A las cuatro empezaron a bajar los obreros. Dansaert, instalado en la oficina del marcador, en el departamento de las luces, inscribía en un libro el nombre de cada obrero que iba presentándosela, y hacía que le diesen una linterna. Los admitía a todos sin hacer ninguna observación, cumpliendo fielmente la promesa de la Compañía; pero cuando vio por el ventanillo a Esteban y a Catalina, dio un salto en la silla y se puso muy colorado; se quedó con la boca abierta para decirles que se marchasen; pero se contuvo, y se contentó con el triunfo que aquello significaba. ¡Hola, hola! ¡Con que el fuerte de los fuertes se rendía! ¡El terrible cabecilla de Montsou iba a pedirles de comer! Esteban cogió en silencio la linterna y subió a la boca del pozo, acompañado de la muchacha.
Pero allí era precisamente donde Catalina temía las malas palabras y las recriminaciones de los compañeros. Al entrar en el cuarto de la máquina, vio a Chaval en un grupo de otros veinte, esperando a que hubiese un ascensor vacío. Ya se adelantaba hacia ella, cuando se detuvo al ver a Esteban. Entonces empezó a burlarse y a encogerse de hombros despectivamente. ¿A él qué le importaba?, desde el momento que el otro tomaba lo que él no quería, no debía enfadarse. Allá se las hubiera el señorito, si le gustaba ser plato de segunda mesa; y, a pesar de aquellas apariencias de desdén, se sentía atacado por un acceso de celos mal disimulado. Los demás compañeros guardaban silencio, con los ojos bajos y mirando de reojo a los recién llegados; pero sin meterse con ellos. Luego, abatidos, resignados, se volvían a mirar la boca del pozo, con sus linternas en la mano, tiritando en medio de las corrientes de aire que penetraban por todos lados.
Al fin, el ascensor se colocó en su sitio, y se dio orden de embarcar. Esteban y Catalina tomaron sitio en un departamento, donde ya estaba Pierron y otros dos. En la vagoneta contigua, Chaval decía a Mouque, en voz muy alta, que había hecho mal la Dirección no aprovechando la oportunidad de deshacerse de algunos ganapanes que tenían la culpa de todo lo malo que pasaba; pero el pobre viejo, vuelto a la resignación de su triste vida, no se enfadaba ya pensando en la muerte de sus hijos, y contestaba a Chaval con palabras conciliadoras.
Se desprendió el ascensor, y empezó el descenso en medio de la oscuridad más completa. De pronto, cuando se hallaban en la tercera parte del camino, se sintió un rozamiento espantoso. Sonaron todos los hierros, las maderas crujieron, y las personas cayeron unas encima de otras.
-¡Maldita sea! -exclamó Esteban-. ¿Quieren aplastarnos? Nos quedaremos aquí todos. Y luego dirán que se arregló el revestimiento.
Pero el ascensor salvó el obstáculo, y siguió descendiendo bajo una lluvia torrencial tan fuerte, que los obreros horrorizados, ponían oído al estruendo producido por el agua. Parecía imposible que se hubieran abierto de aquel modo las junturas de las maderas.
Preguntaron a Pierron, que trabajaba hacía ya días, el cual no quiso dejar que se notara su espanto, que alguien habría tomado como una censura a la Dirección, y respondió
-¡Oh! ¡No hay peligro! Todos los días pasa lo mismo. Sin duda es que no han tenido tiempo de afirmar los tornillos.
El torrente bramaba por encima de sus cabezas, y cuando llegaron al último piso de la mina se encontraban bajo una terrible tromba de agua. A ningún capataz se le habría ocurrido subir por las escalas para darse cuenta de lo que pasaba, creyendo que la bomba bastaría, hasta que por la noche reconocieran los carpinteros las paredes del pozo.
