Capítulo 2

 

Había nevado dos días enteros, y una helada intensa endurecía el inmenso manto blanco que cubría la llanura; aquella comarca, siempre negra, con caminos que parecían rayas de tinta, con paredes y con árboles empolvados por el carbón, estaba entonces blanca, completamente blanca. El barrio de los Doscientos Cuarenta yacía triste y silencioso bajo la espesa capa de nieve. Por ninguna chimenea salía humo. Las casas, la lumbre estaba tan fría como las piedras de los caminos; la nieve no se derretía. Más que pueblo habitado semejaba el barrio de un pueblo muerto y envuelto en un sudario. Por las calles no se veían más que las huellas fangosas de los soldados que hacían el servicio de patrulla.

En casa de los Maheu la última palada de cisco de carbón había sido quemada el día antes; no había que pensar en ir a recoger carbón desperdiciado en los alrededores de la mina con aquel tiempo en que ni siquiera los pajarillas podían encontrar de comer.

Alicia estaba muriéndose por haberse empeñado en ello, escarbando entre la nieve. La mujer de Maheu había tenido que liarla en un pedazo de colcha mientras llegaba el doctor Vanderhagen, a casa del cual había ido dos veces sin poderlo encontrar; su criada le prometió que el señorito iría aquella misma noche al barrio, y la desconsolada madre estaba esperándole de pie detrás de la vidriera de la ventana, mientras la niña, que se había empeñado en bajar, tiritaba sentada en una silla, haciéndose la ilusión de que tenía menos frío allí, junto a la estufa apagada. El tío Buenamuerte, sentado frente a ella con las piernas encogidas, parecía dormir. Ni Leonor ni Enrique habían vuelto a casa; andaban por aquellos caminos de Dios, dirigidos por Juan, pidiendo limosna.

Maheu se paseaba de un extremo a otro de la habitación, tropezando con las paredes, con el aire estúpido de una fiera encerrada que no ve los barrotes de su jaula.

También se había acabado el petróleo; pero el reflejo de la nieve que había en la calle era tan grande, que la habitación, a pesar de la oscuridad de la noche, estaba casi clara.

Se oyeron unos pasos; se abrió la puerta, y apareció la mujer de Levaque que llegaba hecha una furia, y que se encaró con su vecina diciendo:

-¡Con que has sido tú quien ha dicho que yo exijo un franco a mi huésped cada vez que duerme conmigo!

La otra se encogió de hombros.

-¡No me fastidies! ¡Yo no he dicho nada! ¿De dónde sacas eso?

-Me han dicho que tú lo dijiste, y no te importa saber de dónde lo saco. Y hasta sé que dices que nos oyes hacer porquerías a través del tabique; que mi casa está muy sucia, porque no hago más que estar en la cama. ¿Niegas que lo hayas dicho, eh?

Diariamente había disputas a consecuencia de los chismorreas de las vecinas. Las riñas y las reconciliaciones eran ya cosa cotidiana, sobre todo entre las familias que vivían contiguas, pero nunca habían tenido la acritud y el encono de ahora.

Desde el principio de la huelga, el hambre exasperaba los rencores; todos sentían necesidad de reñir, y una disputa insignificante entre dos comadres se convertía a lo mejor en un duelo a muerte entre dos hombres.

Precisamente en aquel momento llegó Levaque, llevando consigo a Bouteloup.

-Aquí está este amigo, a ver si dice que ha dado un franco a mi mujer cada vez que ha dormido con ella. El huésped, siempre con su aire tranquilo y bonachón, protestaba tartamudeando excusas.

-¡Oh! ¡Eso jamás! ¡Jamás! -decía-. ¿Quién es capaz de suponer tal cosa? Levaque entonces adoptó una actitud amenazadora y poniendo a Maheu el puño en las narices:

-Mira -exclamó-, no me gustan estas cosas. Cuando se tiene una mujer capaz de calumniar así, se le rompe el alma. ¿O es que tú crees también lo que ha dicho?

