XXXI

EN EL QUE SE VERÁ EL DEDO DE ÉNOGATE TRAZAR UNA CIRCUNFERENCIA, Y CUÁLES FUERON LAS CONSECUENCIAS DE TAN INOCENTE DISTRACCIÓN

El día 12 de agosto fue día de fiesta y alegría en la casa de la calle de Hautes-Salles, en Saint-Malo. A cosa de las diez de la mañana salían de allí los novios, seguidos de lucido y numeroso acompañamiento.

La alcaldía y la parroquia dispensáronles una buena acogida; el alcalde pronunció con tal motivo un elocuente discurso, y el cura una conmovedora plática, mejor que las del reverendo Tyrcomel. Después el cortejo acompañó hasta su domicilio al nuevo matrimonio, sancionado por la autoridad civil y la eclesiástica.

El lector, que conoce las dificultades que precedieron a aquel enlace, se asombrará seguramente al saber que los que acababan de casarse eran Énogate y Juhel.

De modo que éste no se había unido a una princesa, ni duquesa, ni siquiera baronesa. Ni Énogate había dado su mano a un título. ¡Los deseos de su tío no habían podido cumplirse! Ni en la boda ni en los suspirados millones. Sin embargo, es de creer que el nuevo matrimonio no por eso dejaría de ser feliz.

Además de los principales interesados, participaban también de la gran satisfacción otras dos personas: Nanón, que acababa de asegurar la felicidad de su hija, y Gildas Tregomain, que lucía, en calidad de testigo, una magnífica levita, un gran pantalón y un brillante sombrero de copa, y unos guantes blancos que era lo que había que ver.

Y de Antifer, ¿qué fue? —preguntará el lector.

Volvamos a ocuparnos de él y de sus compañeros de viaje, de los colegas de aquella desastrosa campaña en busca de un tesoro perdido.

Pues bien: una hora después del descubrimiento del pergamino que tantas amarguras y desengaños produjera, los pasajeros del Kroon volviéronse a bordo. Antifer fue conducido a hombros de los marineros llamados al efecto.

Todo hacía temer que el de Saint-Malo hubiera perdido la razón ante semejantes catástrofes… Y sin embargo, no fue así, por más que mejor le hubiera valido, para de ese modo no darse cuenta de las cosas de este pícaro mundo. Su abatimiento era tal, que ni Gildas ni su sobrino pudieron arrancarle una palabra.

El retorno se hizo lo más rápidamente posible por mar y por tierra. El Kroon dejó a sus pasajeros en Hammerfest; el paquebote del cabo Norte los desembarcó en Bergen. El ferrocarril de Drontheim a Cristianía aún no funcionaba; tuvieron que tomar un coche hasta la capital de Noruega. Un steamer los condujo a Copenhague; el resto del camino lo hicieron utilizando los ferrocarriles de Dinamarca, Alemania, Holanda, Bélgica y Francia, yendo, por último, desde París a Saint-Malo.

En París, Antifer y Zambuco se despidieron muy descontentos ambos. La señorita Talisma Zambuco se iba a quedar soltera toda su vida. Estaba escrito que no había de ser Pierre-Servan-Malo el que la sacase de tan penosa situación, contra la que luchaba desde hacía tanto tiempo. No hay que decir que todos los gastos de viaje que Zambuco anticipó fuéronle reintegrados por Antifer en la parte que a él correspondió, y que fue una cantidad no despreciable. Sin embargo, la venta del diamante le permitió quedarse todavía con una bonita cantidad en el bolsillo. Por esta parte no salía mal librado del todo.

Ben-Omar nada pidió.

—¡Ahora os vais al diablo! —le dijo Antifer despidiéndose.

—¡Y procurad hacer buenas migas con él! —añadió Gil-das Tregomain para consolarle.

El notario escapó por el camino más corto para Alejandría, jurando no volver a buscar tesoros.

Al día siguiente, Antifer, Gildas Tregomain y Juhel estaban de vuelta en Saint-Malo, en donde les dispensaron un recibimiento muy cariñoso… Algunos bromistas dijeron que para aquel viaje no se necesitaban alforjas…

Nanón y Énogate prodigaron frases de consuelo a los asendereados viajeros. La casa recobró su vida normal.

Antifer, en la imposibilidad de constituir a sus sobrinos dotes de unos cuantos millones, no negó su consentimiento para el matrimonio:

—¡Que hagan lo que quieran y me dejen tranquilo! —dijo.