Abajo, en las galerías, la reorganización de los trabajos daba bastante que hacer, porque antes de que los cortadores de arcilla emprendieran sus tareas en las canteras dispuso el ingeniero que, durante los cinco primeros días, todo el mundo se dedicara a ciertos trabajos de consolidación que eran absolutamente indispensables. Pues por todos lados se temían desprendimientos, y las galerías habían sufrido tanto que en algunos puntos se necesitaba apuntalar en distancias de más de cien metros. De modo que cuando la gente llegaba al fondo, iba formando cuadrillas de diez hombres, al mando de un capataz, y se ponían a trabajar en los sitios que más se necesitaba. Cuando terminó el descenso, se vio que habían bajado trescientos y pico de mineros; esto es, la mitad aproximadamente de los que trabajaban en tiempos normales.
Chaval fue destinado a la cuadrilla de que formaban parte Catalina y Esteban; no por casualidad, sino porque él había tenido buen cuidado de quedarse el último escondido detrás de los compañeros, de manera que le agrupasen donde él quería. La cuadrilla fue destinada a trabajar en el fondo de la galería Norte, a unos tres kilómetros de distancia, donde había ocurrido un desprendimiento de consideración. Para quitar las rocas desprendidas se las atacó con palas y picos. Esteban y Chaval y otros despejaban el terreno, mientras Catalina, con la ayuda de dos aprendices, llenaban las espuertas de escombros y las llevaban hasta el plano inclinado. Se hablaba poco, porque el capataz no los perdía de vista ni un momento. Sin embargo, los dos enamorados de Catalina estuvieron a punto de llegar a las manos por causa de ella. Su antiguo amante, aunque diciendo que ya no la quería para nada, la pellizcaba de cuando en cuando de tal modo, que Esteban le amenazó con darle una paliza si no la dejaba en paz. Afortunadamente los compañeros los separaron.
A eso de las ocho, Dansaert dio una vuelta por allí, para ver cómo iban los trabajos. Parecía muy malhumorado, y desahogó su furia con el capataz de la cuadrilla: el trabajo iba muy despacio y muy mal; se necesitaba más actividad y mejor voluntad; aquello no podía ser.
-Me voy -añadió-; y luego vendré con el señor ingeniero.
El capataz mayor estaba esperando a Négrel desde el amanecer, y no se explicaba aquel retraso.
Transcurrió una hora más. El capataz de la cuadrilla había suspendido la limpieza de los escombros, para ocupar a toda su gente en consolidar el techo de la galería; así es que Catalina y los dos chiquillos, en vez de llevar espuertas de tierra, iban dando a los hombres la madera necesaria para que éstos apuntalaran.
Allí, al final de la galería, la cuadrilla estaba como de avanzada, perdida en una extremidad de la mina, e incomunicada con las demás canteras y galerías. Tres o cuatro veces los obreros volvieron la cabeza, creyendo oír el ruido de rápidas carreras. ¿Qué sería? Cualquiera hubiese dicho que los compañeros se iban, abandonando el trabajo; pero como aquellos rumores desaparecían pronto y el silencio continuaba, ellos siguieron trabajando, ensordecidos también por el martilleo. Por fin dejaron aquello, y volvieron al arrastre de escombros.
Pero al primer viaje, Catalina, asustada, volvió diciendo que no había nadie en el plano inclinado.
-He llamado y no me contestan. Todos se han ido.
El pánico y la sorpresa fueron tales, que los diez tiraron las herramientas y echaron a correr. La idea de quedar abandonados en el fondo del pozo de subida los enloquecía. No llevaban consigo más que la linterna.
Y corrían todos en fila; los hombres, la joven, los chiquillos, y hasta el mismo capataz, que perdía la cabeza viendo que llamaba a gritos desesperados sin que le contestasen en la inmensidad de aquellas desiertas galerías. ¿Qué sucedía para que no encontrase a nadie? ¿Qué terrible accidente les había arrebatado a todos sus compañeros? El pánico aumentaba ante aquella ignorancia del verdadero peligro, ante aquella amenaza de perder la vida, que ninguno se podía explicar.