-¡Maldita sea! -exclamó Maheu, furioso de tener que salir de su anonadamiento-. ¿Ya estamos otra vez con estas majaderías? ¿No tenemos bastantes miserias aún? Déjame en paz, si no quieres que vengamos a las manos. Además, ¿quién ha dicho que mi mujer dice tal cosa?

-¿Quién lo ha dicho? Pues la mujer de Pierron.

La de Maheu soltó una carcajada burlona, y dirigiéndose a su vecina: -¡Ah! ¿Conque ha sido la de Pierron? -exclamó-. A mí, en cambio me ha dicho que tú dormías con tus dos hombres, uno a cada lado.

Ya no fue posible entenderse. Todos se enfurecieron: los Levaque decían a los Maheu, para vengarse, que la mujer de Pierron hablaba muy mal de ellos también, asegurando que vendían a Catalina, y que estaban todos ellos podridos, incluso los niños, a consecuencia de una enfermedad adquirida por Esteban con una mujer del Volcán.

-¿Quién ha dicho eso? ¿Quién ha dicho eso? -rugió Maheu-. Bueno; allá voy, y como lo haya dicho, la ahogo.

Se había precipitado fuera de la sala; los Levaque le siguieron para atestiguar, mientras Bouteloup, que tenía horror a las disputas, se escurría tranquilamente para meterse en su casa. También la mujer de Maheu, en su furia, se disponía a salir, cuando un quejido de Alicia la detuvo. Arropó con el pedazo de colcha el calenturiento cuerpecillo de la enferma, y volvió junto a la ventana, esperando al médico, que no llegaba nunca.

A la puerta de la casa de Pierron, Maheu y los Levaque acababan de encontrar a Lidia jugando con la nieve. La casa estaba cerrada; un rayito de luz pasaba por entre las junturas de la ventana; la niña contestó al principio torpemente a las preguntas que le dirigían; no, su papá no estaba en casa; había ido al lavadero para ayudar a la Quemada a traer el lío de ropa limpia. Luego se turbó, y no quiso decir lo que estaba haciendo su mamá. Por fin lo confesó todo, riendo estúpidamente: su mamá la había echado a la calle, porque estaba allí el señor Dansaert, y los estorbaba para hablar. Éste había recorrido desde temprano el barrio de los obreros, yendo de puerta en puerta, acompañado de dos gendarmes, tratando de convencer a los mineros, imponiéndose a los débiles, anunciando en todas partes que si el lunes no bajaban a la Voreux la Compañía estaba decidida a contratar trabajadores en Bélgica. Y al anochecer, despidió a los gendarmes que le acompañaban, al encontrarse a la mujer de Pierron, que estaba sola; luego había entrado en casa de ésta a beber una copita de ginebra, al amor de una buena lumbre.

-¡Chitón! ¡Callaos, que vamos a verlos! -murmuró Levaque con malicioso tono-. Luego le pediremos explicaciones. ¡Vete de aquí, chiquilla!

Lidia retrocedió unos cuantos pasos, mientras Levaque aplicaba un ojo a la rendija de la ventana. Contuvo una exclamación, y lo que veía pareció interesarle extraordinariamente; en cambio su mujer, que miró después de él, declaró enseguida que aquello le daba asco. Maheu, por su parte, que la había empujado, porque quería ver también, declaró que era un espectáculo que valía dinero. Y cada uno de los presentes fue aplicando por turno un ojo a la indiscreta rendija. La sala, reluciente de puro limpia, estaba animada por una buena lumbre; sobre la mesa había pasteles, una botella y dos copas: un verdadero festín de boda. Todo aquello enfureció a los dos hombres, que algunos meses antes se hubiesen divertido en grande con el espectáculo que presenciaban. Bueno que se entregase a quien le diera la gana; pero era una infamia hacerlo al amor de una buena lumbre, y reponiendo fuerzas con vinos y pastelillos, cuando los compañeros se morían de hambre y de frío.

-¡Ahí está papá! -gritó Lidia echando a correr.

