Capítulo 2

 

El domingo se escapó Esteban del barrio en cuanto anocheció. Un cielo muy transparente, tachonado de estrellas, esparcía una tenue claridad sobre la tierra. El joven bajó hacia el canal, y siguió sus orillas en dirección a Marchiennes. Era aquél su paseo favorito, entre otras cosas, porque nunca encontraba a nadie. Pero aquella vez fue contrariado, viendo venir a un hombre hacia él. Y bajo la pálida luz de las estrellas, los dos paseantes solitarios no se reconocieron hasta que se hallaron frente a frente.

-¡Hola! ¿Eres tú? -murmuró Esteban.

Souvarine levantó la cabeza sin contestar. Por un momento permanecieron inmóviles; luego, reunidos, siguieron andando en dirección a Marchiennes. Cada cual parecía embebido en sus reflexiones, como si estuviesen uno lejos de¡ otro.

-¿Has visto en los periódicos el triunfo de Pluchart en París? -preguntó Esteban por fin-. Lo esperaban en la calle, y le han hecho una gran ovación al salir de un mitin celebrado en Montmartre… ¡Oh! no cabe duda que está ya lanzado. Ahora llegará adonde quiera.

El maquinista se encogió de hombros. Despreciaba profundamente a los oradores, los cuales eran, para él, unos parlanchines, que tomaban la política como los abogados el foro, con objeto de hacerse una renta a fuerza de pronunciar discursos.

Esteban era ahora partidario de las teorías de Darwin. Había leído una porción de fragmentos suyos recopilados en un tomo, que costaba cinco sueldos; y de aquella lectura mal digerida se hacía una idea revolucionaria de la lucha por la existencia: los flacos comiéndose a los gordos: el pueblo vigoroso devorando a la debilitada burguesía. Pero Souvarine se enfureció, extendiéndose a hablar de la estupidez de los socialistas que aceptan a Darwin, ese apóstol de la desigualdad científica, cuya famosa selección no servía más que para los filósofos aristócratas. Sin embargo, su amigo no cedía; deseaba discutir, y expresaba sus dudas por medio de una hipótesis: la sociedad antigua ya no existía; habían barrido hasta los últimos residuos de ella; pues bien, ¿no era de temer que la sociedad nueva creciese llevando en sí las mismas injusticias, las divisiones entre buenos y malos; unos, más aptos, más inteligentes, aprovechándose de todo; y otros, imbéciles y perezosos, convirtiéndose en esclavos?

Entonces, ante aquella visión de la eterna miseria, el maquinista exclamó que si la justicia no era compatible con el hombre, era necesario que el hombre desapareciese. Cuantas sociedades se pudriesen, otras tantas debían ser exterminadas. Ambos volvieron a guardar silencio.

Largo rato anduvo Souvarine con la cabeza baja, y tan absorto, que caminaba por la orilla del canal, con la misma impasibilidad que lleva un sonámbulo paseando con tranquilidad por el alero de un tejado.

Luego se estremeció, sin causa aparente, como si hubiese tropezado con una sombra. Levantó la cabeza, y apareció su rostro, que estaba muy pálido; entonces, se dirigió a su compañero, diciendo en voz baja:

-¿Te he contado ya cómo murió mi mujer, allá en Rusia?

Esteban hizo un gesto vago, asustado del temblor que se notaba en su voz, asustado de aquella brusca necesidad de hacer confidencias en un hombre tan impasible de ordinario, que tanto despreciaba todo y a todos los de este mundo. Esteban no sabía sino que aquella mujer era una querida de Souvarine y que la habían ahorcado en Moscú.