Cuando llegaban cerca del pozo, un torrente desbordado les cortó el paso. En un momento se vieron con agua hasta las rodillas; ya no podían correr; hendían penosamente las aguas, pensando no sin razón, que la pérdida de un solo minuto podía costarles la vida.
-¡Maldita sea! Se ha roto el revestimiento, y todo se lo lleva el diablo. Bien decía yo que nos quedaríamos aquí todos.
Desde que bajara aquella mañana, Pierron, muy alarmado, veía aumentar el diluvio que caía por los pozos. Sin dejar de cargar las vagonetas con otros dos compañeros, levantaba a menudo la cabeza, y la cara se le mojaba completamente, y los oídos le zumbaban a causa del terrible estrépito que se oía más arriba. Pero, sobre todo se alarmó al ver que abajo se había formado un charco inmenso, porque aquello indicaba claramente que las bombas no podían sacar toda el agua necesaria. Entonces dio cuenta de todo a Dansaert, el cual se enfurecía, contestando que era preciso aguardar la llegada del ingeniero. Otras dos veces insistió en lo mismo, sin conseguir más respuesta que encogimientos de hombros y señales de mal humor. ¿Qué había de hacer él si el agua aumentaba?
Entonces apareció Mouque con el caballo Batallador. Tenía que sujetarlo fuertemente de las bridas, porque el caballo se encabritaba bruscamente, a pesar de sus años, y relinchaba, mirando al pozo.
-¿Qué hay, filósofo? ¿Qué te pasa? ¿Qué está ocurriendo? ¿Por qué llueve? Vamos, vamos: ¿a ti qué te importa?
Pero como el animal se resistía tuvo que llevárselo a la fuerza.
Casi en el instante mismo en que Mouque desaparecía con el caballo por una de las galerías laterales, se oyó un estrépito espantoso, indescriptible, que procedía del pozo. Era que una pieza del maderamen del revestimiento se acababa de desprender, y caía desde una altura de ochenta y tantos metros, tropezando con las paredes del pozo; Pierron y los otros dos cargadores tuvieron tiempo de hacerse a un lado, y el enorme tablón no causó más desperfectos que el destrozo de una vagoneta. Inmediatamente después, casi de un modo simultáneo, el agua empezó a caer a mares. Dansaert quiso subir a ver lo que pasaba; pero en el mismo instante se desprendió otra piedra, y ante la tremenda catástrofe que se preparaba, dejó de titubear, comunicó rápidamente las órdenes para que todo el mundo subiese, y encargó a los capataces que recogiesen a la gente que estaba trabajando en las canteras.
La escena que entonces se produjo no es para ser descrita. De todas las galerías de la mina acudían grupos de obreros a todo correr, empujándose, atropellándose, pisoteándose unos a otros en su precipitación por ser cada cual el primero que llegase al asalto del ascensor. Todos querían subir los primeros. Algunos que concibieron la idea de salvarse por el pozo de las escalas, tuvieron que bajar enseguida diciendo que por allí estaba ya el paso interceptado. ¡Qué escenas a cada viaje del ascensor! Ya aquél se había hecho; pero ¿quién sabe si podía volver a pasar por entre los obstáculos que interceptaban el pozo? Porque indudablemente, allá arriba continuaba el desastre, puesto que se oía una serie incesante de sordas detonaciones, producidas por el maderamen que se desengranaba y rompía a impulsos de la terrible inundación. Pronto una de las jaulas estuvo inútil, y la otra rozaba de tal modo con los obstáculos que seguramente el cable se rompería de un momento a otro. Y aún quedaba por salir un centenar de hombres, un centenar de hombres ensangrentados, furiosos, con el agua hasta el pecho y en grave peligro de ahogarse. Las maderas desprendidas habían matado ya a dos; otro, que se había cogido al ascensor, cayó desde una altura de cincuenta metros y desapareció en el charco que se había formado al pie del pozo.
