ACTO SEGUNDO

Escena: salón de la casa de sir Roben Chiltern. Lord Goring, vestido a la última moda, está sentado en un sillón. Sir Robert Chiltern está en pie junto a la chimenea. Evidentemente, se encuentra en un estado de gran agitación mental y nerviosismo. Durante la escena da paseos de un lado para otro.

LORD GORING. ––Mi querido Robert, es un asunto muy engorroso, realmente engorroso. Debías habérselo contado todo a tu esposa. Tener secretos de las esposas de otros es un lujo necesario en la vida moderna. Al menos, siempre me dicen eso en el club hombres que son lo bastante calvos para saberlo. Pero ningún hombre debía tener secretos para su propia esposa. Ella invariablemente los descubre. Las mujeres tienen un maravilloso instinto de las cosas. Pueden descubrirlo todo, excepto lo evidente.

SIR ROBERT CHILTERN. ––Arthur, no he podido decírselo a mi esposa. ¿Cuándo se lo iba a haber dicho? Anoche no. Hubiera provocado una separación para toda la vida y hubiera perdido el amor de la única mujer que adoro en el mundo, de la única mujer que ha hecho vibrar el amor dentro de mí. Anoche hubiera sido completamente imposible. Se hubiese separado de mí con horror..., con horror y desprecio.

LORD GORING. ––¿ Es tan perfecta lady Chiltern?

SIR ROBERT CHILTERN. ––Sí; lo es.

LORD GORING. ––(Quitándose el guante de la mano izquierda.) ¡Qué lástima! Perdón, mi querido amigo; no quise decir exactamente eso. Pero si lo que me dices es cierto, me gustaría tener una conversación seria sobre la vida con lady Chiltern.

SIR ROBERT CHILTERN. ––Sería completamente inútil.

LORD GORING. ––¿Puedo intentarlo?

SIR ROBERT CHILTERN. ––Sí; pero nada puede hacer cambiar sus ideas.

LORD GORING. ––Bien; en el peor de los casos sería un simple experimento psicológico.

SIR ROBERT CHILTERN. ––Todos los experimentos como ése son terriblemente peligrosos.

LORD GORING. ––Todo es peligroso, mi querido amigo. Si no fuera así, la vida no merecería la pena de ser vivida. Bien; creo que debo decirte que, a mi modo de ver, debías habérselo dicho a ella hace años.

SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Cuándo? ¿Cuando nos prometimos? ¿Crees que se hubiera casado conmigo si hubiese sabido cuál fue el origen de mi fortuna, la base de mi carrera; si hubiese sabido que yo había hecho una cosa que la mayoría de los hombres llaman vergonzosa y deshonesta?

LORD GORING. ––(Lentamente.) Sí; la mayoría de los hombres le darían esos feos calificativos. No hay duda.

SIR ROBERT CHILTERN . –– (Amargamente.) Hombres que a cada momento hacen lo mismo que hice yo. Hombres que tienen secretos mucho peores que el mío en sus vidas. ,

LORD GORING. ––Ésa es la razón de que les agrade tanto descubrir los secretos de los demás. Eso dis-trae la atención pública de ellos mismos.

SIR ROBERT CHILTERN. ––Y, después de todo, ¿a quién perjudiqué con lo que hice? A nadie.

LORD GORING. –– (Mirándolo fijamente.) Excepto a ti, Robert.

SIR ROBERT CHILTERN. –– (Después de una pausa.) Desde luego, yo tenía informes privados de cierta transacción que el Gobierno pensaba hacer y actué con arreglo a esos informes. La información privada es prácticamente el origen de todas las grandes fortunas actuales.

LORD GORING. –– (Golpeándose el zapato con el bastón.) Y el resultado es invariablemente un escándalo público.

SIR ROBERT CHILTERN. –– (Paseando por la habitación.) Arthur, ¿crees que lo que hice hace diecio-cho años debe ser ahora utilizado contra mí? ¿Crees que es justo que toda la carrera de un hombre quede arruinada por una falta que cometió en su adolescen cia? Entonces yo tenía veintidós años, y tenía la doble desgracia de haber nacido noble y pobre, dos cosas imperdonables hoy día. ¿Es justo que la locura, el pecado de la juventud, si los hombres quieren llamarlo así, deba destrozar una vida como la mía, deba ponerme en la picota, deba arruinar todo lo que yo he elaborado, todo lo que he construido? ¿Es justo, Arthur?

LORD GORING. ––La vida nunca es justa, Robert. Y quizá es mejor así para la mayoría de nosotros.

SIR ROBERT CHILTERN. ––Todo hombre ambicioso tiene que luchar en su siglo con sus propias armas. Lo que este siglo adora es la fortuna. El dios de este siglo es la fortuna. Para tener éxito hay que tener fortuna. Uno debe tiene fortuna a toda costa.

LORD GORING. ––Te menosprecias a ti mismo, Robert. Créeme: sin tu fortuna también hubieras triun-fado.

SIR ROBERT CHILTERN . ––Cuando hubiera sido viejo, quizá. Cuando hubiese perdido mi pasión por el poder o éste no me fuera útil. Cuando estuviese cansado, desilusionado. Quería tener éxito cuando fuera joven. La juventud es la época del éxito. No podía esperar.

LORD GORING. ––Bueno; ciertamente has tenido éxito siendo aún joven. Nadie ha tenido un éxito tan brillante en nuestros días. Subsecretario del Ministerio de Asuntos Exteriores a los cuarenta años. Eso es bastante para cualquiera.

SIR ROBERT CHILTERN . ––¿Y si ahora me lo quitan todo? ¿Si lo pierdo todo por un horrible escándalo? ¿Si soy expulsado de la vida pública?

LORD GORING. ––Robert, ¿cómo pudiste venderte por dinero?

SIR ROBERT CHILTERN . –– (Excitado.) No me vendí por dinero. Compré el éxito a un alto precio. Eso es todo.

LORD GORING. –– (Con gravedad.) Sí; ciertamente pagaste un alto precio por él. Pero ¿quien fue el que te dio tal idea?

SIR ROBERT CHILTERN. ––El barón Arnheim.

LORD GORING. ––¡Maldito canalla!

SIR ROBERT CHILTERN. ––No; era un hombre de la más sutil y refinada inteligencia. Un hombre de gran cultura y distinción. Un hombre de los más intelectuales que he conocido.

LORD GORING. ––¡Ah! Prefiero un caballero tonto. Sobre la estupidez hay mucho más que decir de lo que la gente se imagina. Personalmente tengo una gran admira ción por la estupidez. Pero ¿cómo lo hiciste?

Cuéntamelo todo.

1

SiR ROBERT CHILTERN. –– (Se deja caer en un sillón junto al escritorio.) Una noche, después de cenar, en casa de lord Radley, el barón empezó a hablar sobre el éxito en la vida moderna como algo que se puede reducir a una ciencia absolutamente definida. Con esa voz tan fascinante y tranquila que poseía nos expuso la más terrible de las filo sofias, la filosofia del poder, predicándonos el más maravilloso de los evangelios, el evangelio del oro. Creo que notó el efecto que había producido sobre mí, porque algunos días después me escribió invitándome a verlo. Vivía en Park Lane, en la casa que ahora tiene lord Woolcomb.

