El domingo de aquella semana, a las ocho de la mañana, Souvarine estaba solo en la sala de La Ventajosa, en su sitio de costumbre, con la cabeza apoyada en la pared. Más de un minero no sabía dónde encontrar los dos sueldos que costaba un vaso de cerveza; así es que jamás había habido menos gente en las tabernas. Por eso la señora Rasseneur, sentada detrás del mostrador, observaba un silencio profundo de mal humor, mientras su marido, en pie delante de la chimenea, parecía mirar atentamente el humo que salía de la lumbre.
De pronto, en medio de aquel pesado silencio propio de las habitaciones demasiado caldeadas, tres golpecitos dados en los vidrios de la ventana hicieron volver la cabeza a Souvarine. Se levantó, porque había conocido la señal usada ya varias veces por Esteban para llamarle, cuando le veía desde fuera fumando un cigarrillo en su sitio de costumbre. Pero antes de que el maquinista pudiese llegar a la puerta, Rasseneur la abrió y al saber quien llamaba, le dijo sin vacilar:
-¿Temes que te venda? Mejor hablaréis aquí dentro.
Esteban entró; pero rehusó el vaso de cerveza que le ofrecía galantemente la señora Rasseneur. El tabernero añadió:
-Hace tiempo he adivinado dónde te escondes. Si yo fuese un traidor, como dicen tus amigos, ya hace ocho días que te hubiese delatado.
-No necesitas justificarte ni defenderte -contestó el joven-, porque harto sé que no eres de esa madera. Se puede tener ideas distintas, y estimarse sin embargo.
Reinó de nuevo el silencio. Souvarine volvió a sentarse en su silla, con la espalda apoyada en la pared y la mirada fija en el humo del cigarrillo, pero sus dedos febriles, que tenían cierta nerviosa movilidad, restregaban sus rodillas buscando el pelo sedoso de Polonia, que aquella noche no se subía encima, y esto constituía para él un malestar inexplicable; la sensación de que le faltaba algo, sin darse cuenta de lo que era a ciencia cierta.
Esteban, que se había sentado al otro lado de la mesa, dijo:
-Mañana empiezan a trabajar en la Voreux. Los belgas han llegado con Négrel.
-Sí; los han desembarcado al anochecer -murmuró Rasseneur, que permanecía en pie- ¡Con tal de que no haya sangre!
Luego, levantando la voz, añadió:
-No, no creas que quiero empezar a disputar de nuevo: pero sí he decirte que esto acabará muy mal, si no cedéis un poco. Mira, vuestra historia es exactamente la de la Internacional. Anteayer encontré a Pluchart en Lille. Parece que sus asuntos van también muy mal.
Le dio algunos pormenores, según los cuales la Asociación, después de haber conquistado a los obreros del mundo entero, en un acceso de febril propaganda que hacía temblar a la burguesía, se hallaba en la actualidad devorada y casi destruida por efecto de sus luchas intestinas, a causa de la vanidad y las ambiciones personales. Desde que los anarquistas triunfaban de los evolucionistas de primera hora, todo se transformaba: el ideal, el objeto primitivo, la reforma del sistema de jornales, desaparecía entre el estruendo de la lucha de sectas; los cuadros de sabios se desorganizaban por efecto del odio a la disciplina. Y ya se podía prever que abortaría aquel levantamiento en masa, que por un momento había estado a punto de echar abajo todo lo existente.
-Pluchart está enfermo a causa de tantos disgustos -prosiguió Rasseneur-. Ya no tiene voz; pero, a pesar de eso, quiere hablar, y piensa ir a París. Tres o cuatro veces me dijo que la causa de nuestra huelga estaba perdida.
Esteban, con la mirada fija en el suelo, le dejaba discurrir sin interrumpirle. El día antes había hablado con otros compañeros, y comprendía que soplaban para él aires de rencor y de sospecha, esos primeros síntomas de la impopularidad; que anunciaban una derrota completa. Y estaba sombrío, sin querer confesar su abatimiento frente a un hombre que le había predicho que el pueblo le silbaría en cuanto tuviera en quien vengar su descontento.
-Es claro que la huelga está perdida; lo sé tan bien como Pluchart -dijo Esteban al fin-. Pero eso estaba previsto. Nosotros la aceptamos contra nuestro gusto, y jamás creímos matar a la Compañía por ese medio. Sino que la gente se embriaga, esperando cosas insensatas y, cuando los asuntos se ponen feos, nadie se acuerda de que era natural que sucediese así, y se lamenta y se queja uno como ante una catástrofe llovida del cielo.