Dansaert, sin embargo, hacía enérgicos esfuerzos por restablecer el orden. Armado de un pico, amenazaba romper la cabeza al primero que le desobedeciese, y quiso formarlos en fila, diciendo que los cargadores serían los últimos que salieran, después de colocar, como siempre, a sus compañeros en las vagonetas. Pero nadie le escuchaba; dos veces tuvo que impedir que Pierron, pálido de espanto y aturdido, se subiera, como intentaba, al ascensor. A cada viaje tenía que rechazarle de allí a puñetazo limpio.
Más poco a poco el pánico lo fue ganando a él también; un minuto más, y estaba perdido. Allí arriba se destrozaba todo; el maderamen crujía con estruendo sin igual; la boca del pozo era una terrible catarata. Estaban subiendo algunos obreros, cuando él, sin poderse dominar más, precipitóse a una de las jaulas del ascensor, sin oponerse ya a que Pierron hiciese otro tanto. La jaula empezó a subir.
En aquel momento la cuadrilla a que pertenecían Esteban y Chaval llegaba al pozo. Vieron desaparecer la jaula, y se precipitaron a ella; pero retrocedieron enseguida, huyendo del destrozo final del maderamen. El pozo estaba cegado; el ascensor no volvería a bajar más. Catalina gemía, Chaval se desgañitaba profiriendo improperios y juramentos. Estaban allí unos veinte hombres. ¿Los abandonarían así los canallas de sus jefes? El tío Mouque, que volvía llevando a Batallador de la rienda, se quedó estupefacto, con los ojos desmesuradamente abiertos, ante los rápidos y terribles progresos de la inundación. El agua les llegaba al pecho. Esteban, con los dientes apretados, sin decir palabra, cogió a Catalina en brazos. Y todos bramaban, contemplando tercamente, con verdadera terquedad de imbéciles aquel pozo por donde caía todo un río, y por donde ya era inútil esperar ninguna clase de auxilio.
Cuando Dansaert llegó arriba, vio a Négrel, el cual acudía presuroso en aquel instante. Toda la mañana la señora Hennebeau le había tenido entretenido mirando varios catálogos, a fin de elegir las cosas que había de comprar para su boda; por esto se había retrasado; eran las diez. - ¡Eh!, ¿qué pasa? -gritó desde lejos.
-La mina está perdida -contestó el capataz mayor.
Le relató la catástrofe, casi balbuceando de emoción, en tanto que el ingeniero se encogía de hombros, con aire de incredulidad. ¡Bah! Pues ¿qué? ¿Así se deshace un revestimiento sin más ni más? Sin duda exageraba; era necesario verlo.
-Abajo no habrá quedado nadie, ¿no es verdad?
Dansaert se turbó:
-No, nadie. Al menos, así creo; aunque quizá pudiera haberse retrasado algún obrero.
-¡Maldita sea! Entonces, ¿por qué ha salido de ahí? ¿Se abandona así a la gente que uno manda? ¡Cobarde!
Enseguida dio orden de que se contaran las linternas.
Por la mañana se habían distribuido trescientas veintidós, y ahora no se encontraban más que doscientas cincuenta y cinco, si bien es verdad que varios obreros confesaban haber perdido las suyas, a causa del pánico y de la precipitación de la subida. Se trató de pasar lista; pero esto también fue inútil, porque muchos mineros habían huido, y, otros en medio de la algazara y la agitación que allí reinaba no oían su nombre. Ellos mismos no lograban ponerse de acuerdo sobre cuántos compañeros faltaban. Lo mismo podían ser veinte que cuarenta. El ingeniero no tenía más que una seguridad; la seguridad tristísima de que abajo había gente; y la tenía, porque, asomándose a la boca del pozo, en medio del estruendo del torrente y del crujir de las maderas, se oían los quejidos de aquellos infelices.