Recuerdo muy bien cómo, con una extra ña sonrisa en sus labios pálidos y curvados, me llevó por su maravillosa galería de cuadros, me mostró sus tapices, sus esmaltes, sus joyas, sus marfiles tallados, mara -

villándome de la extraña belleza del lujo en que vivía, y entonces me dijo que el lujo no era más que un de-corado, un telón pintado de una obra, y que el poder, el poder sobre los demás hombres, el poder sobre el mundo, era la única cosa de valor, el único placer supremo que merecía la pena conocer, la única alegría que nunca cansaba y que en nuestro siglo sólo el rico lo posee.

LORD GORING. ––Un credo terriblemente superficial.

SIR ROBERT CHILTERN . –– (Levantándose.) Yo no creía eso entonces; ni lo creo ahora. La fortuna me ha dado enorme poder. Me dio libertad, y la libertad lo es todo. Tú nunca has sido pobre y no sabes lo que es la ambición. No puedes comprender la maravillosa oportunidad que me dio el barón. Pocos hombres la tienen.

LORD GORING. ––Afortunadamente para ellos, a juzgar por los resultados. Pero dime... ¿Cómo te convenció el barón para que hicieras..., bien, lo que hiciste?

SIR ROBERT CHILTERN. ––Cuando ya iba a irme me dijo que, si alguna vez podía darle alguna información privada de verdadero valor, me haría un hombre muy rico. Me deslumbró la perspectiva que él me insinuaba, y mi ambición y mi deseo de poder eran por entonces enormes. Seis semanas más tarde ciertos documentos privados pasaron por mis manos.

LORD GORING. –– (Con los ojos fijos en la alfombra.) ¿Documentos de Estado?

SIR ROBERT CHILTERN. ––Sí. (Lord Goring suspira, después se pasa la mano por la frente y levanta la vista.)

LORD GORING. ––No podía pensar que tú, entre todos los hombres del mundo, hubieras podido ser tan débil. Robert, para caer en la tentación que el barón Arnheim te sugirió.

SIR ROBERT CHILTERN . ––¿Débil? ¡Oh! Estoy harto de oír esa frase. Harto de usarla con los demás.

¡Débil! ¿Crees realmente, Arthur, que es la debilidad la que hace caer en la tentación? Hay tentaciones que requieren fuerza, fuerza y valor, para caer en ellas jugarse toda la vida en un solo instante, echarlo todo a una carta, si lo que se juega es placer o poder, no me preocupa... No hay debilidad en ello. Hay un terrible, un terrible valor.Yo tuve ese valor. Esa misma tarde le escribí al varón Arnheim la carta que ahora tiene esa mujer. Ganó con ese asunto tres cuartos de millón.

LORD GORING. ––¿Y tú?

SIR ROBERT CHILTERN. ––Recibí del barón ciento diez mil libras.

LORD GORING. ––Valías más, Robert.

SIR ROBERT CHILTERN. ––No; ese dinero me dio exactamente lo que quería: poder sobre los demás.

Entré inmediatamente en la Cámara. El barón me daba algún consejo financiero de cuando en cuando.A los cinco años casi había triplicado mi fortuna. Desde entonces todo lo que emprendía era un éxito. En todos los asuntos relacio nados con el dinero tenía una suerte extraordinaria que a veces casi me asustaba. Recuerdo haber leído en alguna parte, en algún libro extranjero, que cuando los dioses desean castigarnos atienden nuestros ruegos.

LORD GORING. ––Pero dime, Robert: ¿nunca sentiste lo que habías hecho?

SIR ROBERT CHILTERN . ––No. Pensé que había combatido a mi siglo con sus propias armas y había ganado.

LORD GORING. –– (Tristemente.) Creíste que habías ganado.

SIR ROBERT CHILTERN. ––Lo creí. (Después de una larga pausa.) Arthur, ¿me desprecias por lo que te he contado?

LORD GORING. –– (Con profundo sentimiento en su voz.) Lo siento mucho por ti, Robert, lo siento de veras.

SIR ROBERT CHILTERN . ––No diré que he tenido re mordimientos. No ha sido así. No he tenido re-mordimientos, según el sentido ordinario y bastante tonto de la palabra. Pero he pagado ese dinero a con-ciencia. Tenía la salvaje esperanza de que así podría desarmar al destino. He distribuido el doble de la suma que me dio el barón en obras de caridad.

LORD GORING. –– (Mirándolo.) ¿En obras de caridad? ¡Qué daño debes de haber hecho, Robert!

SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Oh! No digas eso, Arthur. ¡No hables así!

LORD GORING. ––¡No te preocupes de lo que digo, Robert ! Siempre hablo lo que no querría hablar. En realidad, usualmente te digo lo que pienso. Un gran error hoy día. Se expone uno a no ser entendido. En cuanto a este terrible asunto, te ayudaré en lo que pueda. Naturalmente, eso ya lo sabes.

SIR ROBERT CHILT ERN. ––Gracias, Arthur, gracias. Pero ¿qué podemos hacer? ¿Qué podemos hacer?

LORD GORING. ––(Recostándose con las manos en los bolsillos.) Bien; el inglés no puede soportar al hombre que siempre está diciendo que lleva razón, pero le gusta mucho el hombre que admite que está equivocado. Esa es una buena cosa. Sin embargo, en tu caso, Robert, una confesión no resultaría. El dinero, si me permites decirlo, es... una cosa muy embarazosa. Además, si decides confesarlo todo, nunca podrás volver a hablar de moralidad. Y en Inglaterra un hombre que no puede hablar de mora lidad dos veces por semana a un numeroso, popular e inmortal auditorio no puede ser un político serio. No le quedan más pro-fesiones que la de botánico o la eclesiástica. Una confesión no sería útil. Sería tu ruina.

SIR ROBERT CHILTERN. ––Sería mi ruina. Arthur, lo único que me queda es luchar con todas mis fuerzas.

LORD GORING. ––(Levantándose de la silla.) Esperaba que dijeras eso, Robert. Es lo único que se puede hacer. Y debes empezar por contarle a tu mujer toda la historia.

SIR ROBERT CHILTERN. ––Eso no lo haré.

LORD GORING. ––Robert, créeme: estás equivocado.

SIR ROBERT CHILTERN. ––No puedo hacerlo. Mataría su amor por mí. Y con respeto a esa mistress Cheveley, ¿cómo podré defenderme de ella? Parece que tú ya la conocías de antes, ¿no, Arthur?

LORD GORING. ––Sí.

SIR ROBERT CHILTERN. ––¿La conocías mucho?

LORD GORING. –– (Arreglándose la corbata.) Tan poco, que me comprometí a casarme con ella una vez cuando estuve en casa de los Tenbys. La cosa duró unos tres días.

SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Por qué rompisteis?

LORD GORING. ––(Alegremente.) ¡Oh! Lo he olvidado. Al menos no tiene importancia. A propósito,

¿has intentado ofrecerle dinero? Solía gustarle enormemente.

SIR ROBERT CHILTERN. ––Le ofrecí el que quisiera. Lo rechazó.

