del tesoro, ni de los viajes hechos, ni de proyectos de expedición en busca de los millones…

Gildas Tregomain, Nanón, Énogate y Juhel no volvieron a hablar de ello. Esperaban que el día menos pensado les gritase Antifer: «¡En marcha!».

—¡Nos lo han cambiado! —decía Juhel a Nanón.

—Acaso el miedo de casarse con Talisma Zambuco… —observó el barquero—. No importa… ¡No podemos dejar escapar esos millones!

Con lo cual se operó un cambio absoluto en las ideas del de Saint-Malo y en las de Gildas Tregomain. ¡También a él le atormentaba la sed de oro! Y, después de todo, puesto que ya sabían dónde estaba el islote, ¿por qué no habían de ir a él?

—¿Para qué? —le objetaba Juhel.

Y el barquero iba a contárselo a Nanón, que le replicaba:

—¡Vaya, deje el tesoro tranquilo donde está!

—Oye —preguntaba a Énogate—, ¿no te gustaría tener treinta y tres millones en el bolsillo?…

—Mejor quiero treinta y tres besos de mi marido, señor Tregomain.

Al fin, quince días después se decidió a plantear la cuestión a Antifer.

—¡Ah!… ¿El islote aquél?…

—¡Sí, aquél del Mediterráneo!… Debe de existir, según creo…

—¡Ya lo creo que existe!… ¡Cómo existimos tú y yo!…

—Y entonces, ¿por qué no vamos?

—¡Qué hemos de ir, marinero de agua dulce!… ¡Cuándo nos nazcan aletas como a los peces!…

¿Qué significaba este lenguaje de Antifer? Gildas no podía comprenderlo. Pero no se desanimó. ¡Al fin los treinta y tres millones no eran para él, sino para los hijos!… No hay que olvidarse del mañana, y puesto que los enamorados no piensan más que en su amor, hay que pensar por ellos…

Y tanto y tanto insistió que, al cabo, un día le dijo Antifer:

—¿De modo que tú quieres ir?…

—Yo, sí, amigo…

—¿Tú opinas que hay que ir?…

—¡Y antes hoy que mañana!

—¡Bueno! Pues vámonos.

¡Y con qué acento pronunció la palabra vámonos!

Pero antes de partir era preciso pensar en Zambuco y Ben-Omar: aquél como coheredero y éste como ejecutor testamentario; había que participarles, en primer lugar, el descubrimiento de la situación del islote número 4; segundo, invitarlos a que estuvieran en dicho punto, uno para recibir su parte de herencia y otro para percibir su tanto por ciento.

Más interesábase Antifer por cumplir escrupulosamente todos estos preliminares que el mismo Gildas.

Dos despachos telegráficos fueron expedidos, uno a Túnez y otro a Alejandría, citando a dichos interesados para el 23 de octubre en Sicilia, en Girgenti, ciudad más próxima al islote.

En cuanto al reverendo Tyrcomel, seríale enviado su lote a su debido tiempo para que lo echase al Forth, si tenía miedo de que el dinero le quemase las manos.

De Sauk no había para qué ocuparse. Nada le debían. Que acabase tranquilamente sus años de prisión en las mazmorras del jail de Edimburgo.

Decidido el viaje, Gildas fue quien con más calor lo preparó todo, lo cual no parecerá extraño, como tampoco lo parecerá que Énogate fuese de la partida, pues a los dos meses de casados no era fácil que Juhel consintiese en una separación, ni su mujer hubiese vacilado en seguirle.

¿Cuánto duraría aquella nueva exploración?… No podía ser mucho. Ir y volver. Ya no iban a buscar el quinto documento. ¿O acaso Kamylk-Bajá habría puesto otro eslabón a aquella cadena de islotes?… ¡No! Los datos eran terminantes: el tesoro yacía bajo una roca del islote número 4 y éste ocupaba matemáticamente el lugar indicado entre la costa de Sicilia y la isla Pantellaria.