Hubo que conformarse con su aquiescencia, manifestada en tan grosera forma. En seguida empezaron los preparativos de boda, en los que el tío no tomó parte alguna.

Antifer apenas salía de su cuarto, en donde pasaba el tiempo, siempre víctima de sorda cólera, pronta a estallar con cualquier pretexto.

Celebróse la nupcial ceremonia sin que pudieran conseguir que el tío asistiera. Las súplicas de Gildas fueron vanas.

—¡Haces mal! —le dijo.

—¡Bueno!

—Das un disgusto a los chicos…

—¡Mira, déjame en paz! —acabó por replicarle.

Desde aquel día Énogate y Juhel tenían una sola vivienda, en vez de las dos que antes tenían. Cuando salían de su casa era para ir a pasar el rato con Nanón, o a casa del mejor de sus amigos, del buen Gildas Tregomain. Allí generalmente recaía la conversación en Antifer, quien les apenaba mucho con su constante excitabilidad y postración. Antifer no salía ni veía a nadie. Ya no iba, como antes, diariamente a pasear por las avenidas y los muelles con la pipa en la boca. Hubiérase dicho que le daba vergüenza mostrarse a la gente después de tan ruidoso desenlace. Algo debía haber de esto.

—Temo que pierda la salud —decía Énogate mostrando profunda tristeza en sus hermosos ojos.

—También yo lo temo, hija mía —respondía Nanón—. ¡Yo siempre pido a Dios que devuelva a mi hermano la tranquilidad que tanto necesita!

—¡Maldito Bajá, que con sus millones de los demonios ha venido a turbar nuestra existencia!… —exclamó Juhel.

—Millones que nadie ha encontrado —repuso Gildas—. Y, sin embargo, existen… están allí… ¡Sabe Dios dónde diría el pergamino!…

Un día el barquero dijo a Juhel:

—¿Sabes lo que pienso?

—¿Qué?

—Que acaso tu tío se conformase con saber dónde está el tesoro, aunque supiera que no podía ir a cogerlo.

—Quizá tenga razón, señor Tregomain. Porque lo que le desespera es haber tenido en la mano el documento y no haber sabido la situación del islote número 4.

—¡Y que aquello era lo definitivo! —respondió el barquero—. El pergamino lo decía sin duda alguna.

—Mi tío se pasa todo el día leyendo el documento.

—¡Tiempo perdido! El tesoro de Kamylk-Bajá jamás se encontrará, jamás.

Lo cual era más que probable.

Pocos días después de la boda se supo lo que había sido del infame Sauk. La razón de no haber precedido en su viaje a Spitzberg a Antifer y colegas, fue el haber sido detenido por la policía en Glasgow en el momento en que se disponía a embarcar con rumbo a los mares árticos. No hay que olvidar el extraordinario escándalo que produjo el atentado contra Tyrcomel y el efecto causado por el original tatuaje impreso en la espalda del reverendo pastor. A consecuencia de esto, la policía de Edimburgo púsose en movimiento para conseguir identificar al agresor, cuyas señas precisas diera el reverendo Tyrcomel.

A la mañana siguiente al atentado, y sin volver al Gibb’s Royal Hotel, tomó Sauk el tren para Glasgow, en cuyo puerto pensaba embarcarse para Bergen o Drontheim. De modo que, en lugar de partir de la costa este de Escocia, como hizo Antifer, partiría del oeste. Como la ruta venía a ser poco más o menos la misma, contaba Sauk llegar antes que los legítimos herederos de Kamylk-Bajá.

Pero, para su desgracia, tuvo que esperar toda una semana en Glasgow, pues no había barco listo para aquel viaje; y por fortuna para la justicia humana, pudo ser reconocido en el instante en que iba a tomar pasaje. Detenido al momento, fue a poco condenado a varios años de prisión. Se ahorró un viaje inútil, después de todo.

De suerte que el desenlace de toda aquella penosa campaña practicada desde el golfo de Omán hasta el polo era el renunciar al tesoro que, gracias a su imprudente guardador, permanecía oculto, enterrado para siempre. Sólo una persona podía dar gracias al cielo por tan funesto desenlace: el reverendo Tyrcomel. Aunque sólo fuese a franco la pieza, ¡cuántos pecados hubieran podido cometerse en este mísero mundo si se hubiesen esparcido sobre la frágil humanidad las riquezas del egipcio Kamylk-Bajá!