LORD GORING. ––Entonces el maravilloso evangelio del oro a veces no resulta. El rico no lo puede to-do, al fin y al cabo.

SIR ROBERT CHILTERN. ––No. Supongo que tienes razón. Arthur, temo no poder evitar la desgracia que se cierne sobre mí. Estoy seguro de que no podré. Nunca supe lo que era el terror. Ahora lo sé. Es co-mo una mano de hielo que oprime el corazón. Es como si el corazón latiese para morir en un horrible vacío.

LORD GORING . ––(Golpeando la mesa.) Robert, tienes que luchar, tienes que luchar.

SIR ROBERT CHILTERN. ––Pero ¿cómo?

LORD GORING. ––De momento, no lo sé. No tengo ni la más pequeña idea. Pero todo el mundo tiene un punto débil. Hay un fallo en cada uno de nosotros. (Va hacia la chimenea y se mira al es pejo.) Mi padre dice que yo tengo defectos. Quizá los tenga. No lo sé.

SIR ROBERT CHILTERN . ––Al defenderme de mistress Cheveley tengo derecho a utilizar cualquier arma, ¿verdad?

LORD GORING. ––(Mirándose aún en el espejo.) En tu lugar yo no tendría ningún escrúpulo en hacer eso. Ella es perfectamente capaz de cuidar de sí misma.

SIR ROBERT CHILTERN. –– (Se sienta junto a la mesa y coge una pluma.) Bien; enviaré un cable ci-frado a la Embajada de Viena preguntando si allí se sabe algo contra ella. Puede haber algún escándalo secreto en el que haya estado mezclada.

LORD GORING. ––(Arreglándose la flor del ojal.) ¡Oh! Imagino que mistress Cheveley es una de esas mujeres muy modernas de nuestro tiempo que creen que un nuevo escándalo les sienta tan bien como un nuevo sombrero y airean ambas cosas por el parque todas las tardes a las cinco y media. Estoy seguro de que ella adora los escándalos y que actualmente su pesar es no poder tener los suficientes.

SIR ROBERT CHILTERN. ––(Escribiendo.) ¿Por qué dices eso?

LORD GORING. ––(Volviéndose.) Bien; porque ella lleva ba anoche demasiado «rouge» y casi nada de ropa. Eso siempre es una señal de desesperación en una mujer.

SIR ROBERT CHILTERN. –– (Tocando el timbre.) Pero merece la pena escribir a Viena, ¿no?

LORD GORING. ––Siempre merece la pena hacer una pregunta, aunque no siempre merece la pena con-testarla. (Entra Mason.)

SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Está míster Trafford en su habitación?

MASON. ––Sí, sir Robert.

SIR ROBERT CHILTERN. –– (Mete la carta en un sobre, el cual cierra cuidadosamente.) Dígale que ci-fre esto inmediatamente. No debe perder tiempo.

MASON. ––Sí, sir Robert.

SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Oh! Démelo un momento. (Escribe algo en el sobre. Mason sale con la carta.) Ella debe de haber tenido alguna extraña influencia sobre el barón Arnheim. Me pregunto cuál sería.

LORD GORING. ––(Sonriendo.) Yo también.

SIR ROBERT CHILTERN. ––Lucharé con ella hasta la muerte, mientras mi mujer no sepa nada.

LORD GORING. ––¡Oh! Lucha de todas formas... Lucha hasta el fin.

SIR ROBERT CHILTERN . –– (Con un gesto de desesperación.) Si mi esposa se enterase, habría ya poco por lo que luchar. Bien, tan pronto como reciba noticias de Viena, te las comunicaré. Es una posibilidad muy remota, pero confío en ella.Y como he luchado con mi época con sus propias armas, lucharé con ella con sus propias armas. Es lo justo; y ella parece una mujer con un pasado, ¿verdad?

LORD GORING. ––La mayoría de las mujeres bonitas lo tienen. Pero hay una moda en cuestión de pasados como la hay en cuestión de vestidos. Quizá el pasado de mistress Cheveley sea simplemente un ligero «décolleté», y eso es muy popular hoy día. Además, mi querido Robert, yo no concebiría demasiadas esperanzas en la lucha contra mistress Cheveley. Yo imaginaría que mistress Cheveley es una mujer a la que es fácil vencer. Ha sobrevivido a todos sus acreedores y demuestra una maravillosa presencia de áni-mo.

SiR ROBERT CHILTERN . ––¡Oh! Ahora vivo de esperanzas. Me agarro a todas las posibilidades. Me siento como un hombre en un barco que está naufragando. El agua rodea mis pies y una tormenta se cierne sobre mí. ¡Eh! Oigo la voz de mi mujer. (Entra lady Chiltern vestida de calle.)

LADY CHILTERN . ––Buenas tardes, lord Goring.

LORD GORING. ––¡Buenas tardes, lady Chiltern! ¿Ha estado en el parque?

LADY CHILTERN . ––No; acabo de venir de la Asociación Liberal de Mujeres, donde, a propósito, tu nombre ha sido acogido con grandes aplausos, Robert; y ahora voy a tomar el té. (A lord Goring.) Se quedará a tomar el té ¿verdad?

LORD GORING. ––Me quedaré un rato, gracias.

LADY CHILTERN . –– Volveré al momento. Voy sólo a quitarme el sombrero.

LORD GORING. ––¡Oh! Le ruego que no lo haga. ¡Es tan bonito! Uno de los sombreros más bonitos que he visto. Supongo que la Asociación Liberal de Mujeres lo habrá recibido con grandes aplausos.

LADY CHILTERN . –– (Con una sonrisa.) Tenemos que tratar sobre cosas mucho más importantes que los sombre ros, lord Goring.

LORD GORING. ––¿De veras? ¿Qué clase de cosas?

LADY CHILTERN . ––¡Oh! Cosas oscuras, útiles y deliciosas: los inspectores femeninos, la jornada de ocho horas, la franquicia parlamentaria... Todo, en resumen, lo que usted encuentra terriblemente falto de interés.

LORD GORING. ––¿Y nunca sobre sombreros?

LADY CHILTERN. –– (Con fingida indignación.) ¡Sobre sombreros, nunca! (Lady Chiltem sale por la puerta que da a su tocador.)

SIR ROBERT CHILTERN. –– (Coge la mano de lord Goring.) Has sido para mí un buen amigo, Arthur, un verdadero buen amigo.

LORD GORING. ––Que yo sepa, no he sido capaz de hacer mucho por ti, Robert. En realidad, no he si-do capaz de hacer nada. Estoy muy descontento conrnigo mismo.

SIR ROBERT CHILTERN. ––Has hecho que yo sea capaz de decirte la verdad. Eso es algo. La verdad siempre me ha ahogado.

LORD GORING. ¡Ah! La verdad es algo que yo suelto lo más pronto posible! Un mal hábito. Le hace a uno impopular en el club... con los socios más viejos. Le lla man afectación. Quizá lo sea.

SIR ROBERT CHILTERN . ––Hubiera hecho cualquier cosa por haber sido capaz de decir la verdad... de vivir la verdad. ¡Ah! Es una gran cosa vivir la verdad. (Suspira y va hacia la puerta.) Volveré a verte pronto, ¿verdad, Arthur?