—Pero debe de ser ese islote muy pequeño cuando no figura en el mapa —dijo el barquero.

—Probablemente —respondió Antifer con risa mefistofélica. Aquello era muy raro, seguramente.

Convinieron en utilizar los medios más rápidos de comunicación, es decir, aprovechar lo más que pudieran los ferrocarriles. Ya existía una línea férrea directa que atravesaba Francia e Italia, desde Saint-Malo hasta Nápoles. En dinero para el viaje no había que pensar, con treinta millones a la vista…

El 16 de octubre por la mañana se despidieron los cuatro de Nanón, y se fueron en el primer tren. En París casi no se detuvieron, y tomaron el rápido de Lyon; cruzaron la frontera italiana, pero nada vieron de Milán, ni de Florencia, ni de Roma, y llegaron a Nápoles en la noche del 20. Gildas mostrábase tan confiado en aquella nueva campaña, como asendereado por cien horas de ferrocarril.

Al día siguiente por la mañana dejaron el Hotel Victoria y tomaron pasaje en un vapor que hacía servicio a Palermo, y después de un día escaso, desembarcarían en la capital de Sicilia.

No pensaron en visitar todas aquellas maravillas. No iban a eso. Ahora Gildas no se preocupaba de no poder dar sus paseos de inspección, ni de asistir piadosamente a las famosas vísperas sicilianas de que él había oído hablar. ¡No! Para él Palermo no era la célebre ciudad de que se apoderaron sucesivamente normandos, franceses, españoles e ingleses… Era, sencillamente, el punto de partida de toda clase de coches, galeras o diligencias, que van dos veces por semana a Corleona en nueve horas, y de Corleona a Girgenti, también dos veces a la semana, en doce.

A este último punto era a donde tenían que dirigirse nuestros viajeros; a la antigua Agrigento, situada sobre la costa meridional de la isla de Sicilia, punto de cita con el banquero Zambuco y el notario Ben-Omar.

Y cuenta que tal género de locomoción no está exento de incidentes y accidentes. Las carreteras no son muy seguras. Aún hay bandidos en Sicilia, y los habrá siempre. Nacen allí como el olivo y el áloe.

Sin embargo, al día siguiente partieron, haciendo el viaje sin novedad. Llegaron a Girgenti en la noche del 24. Ya se iban aproximando…

El banquero y el notario estaban esperando. ¡Oh, inextinguible sed de oro, que trajiste al uno de Túnez y al otro de Alejandría!

Cuando se encontraron allí los dos coherederos, sólo cambiaron estas palabras:

—¿En este islote, por fin?

—Parece que sí.

¡Pero con qué tono tan sarcástico lo dijo Antifer, y qué mirada tan irónica!…

Encontrar un barco en Girgenti no es, a la verdad, tarea difícil ni larga. Pescadores no faltan, ni barqueros tampoco, con toda una variada colección de barcos, barcazas, barquichuelas, lanchas y lanchones; toda la marina menuda del Mediterráneo.

Además, sólo se trataba de una breve excursión, un paseo de cuarenta millas al oeste de la costa. Con viento favorable, y saliendo aquella misma noche, tenían tiempo de tomar la situación del islote antes de mediodía. Hicieron el flete de un falucho de treinta toneladas, llamado Providenza, y patroneado por un verdadero lupus maritimus, que, desde cincuenta años antes, recorría aquellos parajes. Los conocía hasta el punto de poder navegar a ojos cerrados desde Sicilia hasta Malta y desde Malta hasta Túnez.

—Creo inútil —observó Gildas— que digamos a este hombre lo que vamos a hacer; ¿no te parece, Juhel?

Y así le pareció a éste.

El patrón se llamaba Jacopo Grappa. Y para que se vea cuán propicia se mostraba la suerte con los herederos del bajá, el lupus chapurraba algo el francés; lo preciso para hacerse comprender.