La primera disposición de Négrel fue mandar un aviso al señor Hennebeau y procurar cerrar la mina. Pero fue demasiado tarde; porque los obreros más impresionables, aquéllos que no dejaran de correr hasta llegar a su casa, como si aún los persiguieran los efectos de la catástrofe, habían puesto sobre aviso a todo el barrio de los Doscientos Cuarenta, y bandadas de mujeres, de viejos y de niños, llorando y chillando a más no poder, bajaban precipitadamente hacia la Voreux. Fue necesario rechazarlos, y establecer un cordón de vigilantes para que no se acercaran, porque habrían entorpecido las maniobras. Muchos obreros de los que habían salido del pozo permanecían allí atónitos, estupefactos, sin ir a cambiarse de traje, retenidos por la fascinación del miedo, contemplando aquel pozo en las profundidades del cual habían estado a punto de perecer. En torno a ellos, las mujeres, llenas de espanto, los acosaban suplicándoles, interrogándoles, pidiéndoles nombres. ¿Estaba allí fulano? ¿Y mengano? Nadie sabía nada; aquellos infelices balbuceaban palabras ininteligibles, temblorosos, haciendo gestos de locos, gestos como para apartar sí el recuerdo de aquella espantosa catástrofe. La muchedumbre aumentaba por momentos; la gente, llorando, acudía de todas partes. Y allá, en lo alto de la plataforma, junto a la caseta de Buenamuerte, sentado en el suelo, un hombre, Souvarine, contemplaba en silencio aquel espectáculo.
-¡Los nombres! -gritaban todas las mujeres, con la voz ahogada por las lágrimas. Négrel se asomó a la puerta, y dijo estas palabras:
-En cuanto lo sepamos, os lo diremos; pero no está todo perdido; todos se salvarán. Ahora voy a bajar yo.
Entonces la multitud, sobrecogida de angustioso espanto, guardó silencio, y esperó. En efecto: con una bravura extraordinaria y con una tranquilidad verdaderamente heroica, el ingeniero se disponía a bajar. Había hecho que desenganchasen la jaula del ascensor, y ordenado que la sustituyesen con un cubo sólidamente atado al cable; y como sospechaba que el agua le apagaría la linterna, colocó otra luz en la parte inferior del cubo por fuera, de modo que éste la protegiera. Los capataces, temblando, pálidos y descompuestos, hacían todos estos preparativos secundando sus órdenes.
-Usted bajará conmigo, Dansaert -dijo Négrel con voz tranquila.
Luego, cuando vio que todos estaban acobardados, y que el capataz mayor temblaba como una mujerzuela, y casi lloraba de miedo, le rechazó con un gesto desdeñoso.
-No; no me serviría sino de estorbo. Prefiero ir solo.
Ya se había colocado en el estrecho cubo que se balanceaba pendiente del cable; cogió con una mano la linterna, agarró con la otra la cuerda de señales, y dijo al maquinista con la mayor tranquilidad del mundo:
-¡Adelante! ¡Poco a poco!
La máquina se puso en movimiento, y Négrel desapareció en la oscuridad profunda del abismo, de donde aún salían los gritos angustiosos de los infelices que estaban abajo. En la parte de arriba no había sucedido nada; el ingeniero se convenció de que el revestimiento superior se hallaba en buen estado. Balanceándose en el vacío, se volvía de un lado a otro para alumbrar las paredes; pero trescientos metros más abajo, al llegar al revestimiento inferior se apagó la luz como había previsto y sintió que el cubo se llenaba de agua. Ya no tuvo más luz que la muy escasa que despedía la que iba colgada debajo del cubo. A pesar de su bravura temeraria, palideció hasta la lividez ante el horror de aquel desastre. Sólo algunas piezas de madera quedaban en su sitio; todas las demás habían sido precipitadas al abismo por la fuerza de la inundación; las aguas del torrente, de aquel mar subterráneo, cuyas tempestades y naufragios se ignoraban, rugían y se precipitaban por la brecha abierta en el revestimiento.