LORD GORING. ––Ciertamente, si tú lo deseas. Esta noche voy al club de los solteros, a menos que en-cuentre algo mejor que hacer. Pero volveré aquí mañana por la mañana. Si por casualidad quisieras verme esta noche, envíame una nota a Curzón Street.

SIR ROBERT CHILTERN. ––Gracias. (Cuando llega a la puerta, llega lady Chiltern del tocador.) LADY CHILTERN . ––¿Te vas, Robert?

SIR ROBERT CHI LTERN. ––Tengo que escribir algunas cartas, querida.

LADY CHILTERN. –– (Va hacia él.) Trabajas demasiado, Robert. Nunca piensas en ti y pareces muy cansado.

SIR ROBERT CHILTERN. ––No es nada, querida, nada. (La besa y sale.)

LADY CHILTERN . –– (A lord Goring.) Siéntese. Me alegro de que haya venido. Quiero hablar con usted sobre... Bien; no sobre sombreros ni sobre la Asociación Liberal de Mujeres. Usted se toma demasiado interés en lo primero y muy poco en lo segundo.

LORD GORING. ––¿Quiere usted hablar conmigo sobres mistress Cheveley?

LADY CHILTERN . ––Sí. Lo ha adivinado. Después de marcharse usted supe que lo que ella había dicho era realmente cierto. Desde luego, hice que Robert le escribiese una carta inmediatamente retirando su promesa.

LORD GORING. –– Eso me ha dado él a entender.

LADY CHILTERN. ––Hubiera sido la primera mancha en una carrera que siempre se ha mantenido in-maculada. Robert debe estar por encima de todo reproche. No es como los demás hombres. No puede hacer lo que hacen los otros. (Mira a lord Goring, que permanece silencioso.) ¿No está de acuerdo conmigo? Es usted el mejor amigo de Robert. Nuestro mejor amigo, lord Goring. Nadie, excepto yo, conoce a Robert mejor que usted. No tiene secretos para mí, ni creo que los tenga tampoco para usted.

LORD GORING. ––Ciertamente no tiene ningún secre to para mí. Al menos eso creo.

LADY CHILTERN . ––Entonces, ¿no tengo razón al considerarlo así? Sé que la tengo. Pero hábleme francamante.

LORD GORING. ––(Mirándola fijamente.) ¿Francamente?

LADY CHILTERN. ––Sí. No tiene usted nada que ocultar, ¿verdad?

LORD GORING. ––Nada. Pero, mi querida lady Chiltern, creo, si usted me permite decirlo, que en la vi-da práctica...

LADY CHILTERN . –– (Sonriendo.) De la cual sabe usted tan poco, lord Goring...

LORD GORING. ––De la cual no sé nada por experiencia, aunque se algo por observación. Creo que en la vida práctica el éxito, el éxito verdadero, tiene en sí una ligera falta de escrúpulos, como ocurre siempre también con la ambición. Una vez que un hombre ha puesto su corazón y su alma para alcanzar cierta meta, si tiene que escalar despeñaderos, los escala; si tiene que caminar por el cieno...

LADY CHILTERN . ––¿Qué?

LORD GORING. ––Camina por el cieno. Desde luego, sólo estoy generalizando sobre la vida.

LADY CHI LTERN. –– (En tono grave.) Lo supongo. ¿Por qué me mira tan extrañamente, lord Goring?

LORD GORING. ––Lady Chiltern, a veces he pensado que... quizá sea usted un poco dura en alguna de sus ideas sobre la vida.Yo creo que... a menudo no hace las suficientes concesiones. En todo carácter hay partes débiles, o peor que eso. Suponiendo, por ejemplo, que..., que cualquier hombre público, mi padre, lord Merton, o Robert, hubiese escrito hace muchos años una carta tonta a alguien...

LADY CHILTERN. ––¿Qué entiende por carta tonta?

LORD GORING. ––Una carta gravemente comprome tedora para la posición de uno. Estoy poniendo solamente un ejemplo imaginario.

LADY CHILTERN. ––Robert es incapaz de hacer una tontería, como también es incapaz de hacer una cosa deshonesta.

LORD GORING. –– (Después de una larga pausa.) Nadie es incapaz de hacer una tontería. Nadie es incapaz de hacer una cosa deshonesta.

LADY CHILTERN. ––¿Es usted un pesimista? ¿Qué dirán los demás elegantes? Todos tendrán que ponerse de luto.

LORD GORING. –– (Levantándose.) No, lady Chiltern, no soy un pesimista. Realmente, no creo estar seguro de lo que significa verdaderamente el pesimismo. Todo lo que sé es que la vida no puede ser enten-dida ni vivida sin caridad. Es el amor y no la filosofia alemana la verdadera explicación de este mundo.Y si alguna vez tiene cualquier preocupación, lady Chiltern, confie en mí por completo, que yo la ayudaré en lo que pueda. Si me necesita, pídame ayuda y la tendrá. Acuda a mí inmediatamente.

LADY CHILTERN. –– (Mirándolo sorprendida.) Lord Goring, está usted hablando completamente en serio. No creo haberlo oído hablar tan serio ninguna otra vez.

LORD GORING. –– (Riendo.) Debe excusarme, lady Chiltern. No me volverá a ocurrir, si puedo evitarlo.

LADY CHILTERN. ––Pero a mí me gusta verlo serio. (Entra Mabel Chiltern con un vestido de lo más encantador.)

MABEL CHILTERN. ––Querida Gertrude, no le digas cosas tan terribles a lord Goring. La seriedad no le sienta bien. ¡Buenas tardes, lord Goring! Le ruego que sea tan frívolo como pueda.

LORD GORING. ––Me gustaría, miss Mabel, pero temo que estoy... un poco desquiciado esta mañana.

Y, además, ahora tengo que irme.

MABEL CHILTERN. ––¡Justo cuando vengo yo! ¡Qué horribles modales tiene usted! Estoy segura de que le han educado muy mal.

LORD GORING. ––Así es.

MABEL CHILTERN. ––¡Me gustaría haberlo educado yo!

LORD GORING. ––Siento que no lo haya hecho.

MABEL CHILTERN. ––¿Y ahora es demasiado tarde, supongo?

LORD GORING. –– (Sonriendo.) No estoy seguro.

MABEL CHILTERN. ––¿Quiero que demos un paseo a caballo mañana por la mañana?

LORD GORING. ––Sí; a las diez.

MABEL CHILTERN. ––No lo olvide.

LORD GORING. ––Naturalmente que no. A propósito, lady Chiltern, hoy no viene la lista de sus invitados en el Morning Post. Supongo que habrá habido que dejar espacio para la reunión municipal, la confe-rencia de Lambeth o cualquier otra cosa igual de aburrida. ¿Puede usted darme una lista? Tengo una razón particular para pedírsela.

LADY CHILTERN. ––Estoy segura de que míster Trafford tendrá una.

LORD GORING. ––Muchísimas gracias.

MABEL CHILTERN. ––Tommy es la persona más útil de Londres.

LORD GORING. –– (Volviéndose hacia ella.) ¿Y quién es la más decorativa?

MABEL CHILTERN. –– (Tríunfalmente.) Yo.