-Entonces -replicó Rasseneur-, si crees que la partida está perdida. ¿Por qué no haces entrar en razón a los compañeros?
El joven le miró con fijeza.
-Mira, basta ya de esta conversación. Tú tienes tus ideas, y yo las mías. He entrado en tu casa para demostrarte que, a pesar de todo, te estimo; pero sigo pensando que, si perecemos en el intento, nuestra muerte servirá más a la causa del pueblo que toda tu política de hombre prudente. ¡Ah! Si uno de esos bribones de soldados me metiese una bala en el corazón, ¿qué más podría yo desear?
Sus ojos se habían arrasado en lágrimas al prorrumpir en aquella exclamación, en la cual se veía el secreto deseo del vencido, el refugio esperado, que acabaría al fin con su tormento.
-¡Bien dicho! -declaró la señora Rasseneur, que, en una mirada, dirigió a su marido todo el desdén de sus opiniones radicales.
Souvarine, que no salía de su distracción, pareció no haber oído. Su cabeza rubia y su cara blanca y sonrosada como la de una mujer, de nariz delgada, de dientecitos afilados y puntiagudos, adquiría expresión casi salvaje al precipitarse en una especie de delirio místico, surcado de sangrientas visiones. Y se puso a soñar despierto, hablando en voz alta, contestando al parecer a una palabra de Rasseneur acerca de la Internacional, cogida al vuelo en la conversación.
-Todos son unos cobardes; no falta más que un hombre capaz de hacer de esa máquina un instrumento terrible de destrucción. Pero es necesario querer y nadie quiere; por lo cual la revolución abortará otra vez.
Y continuó con acento de desdén y repugnancia, lamentando la imbecilidad de los hombres, mientras los otros dos se quedaban turbados ante aquellas confidencias de sonámbulo. En Rusia todo iba mal y estaba desesperado por las noticias últimamente recibidas. Sus antiguos compañeros iban haciéndose políticos: los famosos nihilistas que hacían temblar a toda Europa, hijos de popes, burgueses, comerciantes, limitaban sus aspiraciones a la libertad de su país, como si estuvieran convencidos de que conseguirían la libertad del mundo entero cuando mataran al déspota ruso; y en el momento en que les hablaba de segar la humanidad como se siega un campo de mieses, en cuanto pronunciaba la pueril palabra de república, veía que nadie le comprendía, y que se hallaba solo como un hongo, dentro del cosmopolitismo revolucionario.
Su corazón de patriota luchaba sin embargo, y con dolorosa amargura repetía su frase favorita: -¡Tonterías! ¡Nunca saldrán de esas tonterías!
Luego, bajando la voz, volvió a explicar, con frases amargas, su antiguo ensueño de fraternidad.
No había renunciado a su rango y a su fortuna para unirse al pueblo, más que con la esperanza de ver un día fundada la nueva sociedad sobre la base del trabajo en común. Durante mucho tiempo, todos los cuartos que llevaba en el bolsillo habían pasado a los chiquillos del barrio; había demostrado a los mineros un cariño fraternal, sonriendo a sus desconfianzas, conquistándoles con su aspecto tranquilo de obrero puntual y poco charlatán. Pero decididamente la fusión no se producía; seguía siendo para ellos un extraño, porque no comprendían su desdén hacia todo género de lazos sociales y su fuerza de voluntad para conservarse puro, al margen de vanidades y halagos.
Y aquel día especialmente, estaba exasperado con la lectura de un suelto que había circulado por todos los periódicos.
Su voz cambió, sus ojos se animaron, fijándose en Esteban, a quien interpeló directamente:
-¿Comprendes tú eso? ¿Lo de esos sombrereros de Marsella, que han ganado en la lotería un premio de cien mil francos, y que enseguida han comprado papel del Estado, diciendo que en lo sucesivo piensan vivir de sus rentas? Sí, ésa es vuestra idea, la idea de todos los obreros franceses: descubrir un tesoro para comérselo solitos en un rincón, sin pensar en nadie. Por más que declamáis contra los ricos, jamás tenéis el valor de dar a los pobres el dinero que os da la fortuna. Jamás seréis dignos de la felicidad; jamás, mientras tengáis algo vuestro y mientras ese odio a los burgueses arranque sola y exclusivamente de la necesidad y del deseo de ser burgués a vuestra vez.