-El asunto no marchaba bien -continuó Souvarine, fijando una mirada distraída en el horizonte-. Nos habíamos quedado catorce en el agujero, haciendo una mina subterránea, debajo de la vía férrea; y no hicimos volar el tren imperial, sino un tren de pasajeros. Entonces prendieron a Annouchka. Todas las noches nos llevaba de comer disfrazada de campesina. También fue ella la que prendió fuego a la mina, porque un hombre hubiese inspirado sospechas. Asistí a la vista del proceso, confundido entre el público que asistió a las seis sesiones que duró…

La voz del ruso se quedó ahogada en su garganta.

-Dos veces estuve a punto de gritar y de saltar por encima de las cabezas de todos, para reunirme con ella. Pero ¿para qué? Un hombre menos es un soldado menos; y, además, yo comprendía por sus miradas que me decía que no lo hiciese.

Souvarine empezó a toser.

-El último día, el de la ejecución, llovía a mares, entorpeciendo la lluvia los movimientos de los verdugos. Tardaron lo menos veinte minutos en ahorcar a otros cuatro. La cuerda se estaba rompiendo y no podían acabar con el cuarto. Annouchka estaba de pie en el patíbulo, esperando su turno. No me veía sin duda, porque sus miradas me buscaban entre la muchedumbre. Me subí a un farol, me vio, y nuestras miradas no se separaron ya. Después de muerta, sus ojos sin expresión seguían mirándome. Yo la saludé con el sombrero, y me fui de allí.

Hubo otro momento de silencio. Los dos interlocutores continuaban su paseo como abstraídos cada cual en sus preocupaciones.

-Era nuestro castigo -replicó Souvarine con dureza, al cabo de un rato, éramos culpables queriéndonos. Sí, ha convenido que muriese, porque su muerte engendrará héroes y porque yo ya no soy un cobarde, como era entonces. ¡Ah!, ¡nada; ni padres, ni mujer, ni amigos; nada que haga temblar mi mano cuando sea necesario arrebatar la vida de los demás o sacrificar la mía!

Esteban se estremeció, y se detuvo. Ya no discutía; no hizo más que decir. -Estamos muy lejos. ¿Quieres que volvamos?

Tomaron lentamente el camino de la Voreux, y, al cabo de un momento, el joven añadió: -¿Has visto las nuevas alocuciones?

Estaban escritas en grandes carteles de colores, que la Compañía había hecho fijar aquella mañana en las esquinas. En esas proclamas se mostraba más conciliadora aún que antes porque prometía recibir de nuevo a todos los mineros que estaban despedidos definitivamente, a condición de que bajasen a trabajar al día siguiente. Se ofrecía el olvido total de los últimos sucesos, aun para los más comprometidos.

-Sí, ya los he visto -contestó el maquinista. -Y bien: ¿qué piensas de ellos?

-Pienso que todo está concluido. Todos trabajarán desde mañana. Sois un atajo de cobardes.

Esteban excusó a sus compañeros con febril entusiasmo: un hombre solo puede ser valiente, pero una muchedumbre muerta de hambre carece de fuerza siempre. Paso tras paso habían llegado a la Voreux; y ante la masa informe de los edificios de la mina, volvió a jurar que no bajaría nunca más; pero que perdonaba a los que no siguiesen su ejemplo. Como corrieron rumores de que los carpinteros no habían tenido tiempo de reparar todos los desperfectos, quiso ver cómo iban las obras de reparación. ¿Sería cierto que por el peso de los terrenos que descansaban en las piezas de madera, las cuales formaban una especie de camisa al pozo de bajada, se habían encorvado estas de tal modo en el interior, que uno de los ascensores de extracción rozaba con las paredes? Era, en efecto, verdad.

-¡Ya ves que eso se rompe! -murmuró Esteban-; y si es así, la catástrofe será espantosa.

Con los ojos fijos en el pozo, Souvarine añadió tranquilamente: -Si se rompe y se hunde, todos los compañeros lo sabrán cuando bajen, puesto que tú aconsejas que lo hagan.

Dieron las nueve en el reloj de la iglesia de Montsou: y como Esteban le dijera que se iba a acostar, él añadió, sin darle siquiera la mano: -Pues bien, adiós. Porque yo me voy.