LORD GORING. ––¡Qué inteligente ha sido al adivinarlo! (Coge su sombrero y su bastón.) ¡Adiós, lady Chiltern! Recuerda lo que le he dicho, ¿verdad?

LADY CHILTERN . ––Sí; pero no sé por qué me lo ha dicho.

LORD GORING. ––Ni yo mismo lo sé. ¡Adiós, miss Mabel!

MABEL CHILTERN . –– (Con un gesto de desencanto.) Desearía que no se fuera. He tenido cuatro aventuras maravillosas esta mañana; cuatro y media en realidad. Podía quedarse y escuchar alguna de ellas.

LORD GORING. ––¡Que egoísta es al tener cuatro aventuras y media! No habrá dejado ninguna para mí.

MABEL CHILTERN. ––No quiero que usted tenga ninguna. No le sentaría bien.

LORD GORING. ––Ésa es la primera cosa poco amable que me ha dicho usted. ¡Qué encantadoramente la ha dicho! Hasta mañana a las diez.

MABEL CHILTERN. ––En punto.

LORD GORING. ––Completamente en punto. Pero no traiga a míster Trafford.

MABEL CHILTERN. –– (Con un leve movímíento de cabeza.) Naturalmente que no lo llevaré. Tommy Trafford está en desgracia.

LORD GORING. ––Me alegro de oírlo. (Se ínclína y sale.)

MABEL CHILTERN. ––Gertrude, d esearía que hablaras con Tommy Trafford.

LADY CHILTERN. ––¿Qué ha hecho esta vez el pobre míster Trafford? Robert dice que es el mejor secretario que ha tenido nunca.

MABEL CHILTERN. ––Bueno; Tommy se me ha declarado otra vez. Tommy no hace realmente otra cosa que declararse a mí. Se me declaró anoche en el salón de música, cuando estaba sin protección y había un compli cado trío tocando. No me atreví a cometer ninguna indiscreción, no necesito decírtelo. Los músicos son absurdamente irrazonables. Siempre quieren que una esté perfectamente muda cuando lo que a una le gustaría estar es absolutamente sorda. Después se me ha declarado esta mañana en la calle a la luz del día, frente a esa terrible estatua de Aquiles. Realmente las cosas que ocurren fren te a esa obra de arte son completamente espantosas. Debería intervenir la policía. Durante el almuerzo vi por el brillo de sus ojos que se iba a declarar otra vez, y entonces le aseguré que era bimetalista. Afortunadamente, no sé lo que significa el bimetalismo. Y no creo que nadie lo sepa. Pero la observación contuvo a Tommy durante diez minutos. Pareció muy sorprendido. Y además, ¡es tan molesta la forma que tiene de declararse! Si se decla-rase en voz alta, no me importaría mucho. Eso podría producir algún efecto en el público. Pero lo hace de una forma horriblemente confidencial. Cuando Tommy quiere ser romántico, habla como un doctor. Me agrada mucho Tommy pero sus métodos para declararse están completamente anticuados. Desearía, Gertrude, que hablases con él y le dijeras que declararse una vez a la semana es suficiente para cualquiera, y que siempre lo haga de forma que llame la atención de la gente.

LADY CHILTERN . ––Querida Mabel, no hables así. Además, Robert tiene muy bien considerado a míster Trafford. Cree que posee un brillante porvenir.

MABEL CHILTERN. ––¡Oh! No me casaría con un hombre que tuviese un brillante porvenir por nada del mundo.

LADY CHILTERN . ––¡Mabel!

MABEL CHILTERN. ––Ya sé, querida. ¡Tú te casaste con un hombre de porvenir! Pero entonces Robert era un genio y tú tenías un noble carácter, apto para el propio sacrificio. Tú puedes soportar a los genios.

Yo no tengo carácter para eso, y Robert es el único genio que he podido aguantar. Por regla general, son completamente imposibles. Los genios hablan mucho, ¿verdad? ¡Una mala cos tumbre¡ Y siempre piensan en sí mismos, y a mí me gusta que los hombres piensen en mí. Debo ir a ensayar a casa de lady Basildon.

Recuerdas que estamos haciendo unos «tableaux», ¿verdad? ¡El triunfo de algo, no sé de qué! Espero que será el triunfo mío. Es el único triunfo que me interesa actualmente. (Besa a lady Chiltern y sale; vuelve a entrar inmediatamente.) ¡Oh! Gertrude, ¿sabes quién viene a verte? Esa horrible mistress Cheveley, con un vestido marav illoso. ¿La has invitado?

LADY CHILTERN . ––¡Mistress Cheveley! ¿Viene a verme? ¡Imposible!

MABEL CHILTERN. ––Te aseguro que sube las escaleras.

LADY CHILTERN . ––No necesitas quedarte, Mabel. Recuerda que lady Basildon te está esperando.

MABEL CHILTERN. ––¡Oh! Debo estrecharle la mano a lady Markby. Es deliciosa. Me gusta que me reprenda. (Entra Mason.)

MASON. ––Lady Markby. Mistress Cheveley. (Entran lady Markby y mistress Cheveley.) LADY CHILTERN. –– (Saliendo a su encuentro.) ¡Querida lady Markby, qué ama ble ha sido al venir a verme! (Le estrecha la mano y se inclina levemente ante mistress Cheveley.) ¿No se sienta, mistress Cheveley?

MISTRESS CHEVELEY. –– Gracias. ¿Ésa es miss Chiltern? Me gustaría mucho conocerla.

LADY CHILTERN. ––Mabel, mistress Cheveley desea conocerte. (Mabel Chiltern hace una pequeña inclinación.)

MISTRESS CHEVELEY. –– (Sentándose.) Su vestido de anoche era encantador, miss Chiltern. ¡Tan sencillo y... le sentaba tan bien!

MABEL CHILTERN. ––¿De veras? Debo decírselo a mi modista. Se so rprenderá. ¡Adiós, lady Markby!

LADY MARKBY. ––¿Se va usted ya?

MABEL CHILTERN. ––Lo siento, pero no tengo más remedio. Debo ensayar. Tengo que colocarme sobre la cabeza para unos «tableaux».

LADY MARKBY. ––¿Sobre la cabeza? ¡Oh! Creo que es muy poco saludable. (Toma asiento en el sofá junto a lady Chiltern.)

MABEL CHILTERN. ––Pero es para una obra de caridad. En favor de «los que no se lo merecen», que son los únicos en los que estoy interesada. Yo soy la secretaria y Tommy Traford el tesorero.

MISTRESS CHEVELEY. ––¿Y qué es lord Goring?

MABEL CHILTERN. ––¡Oh! Lord Goring es el presidente.

MISTRESS CHEVELEY. –– El cargo le sienta admirable mente, a menos que se haya estropeado desde que yo lo conocí.

LADY MARKBY. ––Eres muy moderna, Mabel. Quizá demasiado moderna. Nada es tan peligroso como ser demasiado moderna. Se expone una a anticuarse de repente. Conozco muchos ejemplos de ello.

MABEL CHILTERN. ––¡Qué horrible perspectiva!