Rasseneur se echó a reír. La idea de que los obreros de Marsella hubiesen renunciado al premio de los cien mil francos le parecía simplemente estúpida. Pero Souvarine palidecía y su semblante descompuesto adquiría una expresión terrible, en una de esas cóleras religiosas que exterminan a los pueblos.
-Todos vosotros seréis arrollados y aplastados. Ha de nacer, no lo dudéis, alguien que sea capaz de acabar con vuestra raza de haraganes y ambiciosos. Mirad; si mis manos pudiesen, si tuvieran fuerza para ello, cogerían la tierra y la estrujarían hasta hacerla añicos, para que quedarais enterrados entre los escombros.
-¡Bien dicho! -repitió la señora de Rasseneur, con su aire cortés y convencido.
Hubo un momento de silencio. Luego Esteban habló de nuevo sobre los obreros recién llegados de Bélgica, e interrogó a Souvárine acerca de las precauciones adoptadas en la Voreux. Pero el maquinista, vuelto a su habitual distracción, apenas contestaba, diciendo que sólo sabía que se habían dado más cartuchos a los soldados que custodiaban la mina; y la inquietud y malestar de sus dedos sobre sus rodillas se agravó, hasta el punto de acabar por tener conciencia de lo que le faltaba, el pelo de la coneja familiar.
-¿En dónde está Polonia? - preguntó.
El tabernero se echó a reír, y miró a su mujer. Después de titubear un momento, contestó: -¿Polonia? En sitio caliente.
Después de su aventura con Juan, la coneja preñada, lastimada sin duda, no había tenido más que conejillos muertos. Y para no mantener una boca inútil se decidieron a guisarla con arroz aquel mismo día.
-Sí; esta tarde te has comido una pata suya. ¿Eh? ¡Bien te chupaste los dedos!
Souvarine no comprendió al principio. Luego se puso muy pálido, y sintió un nudo en la garganta, en tanto que, a despecho de su voluntad de hombre estoico, dos lágrimas asomaban a sus párpados.
Pero nadie tuvo tiempo de observar aquella emoción, porque la puerta se abrió bruscamente, dando paso a Chaval, llevando a Catalina consigo. Después de haberse emborrachado con cerveza y con fanfarronadas de bravucón en todas las tabernas del pueblo, se le había ocurrido la idea de ir a La Ventajosa, para demostrar a todos que no tenía miedo. Al entrar dijo a su querida:
-¡Maldita sea! Te digo que vas a beber una copa aquí dentro, y que le rompo el alma al primero que me mire con malos ojos.
Catalina, al ver a Esteban, se quedó turbada y pálida. Cuando Chaval a su vez le echó la vista encima, empezó a burlarse de él.
-Dos vasos de cerveza, señora Rasseneur, porque vamos a celebrar el que mañana se empieza a trabajar otra vez.
Reinaba un completo silencio: ni el tabernero ni ninguno de los otros se había movido de su sitio.
-Sé de alguien que ha dicho que yo era un traidor y un espía -continuó Chaval con arrogancia-, y deseo que se me diga cara a cara, para que aclaremos las cosas.
Nadie le contestó: los hombres volvían la cabeza a otro lado.
-Lo que hay son haraganes y personas que no lo son -continuó levantando la voz-. Yo no tengo nada que ocultar. Me fui del barracón de Deneulin, y desde mañana trabajo en la Voreux con doce belgas que han destinado a mis órdenes, porque se me estima en lo que valgo. Y si hay alguien a quien esto contraríe, que lo diga claramente y hablaremos.
Viendo que el más desdeñoso silencio era la única respuesta a sus provocativas palabras, la emprendió con Catalina.
-¿Quieres beber, maldita sea? Brinda conmigo por que revienten todos los granujas que no quieren trabajar.
La muchacha brindó; pero tanto le temblaba la mano, que se notó el temblor en el chocar de los dos vasos. Chaval sacó del bolsillo un puñado de monedas de plata, que enseñaba con esa ostentación tan frecuente en los borrachos, diciendo que lo ganaba con el sudor de su frente, y que desafiaba a los haraganes a que enseñasen, si podían, algunos cuartos. La actitud de sus compañeros le exasperaba tanto, que al fin llegó al terreno de los insultos groseros.
-¿De modo que los topos salen a pasear de noche? ¡Mucho deben dormir los gendarmes para no ver a los bandidos que andan por ahí!
Esteban se había levantado con ademán tranquilo y resuelto.