Pues aún había otra circunstancia feliz. Y era que estando ya en octubre, casi en el mal tiempo, pudiera ocurrir que corriesen algún temporal fuerte… Pues ¡tampoco! El viento era fresco y soplaba de tierra. Cuando el Providenza se lanzó mar adentro apareció una luna espléndida, inundando con su pálida luz las altas montañas de Sicilia.

La tripulación del jabeque se componía de cinco hombres. El ligero barco iba por una mar tranquila, tanto que Ben-Omar no sentía el mareo. Jamás había sido favorecido por una navegación tan excepcional.

La noche transcurrió sin incidente alguno, y la aurora del segundo día anunció una jornada soberbia.

Pierre-Servan-Malo estaba asombroso. Paseábase sobre el puente con las manos en los bolsillos y la pipa en la boca, afectando una indiferencia perfecta. Al verlo así, Gildas Tregomain, que estaba muy excitado, no podía creer a sus ojos. Habíase sentado en la proa. Énogate y Juhel estaban cerca el uno del otro. ¡La joven se abandonaba al encanto de aquella travesía! ¡Ah! ¿Por qué no había de poder seguir a su esposo por todas partes donde le arrastraran los azares de su carrera?

De vez en cuando Juhel se aproximaba al timonel y comprobaba la dirección, es decir, si el Providenza guardaba bien el rumbo al oeste. Teniendo en cuenta su velocidad, él estimaba que hacia las once el jabeque debía de estar en los tan deseados parajes. Después volvía junto a Énogate, lo que le valía más de una vez esta amonestación de Gildas Tregomain:

—No te ocupes tanto de tu mujer, Juhel, y sí algo más de nuestro negocio.

Ahora decía ¡«nuestro negocio»! ¡Oh, qué cambio!… ¿Pero no era en interés de aquellos niños?…

A las diez no había señal alguna de tierra. Y de hecho en aquella parte del Mediterráneo, entre Sicilia y el cabo Bon, no se encuentra otra isla de importancia que Pantellaria. Pero no se trataba de una isla, si no de un islote.

Cuando el banquero y el notario miraban a Antifer, apenas si podían ver sus ojos fulgurantes, su boca hundida a través de los turbiones de humo de su pipa bien encendida.

Jacopo Grappa no comprendía nada de la dirección que se daba al barco. Pero poco le importaba. A él le pagaban bien para ir al oeste, e iría mientras no se mandase virar de bordo.

—Conque —dijo a Juhel— ¿tenemos que seguir la ruta hacia Poniente?

—Sí.

Va bene.

E iba bene.

A las diez y cuarto Juhel, con su sextante en la mano, hizo su primera observación, reconociendo que el barco estaba en 37° 30' de latitud norte, y 10° 33' de longitud este.

Mientras practicaba la operación, Antifer le miraba oblicuamente guiñando un ojo.

—¿Y bien, Juhel?

—Tío, estamos justamente en la longitud y no tenemos más que descender algunas millas al S.

—Entonces descendamos, sobrino, descendamos. Yo creo que jamás descenderemos bastante.

Comprended una palabra de esto que dijo el más extraordinario de los maluines pasados, presentes y futuros.

El jabeque dejóse llevar sobre babor a fin de aproximarse a Pantellaria. El viejo patrón se perdía en conjeturas, y como Gildas Tregomain se encontrase a su lado, no pudo impedir preguntarle en voz baja lo que iba a buscar en aquellos parajes.

—Nuestro pañuelo, que hemos perdido aquí —respondió Gildas Tregomain, como hombre que empieza a sentirse malhumorado, a pesar de lo excelente de su condición.

Va bene, señor.

A las doce menos cuarto no se veía aún ningún montón de rocas. Y sin embargo, el Providenza debía de estar sobre el yacimiento del islote número 4.