Pierron regresaba, en efecto, tranquilamente del lavadero con el saco de ropa a cuestas. Enseguida Maheu le interpeló:

-Oye; me han dicho que tu mujer dice que hemos vendido a Catalina, y estamos todos podridos. Y a ti, ¿quién te paga a tu mujer? ¿Ese caballero que se está entreteniendo con ella ahí dentro?

Pierron, aturdido, no comprendía, cuando su mujer, llena de miedo, al oír el ruido de las voces perdió la cabeza hasta el punto de entreabrir la puerta para enterarse de lo que pasaba. Estaba roja como una amapola con el corpiño desabrochado, y la falda todavía remangada, en tanto que Dansaert, en un rincón de la habitación, arreglaba el desorden de su traje. El capataz mayor huyó, temblando de que llegase hasta el director la noticia de aquella aventura, después de las recomendaciones de prudencia que le había dirigido. Entonces se produjo un escándalo mayúsculo de voces, gritos y risas.

-Tú, que dices siempre que las demás somos sucias -decía la mujer de Levaque-, no es extraño que estés limpia, si se encargan de ti los jefes.

-¡Ah! ¡Quién habla! -replicaba Levaque-. ¡Ahí tenéis a esa puerca que dice que mi mujer se acuesta conmigo y con el huésped! Si; tú lo has dicho.

Pero la mujer de Pierron, tranquila ya, se las tenía tiesas con todos, y los despreciaba, segura de ser la más guapa y la más rica del pueblo.

-¡He dicho lo que me ha dado la gana! ¡Id al diablo! ¡Eh! ¿Os importan mis asuntos? ¡Envidiosos, que no nos podéis ver porque sabemos ahorrar dinero! Decid, decid lo que queráis; ya sabe mi marido por qué estaba aquí el señor Dansaert.

Y en efecto, Pierron, muy enfadado, defendía a su mujer. La disputa empezó de nuevo; le llamaron traidor, espía, perro de presa de la Compañía; le acusaron de encerrarse en su casa para comer como un príncipe con el dinero que le daban los jefes por sus traiciones. Él replicaba pretendiendo que Maheu le había amenazado echando por debajo de la puerta de su casa un papel que tenía pintados una calavera, dos huesos en cruz y un puñal debajo. Y la cuestión acabó con una riña formal entre los hombres, como sucedía desde que comenzara la huelga, cada vez que las mujeres se decían unas cuantas desvergüenzas. Maheu y Levaque cayeron sobre Pierron a puñetazo limpio, y fue necesario separarlos.

La sangre manaba de la nariz de su yerno cuando se presentó la Quemada, la cual, al saber lo ocurrido, se contentó con decir:

-¡Ese puerco me deshonra!

La calle quedó desierta; ni una sola sombra manchaba la blancura mate de la nieve; y el barrio de los obreros, caído de nuevo en su inmovilidad de muerte, adquirió su aspecto sombrío.

-¿Y el médico? -preguntó Maheu al entrar en su casa.

-No ha venido -contestó su mujer, que no se había separado de la ventana.

-¿Han vuelto los niños?

-No, no han vuelto.

Maheu empezó a pasear de nuevo lentamente de un extremo a otro de la habitación, con su aire de fiera enjaulada. El tío Buenamuerte, que seguía sentado en su silla, no había levantado siquiera la cabeza. Alicia tampoco decía nada, y procuraba no tiritar mucho, por no apenarles más; pero, a pesar de su valor para sufrir, temblaba de tal modo algunas veces, que se oía el rechinar de sus dientes, mientras miraba con los ojos muy abiertos el techo de la habitación.