Y así fue transcurriendo el tiempo, gozando el nuevo matrimonio de su felicidad, un tanto amargada por el lamentable estado en que su tío se encontraba, y por el temor de que muy pronto el joven capitán tendría que abandonar mujef, familia y amigos. Adelantaba mucho la construcción del bergantín de la casa Le Baillif, cuyo cargo de segundo de a bordo estaba reservado a Juhel; bonita posición, teniendo en cuenta su edad. Dentro de seis meses se haría a la mar, camino de las Indias.

Frecuentemente hablaba de esto con Énogate, que se entristecía mucho pensando en aquella cercana separación. ¿Pero acaso en los puertos las familias no están acostumbradas a ellas? Énogate, por no demostrar cierto egoísmo con su tristeza, ponía por pretexto de sus penas al buen Antifer. Sí, sería un dolor muy grande para su sobrino abandonarle en tal estado; ¿quién sabía si le encontraría cuando volviera?

También Juhel alguna vez volvía a leer el documento incompleto. Sí; en aquellas últimas líneas había el principio de una frase. Y este pensamiento llegaba a producirle una extraña obsesión.

—Hay que buscar —se decía.

—¿Buscar qué?

—Islote… situado… ley… geométrica…

¿De qué ley geométrica se trataba? ¿Relacionaba ésta unos islotes con otros? ¿El Bajá los había elegido al azar? ¿Por qué había tenido la extravagancia de ir desde el golfo de Omán a la bahía Ma-Yumba, desde aquí a Spitzberg, y desde aquí a Dios sabe dónde? A menos que el rico egipcio, aficionado a las matemáticas, hubiese tenido la humorada de plantear un problema.

Ahora bien, la palabra «polo» ¿se referiría al extremo del eje de la Tierra? No, imposible. Entonces ¿qué significado podría atribuírsele?

Juhel se volvía loco tratando de obtener la solución, pero sin resultado.

—¡Polo! Éste es el punto de la dificultad —se decía el joven capitán.

Gildas Tregomain animaba a Juhel para que se dedicase a aquel jeroglífico o rompecabezas chino; porque en los millones creía él a pies juntillas.

—Pero no vayas a ponerte malo buscando la solución.

—¡Ah, señor Tregomain! No es por mí por quien me tomo ese trabajo. Crea que para mí ese tesoro es una superchería. Lo hago por mi tío.

—¡Es claro! ¡Qué lástima no poder descifrar lo último del pergamino! ¿Nada deduces?…

—Nada, señor Tregomain; la palabra «geométrica» es lo que más me intriga; y eso de «es preciso llevar». ¿Qué hay que llevar?

—Eso es… ¿qué? —repitió el barquero.

—Pero lo chocante es eso del «polo»; eso es lo que no me explico.

—¡Qué desgracia, hijo mío, que no entienda yo una palabra de todo eso, porque así podría ayudarte!

Transcurrieron dos meses. Ningún cambio se había operado en Antifer; el problema seguía siendo insoluble.

Un día, el 15 de octubre, antes de almorzar, hallábanse Énogate y Juhel en su cuarto, junto a la chimenea encendida, pues se dejaba sentir algo de frío.

La joven tenía las manos abandonadas entre las de su esposo, y le contemplaba silenciosa. Viéndole tan preocupado, quiso dar otro giro a sus pensamientos.

—Juhel —le dijo—, todas las cartas que me has escrito durante tu viaje las conservo cuidadosamente. Las he leído muchas veces.

—Sólo tienen para nosotros tristes recuerdos.

—Sin embargo, he querido guardarlas… para tenerlas siempre en mi poder. Pero en esas cartas no me has podido explicar todo lo que os sucedió; debes contarme los detalles del viaje. ¿Quieres contármelos hoy?

—¿Para qué?

—Me causará mucho placer… me parecerá que voy contigo por esos mundos… en ferrocarril, en vapor, en caravana.

—Querida mía, necesitaríamos un mapa para que te pudiera indicar nuestro itinerario.

—Pues aquí hay un globo terráqueo… ¿Puede servirte?…

—Perfectamente.

Énogate se levantó, y dirigiéndose a la mesa de Juhel cogió una esfera puesta sobre un pie metálico y la colocó en un velador frente a la chimenea.

Juhel, comprendiendo que con ello complacería a Énogate, se sentó junto a ella, hizo girar el globo poniendo frente a ellos la parte de Europa e indicando con el dedo hacia Saint-Malo, dijo:

—¡En marcha!