-Mira, me estás fastidiando. Sí, eres un traidor, un espía; tu dinero huele a traición y me disgusta tocar el pellejo de un canalla como tú. ¡Pero eso no importa! Puesto que ha de ser, sea. Porque hace ya mucho tiempo que uno de los dos está de más en el mundo.
Chaval apretaba los puños.
-¡Vaya, ya veo que se necesita mucho para calentarte, granuja! -dijo-. Pero acepto el desafío contigo solo, y me vas a pagar ahora las malas pasadas que me has hecho.
Catalina, con ademán suplicante, se interponía entre los dos; mas no tuvieron necesidad de separarla, pues ella misma, comprendiendo la necesidad de la batalla, retrocedió espontánea y lentamente. En pie, contra la pared, inmóvil y silenciosa, estaba tan paralizada por la angustia, que ni siquiera temblaba, mirando con ojos espantados a aquellos dos hombres que iban a matarse por ella.
La señora Rasseneur no hizo más que quitar de en medio los vasos que había encima del mostrador, para que no los rompieran. Luego se volvió a sentar en su banqueta, sin demostrar curiosidad de ningún género. No era posible, sin embargo, permitir que se mataran dos antiguos compañeros; por eso Rasseneur se empeñaba en intervenir, hasta que Souvarine, cogiéndole por un brazo y llevándole hasta la mesa, le dijo:
-Eso no te importa. ¿Hay uno de más? Pues que viva el que sea más fuerte.
Chaval, sin esperar el ataque, se lanzaba hacia su enemigo con los puños cerrados. Era el más alto, y como dominaba a su contrario, dirigía todos los golpes de sus puños a la cara de su adversario y seguía hablando, o, mejor dicho, insultándole, para exasperarle más.
-¡Ah, canalla! Te voy a romper las narices para ponérmelas en cierta parte. Anda, anda, a ver si te dejo tan feo, ¡so granuja!, que no vayan las mujeres detrás de ti como hacen ahora.
Esteban, sin decir palabra, con los dientes apretados, desplegaba toda su habilidad de boxeador, cubriéndose la cara y el pecho con ambos brazos, y dando de cuando en cuando un golpe contundente y correcto.
Al principio no se hicieron gran daño. Los molinetes rápidos de uno y las serenas paradas del otro prolongaban la lucha. Cayó una silla al suelo; los pies de ambos aplastaban los granos de la arena que había en el suelo. Pero al cabo de un rato empezaron a fatigarse; la respiración de uno y otro comenzaba a ser difícil, mientras sus caras se inflamaban, como si cada cual tuviera dentro una hoguera cuyas llamaradas se escapaban por sus ojos.
-¡Toma! -gritó Chaval-. ¡Vas bien despachado por esta vez!
Y, en efecto, su puño, lanzado con la fuerza de una maza, acababa de quebrantar un hombro a su adversario. Éste contuvo un rugido de dolor, y desde aquel momento no se oyó más ruido que el de ambos al estirarse y contraerse con furia. Esteban contestó con un puñetazo terrible dirigido al pecho, que hubiera destrozado al otro, a no ser por sus saltos y piruetas. Sin embargo, el golpe le alcanzó en el costado izquierdo, y tan rudo fue, que lo dejó sin respiración. Chaval, furioso y exaltado por el dolor, se abalanzó a él como una fiera, e intentó darle una patada en el vientre.
-¡Toma! ¡A las tripas! ¡A ver si te las saco, canalla!
Esteban evitó el golpe; pero tan indignado se sintió ante tal infracción de las reglas de una lucha leal, que salió de su mutismo.
-¡Canalla, bruto! ¡No riñas con los pies, o cojo una silla y te la estampo en la cabeza!
Entonces la batalla fue más seria todavía. Rasseneur, indignado, hubiese intervenido nuevamente a no impedírselo una severa mirada de su mujer. ¿Acaso no tenían dos parroquianos el derecho de dirimir una contienda en su casa? El tabernero no hizo más que colocarse delante de la chimenea, porque estaba viendo que se iban a caer en la lumbre. Souvarine, con su aire tranquilo, lió un cigarrillo, y se preparó a encenderlo. Apoyada contra la pared, Catalina permanecía inmóvil: solamente sus manos, inconscientes, acababan de subirse a su cintura, y allí, nerviosas, febriles, arrugaban la tela del vestido, buscando con las uñas la carne para desgarrársela. Todos sus esfuerzos se encaminaban a no gritar, a no matar a uno mostrando su preferencia, si bien tan asustada y tan aturdida estaba, que ya no sabía a cuál preferir.