-¿Cómo que te vas?

-Sí; he dicho que me arreglen la cuenta, y me marcho a otra parte.

Esteban, estupefacto, emocionado, le miraba con fijeza. Le decía aquello a las dos horas de estar paseando juntos, con tanta tranquilidad, como si nada le importase, mientras a él le hacía daño la idea de tal separación. Habían sido amigos, habían sufrido juntos, y esto siempre da motivo a que duela el separarse para siempre.

-¿Adónde te marchas?

-Por ahí; no lo sé todavía.

-¿Pero volveré a verte?

-Creo que no.

Ambos guardaron silencio y estuvieron mirándose uno a otro.

-Adiós entonces.

-Adiós.

Mientras Esteban se encaminaba a su casa, Souvarine volvía la espalda y tomaba de nuevo la orilla del canal; entonces, solo, anduvo y anduvo largo rato con la cabeza baja y el paso lento. Parecía un fantasma. De cuando en cuando se detenía a contar las horas que sonaban en el reloj de una torre lejana. Cuando dieron las doce, tomó resueltamente el camino de la Voreux.

A esas horas la mina estaba completamente desierta; no encontró más que a un capataz que, en vez de vigilar, dormitaba tranquilamente. Hasta las dos no encendían las calderas, a fin de que hubiese vapor a la hora de bajar al trabajo.

El ruso entró primero a sacar de un armario una blusa que fingía haber olvidado allí. En aquella blusa había escondido varias herramientas. Luego se marchó; pero, en vez de salir de la barraca, entró en el estrecho corredor que conducía al pozo de las escalas. Y con la blusa hecha un lío debajo del brazo, comenzó a bajar con precaución, sin luz de ninguna clase, contando las escalas para saber la profundidad en que se hallaba.

Sabía que el ascensor rozaba con las paredes a ciento setenta y cuatro metros de profundidad. Cuando hubo contado cincuenta y cuatro escalas, se detuvo, palpó las paredes, y vio que, en efecto, los puntales de madera sobresalían mucho. Allí era.

Entonces, con la habilidad y la sangre fría de un buen obrero que ha meditado largo tiempo acerca de la tarea que se propone realizar, empezó su trabajo. Comenzó por aserrar una tabla de las que formaban la pared del pozo de las escalas, a fin de comunicarse con el departamento de extracción. Y con ayuda de algunos fósforos que encendía y apagaba rápidamente, pudo darse cuenta del estado en que se hallaban las obras de reparación.

Entre Calais y Valenciennes la perforación de los pozos de mina tropezaba con inmensas dificultades, a causa de las grandes masas de aguas subterráneas. Solamente gracias a la construcción de los revestimientos de madera que venían a formar en el interior del pozo como una camisa, algo parecido a un túnel, porque se seguía el mismo sistema al construirlos, se evitaban las inundaciones, que de otro modo habrían sido inminentes, y se aislaban los pozos en medio de los largos subterráneos, cuyas revueltas olas batían constantemente las paredes. En la Voreux había habido necesidad de construir dos revestimientos de esa clase: el del nivel superior, formado en terreno poroso, lleno siempre de humedad, y el del nivel inferior, construido directamente debajo del terreno carbonífero en medio de una arena amarilla, y tan fina que parecía harina; allí estaba el Torrente, ese mar subterráneo, terror de los mineros del norte; un mar con sus tempestades y sus naufragios; un mar ignorado, insondable, cuyas olas se agitaban a más de trescientos metros debajo de tierra. Por lo general las obras de revestimiento aguantaban bien, a pesar de la presión enorme que resistían. Lo malo era el desprendimiento de tierra producido por los trabajos continuos en las antiguas galerías de explotación.