Los dos se inclinaron juntando sus cabezas; no hay que asombrarse de que el itinerario fuese amenizado por algunos besos. Del primer salto fue Juhel desde Francia a Egipto, de donde Antifer y sus compañeros se habían dirigido a Suez. Después atravesó con el dedo el Mar Rojo y el de las Indias, yendo a dar sobre Máscate.

—¿Ahí cerca estará el islote número 1? —preguntó Énogate.

—Sí, hacia el golfo.

Después, haciendo girar la esfera, fueron a parar a Túnez, en donde se unió a la comitiva el banquero Zambuco. Atravesaron el Mediterráneo, hicieron escala en Dakar, Juhel cortó el ecuador, bajó por la costa africana y se detuvo en la bahía Ma-Yumba.

—¿Ahí está el islote número 2? —dijo Énogate.

—Sí, querida.

Luego remontaron la costa de África, cruzaron Europa e hicieron alto en Edimburgo, donde conocieron al reverendo Tyrcomel. Por último, apuntando hacia el norte, los dos pusieron el dedo sobre las peladas rocas de Spitzberg.

—¿El islote número 3?

—Sí, hija mía; en donde nos esperaba la más tremenda de las decepciones en esta necia aventura.

Quedóse Énogate silenciosa, mirando la esfera…

—¿Por qué habría elegido el Bajá esos tres islotes? —interrogó la joven.

—¡Eso es lo que ignoramos ahora y siempre!

—¿Siempre?…

—Sí; y sin embargo, esos tres islotes deben hallarse unidos por alguna ley o principio geométrico, según parece indicar el último documento… La palabra «polo» es lo que…

Quedóse Juhel reflexionando y haciéndose mil objeciones y respuestas. Parecía haber concentrado toda su penetración e inteligencia en la resolución de aquella incógnita.

Mientras tanto, Énogate aproximándose más la esfera, se distraía recorriendo con el dedo el itinerario trazado por su marido. Su índice pasó por Máscate, y describiendo una curva, por Ma-Yumba, siguió con igual dirección hasta Spitzberg, para continuarla hasta volver al punto de partida.

—¡Calla! —dijo sonriendo—. Mira, Juhel, resulta un círculo… Habéis hecho un viaje redondo.

—¿Redondo?

—Sí… una circunferencia.

—¡Una circunferencia! —exclamó Juhel levantándose rápidamente y repitiendo la palabra.

Juhel se dirigió hacia el velador, cogió la esfera… describió a su vez la misma curva del itinerario… lanzó un grito…

Énogate le miraba muy asombrada, creyendo que se había vuelto loco como su tío. La esposa lloraba…

—¡Ya lo he encontrado! ¡Lo he encontrado! —exclamó Juhel lanzando otro grito.

—¿Qué?

—¡El islote número 4!

Seguramente se había vuelto loco. Aquello que decía era imposible.

Abrió la ventana y gritó.

—¡Señor Tregomain, señor Tregomain!

Volvióse después hacia el globo y lo interrogó, cual si estuviera hablando con aquella bola de cartón.

Un minuto después, el barquero entraba en la casa.

—¡Ya lo encontré! —le dijo Juhel apenas entró.

—¿Y qué has encontrado?

—He encontrado que los tres islotes están unidos geométricamente, y he encontrado la situación del islote número 4.

—¡Cielo santo! ¿Es posible?

Y al ver la actitud de Juhel, creyó, como Énogate, que se había vuelto loco.

—No, no me he vuelto loco —replicó Jul—. Escuche.

—Escucho.

—Los tres islotes están situados en la misma circunferencia. Pues bien; supongamos que los tres están en un mismo plano; unámoslos de dos en dos por una línea, recta —la línea que «hay que llevar», como dice el documento— y alcemos una perpendicular en el centro de cada una de estas dos líneas… El punto de encuentro de ambas será el centro de la circunferencia; a este punto central es a lo que llama «polo» el documento, puesto que se trata de un casquete esférico, y en ese punto es donde se halla el islote número 4.

Sencillo problema de geometría propuesto por una genialidad de Kamylk-Bajá, de acuerdo con el capitán Zo… Y si antes no había dado en la solución Juhel, fue porque no se fijó en que los tres islotes ocupaban tres puntos de una misma circunferencia.

Y he aquí cómo el dedito de Énogate, trazando aquella bienaventurada circunferencia, fue lo que resolvió el problema.