LADY MARKBY. ––¡Ah! Querida, no tiene que ponerse nerviosa. Usted siempre será muy bonita. Ésa es la mejor moda que hay y la única que lanza Inglaterra con éxito.

MABEL CHILTERN. –– (Con una inclinación.) Muchísimas gracias, lady Mardby, en nombre de Inglaterra... y en el mío. (Sale.)

LADY MARKBY. –– (Volvíéndose a lady Chiltern.) Querida Gertrude, hemos venido para saber si han encontrado el broche de diamantes de mistress Cheveley.

LADY CHILTERN . ––¿Aquí?

MISTRESS CHEVELEY. ––Sí. Noté su falta al volver al Claridge y pensé que era posible que se me hubiese caído aquí.

LADY CHILTERN. ––No sé nada de ello. Pero llamaré al mayordomo para preguntárselo. (Toca el timbre.)

MISTRESS CHEVELEY. ––¡Oh! Le ruego que no se mo leste, lady Chiltern. Quizá lo perdí en la ópera antes de venir aquí.

LADY MARKBY. ¡Ah, sí! Supongo que debe de haber sido en la ópera. El hecho es que hay tantas apre-turas hoy día que me maravillo de que aún nos quede algo encima al final de la noche. Yo misma, cuando vuelvo de algún sitio, siento como si no me quedase nada encima, excepto un poco de reputación decente, la suficiente para que las clases bajas no nos hagan penosas observaciones a través de las ventanas del coche. La realidad es que nues tra sociedad está terriblemente superpoblada. Realmente alguien debería prepa-rar un buen proyecto para la emi gración. Eso sería estupendo.

MISTRESS CHEVELEY. –– Estoy completamente de acuerdo con usted, lady Markby. Hace cerca de seis años que no había estado en Londres durante la temporada, y debo decir que desde entonces la sociedad se ha mezcla do terriblemente. Por todas partes se ve la gente más rara.

LADY MARKBY. ––Eso es cierto, querida. Pero no se necesita conocerla. Estoy segura de que no conozco a la mitad de las personas que vienen a mi casa.Y realmente, por lo que oigo, no me gustaría conocerlas. (Entra Mason.)

LADY CHILTERN . ––Cómo era el broche que perdió usted, mistress Cheveley?

MISTRESS CHEVELEY. ––Un broche de diamantes en forma de serpiente, con un rubí, un rubí bastante grande.

LADY MARKBY. ––Creí que había dicho que era un zafiro, querida.

MISTRESS CHEVELEY. –– (Sonriendo.) No, lady Markby. Un rubí.

LADY MARKBY. – –(Asintiendo con la cabeza.) Y muy bonito, estoy segura.

LADY CHILTERN. ––¿Ha sido encontrado esta mañana en alguna de las habitaciones un broche de diamantes con un rubí, Mason?

MASON. ––No, señora.

MISTRESS CHEVELEY. ––Realmente no tiene importancia, lady Chiltern. Siento haberla molestado.

LADY CHILTERN . –– (Fríamente.) ¡Oh! No ha sido una molestia. Está bien, Mason. Puede traer el té.

(Sale Mason.)

LADY MARKBY-Opino que perder algo es de lo más mo lesto. Recuerdo una vez en Bath, hace años, que perdí en la Pump Room un camafeo extraordinariamente bonito que me había regalado sir John. Siento decir que no creo que me haya regalado nada desde entonces. Ha degenerado tristemente. Realmente, esa horrible Cámara de los Comunes arruina por completo a nuestros maridos. Creo que la creación de la Cá-

mara Baja es el golpe más fuerte que ha recibido la vida conyugal feliz desde que se inventó esa horrible cosa llamada «la educación elevada de las mujeres»

LADY CHILTERN . ––¡Ah! Es una herejía decir eso en esta casa, lady Markby. Robert es un gran defen-sor de la educación elevada de las mujeres, y yo también lo soy.

MISTRESS CHEVELEY. –– Lo que me gustaría ver es la educación elevada de los hombres. La necesi-tan mucho.

LADY MARYBY. ––Es cierto, querida. Pero temo que ese proyecto sea poco práctico. No creo que los hombres tengan mucha cápacidad para cambiar. Han ido lo más lejos que podían, que no es muy lejos,

¿verdad? Con respecto a las mujeres, querida Gertrude, usted pertenece a la joven generación, y estoy segura de que todo está bien si usted lo aprueba. En mi época, desde luego, nos enseñaban a no entender nada.

Ese era el viejo sistema, y era muy interesante. Le aseguro que la cantidad de cosas que nos enseñaron a no entender a mi hermana y a mí era extraordinaria. Pero me han dicho que las mujeres modernas lo entienden todo.

MISTRESS CHEVELEY. –– Excepto a sus maridos. Ésa es una de las cosas que las mujeres modernas no entienden.

LADY MARKBY. ––Lo cual está muy bien, querida. Si ocurriera eso, podrían quedar destruidos muchos hogares felices. No el suyo, por supuesto, Gertrude. Usted se ha casado con un hombre fuera de serie. Desearía poder decir lo mismo de mí. Pero desde que sir John asiste a los debates regularmente, lo cual nunca solía hacer en los viejos tiempos, su lenguaje se ha hecho completamente imposible. Siempre parecer creer que se está dirigiendo a la Cámara, y como consecuencia si discute sobre el estado de los agricultores, o sobre la iglesia de Gales, o sobre cualquier cosa tan fuera de lugar como éstas, me veo obligada a ordenar a los criados que salgan de la habitación. No es agradable ver al mayordomo, que está con nosotros desde hace veintitrés años, volver la cabeza ruborizado, ni a los criados retorciéndose de risa en los rincones co-mo payasos. Le aseguro que mi vida quedará completamente arruinada a menos que envíen a sir John ens eguida a la Cámara Alta. Entonces no se tomará ningún interés por la política, ¿verdad? ¡La Cámara de lo s Lores es tan juiciosa! Una asamblea de caballeros. Pero, en el presente, John es una desgracia. Esta mañana en el desayuno se levantó, se puso las manos en los bolsillos y se dirigió al país con toda la potencia de su voz. Dejé la mesa tan pronto como tomé mi segunda taza de té, no necesito decirlo. ¡Pero su violento lenguaje se oía en toda la casa! ¿Supongo, Gertrude, que sir Robert no es así?

LADY CHILTERN. ––Pero yo estoy muy interesada en la política, lady Markby. Me gusta oír a Robert hablar de ella.

LADY MARKBY. ––Bien; supongo que no será un devoto de los libros azules*, como lo es sir John. No creo que sea una buena lectura para nadie.

* «Libros azules»: El significado en inglés de blue books viene a equivaler a «un libro verde», con el ma-tiz sexual implícito.

MISTRESS CHEVELEY. –– (Lánguidamente.) Nunca he leído un libro azul. Prefiero los libros... con cubiertas ama rillas.

LADY MARKBY. ––El amarillo es un color muy alegre, ¿verdad? Solía llevar vestidos amarillos en mi juventud, y ahora los llevaría si sir John no personalizase tanto en sus observaciones; y un hombre que se preocupa de los vestidos es ridículo, ¿verdad?

MISTRESS CHEVELEY. ––¡Oh, no! Creo que los hombres son las máximas autoridades en ese sentido.