Y nada… nada… tan lejos como la vista podía extenderse.

Por la cuerda de estribor Juhel subió al palo mayor. Desde allí su mirada abarcaba un horizonte de unas doce a quince millas. ¡Nada!… ¡Siempre nada!…

Cuando volvió a bajar al puente, Zambuco, seguido del notario, se aproximó, y con voz llena de inquietud le preguntó.

—¿El islote 4?

—¡No se ve!

—¿Estás seguro de tu punto? —añadió Antifer.

—Seguro, tío.

—Entonces, sobrino, es preciso creer que no sabes hacer una observación.

El joven capitán se sintió tocado en lo más vivo, y como el rubor empañase su frente, Énogate le calmó con un gesto suplicante.

Gildas Tregomain creyó deber intervenir, y dirigiéndose al viejo patrón:

—¿Grappa? —dijo.

—A sus órdenes.

—Venimos en busca de un islote.

—Sí, señor.

—¿Es que no hay un islote en estos parajes?

—¿Un islote?

—Sí.

—¿Un islote dice?

—Un islote… Se te dice un islote —repitió Antifer que se encogió de hombros—. ¿Entiendes? Un islote… islote. ¿No entiendes?

—Perdone, excelencia. ¿Es un islote lo que busca?

—Sí —dijo Gildas—. ¿Existe alguno?

—No, señor.

—¿No?

—No… Pero hubo uno… y yo he desembarcado en él.

—¿En él? —repitió el barquero.

—Pero ha desaparecido.

—¡Desaparecido! —exclamó Juhel.

—Sí, señor; hace treinta y un años.

—¿Y qué era ese islote? —preguntó Gildas juntando las manos.

—¡Eh, barquero! —exclamó Antifer—. Era el islote… o más bien la isla Julia…

¡La isla Julia! ¡Qué revelación para Juhel!

Sí. Efectivamente, la isla Julia o Ferdinanda, u Hotham, o Graham, o Nerita —como quiera llamársela— había aparecido en aquel lugar el 28 de junio de 1831. ¿Cómo dudar de su existencia? El capitán napolitano Corrao estaba presente en el momento en que se manifestaba la erupción submarina que la produjo.

El príncipe Pignatelli había observado la columna que brillaba en el centro de la isla nuevamente nacida con una luz continua como un fuego artificial. El capitán Irtón y el doctor John Davy habían sido testigos del maravilloso fenómeno.

Durante dos meses, la isla cubierta de escoriales y de cálida arena fue practicable a los caminantes. Era el fondo submarino que una fuerza plutónica había levantado a la superficie de las aguas.

Después, en el mes de diciembre de 1831, la masa rocosa se había bajado, y la isla desapareció sin dejar huella.

Durante este lapso de tiempo, tan corto, la mala suerte condujo a Kamylk-Bajá y al capitán Zo a aquella parte del Mediterráneo.

Buscaban un islote desconocido, y por el cielo, lo era el que acababa de aparecer en junio para desaparecer en diciembre.

Y ahora estaba a un centenar de metros, y en él aquellos millones que el reverendo Tyrcomel hubiera querido hacer desaparecer.

La naturaleza se había encargado de esta obra moral, y no había temor de que apareciesen más en el mundo.

¡Y es preciso decir que Antifer lo sabía! Cuando, tres semanas antes, Juhel le había indicado el yacimiento del islote número 4, entre Sicilia y Pantellaria había comprendido enseguida que se trataba de la isla Julia. Cuando él era grumete había recorrido a menudo aquellos parajes, y nada ignoraba del doble fenómeno producido en 1831, aquella aparición y desaparición de un islote efímero, hundido ahora a trescientos pies de profundidad. Después de un acceso de cólera, el más terrible de toda su vida, había tomado su partido, renunciando para siempre al tesoro de Kamylk-Bajá. Y he aquí por qué en esta última jornada no despegó sus labios. Si consintió, bajo la presión de Gildas Tregomain, en lanzarse a un nuevo viaje, fue únicamente por amor propio, porque no quiso ser el más burlado en aquel asunto. Y si había citado en Girgenti al banquero Zambuco y al notario Ben-Ornar, fue para darles la lección que merecían.