En aquel lento, pero nunca interrumpido desnivel de las capas subterráneas, se producían a veces roturas de las que se resentían las obras de revestimiento, separando algunas piezas de madera, y haciéndolas salir del interior del pozo. Ése era el gran peligro de la mina, una amenaza constante de hundimiento y de inundación, que podía producir de un lado una avalancha que cegase el pozo, y del otro, un diluvio que lo anegara por completo.

Souvarine, a caballo en la abertura practicada por él, reconoció las paredes, y vio en aquel sitio una gravísima deformación de las piezas de revestimiento, algunas de las cuales se hallaban por completo fuera de su sitio. Grandes filtraciones se notaban por las junturas de estas piezas, a pesar de las estopas alquitranadas con que se las reforzaba, para que quedasen cerradas herméticamente. Y los carpinteros, a quienes se había dado mucha prisa, sin duda por falta de tiempo tuvieron que contentarse con sujetarlas por medio de unas barras de hierro, pero tan mal puestas, que algunas no servían de nada. Evidentemente en las arenas y en las aguas del Torrente estaba produciéndose una gran agitación.

El maquinista comenzó a aflojar los tornillos que sujetaban las barras, de modo que con pocos esfuerzos pudieran sacarse todos de su sitio. Aquella era una empresa de temeraria locura, durante la cual estuvo veinte veces expuesto a caerse, yendo a parar al fondo del pozo, de donde le separaban aún ochenta metros. Tuvo que agarrarse a los cables que servían para que subiera y bajara el ascensor, y suspendido, por decirlo así, en el vacío, iba de un lado a otro, agachándose, inclinándose, adoptando ésta o la otra postura con una tranquilidad tan grande que sólo se explicaba por el desprecio absoluto que le inspiraba la muerte. Un soplo cualquiera habría bastado para precipitarlo en el abismo; tres veces estuvo para sucederle, y tres veces lo evitó con la mayor sangre fría, sin el más ligero temblor. Primero palpaba, y luego empezaba a trabajar, sin encender un fósforo más que cuando se veía completamente perdido. Una vez flojos los tornillos, la emprendió con las piezas del maderamen, y entonces el peligro para él fue todavía mayor. Había buscado la pieza principal, aquélla en que engranaban todas las demás, y con verdadero encarecimiento la aserraba, la agujereaba, la adelgazaba, de manera que perdiese toda su resistencia; en tanto que por las rendijas y las grietas el agua que se filtraba caía como copiosa lluvia, cegándole completamente. Quiso encender fósforos. y se le apagaron, porque se mojaban; no había medio de disipar aquella oscuridad profundísima. Entonces se puso furioso. Influencias inexplicables le embriagaban y lo lanzaban a un deseo desenfrenado de monstruosa destrucción. Se ensañó contra la pieza principal del maderamen, sin saber siquiera lo que hacía, atacándola con todas las herramientas que tenía a mano para destrozarla, con tal encarnizamiento, con tanta ferocidad, como si se tratase de dar de puñaladas a un ser viviente a quien aborreciera con toda su alma. ¡Al fin iba a matar aquella maldita bestia que se llamaba la Voreux, que tanta carne humana se había tragado!

De pronto se calmó, muy descontento consigo mismo. ¿No podían hacerse las cosas con frialdad, como corresponde, del modo que él se preciaba de hacerlas siempre? Una vez tranquilo, pasó de nuevo al pozo de las escalas, tapó el agujero que había practicado, poniendo en su sitio el tablón que aserrara al principio. Ya era bastante; no quería comprometer el éxito de la empresa, produciendo una avería demasiado grande, que se darían prisa en reparar, porque la notarían enseguida. La bestia estaba herida en el vientre, y ya vería él si para la noche vivía aún. El ruso se tomó el tiempo necesario para envolver metódicamente las herramientas en la blusa, y trepó por las escalas con la mayor lentitud y tranquilidad. Luego, cuando salió de la mina sin que nadie le viese, no se le ocurrió siquiera la idea de cambiar de traje. En aquel momento daban las tres. Se quedó en medio del camino, y esperó. Y a la misma hora, Esteban, que no podía dormir aquella noche, se oyó un ligero ruido en medio del silencio profundo de la habitación. Como todos los chicos dormían, creyó que Catalina se habría puesto enferma.