LADY MARKBY. ––¿Sí? No se diría eso a juzgar por los sombreros que llevan. (Entra el mayordomo seguido de un criado. Ponen el té en una mesita junto a lady Chiltern.)

LADY CHILTERN . ––¿Quiere té, mistress Cheveley?

MISTRESS CHEVELEY. –– Gracias. (El mayordomo le da a mistress Cheveley una taza de té sobre una bandeja.)

LADY CHILTERN . ––¿Té, lady Markby?

LADY MARKBY. ––No; gracias, querida. (Los criados se van.) El hecho es que he prometido a la pobre lady Brancaster hacerle una visita de diez minutos. Está muy apenada. Su hija, una muchacha muy bien educada, se ha prometido a un clérigo de Shropshire. Es muy triste, muy triste. No entiendo esta manía moderna por los curas. En mis tiempos las muchachas los veíamos rondar por todas partes como conejos.

Nunca les hacíamos caso, naturalmente. Pero me han dicho que hoy día en el campo son muy aficionados a ellos. Creo que es muy irreligioso. Y además, su hijo mayor ha reñido con su padre, y se dice que cuando se encuentran en el club lord Brancaster siempre se esconde tras la sección financiera del Times. Sin embargo, creo que eso es muy común hoy día, y tienen muchos ejemplares del Times en todos los clubes de Saint James Street. ¡Hay tantos hijos que no quieren nada con sus padres y tantos padres que no quieren ni hablar con sus hijos! Op ino que es muy penoso.

MISTRESS CHEVELEY. –– Yo también. Hoy día los padres tienen mucho que aprender de sus hijos.

LADY MARKBY. ––¿De veras, querida? ¿El qué?

MISTRESS CHEVELEY. –– El arte de vivir. La única de las bellas artes que hemos producido en los tiempos mo dernos.

LADY MARKBY. –– (Moviendo la cabeza.) ¡Ah! Temo que lord Brancaster sabe mucho de eso. Más de lo que ha sabido nunca su pobre esposa. (Volviéndose a lady Chiltern.) Conoce usted a lady Brancaster,

¿verdad, querida?

LADY CHILTERN . ––Ligera mente. Estaba en Langton el otoño pasado cuando fuimos nosotros allí.

LADY MARKBY. ––Bien; como todas las mujeres gruesas, parece el vivo retrato de la felicidad, como habrá usted notado. Pero hay muchas tragedias en su familia, además de ese asunto del clérigo. Su misma hermana, mistress Jekyll *, lleva la vida más desgraciada, y no a causa de ella últimamente estaba tan triste que entró en un convento o en los escenarios, no lo recuerdo exactamente. No; creo que se dedicó a hacer labores decorativas de aguja. Lo que sé es que perdió todo el sentido del placer en la vida. (Se levanta.) Y

ahora, Gertrude, si me lo permite, dejaré a mis tress Cheveley a cargo suyo y volveré dentro de un cuarto de hora. O quizá a la querida mistress Cheveley no le importase esperarme en el coche mientras estoy con lady Brancaster. Como es una visita de pésame, no estaré mucho tiempo.

* Como en la famosa narración de Stevenson (publicada en 1876), «Jekyll» contiene el significado sim-bólico en su etimología de «el que mata a su propio yo» («Jekill»). ¿Está Wilde haciendo aquí una refe-rencia irónica a la obra de su contemporáneo?

MISTRESS CHEVELEY. –– (Levantándose.) No me importa esperar en el coche si hay alguien que me traiga uno.

LADY MARKBY. ––He oído decir que el clérigo siempre está rondando la casa.

MISTRESS CHEVELEY. ––Temo que no me agradan mucho las amigas jóvenes.

LADY CHILTERN. –– (Levantándose.) ¡Oh! Espero, mis tress Cheveley, que se quedará aquí un poco.

Me gustaría charlar unos minutos con usted.

MISTRESS CHEVELEY. ––¡Qué amable es usted, lady Chiltern! Créame: nada me causará tan gran placer.

LADY MARKBY. ––¡Ah! No hay duda de que hablarán de muchos agradables recuerdos de sus días de colegio. ¡Adiós, querida Gertrude! ¿La veré esta noche en casa de lady Bonar? Ha descubierto un nuevo genio maravilloso. Hace... No hace nada, según creo. Es una gran comodidad,¿verdad?

LADY CHILTERN. ––Robert y yo cenaremos en casa esta noche, y no creo que salgamos después. Robert, naturalmente, tendrá que ir a la Cámara. Pero no hay nada de interés hoy.

LADY MARKBY. ––¿Cenan solos en casa? ¿Es eso prudente? ¡Ah! Había olvidado que su esposo es una excepción. El mío es del montón, y nada envejece tan rápidamente a una mujer como tener un esposo así. (Sale lady Markby.)

MISTRESS CHEVELEY. ––Maravillosa mujer lady Markby, ¿verdad? Es la mujer que habla más y dice menos de todas las que conozco. Ha nacido para orador público. Mucho más que su marido, que aunque es un inglés típico, es siempre aburrido y violento.

LADY CHILTERN. –– (No contesta y permanece en pie.Hay una pausa. Los ojos de las dos mujeres se encuentran. Lady Chiltem está muy pálida. Mistress Cheveley parece bastante divertida.) Mistress Cheveley, creo que debo decirle francamente que si hubiera sabido quién era usted realmente no la habría invitado anoche a mi casa.

MISTRESS CHEVELEY. –– (Con una sonrisa impertinente.) ¿De veras?

LADY CHILTERN . ––No podría haberlo hecho.

MISTRESS CHEVELEY. –– Veo que después de todos esos años no ha cambiado nada, Gertrude.

LADY CHILTERN. –– Yo nunca cambio.

MISTRESS CHEVELEY. –– (Arqueando las cejas.) Entonces ¿la vida no le ha enseñado nada?

LADY CHILTERN. ––Me ha enseñado a saber que una persona que una vez ha cometido una acción deshonesta puede cometerla por segunda vez.

MISTRESS CHEVELEY. ––¿Aplicaría usted esa regla a todo el mundo?

LADY CHILTERN . ––Sí; a todos sin excepción.

MISTRESS CHEVELEY. –– Entonces lo siento por usted, Gertrude, lo siento por usted.

LADY CHILTERN. ––Ahora ya ve, supongo, que hay muchas razones para que yo no desee relacionar-me en absoluto con usted durante su estancia en Londres.

MISTRESS CHEVELEY. –– (Apoyándose en la silla.) ¿Sabe, Gertrude, que me importa muy poco su charla sobre moralidad? La moralidad es simplemente la actitud que adoptamos con la gente cuyo carácter nos disgusta.Yo no le gusto a usted; estoy segura de eso.Y yo siempre la he detestado.Y, sin embargo, he venido aquí para hacerle un servicio.

LADY CHILTERN. –– (Despreciativamente.) ¿Como el que intentó hacerle anoche a mi esposo, supongo? Gracias a Dios, lo salvé de eso.

MISTRESS CHEVELEY. –– (Levantándose.) ¿Fue usted quien le hizo escribirme esa insolente carta?

¿Fue usted quien lo convenció de que rompiera su promesa?