—¡Imposible! —exclamó el barquero.

—No, señor Tregomain; mire bien y se convencerá.

Colocando el globo delante del barquero, trazó la circunferencia antedicha, pasando por los puntos que Kamylk-Bajá pudo haber elegido, y eran: Máscate, estrecho de Bab-el-Mandeb, ecuador, Ma-Yumba, islas del Cabo Verde, trópico de Cáncer, cabo Farewell en Groenlandia, isla Sudeste de Spitzberg, islas del Almirantazgo, Mar de Kara, Tobolsk en Siberia y Herat en Persia. Luego si Juhel tenía razón, el islote número 4 debía formar el punto céntrico de la circunferencia, porque lo que es evidente para un círculo descrito en un plano, lo es también para un casquete esférico cuyo polo es el centro.

Gildas Tregomain no acababa de comprender, pues realmente era poco perito en estas materias. El joven capitán, loco de entusiasmo, tan pronto besaba la esfera como las mejillas de su mujer, más sabrosas que aquel pedazo de pintado cartón.

—Ésta, ésta lo ha encontrado, señor Tregomain, sin Énogate no hubiese yo dado con la solución…

Y en tanto que Juhel se entregaba a la alegría, Gildas Tregomain sentíase también invadido por una especie de delirium jubilans. Empezó a hacer piruetas como una sílfide de doscientos kilogramos de peso; se balanceaba de babor a estribor, como nunca lo hizo la Encantadora Amelia en las orillas del Ranee, o en el Portalegre con su cargamento de elefantes.

Con voz de trueno entonó la canción de Pierre-Servan-Malo:

¡Tengo la lon!

¡la lon!

¡Tengo la li!

¡lon li!…

¡Tengo la longitud!…

—¡Hay que avisar a mi tío! —dijo Énogate cuando se calmó la tempestad.

—¿Avisarle? —replicó Gildas un poco sorprendido—. Acaso no sea conveniente.

—Hay que pensarlo —añadió Juhel.

Llamaron a Nanón, a quien pusieron al corriente en pocas palabras. Cuando Juhel le preguntó si convendría llamar a su tío, le contestó la anciana bretona:

—No debemos ocultárselo.

—Pero ¿y si le espera otro nuevo desengaño? —observó Énogate—. ¿Acaso podrá soportarlo?

—No, esta vez no —dijo el barquero.

—El pergamino dice que el tesoro está enterrado en el islote número 4 —añadió Juhel— y el islote número 4 se halla situado en el centro del círculo trazado… Es indudable…

—Voy a buscar a mi hermano —repuso Nanón.

Poco después entraba Antifer con su mirada vaga y su cara sombría.

—¿Qué hay? —preguntó con acento de siniestra cólera.

Juhel refirió a su tío aquel problema planteado y la solución hallada.

Con sorpresa para todos, Antifer se mostró muy tranquilo. Ni aun frunció el entrecejo. Hubiérase dicho que esperaba aquello como cosa muy natural, que necesariamente habría de suceder más pronto o más tarde.

—¿Y dónde está ese punto céntrico? —se limitó a preguntar.

Y en verdad que la pregunta era muy interesante.

Juhel cogió la esfera y la puso en medio del velador. Con una regla flexible y un tiralíneas, cual si hubiera sido sobre una superficie plana, unió por medio de una línea Máscate y Ma-Yumba, y por medio de otra Ma-Yumba y Spitzberg. En los puntos medios de ambas levantó dos perpendiculares, cuyo punto de intersección coincidía con el centro de la circunferencia.

Cuyo centro caía en el Mediterráneo, entre Sicilia y el cabo Bon, muy próximo a la isla Pantellaria.

—¡Ahí… tío… ahí! —dijo Juhel.

Y después de haber tomado el paralelo y meridiano respectivos, añadió con firme acento:

—Treinta y siete grados veintiséis minutos latitud norte, y diez grados treinta y tres minutos longitud este del meridiano de París.

—¿Pero hay un islote?… —preguntó Gildas Tregomain.

—Debe de haberlo —respondió Juhel.

—Sí, hombre, sí; ¡no ha de haberlo! ¡Pues no faltaba más, con cien mil millones de demonios!… —dijo Antifer con tan formidable voz que hizo temblar las paredes. Después se encerró en su cuarto y ya no volvió a aparecer en todo el día.

Share on Twitter Share on Facebook