El ingeniero estaba consternado; en aquellos sitios no volvería a ser posible el trabajo humano. Négrel ya no tenía mas que una esperanza: la de intentar el salvamento de la gente que estaba en peligro. A medida que iba bajando, distinguía con mayor claridad los lamentos de aquellos infelices; pero pronto tuvo que detenerse: el pozo estaba absolutamente infranqueable; los pedazos de madera, las vigas, los sostenes de hierro atravesados de pared a pared, hacían imposible toda tentativa de descenso. Y mientras con el corazón en un puño, casi con lágrimas en los ojos, al pensar en la muerte que aguardaba a aquellos desdichados, estaba esperando, notó de pronto que cesaba el ruido de sus voces. Era indudable que, o se acababan de ahogar, o habían huido a las galerías interiores de la mina, creyendo salvarse de aquella terrible inundación.
Entonces Négrel cogió la cuerda, y dio la señal para que lo subiesen. Luego mandó que la máquina se detuviera de nuevo, porque no se explicaba aquella catástrofe tan brusca y tan rápida, cuyas causas le era imposible adivinar. Deseando darse cuenta de todo, empezó a examinar una por una las piezas del revestimiento, y al hacerlo comprendió fácilmente, por las huellas que habían dejado la sierra y el destornillador, las señales de un trabajo abominable de destrucción, que nada de aquello era casual. Evidentemente alguien que deseaba aquella catástrofe la había preparado. Lleno de espanto ante aquella convicción, no se acordaba de hacer señales para que lo subiesen, cuando, de repente, las pocas piezas del maderamen que aún quedaban en su sitio, se desprendieron con un estrépito infernal, y desbordándose las aguas del torrente por aquella nueva brecha formaron un remolino monstruoso, en el que estuvo a punto de verse envuelto. Su intrepidez desaparecía ante la idea del hombre que había hecho aquello y se le erizaba el cabello, se le helaba el corazón, haciéndole sentir una especie de pavor religioso, como si envuelto en las tinieblas estuviese allí todavía el autor de la catástrofe, aquel gigantesco criminal, para convertirlo todo en polvo. Dio un grito, y agitó curiosamente la cuerda, haciendo la señal. Lo hizo en el momento preciso porque al pasar por el revestimiento superior, vio que todas las piezas se movían; las junturas después de haber perdido las estopas embreadas, daban paso a una cantidad enorme de agua. Era cuestión de horas. El desastre resultaba inevitable: al cabo de un rato, las paredes del pozo estarían deshechas, y la mina para siempre anegada.
Arriba, el señor Hennebeau esperaba impaciente a Négrel. -¿Qué pasa? -preguntó.
Pero el ingeniero estaba tan emocionado, que no podía hablar.
-Esto es imposible; algo impensable. ¿Lo has examinado?
-Sí -respondía con la cabeza, y dirigiendo miradas de desconfianza a su alrededor.
Se negó a dar explicaciones en presencia de los pocos capataces que le escuchaban. Por eso llevó a su tío a un rincón, y allí, en voz muy baja, hablándole al oído, le explicó el monstruoso atentado, describiéndole el aspecto de las piezas aserradas, de los tornillos sacados de su sitio a propósito para terminar diciendo que habían matado la mina. El director estaba blanco como la cera, bajaba la voz también, sintiendo esa necesidad instintiva que nos hace guardar silencio ante la monstruosidad de los grandes desastres y de los grandes crímenes. Los dos pensaban, aterrados, en la existencia del hombre que había tenido valor para bajar hasta aquellas profundidades, arriesgando veinte veces la vida en tan espantosa tarea.
El señor Hennebeau no pudo disimular un gesto de desesperación al ordenar que todo el mundo saliese de la mina inmediatamente.
Cuando él y el ingeniero, que se habían quedado los últimos, aparecieron en la plataforma, la muchedumbre que se apiñaba al otro lado del cordón formado en torno de los edificios de la mina, los acogió con el mismo clamor, repetido obstinadamente:
-¡Los nombres, los nombres; decid los nombres!