LADY CHILTERN . ––Sí.

MISTRESS CHEVELEY. ––Entonces tendrá que hacérsela mantener. Le doy hasta mañana por la maña-na... nada más. Si para entonces su marido no promete solemnemente ayudarme en ese gran proyecto en el que estoy interesada...

LADY CHILTERN . ––Esa fraudulenta especulación.

MISTRESS CHEVELEY. –– Llámelo como quiera. Tengo a su marido en mis manos, y si usted es lista, lo convencerá de que haga lo que le digo.

LADY CHILTERN . –– (Levantándose y yendo hacia ella.) Es usted una impertinente. ¿Qué tiene que ver mi marido con usted? ¿Con una mujer como usted?

MISTRESS CHEVELEY. –– (Con una risa amarga.) En este mundo los que se parecen se relacionan.

Porque su marido es un estafador sin ningún honor. Entre usted y él hay un mundo. Él y yo somos más iguales. Somos unos enemigos unidos. El mismo pecado nos ata.

LADY CHILTERN. ––¿Cómo se atreve a hablar así de mi marido? ¿Cómo se atreve a amenazarlo a él o a mí? Abandone mi casa. No es digna de estar en ella. (Entra sir Robert Chiltern. Oye las últimas palabras de su esposa y ve a quién están dirigidas. Se pone intensamente páli do.)

MISTRESS CHEVELEY-¡Su casa! Una casa comprada con el precio del deshonor. Una casa en que todo ha sido pagado por medio de un fraude. (Se vuelve y ve a sir Robert Chiltern.) ¡Pregúntele cuál es el origen de su fortuna! Que le diga cómo vendió a un jugador de bolsa un secreto de Estado. Que le explique a qué debe su posición actual.

LADY CHILTERN . ––¡Eso no es cierto, Robert! ¡Eso no es cierto!

MISTRESS CHEVEI.EY. –– (Apuntándola con el dedo.) ¡Mírelo! ¡No puede negarlo! ¡No se atreverá!

SIR ROBERT CHILT ERN. ––¡Váyase! ¡Váyase inmediata mente! Ya ha causado el daño que podía.

MISTRESS CHEVELEY. ––¿Sí? Aún no he terminado con usted, ni con usted. Les doy hasta mañana a las doce. Si para entonces no ha hecho lo que le dije, todo el mundo sabrá el origen de la carrera de Robert Chiltern. (Sir Robert Chiltern toca el timbre. Entra Mason.)

SIR ROBERT CHILTERN . ––Acompañe a mistress Cheveley a la puerta. (Mistress Cheveley se estremece; después se inclina ante lady Chiltern con una cortesía algo exagerada. Lady Chiltern no responde.

Cuando pasa al lado de sir Robert Chiltern, que está junto a la puerta, se detiene un momento y lo mira frente a frente. Después sale seguida del criado, que cierra la puerta tras él. Marido y mujer se quedan solos. Lady Chiltern está como en un horrible sueño. Después se vuelve y mira a su marido. Tiene un mirada extraña, como si le viera por primera vez.)

LADY CHILTERN . ––¡Vendiste un secreto de Estado por dinero! ¡Comenzaste tu vida con un fraude!

¡Cimentaste tu carrera con el deshonor! ¡Oh! ¡Dime que no es cierto! ¡Miénteme! ¡Dime que no es cierto!

SIR ROBERT CHILTERN . ––Lo que esa mujer ha dicho es completamente cierto. Pero escúchame, Gertrude. No te imaginas lo grande que fue la tentación... Déjame que te lo explique todo. (Va hacía ella.) LADY CHILTERN. ––No te acerques a mí. No me toques. Siento como si me hubieras mancillado para siempre. ¡Oh! ¡Qué máscara has llevado durante todos estos años! ¡Qué horrible máscara! ¡Te vendiste por dinero! ¡Oh! Un vulgar ladrón es mejor que tú. ¡Te ofreciste al mejor postor! Te vendiste en el mercado.

Has mentido a todo el mundo. Sin embargo, a mí no me mentirás.

SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Gertrude! ¡Gertrude!

LADY CHILTERN. –– (Lo rechaza extendiendo los brazos.) ¡No, no hables! ¡No digas nada! Tu voz me trae horribles recuerdos... Recuerdos de cosas que me hicieron amarte... Recuerdos que ahora me horrori-zan. ¡Cómo te adoré? Eras algo aparte de la vida, un ser puro, noble, honesto, sin mancha. El mundo parecía más hermoso porque tú estabas en él, y la bondad más verdadera porque vivías tú.Y ahora... ¡Oh!

¡Cuando pienso que he hecho de un hombre como tú mi ideal! ¡El ideal de mi vida!

SIR ROBERT CHILTERN. ––Ése fue tu error. Ésa fue tu equivocación. El error que cometen todas las mujeres. ¿Por qué no podéis amarnos con nuestros defectos? ¿Por qué nos colocáis en monstruosos pedes-tales? Todos tenemos los pies de barro, tanto los hombres como las muje res; pero cuando los hombres amamos a las mujeres, las amamos conociendo sus debilidades, sus locuras, sus imperfecciones; las ¡una-mos más, si es posible, por esta razón. No es el ser perfecto, sino el imperfecto, el que necesita amor.

Cuando nos hemos herido nosotros mismos o nos han herido los demás, es cuando el amor debía venir a curarnos... ¿Para qué otra cosa es el amor? Todos los pecados, excepto el pecado contra él mismo, debía perdonarlos el amor. El amor verdadero debía perdonar todas las vidas, salvo las vidas sin amor. El amor de un hombre es así. Es más grande, mas humano que el de una mujer. Tú has hecho de mí un ídolo falso y yo no he tenido el valor de derribarlo, mostrándote mis heridas, contándote mis debilidades. Tenía miedo de perder tu amor, como ahora lo he perdido.Y así arruinaste anoche mi vida... ¡Sí, la arruinaste! Lo que esa mujer me pedía no era nada comparado con lo que me ofrecía. Me ofrecía seguridad, paz, tranquilidad. El pecado de mi juventud, que yo había creído olvidado, se alzó contra mí, horrible, espantoso, con sus manos apretándome el cuello. Pude haberlo matado para siempre, enviarlo a la tumba, destruirlo, quemar la única prueba que había contra mí. Tú lo impedis te. Nadie sino tú. Y ahora ante mí se cierne la desgracia, la ruina, la vergüenza, las burlas del mundo: me espera una vida solitaria y deshonrosa, y algún día una muerte solitaria y deshonrosa igualmente. ¡Que las mujeres no vuelvan a hacer ídolos de los hombres! ¡Que no los pongan en altares y se inclinen ante ellos o arruinarán otras vidas tan completamente como tú..., tú, a quien he amado ardientemente..., has arruinado la mía! (Sale de la habitación; lady Chiltern se precipita tras él, pero la puerta se cierra cuando ella la alcanza. Pálida, angustiada, se estremece como una planta en el agua. Sus manos, extendidas, parecen temblar en el aire como flores agitadas por el viento. Se derrumba por fin en un sofá y esconde el rostro entre las manos. Sus sollozos son como los de un niño.)

TELÓN

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