Era la última crisis; se hallaban próximos a un terrible desenlace. La tela de los colchones había ido detrás de la lana a casa del prestamista; después la ropa blanca, y luego todo lo que se podía vender o empeñar, había desaparecido. Una tarde vendieron por dos sueldos un pañuelo del abuelo. Cada cosa que se iba del hogar arrancaba lágrimas a los infelices, y la madre se lamentaba aún de haberse llevado un día debajo del mantón la caja, regalo antiguo de su marido, como quien lleva una criatura para dejarla abandonada en cualquier parte. Ya estaban desnudos; no tenían nada que vender como no fuese el pellejo, y éste valía tan poco, que nadie lo hubiera querido. Así, que no se tomaban ni siquiera el trabajo de buscar, porque sabían que nada podían encontrar, que todo estaba agotado, que no debía esperar ni una vela ni un pedazo de carbón, ni una patata. Estaban ya resignados a morir, y si lo sentían era solamente por sus hijos, que sin duda no habían merecido un destino tan cruel.

-¡Por fin, ahí está ya! -exclamó la mujer de Maheu.

Un hombre acababa de pasar por delante de la ventana. Se abrió la puerta. Pero no era el doctor Vanderhaghen, sino el cura, el cura del pueblo, el padre Ranvier, cuyos ojos brillaban en la oscuridad como los de un gato. Al entrar en la casa no pareció sorprendido de encontrarla a oscuras, sin lumbre, y a sus habitantes sin comer. Ya había estado en otras de la vecindad haciendo propaganda, conquistando a hombres de buena voluntad para su causa, del mismo modo que Dansaert, por la mañana, trataba de conquistarlos para la causa de la Compañía. El cura empezó a explicarse con voz febril y el acento entusiasta de un sectario.

-¿Por qué no fuisteis a misa el domingo, hijos míos? Hacéis mal, porque solamente la Iglesia puede salvaros. Vamos, prometedme que no faltaréis el domingo que viene.

Maheu, después de mirarle un momento, empezó a pasear de nuevo. sin decir una palabra; su mujer fue quien contestó:

-¿Y qué hemos de hacer en misa, señor cura? ¡Dios se ríe de nosotros! Mire, si no, ¿qué le ha hecho esta pobrecita hija mía para estar tan enferma? Como si no tuviésemos bastantes sufrimientos, me la pone a la muerte, cuando no puedo darle ni una taza de tila siquiera.

Entonces el cura pronunció un largo discurso, explotando la huelga, aquella miseria espantosa, aquel rencor exasperado por el hambre, con el ardimiento de un misionero que estuviera convirtiendo salvajes a la religión verdadera. Decía que la Iglesia estaba con los pobres y los humildes, y que haría triunfar a la justicia, llamando la cólera de Dios contra las iniquidades de los ricos. Y el día de este triunfo estaba próximo ya, porque los ricos se habían abrogado facultades que sólo eran de Dios; habían pretendido imponerse a Él, procurando robarle impíamente su poder. Pero si los obreros deseaban el equitativo reparto de los bienes terrenales, debían de entregarse por completo en manos de los curas, del mismo modo que a la muerte de Jesucristo los pequeños y los humildes se habían agrupado en torno de los apóstoles. ¡Qué fuerza tendría el Santo Padre, de qué ejército dispondría el clero cuando mandara en jefe a la muchedumbre de trabajadores! En una semana se libertaría al mundo de los malos, desaparecerían los indignos amos de ahora, vendría la verdadera justicia de Dios, cada cual sería recompensado según sus méritos, y la ley del trabajo regiría la felicidad universal.

La mujer de Maheu, al escucharle, se imaginaba estar oyendo a Esteban durante las veladas de otoño, cuando anunciaba el próximo exterminio de los malos. Pero, sin embargo, como siempre, desconfiaba de las sotanas.

-Todo eso que dice, señor cura, está muy bien -contestó-. Pero sin duda que si ahora viene al bando de los obreros, es porque le sucede algo con los burgueses. Todos los otros curas que hemos tenido aquí comían a menudo en la Dirección y nos asustaban con el diablo en cuanto nos atrevíamos a pedir pan.