La viuda de Maheu era una de las que estaban en primera fila; al notar la ausencia de su hija y del huésped supuso desde luego que se habían ido a trabajar; y si bien en los primeros momentos de saber la noticia, dijera furiosa que se alegraba, que merecían quedarse allí enterrados por cobardes y por traidores, luego de pasado aquel acceso, voló a la mina, con lágrimas en los ojos y el corazón metido en un puño, para saber qué suerte habían tenido. La mujer de Levaque y la de Pierron, aunque no tenían a nadie en peligro, eran de las que más chillaban. Zacarías, que se salvó uno de los primeros, a pesar de que siempre se burlaba de todo, había abrazado, llorando muy compungido, a su mujer y a su madre, y sin separarse de esta última, conmovido, trataba de consolarla y de consolarse, diciendo que no creería la muerte de su hermana hasta que los jefes la anunciasen oficialmente.
-¡Los nombres, los nombres; por Dios, los nombres!
Négrel, que estaba muy nervioso, dijo en voz alta a los capataces:
-Háganlos ustedes callar. ¡Si todavía no sabemos esos nombres!
Ya habían pasado dos horas, y bajo la influencia de la primera impresión, nadie había pensado en el otro pozo, el pozo abandonado de Réquillart.
El señor Hennebeau estaba dando órdenes para intentar el salvamento por aquel lado, cuando circuló el rumor de que cinco obreros acababan de salvarse, subiendo por las podridas escalas del pozo antiguo, que desde hacía tanto tiempo estaba fuera de uso; y entre los afortunados nombraban al tío Mouque, lo cual produjo general sorpresa, porque nadie creía que estaba abajo. Pero precisamente la noticia vino a aumentar las lágrimas de todos, porque se supo de una manera indudable que otros quince infelices no habían podido seguirlos, y que era de todo punto inútil intentar el auxilio, pues por la parte de Réquillart había ya más de diez metros de agua. Entonces se supieron los nombres de todos, y los gemidos y el clamor angustioso de aquella multitud se elevó en el aire.
-¡Haced que callen! -gritó Négrel furioso-. Y todo el mundo atrás. Sí, sí, a más de cien metros de distancia, porque hay verdadero peligro de un hundimiento. ¡Atrás, atrás!
Hubo necesidad de luchar con aquellas pobres gentes, que no se retiraban, creyendo que trataban de ocultarles mayores daños, hasta que los capataces les hicieron comprender que era inminente un hundimiento de todo aquel terreno. Tal idea les dejó atónitos y silenciosos por un momento; pero cinco minutos después, a pesar suyo, atraídos por una fuerza irresistible, trataban de volver al mismo sitio, y con tal furia que fue necesario doblar el cordón de vigilantes para evitar una catástrofe espantosa. Más de mil personas que habían acudido de Montsou y de los barrios obreros se agolpaban allí llenas de angustia y de terror. Entre tanto, allá en lo alto de la plataforma, el hombre rubio, de rostro femenino, fumaba tranquilamente cigarrillo tras cigarrillo, contemplando el espectáculo con su calma habitual.
Eran las doce; nadie había comido, ni nadie pensaba en hacerlo. Por el cielo brumoso, de un color ceniciento, pasaban lentamente algunas nubes; un perro mastín ladraba, furioso, desde el corral de La Ventajosa. La muchedumbre poco a poco fue formando un inmenso círculo, de más de cien metros de radio, en el centro del cual se veían los desiertos edificios de la Voreux. Ya no había allí ni un alma; ya no se oía ningún ruido; las puertas y las ventanas abiertas permitían ver el abandono interior; un gato rojizo, olvidado allí, apareció en lo alto de una escalera; sin duda presentía el peligro, pues, tras un momento de vacilación, atravesó la plataforma, y huyó por entre los sembrados de remolacha.
A las dos la situación era la misma; todo seguía igual. El señor Hennebeau, Négrel y otros ingenieros, que habían acudido, formaban en primera fila un grupo exótico de levitas y sombreros negros y ellos tampoco se alejaban de allí: febriles, furiosos al ver su impotencia ante un desastre semejante, sin pronunciar más que alguna que otra palabra en voz baja, como si estuvieran a la cabecera de un moribundo.