Volviéndose, pues, hacia el banquero maltés y al notario egipcio:

—¡Sí! —exclamó—. ¡Ahí están los millones! ¡A nuestros pies! Y si quieren tomar su parte, no hay más que darse un chapuzón. Vamos. ¡Al agua, Zambuco! ¡Al agua, Ben-Omar!

Y si alguna vez estos dos sintieron haber acudido a la engañosa invitación de Antifer, fue en aquel momento en que el intratable maluín les abrumaba con sus sarcasmos, olvidando que él se había mostrado tan ávido como ellos de aquel tesoro.

—Ahora, ¡rumbo al este! —exclamó Antifer—, y en camino para el país.

—Donde viviremos dichosos —dijo Juhel.

—Hasta sin los millones del Bajá —añadió Énogate.

—Claro, puesto que es preciso —dijo Gildas en tono de cómica resignación.

Pero antes el capitán, por curiosidad, quiso hacer echar la sonda en aquel lugar.

Obedeció Jacopo Grappa moviendo la cabeza, y sacando la cuerda, fue desarrollada de 300 a 350 pies; el plomo chocó en una masa resistente.

Era la isla Julia: el islote número 4, perdido a aquella profundidad.

A la orden de Juhel el barco viró. Como el viento era contrario, tuvo que bordear toda la noche, ganando el puerto, lo que valió al infortunado Ben-Ornar dieciocho últimas horas de mareo.

Era, pues, muy avanzada la mañana cuando el Providenza amarró en el muelle de Girgenti, después de aquella infructuosa exploración.

Pero en el momento en que los pasajeros iban a despedirse del viejo patrón, éste, aproximándose a Antifer, le dijo:

—Excelencia.

—¿Qué quieres?

—Tengo que decirle una cosa.

—Habla, amigo mío, habla.

—Pues bien, señor… No se ha perdido toda esperanza.

Pierre-Servan-Malo se irguió, y en sus ojos brilló un último rayo de avaricia.

—¡Toda esperanza! —respondió.

—Sí, excelencia. La isla Julia lleva desaparecida desde el año 1831, pero…

—Pero…

—Ella sube desde el año 1850…

—¡Como mi barómetro! —exclamó Antifer lanzando una formidable carcajada—. Desgraciadamente, cuando reaparezca la isla Julia con sus millones, con nuestros millones, nosotros no estaremos por acá, ni aun tú, Gildas, aunque mueras centenario.

—Lo que no es probable —respondió el ex patrón de la Encantadora Amelia.

Y parece que lo que acababa de decir el viejo marino es cierto.

La isla Julia sube lentamente a la superficie del Mediterráneo. De forma que, algunos siglos más tarde, tal vez hubiera sido posible dar otro desenlace a estas MARAVILLOSAS AVENTURAS DE ANTIFER.

JULES GABRIEL VERNE (Nantes, 8 de febrero de 1828 – Amiens, 24 de marzo de 1905), conocido en los países de lengua española como Julio Verne, fue un escritor francés de novelas de aventuras. Es considerado junto a H. G. Wells uno de los padres de la ciencia ficción. Es el segundo autor más traducido de todos los tiempos, después de Agatha Christie, con 4185 traducciones, de acuerdo al Index Translationum. Algunas de sus obras han sido adaptadas al cine. Predijo con gran exactitud en sus relatos fantásticos la aparición de algunos de los productos generados por el avance tecnológico del siglo XX, como la televisión, los helicópteros, los submarinos o las naves espaciales. Fue condecorado con la Legión de Honor por sus aportes a la educación y a la ciencia.

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