El sacerdote empezó a predicar entonces sobre el lamentable desacuerdo que había venido existiendo entre la Iglesia y el pueblo. Con frases veladas fustigó a los curas de las ciudades populosas, a los obispos, a todo el alto clero, que no pensaba más que en los goces terrenales, que se aliaban con la burguesía liberal, sin ver en su terrible ceguera que esa burguesía era la que le había quitado todo su poder en la tierra y su antiguo prestigio. El problema sería resuelto por los curas de las aldeas y del campo que un día habían de levantarse como un solo hombre para restablecer ese prestigio y ese poder apoyándose en los pobres; y parecía que ya estaba a la cabeza de todos los revolucionarios luchando por el Evangelio: tal era su ademán belicoso y el resplandor de sus ojos ardientes.

-Muchas palabras y pocas nueces -murmuró Maheu-; mejor habría sido que empezara usted por traernos pan que comer.

-¡Id a misa el domingo! -exclamó el sacerdote-. ¡Qué Dios proveerá a todos!

Y salió de allí para entrar en casa de Levaque, con objeto de catequizarles también, tan confiado en sus ilusiones, tan desdeñoso de la realidad, que se pasaba la vida visitando de aquel modo casa por casa, sin limosna de ningún género, con las manos vacías entre aquel ejército de hambrientos, y haciendo alarde de ser él también uno de tantos.

Maheu seguía paseando lentamente; en la habitación no se oía más ruido que el de sus pasos. Alicia, cada vez con fiebre más alta, había empezado a delirar en voz baja, y reía, creyéndose al lado de una buena lumbre.

- ¡Maldita sea mi suerte! -murmuró su madre, acercándose a tocarle la cara-. ¡Ahora está ardiendo! Ya no espero más a ese bribón. Probablemente los gendarmes le habrán prohibido venir a verla.

Se refería al doctor y a la Compañía. Tuvo, sin embargo, una exclamación de alegría al ver que la puerta se abría. Pero quedó defraudada en su esperanza.

-Buenas noches -dijo a media voz Esteban, entornando cuidadosamente la puerta al entrar.

A menudo les visitaba por la noche. Los Maheu supieron desde luego dónde se escondía; pero guardaban el secreto, y nadie más que ellos en el barrio sabía a ciencia cierta el paradero del joven. Aquel misterio le rodeaba de cierto prestigio legendario. Todos seguían teniendo fe en él: sin duda reaparecería en el momento más inesperado, con un ejército de obreros y un arca llena de oro. Era, una vez más, la esperanza religiosa de un milagro, de ver el ideal convertido en realidad, de conseguir la repentina conquista de la ciudad de justicia que les había prometido. Unos decían haberle visto en un coche, acompañado de tres caballeros, en el camino de Marchiennes; otros afirmaban que se hallaba en Inglaterra.

Pero, a la larga, iba naciendo la desconfianza; algunos, por broma, le acusaban de estar escondido en una cueva, donde iba la Mouquette de cuando en cuando, para hacerle un rato de compañía; porque aquella intimidad indudablemente le había perjudicado. Todos estos rumores eran consecuencia de cierta desafección que apuntaba ya, a pesar de su popularidad. El número de descontentos y de desesperados aumentaba diariamente.

-¡Maldito tiempo! -dijo el joven, sentándose en una silla-. Y vosotros, nada; siempre de mal en peor, ¿no es eso? Me han dicho que Négrel ha salido para Bélgica con objeto de contratar gente para las minas. ¡Si esto es verdad, estamos perdidos!

Un estremecimiento extraño le agitaba desde que entró en aquella habitación fría y oscura, donde, sin embargo, había la claridad suficiente para ver a los desgraciados que estaban en ella. Experimentaba esa repugnancia, ese malestar del obrero salido de su esfera, afinado por el estudio, trabajado por la ambición. Sentía verdaderas náuseas a la vista de tanta miseria y tantas desventuras. Había ido resuelto a manifestarles su desaliento y a darles el consejo de someterse, toda vez que era imposible soportar más tiempo la terrible situación que atravesaban.