Dieron las tres. Nada todavía. Un fuerte chaparrón había calado hasta los huesos a la multitud, sin que nadie pensara en alejarse. El perro de Rasseneur empezó a ladrar de nuevo. A las tres y veinte se sintió la primera sacudida de la tierra. La Voreux vaciló un momento; pero, fuerte todavía, se mantuvo en pie. Sobrevino enseguida otro temblor y un grito estridente salió de todas las bocas a la vez; el cobertizo donde estaba el departamento de cernir, después de tambalearse dos veces, se vino abajo con estrépito terrible. Desde aquel momento la tierra no cesó de temblar; las sacudidas se sucedían incesantemente, a causa de los hundimientos subterráneos, acompañados de gigantescos bramidos, propios de un volcán en erupción. A lo lejos, el perro de Rasseneur no ladraba ya: aullaba quejumbrosamente, como anunciando las oscilaciones del terreno. En menos de diez minutos se hundieron todos los techos de pizarra: el departamento de las máquinas, las oficinas, la barraca, con todo cuanto contenían, desaparecieron por el agujero enorme que a cada nueva sacudida se ensanchaba más. Luego, cesaron los ruidos; el hundimiento se detuvo, y de nuevo reinó un profundo silencio.
Entonces sobrevino una calma abrumadora. Ya los ingenieros, tras mucho titubear, se decidían a aproximarse al sitio de la catástrofe, para ver si era posible salvar algún material de entre los escombros, cuando, de repente, otra sacudida, mucho más fuerte que las anteriores, una suprema convulsión del suelo, les hizo retroceder. Estallaban tremendas detonaciones subterráneas como si artilleros invisibles dispararan sus cañones en el fondo de la mina. En la superficie, las últimas construcciones que quedaban en pie se venían abajo. Un momento después todo había desaparecido: los escombros de lo que había sido la Voreux fueron engullidos de golpe por el abismo.
La muchedumbre, aterrada, emprendió la fuga. Las mujeres corrían tapándose los ojos. El espanto arremolinó y dispersó a los hombres como un montón de hojas secas. Nadie quería gritar, y todos lo hacían ante la enormidad de aquel cráter de mil quinientos metros de profundidad, que se abría desde la carretera al canal en una extensión de cuarenta metros por lo menos. Toda la plataforma de la mina siguió a los edificios en el abismo, así como la provisión de madera que tenían preparada. Allá, en el fondo, sólo se distinguía una mezcla de vigas, de ladrillos, de hierros, restos apilados por la catástrofe en su ensañamiento. ¿Hasta dónde iba a llegar aquello? ¿Alcanzaría el desastre a las casas de los obreros?
Négrel lanzó una exclamación de dolor; y al señor Hennebeau se le saltaron las lágrimas; para completar el desastre, se rompió una presa, y las aguas desbordadas del canal se precipitaron por una de las grietas, formando una catarata infernal. La mina absorbía aquel río; la inundación invadiría todas las canteras durante muchos años. Pronto el cráter estuvo lleno, y un lago de agua cenagosa ocupó el sitio donde pocas horas antes se veía la Voreux; un lago semejante a esos lagos legendarios en cuyo fondo duermen para siempre las ciudades malditas.
Entonces Souvarine se levantó de su sitio. Había visto desde lejos a la viuda de Maheu y a Zacarías sollozando ante aquella masa de agua, cuyo peso aplastaba a los infelices que estaban en el fondo. Y el ruso, después de tirar su cigarrillo, se alejó lentamente, sin volver la cabeza atrás. Era ya de noche; y su sombra, cada vez más vaga, acabó por disolverse en las tinieblas. ¿A dónde iba? Al exterminio; adonde quiera que hubiese dinamita para destruir ciudades y aniquilar hombres.