Pronto se vio a Chaval muy cansado, chorreando sudor y dando puñetazos al aire. A pesar de su furia, Esteban continuaba cubriéndose con gran habilidad, y paraba casi todos los golpes, algunos de los cuales, sin embargo, lo alcanzaron. Tenía una oreja arañada, una uña se le llevó un pedazo de pellejo del cuello, y tal efecto le produjo, que a su vez gritó una blasfemia, soltando uno de aquellos golpes terribles que él sabía. Otra vez Chaval libró el pecho por medio de uno de los saltos que le caracterizaban en la lucha; pero había bajado la cabeza y recibió en la cara el puñetazo, que le destrozó la nariz, y estuvo a punto de sacarle un ojo. De repente empezó a echar sangre, y el ojo se inflamó, y se puso azulado. Aturdido por lo terrible de la contusión, loco a la vista de la sangre, exasperado por el dolor, agitaba los brazos en el aire, cuando un segundo puñetazo, que le alcanzó en el pecho, lo dejó fuera de combate. Vaciló un momento, y cayó desplomado al suelo, como un saco de arena tirado de lo alto.
Esteban se detuvo.
-Levántate, si quieres más, y empezaremos de nuevo.
Chaval, sin contestar, después de un instante de aturdimiento, se revolcó por el suelo y trató de levantarse. Con mucho trabajo consiguió hincarse de rodillas y llevándose una mano al bolsillo del pecho, empezó a buscar algo que no se veía. Luego, al ponerse en pie, cayó sobre su adversario con un rugido de rabia salvaje.
Pero Catalina lo había visto todo; a su pesar, salió de su corazón un grito de sorpresa angustiosa, que la admiró, porque fue como la revelación inesperada de una preferencia que ella misma ignoraba.
-¡Cuidado! -dijo-. ¡Que tiene un cuchillo!
Esteban había tenido tiempo solamente para parar el primer golpe con el brazo izquierdo. La bien templada hoja le cortó la manga de la chaqueta. Pero pudo coger a Chaval por una muñeca, entablándose una lucha espantosa, porque el uno comprendía que era hombre muerto si soltaba, y el otro ciego de cólera, quería clavarle el cuchillo en el corazón. Dos veces Esteban sintió el acero rozarle la carne, hasta que, haciendo un esfuerzo sobrehumano, apretó la muñeca de su adversario con tal fuerza, que éste dejó escapar el arma. Ambos se lanzaron al suelo; pero él fue quien lo cogió y lo blandió a su vez. Tenía a Chaval tendido en el suelo, sujeto con una rodilla y amenazándole con el cuchillo.
-¡Ah! ¡Maldito traidor! ¡Ahora las vas a pagar todas juntas, canalla!
Y estaba tan aturdido, tan furioso, tan frenético, que se halló a punto de asesinarle. Por fortuna no estaba embriagado, y aún cuando jamás se había visto acometido por crisis tan violenta, luchó, supo vencerse, y, tirando el cuchillo al suelo, dio con voz ronca:
-¡Levántate de ahí, y vete!
Rasseneur había intervenido, aunque sin atreverse a separarlos, temiendo recibir una puñalada. No quería que en su casa se cometiese un asesinato, y de tal modo se enfadaba, que su mujer sin moverse de detrás del mostrador, tuvo que recordarle que no debía chillar tanto. Souvarine, a cuyos pies fue a parar el cuchillo, se decidió al fin a encender el cigarrillo. Ya había concluido el combate.
Catalina seguía mirando con expresión estúpida a aquellos dos hombres, ninguno de los cuales estaba muerto.
-¡Vete! -repitió Esteban-. ¡Vete o acabo contigo!
Chaval se levantó, enjugó con el revés de la mano la sangre que le manaba de la nariz, y con la cara enrojecida y el ojo hinchado se marchó de allí, arrastrando los pies, y mordiéndose los labios de rabia al pensar en su derrota. Maquinalmente, Catalina le siguió. Entonces él se volvió, desatándose en improperios contra su querida.
-¡Ah! No, no y no. ¡Puesto que a quien quieres es a ése, duerme con él, grandísima bribona! ¡No vuelvas a poner los pies en mi casa, si tienes en algo tu pellejo!
Y dando un portazo brutal, salió de la taberna.
Tan profundo era el silencio entonces, que se oía el chisporrotear del carbón de la chimenea. En el suelo no quedaba más que la silla que habían derribado, y unas gotas de sangre que iba chupando la arena que cubría el pavimento.