Abajo, en el fondo de la mina, en el momento de la inundación, los infelices que se habían retrasado aullaban de terror. El agua les llegaba al pecho. El estruendo del torrente los aturdía. El estrépito producido por el maderamen en su caída, les hacía pensar en una catástrofe horrenda que acabara con el mundo entero; y su espanto sin límites crecía oyendo los relinchos de los caballos encerrados en la cuadra, relinchos de muerte, terribles, capaces de volver loco a cualquiera.
Mouque había soltado a Batallador. Y el pobre animal, con la crin erizada, el ojo dilatado y la mirada fija, contemplaba el agua, que iba subiendo de nivel rápidamente. De pronto, el animal volvió grupas, y emprendió una vertiginosa carrera por las oscuras galerías. Aquella fue la señal de ¡sálvese el que pueda! Todo el mundo echó a correr detrás del caballo.
-Aquí no hay nada que hacer -gritó Mouque-; vamos a ver si podemos salir por Réquillart.
La esperanza de salvarse por la mina vieja, si las aguas no la habían invadido todavía, les daba alas.
Los veinte corrían a cual más, levantando las linternas todo lo que podían, para que la humedad no las apagase. Afortunadamente la galería estaba en cuesta, y pudieron recorrer doscientos metros sin ser alcanzados por las aguas. Al llegar al primer sitio donde se cruzaban dos galerías, surgió un desacuerdo de opiniones. El mozo de cuadra se empeñaba en tomar por la izquierda, mientras que otros creían que por la derecha se acortaba el camino. Entre tanto, se perdió un minuto.
-¿A mí qué me importa que reventéis? -gritó Chaval-. Yo me voy por aquí -Y tomó la galería de la derecha, seguido de otros dos.
Los demás echaron a correr detrás del tío Mouque, que, después de todo, debía conocer aquello, puesto que había nacido y vivido siempre en Réquillart. Así y todo, titubeaba a cada momento. Cada vez que se presentaba una bifurcación de la galería se quedaba parado, acabando por tomar aquella que le aconsejaba su instinto. Esteban corría el último, retenido por Catalina, entorpecida por el cansancio y el miedo.
Por su gusto, hubiera torcido a la derecha, como Chaval, porque creía que aquél era el buen camino; pero lo detuvo el deseo de separarse del hombre a quien más aborrecía en el mundo.
Las opiniones volvieron a dividirse, y cada cual tiró por su lado, no quedando más que seis en el grupo que seguía al tío Mouque.
-Cógete a mis hombros, y te llevaré -dijo Esteban a la joven viéndola desfallecer.
-No; déjame -murmuró ella -; no puedo más; prefiero morir.
Se habían quedado un poco rezagados; y empezaba Esteban a cogerla en brazos a pesar de su resistencia, cuando la galería quedó interceptada. Un bloque enorme desprendido del techo, los separó de sus compañeros. La inundación crecía por todas partes, y no pudiendo continuar su camino, volvieron atrás, andando a la ventura, y sin saber la dirección que llevaban. Ya se había acabado todo; era necesario renunciar a salvarse por Réquillart. Su única esperanza consistía en huir de la crecida y llegar a las canteras más altas, de donde los compañeros los sacarían si el nivel de las aguas comenzaba a descender.
Esteban reconoció que se hallaban en el filón Guillermo.
-Bueno -dijo-; ya sé dónde estamos, y me parece que íbamos por buen camino; pero ahora sabe Dios. Mira, sigamos derecho, y subiremos por la chimenea.
El agua les llegaba al pecho. Caminaban con gran lentitud. Mientras llevasen luz no desesperarían, por lo cual apagaron una de las linternas, a fin de guardar el aceite para echárselo oportunamente a la otra. A punto de llegar a la chimenea, un ruido, detrás, les hizo volver la cabeza. ¿Serían los compañeros que, viendo cortado el camino, tomaban esta otra dirección? Oían un ronco alentar a lo lejos, y no se explicaban qué especie de tempestad podía ser aquella que se acercaba en un remolino de espuma. Y gritaron, al ver una masa gigante, blanquecina, salir de la sombra y esforzarse en alcanzarlos, entre la angostura del revestimiento que impedía su paso.