-Oye; ¿eres tú? ¿Qué tienes? -preguntó en voz baja.

Nadie le contestó; los ronquidos de los chicos era lo único que se oía. Durante un momento todo permaneció en la mayor tranquilidad. Luego se oyó otro nuevo ruido. Y seguro aquella vez de que no soñaba ni se equivocaba atravesó el cuarto y a tientas buscó la otra cama. Su sorpresa fue grande al encontrarse con la joven, que estaba sentada en el borde de la cama, y conteniendo la respiración.

-¿Por qué no contestas? ¿Qué estás haciendo? La joven, al fin, se decidió a contestar: -Me estoy levantando.

-¡A estas horas! ¿Para qué?

-Porque voy a trabajar.

Esteban, muy conmovido, se sentó a su vez en el borde de la cama, en tanto que Catalina le daba sus razones. Sufría demasiado viviendo de aquel modo, sin hacer nada, y siendo una carga para su madre; prefería correr el riesgo de que Chaval la abofetease; y si luego su madre no quería tomar el dinero que ganase, ¿qué hacer? Ya era mayor, y se iría a vivir sola. - ¡Vete, voy a vestirme! Y no digas nada. ¿Verdad que no lo dirás, tú, que eres tan bueno?

Esteban, que no se movió de su lado, la cogió por la cintura y la estrechó entre sus brazos en una caricia de inmensa tristeza y de compasión. Así estuvieron largo rato, en camisa, estrechados uno contra otro, sintiendo el calor de sus ardorosos cuerpos junto a aquel lecho todavía caliente. Ella, al principio, quiso desprenderse de los brazos de Esteban; luego se echó a llorar en silencio, cogiéndole a su vez por el cuello, y apretándolo contra sí en un acto de desesperación. Y así permanecieron, sin otros deseos, con el recuerdo de sus desdichados amores, que jamás habían podido satisfacer. ¿Habría concluido todo entre ellos? ¿No se atreverían a reunirse, ahora que uno y otro eran libres? Un poco de felicidad habría bastado para disipar la vergüenza que les embargaba, aquel malestar inexplicable, que jamás les permitió juntarse, por todo género de extrañas ideas, que ni ellos comprendían bien.

-Acuéstate -murmuró ella-. No quiero encender la luz, porque se despertaría mi madre. Ya es hora; déjame.

Esteban no la escuchaba, y seguía abrazándola con frenesí, en medio de una alegría inmensa, que le llenaba el corazón. Experimentaba gran necesidad de paz y de calma, un deseo invencible de ser feliz. Ya se veía casado, viviendo en una casita con Catalina, sin más ambición que la de vivir allí juntos y juntos morir. Con pan solo se contentaría, y si no había más que un pedazo, sería para ella. ¿A qué venía soñar con otras cosas? ¿Acaso esta vida merece que se la tome en serio?

-¡Por Dios, déjame! -repitió Catalina, viendo que era tarde.

Entonces él, decidiéndose bruscamente, sin escuchar más que a su corazón, le dijo al oído-: Espérate; me voy contigo.

Y él mismo se asombró de haberlo dicho. Había jurado no volver a la mina. ¿De dónde habría nacido, pues, aquel arranque brusco, aquella resolución que formulaban sus labios, sin haber pensado en ello, sin haberlo discutido ni un momento? Sentía dentro de sí una calma tal, una curación tan completa de las heridas morales que le producían sus dudas, que se empeñaba en acompañar a Catalina, considerándose como un hombre salvado en una tabla por casualidad. Por lo mismo se negó a oír las razones que le daba Catalina, creyendo que se sacrificaba por ella y temerosa de que tuviese un disgusto con sus compañeros. Él se reía de todo; ya no le importaba un bledo su popularidad, y puesto que la Compañía perdonaba, se acogía al perdón, y trabajaría sin pensar en ninguna de las cosas que hasta entonces trastornaban su cabeza.