Pero Maheu, en un exceso de violencia, se había detenido delante de él, diciendo con energía:

-¡Contratar gente en Bélgica! ¡Oh! No se atreverán los muy canallas. ¡Que no traigan aquí forasteros, si no quieren que destruyamos por completo las minas!

Esteban, turbado, y casi balbuciente, objetó que sería imposible hacer nada, porque los soldados que ocupaban militarmente las minas protegerían la bajada de los belgas.

Y Maheu cerraba los puños, se enfurecía, cada vez más irritado, sobre todo, según decía, de verse rodeado de bayonetas. ¡Cómo no! ¿Ya no eran los mineros los amos en su pueblo? ¿Habían de tratarlos como a presidiarios, a quienes se lleva a trabajar entre fusiles y bayonetas? Él le tenía cariño a la mina, y lamentaba no haber bajado a ella en dos meses; pero, por lo mismo, perdía la cabeza pensando en que se atreviesen a meter allí gente extraña.

Luego, el recuerdo de que la Compañía le había despedido definitivamente le entristeció.

-No sé por qué me enfado -murmuró-, puesto que ya no soy de la mina. Cuando me echen de esta casa, tendré que morirme en medio de un camino, como un perro abandonado.

-¡Bah! -contestó Esteban-. Si tú quieres, mañana mismo te vuelven a admitir. A los buenos obreros no se les echa nunca.

Calló un momento, admirado de la risa de Alicia, que en su delirio continuaba riendo a más y mejor. No la había visto; y, sin saber por qué, tal alegría en la niña enferma le llenaba de espanto. Ya la situación había llegado a su más terrible momento, cuando los niños enfermaban y se morían. Temblándole la voz, se decidió a decir:

-Vamos, esto no puede durar; estamos perdidos y mejor es rendirse de una vez.

La mujer de Maheu, inmóvil y silenciosa hasta aquel momento, estalló de pronto, y empezó a gritarle y a insultarle.

-¡Qué! ¿Qué dices? ¿Y eres tú quien aconseja eso, canalla?

Esteban quiso dar razones; pero ella no se lo consintió.

-¡No lo repitas, por Dios! ¡No lo repitas, o mujer y todo te estampo los cinco dedos en la cara! ¿Es decir, que nos estamos muriendo desde hace dos meses; que he vendido cuanto tenía en mi casa; que mis hijos han caído enfermos, y ahora, sin hacer nada, vamos a transigir con la injusticia? Mira, cuando pienso en ello la sangre me ahoga. ¡No, no y no! ¡Antes que rendirme ahora, lo quemaría todo, mataría a todo el mundo!

Maheu empezó de nuevo a pasear; ella, señalándole, añadió con gesto amenazador:

-¡Escucha: si mi marido vuelve al trabajo, yo seré quien le espere a la salida para escupirle y abofetearle, llamándole cobarde!

Esteban no la veía bien; pero sentía su ardiente aliento, y había retrocedido ante aquel frenesí, que era obra suya después de todo. La encontraba tan distinta, que ya no la reconocía; recordando su prudencia de antes, aquel echarle en cara lo violento de su conducta, aquel decirle que no se debe desear la muerte de nadie, y este negarse ahora a oír todo género de razones, y este querer matar a todo el mundo. Ya no era él, sino ella, quien hablaba de política, quien deseaba derribar al gobierno y a los burgueses, quien reclamaba la república y la guillotina para libertar al mundo de los malditos ricos, engordados a costa del pobre trabajador, que se moría de hambre.

-Sí, de buena gana los ahogaría con mis propias manos. Tal vez se acerca la hora de nuestra victoria, como decías tú antes. Cuando pienso que el padre y el abuelo, y el padre del abuelo, y todos los de nuestra casta han sufrido lo que nosotros estamos sufriendo y que nuestros hijos, y nuestros nietos y los hijos de nuestros nietos sufrirán lo mismo, te aseguro que me vuelvo loca. El otro día no hicimos bastante. Debimos no dejar piedra sobre piedra en Montsou. Y te aseguro que estoy arrepentida de haber evitado que el abuelo matase a la hija de los de La Piolaine, porque, después de todo, ellos bien dejan ahora que los míos se mueran de hambre.