Era Batallador. Al huir, había galopado a lo largo de las galerías en tinieblas, desenfrenadamente. Parecía como si conociera el camino en aquella ciudad subterránea que habitaba desde hacía once años; y sus ojos veían claro en medio de la noche eterna en que había vivido. Galopaba, bajando la cabeza, por aquellas galerías angostas que llenaba su cuerpo enorme. Las galerías se sucedían, y las encrucijadas, sin que él vacilara. ¿Adónde iba? Allá lejos quizás, a aquella visión de su juventud, al molino a orillas del Scarpe en que naciera, al recuerdo confuso del sol abrasando el aire como una inmensa lámpara. Quería vivir, su memoria animal se despertaba, el deseo de respirar aún el aire de las llanuras lo impulsaba hacia adelante, hasta que descubriera la abertura de salida hacia la luz, hacia el cielo azul. Y una rebeldía súbita arrastraba su antigua resignación. El agua que le perseguía azotaba sus flancos, mordía su grupa. Pero, a medida que se hundía, las galerías se iban haciendo cada vez más estrechas y más bajas de techo. Galopaba sin embargo, indiferente a las rozaduras, dejándose en el maderamen jirones de pellejo. A su alrededor, la mina parecía contraerse, apretándolo y ahogándolo.
Al llegar cerca de ellos, Esteban y Catalina vieron cómo se estrellaba entre las rocas. Había tropezado y caído hacia delante, rompiéndose las dos patas. Con un último esfuerzo, se arrastró unos cuantos metros por tierra; pero la abertura no era ya la suficiente para su corpulencia, y quedó envuelto, agarrotado por la tierra. Su cabeza ensangrentada avanzó todavía, buscando una hendidura con sus ojos turbios. Mientras el agua subía rápidamente a su alrededor, se puso a relinchar, con el estertor profundo, atroz, con que los demás caballos habían muerto ya en la cuadra. Fue una agonía espantosa en medio de las tinieblas. Su grito de desesperación se hizo más ronco, a medida que el agua lo fue anegando paulatinamente. Hubo un último relincho terrible, y enseguida como un ruido de tonel que se llena. Luego, de nuevo un gran silencio. Catalina, presa de un repentino pavor, murmuró al oído de Esteban:
-¡Por Dios! ¡Sácame de aquí, sácame de aquí; no quiero morir!
El joven la había cogido por la cintura, y la llevaba como si fuese una pluma. Ya era tiempo, porque el agua subía, y cuando ellos penetraron en la chimenea tenían hasta el cuello mojado. Cuando consiguieron llegar a la primera galería superior, adonde las aguas de la crecida no alcanzaban aún, respiraron libremente. Pero su tranquilidad duró bien poco; acosados por la inundación, de aquélla subieron a la segunda galería, de ésta a la tercera, y así sucesivamente hasta la novena, que era la última. No había, pues, medio de subir más; si el nivel de las aguas no se detenía estaban perdidos irremisiblemente.
Catalina, muerta de cansancio, aturdida por el miedo a los ruidos de aquella tempestad subterránea, continuaba diciendo:
-¡Yo no quiero morir, no quiero morir! ¡Sálvame!
Esteban, por tranquilizarla, le decía que allí no había peligro, que estaban corriendo hacía seis horas y que sin duda sus compañeros procurarían salvarlos. Y decía seis horas, por decir algo, puesto que había perdido la noción del tiempo, y en realidad habían tardado un día entero en aquella ascensión de galería en galería por el filón Guillermo. Se instalaron allí, calados hasta los huesos y tiritando. Ella se desnudó para retorcer la ropa, y volvió a ponerse los pantalones y la blusa sin secar del todo. Como estaba descalza, el joven la obligó a ponerse sus zuecos. Ahora ya podían esperar.
Enseguida, sintieron grandes dolores en el estómago, y comprendieron que se morían de hambre. Hasta entonces no pensaron en ello. Y como en el momento de ocurrir la catástrofe no habían almorzado todavía, encontraron en el bolsillo su merienda, aquellas tostadas de pan convertidas ahora en verdaderas sopas. Se repartieron el pan como hermanos, y luego la pobre muchacha, rendida de cansancio, se quedó dormida sobre la tierra húmeda. Él, atacado por el insomnio, la velaba con la cabeza entre las manos y la mirada fija en el suelo.
¿Cuántas horas transcurrieron así? No lo hubiera podido decir. Lo que sí sabía, es que por el agujero de la chimenea subía el agua, subía, firme en su empeño de devorarlos. Esteban, por compasión, no se atrevía a despertarla; pero al fin, ante la inminencia del peligro, no tuvo más remedio que hacerlo. Mas ¿por dónde huir? Y buscando, recordó que el plano inclinado establecido en aquella parte del filón se comunicaba por un extremo con el del piso superior de la mina. Tal recuerdo era una esperanza de salvación; así es que cuando Catalina, despierta, hablaba de morir, él la tranquilizó, diciendo:
-¡No! Cálmate; te juro que todavía no está todo perdido.
Con inmenso trabajo, gracias a esfuerzos en verdad sobrehumanos, llenos de heridas hechas por las escabrosidades de la pared, consiguieron llegar adonde deseaban; pero se quedaron atónitos cuando, al desembocar en la galería superior, vieron una luz y oyeron la voz de un hombre, que les gritaba enfurecido:
-Otros tan bestias como yo.