-Quiero trabajar, y se acabó. Vamos a vestirnos y procuremos no hacer ruido.

Se vistieron, en efecto, a oscuras, tomando todo género de precauciones para no despertar a nadie. Ella había preparado en secreto el día antes su traje de minera; él sacó del armario una chaqueta y un pantalón viejos, y para no hacer ruido no se lavaron. Todos los de la casa dormían; pero era necesario atravesar el corredor donde dormía la madre. Al salir tuvieron la mala suerte de tropezar con una silla. La viuda de Maheu despertó sobresaltada, y medio dormida preguntó:

-¡Eh! ¿Qué es eso? ¿Quién anda ahí?

Catalina, temblando, se detuvo y estrechó convulsivamente la mano de Esteban.

-Soy yo -dijo éste-. No puedo dormir, me ahogo, y voy a dar una vuelta por ahí.

-Bueno, bueno.

Y la viuda de Maheu se volvió a quedar dormida. Catalina no se atrevía a moverse. Al fin llegó a la sala de abajo, partió una rebanada de pan que había guardado a propósito el día antes, luego salieron a la calle muy despacito, cerraron la puerta sin hacer ruido, y emprendieron el camino de la Voreux.

Souvarine estaba cerca de La Ventajosa, en un recodo del sendero. Media hora hacía que estaba viendo pasar gente que iba al trabajo. Contaba los mineros como se cuentan las reses al entrar en el matadero, y le sorprendía ver que eran tantos, porque, a pesar de su pesimismo, jamás creyó que el primer día fuese a trabajar tan considerable número de obreros. De pronto, el ruso se estremeció. Entre los hombres que desfilaban por allí, y cuyos semblantes no podía distinguir, acababa de reconocer a uno por la manera de andar. Dio un paso hacia adelante y le detuvo, diciendo:

-¿Adónde vas?

Esteban, atónito, en vez de contestar, le preguntó: -¡Hola! ¿No te has ido todavía?

Luego confesó que iba a la mina. Es verdad que había jurado no volver; pero no se podía esperar con los brazos cruzados y sin comer la llegada de acontecimientos que tal vez no ocurriesen en un siglo; y además tenía razones particulares para obrar así.

Souvarine le escuchaba, estremeciéndose nerviosamente a cada momento. Y de pronto, cuando hubo acabado de hablar, lo cogió de un brazo y empujándolo hacia su casa:

-Vuélvete enseguida -le dijo-: no quiero que vayas a trabajar. Catalina se había acercado, y Souvarine la conoció enseguida.

Esteban protestaba, diciendo que no reconocía a nadie el derecho de juzgar su conducta ni el de darle consejos. Los ojos del maquinista iban de la muchacha a su amigo, al mismo tiempo que retrocedía un poco, haciendo un gesto enérgico y abandonándolos.

Cuando el corazón de un hombre pertenecía a una mujer, aquél estaba perdido; lo mismo daba dejarlo morir. Quizá en aquel instante se reprodujo en su imaginación la escena de la muerte de su querida allá en Moscú, aquel lazo carnal cortado por la mano del verdugo, y que lo había hecho libre para disponer de su vida y de la vida de los demás.

El maquinista dijo simplemente:

-Ve a donde quieras.

Esteban, aturdido, buscaba una frase amistosa para no separarse así.

-¿De manera que te vas?

-Pues dame la mano, amigo mío. Buen viaje, y no me guardes rencor.

El otro le alargó su mano, que estaba helada. ¡Ni amigo, ni mujer!

-Adiós para siempre esta vez.

-Sí, adiós.

Y Souvarine, inmóvil en la oscuridad, siguió con la vista a Esteban y a Catalina, que entraron en la Voreux.

 

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