Sus palabras parecían hachazos dados en la oscuridad. El horizonte cerrado no había querido abrirse, y el ideal, al hacerse imposible, había trastornado aquel cerebro atormentado por el dolor.

-Me habéis comprendido mal -dijo Esteban al fin, batiéndose en retirada-. Lo que decía es que se podría llegar a un acuerdo con la Compañía; sé que las minas están sufriendo mucho, y creo que no sería difícil llegar a un acuerdo.

-¡No; nada de arreglos! -gritó la mujer de Maheu.

Precisamente en aquel momento entraban Enrique y Leonor con las manos vacías. Un caballero les había dado dos sueldos, pero, como siempre estaban peleándose, al pegarle la niña un puntapié a su hermano la moneda se cayó entre la nieve; y, a pesar de haberla buscado Juan con el mayor cuidado, no había aparecido.

-¿Dónde está Juan?

-Mamá, se ha ido; dijo que tenía mucho que hacer.

Esteban escuchaba entristecido. En otro tiempo les amenazaba con la muerte si se atrevían a pedir limosna, y ahora ella misma los mandaba a implorar la caridad, y hablaba de hacer lo mismo, y hasta de que lo hicieran los diez mil mineros de Montsou, a ver si creaban un nuevo conflicto.

La angustia fue entonces todavía mayor en aquella miserable habitación oscura. Los chiquillos, que tenían apetito, entraban pidiendo de comer. ¿Por qué no se comía? Y lloraban arrastrándose por el suelo, y acabaron por dar un pisotón a su hermana Alicia, que lanzó un gemido. La madre, fuera de sí, los abofeteó en la oscuridad. Luego, viendo que lloraban más fuerte, pidiendo pan, rompió también a llorar, y arrodillándose en el suelo, los estrechó a los dos y a la enferma en un abrazo febril.

-¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué no nos lleváis de aquí? -clamaba, desesperada-. ¡Dios mío, llevadnos, siquiera por compasión!

El abuelo conservaba su inmovilidad de árbol vetusto abatido por la tempestad, en tanto que el padre iba y venía incesantemente de un extremo a otro de la habitación, sin hablar palabra.

Pero la puerta se abrió de nuevo, y esta vez era, por fin, el doctor Vanderhaghen.

-¡Diablo! -dijo-. La luz no nos estropeará la vista. Vamos; pronto, que tengo mucho que hacer.

Como de costumbre, iba gruñendo y quejándose del exceso de trabajo y de cansancio. Felizmente llevaba fósforos en el bolsillo; el padre tuvo que encender seis o siete, uno detrás de otro, mientras el facultativo examinaba a la enferma. Ésta, desembarazada de la colcha que la abrigaba, temblaba de frío, enseñando aquellos miembros endebles y tan delgaduchos, que no se veía más que su joroba. Sonreía, sin embargo, con una sonrisa vaga de moribundo, los ojos muy abiertos y las manos crispadas sobre el pecho; y como la madre lloraba y se lamentaba, diciendo que no era razonable ni justo arrebatarle la única hija que le ayudaba en los quehaceres de la casa, tan buena y tan inteligente, el médico acabó por enfadarse.

-¡Bah! Se está yendo. se fue. Tu hija ha muerto de hambre. Y no es ella la única, porque en la casa de al lado he visto otra. Siempre me llamáis por cosas que yo no puedo remediar; lo que necesitáis es carne, y no médicos.

Maheu, a quien se le quemó un dedo, soltó el fósforo, y las tinieblas ocultaron de nuevo el cuerpecito, todavía caliente. El médico se marchó apresuradamente. Esteban no oía más que el llanto amargo de la mujer de Maheu, que repetía su invocación a la muerte, en un plañido lúgubre y sin fin.

-Dios mío, ahora me toca a mí; llevadme de aquí. ¡Dios mío, llevaos a mi marido, llevadnos a todos, por compasión al menos!

 

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