Reconocieron a Chaval, que estaba allí, furioso, sin poder seguir su camino a causa de recientes desprendimientos, los cuales, al producirse, habían matado a los dos compañeros que le acompañaban. Él, herido en un codo, tuvo, sin embargo, valor para arrebatarles las linternas y robarles de los bolsillos el pan del almuerzo. Al separarse de los dos cadáveres, otro derrumbamiento del techo acabó de cerrar la galería.
Al ver a los recién llegados, juró no repartir con ellos sus provisiones, aunque fuese preciso matarlos para conservarlas.
Luego, cuando vio quienes eran, se calmó de pronto, y comenzó a sonreír en son de burla.
-¡Hola! ¿Eres tú, Catalina? Buscas a tu hombre, ¿eh? Haces bien.
Y afectaba no notar la presencia de Esteban. Este último, furioso con aquel encuentro, había hecho un movimiento para proteger a la muchacha, que se estrechaba contra él. Pero no quedaba más remedio que aceptar la situación; y como se habían separado amistosamente, se contentó con preguntarle con la mayor tranquilidad:
-¿Has mirado al fondo? Ya habrás visto que es imposible llegar a las canteras. Chaval seguía bromeando:
-¡Ah! Las canteras; están todas cegadas, estamos aquí presos como un ratón en la ratonera. No hay más remedio que morir. Si te quedas -añadió después de un momento-, procura dejarme en paz, que yo no he de meterme contigo. Todavía cabemos aquí los dos. Luego veremos quien revienta primero. A menos que vengan a salvarnos, lo cual me parece muy difícil.
Esteban, sin hacerle caso, se limitó a contestar.
-Puede que si diéramos golpes nos oyeran.
-Estoy cansado de darlos. Mira, toma esa piedra, y a ver si eres tú más afortunado.
El joven recogió del suelo el pedazo de carbón que le indicaban, y comenzó a dar golpes en la pared, haciendo la señal de uso entre los obreros cuando se veían en peligro. Luego pegó la oreja a la vena, a ver si le contestaban. Veinte veces hizo lo mismo, y ninguna de ellas consiguió oír el menor ruido.
Entre tanto, Chaval, afectando gran tranquilidad, se entretenía en arreglar las tres linternas, después de apagar dos de ellas, para que le sirviesen más tarde. Luego dejó en un rincón el pan que le quedaba, que administrándolo bien sería suficiente para mantenerlo un par de días.
-Oye -dijo de pronto, volviéndose hacia Catalina-, cuando tengas hambre, ya sabes que la mitad de esto es para ti.
La joven no contestó. ¡Qué desgracia tan grande encontrarse otra vez entre aquellos dos hombres! Sentáronse todos en el suelo; ni Chaval ni Esteban hablaban una palabra; por indicación del primero, y a fin de economizar aceite, apagó el segundo su linterna; luego reinó entre ellos el más profundo silencio. Catalina se acercaba al joven, inquieta y disgustada con las miradas que le dirigía su antiguo amante. Las horas transcurrían, y el rumor del agua, que cada vez iba subiendo más de nivel, no cesaba ni un instante. Cuando la linterna estuvo a punto de apagarse, fue necesario abrir otra para encenderla; se estremecieron al pensar en el grisú; pero como era preferible morir de una vez a estar en la oscuridad, vacilaron muy poco. No pasó nada; afortunadamente no había grisú.
De nuevo se tendieron en el suelo; las horas siguieron transcurriendo con abrumadora lentitud. Al cabo de quién sabe cuanto tiempo, un ligero ruido hizo levantar la cabeza a Esteban y a Catalina. Chaval se decidía a comer; cortó la mitad de una tostada, y empezó a mascar un pedazo lentamente, para que le durase más. Ellos, atormentados por el hambre, lo contemplaban en silencio.
-¿De veras no quieres? -preguntó a la muchacha con aire provocativo-. Pues haces mal.
Ella bajó la cabeza, temiendo ceder a la tentación, con el estómago tan dolorido, que las lágrimas asomaban a sus ojos. Pero adivinaba lo que pedía: aquella mañana había tratado de conquistarla, poseído de violentos deseos bajo la influencia, sin duda, de los celos, al verla al lado del otro. Y la muchacha presentía una catástrofe espantosa, si aquellos dos hombres volvían a chocar.
Esteban se hubiera muerto cien veces de hambre antes que mendigar un pedazo de pan a su rival. El silencio era abrumador; parecía durar ya una eternidad, a causa de la monótona lentitud con que pasaban aquellas horas sin esperanza. Ya llevaban un día encerrados los tres juntos. La segunda linterna estaba apagada, y encendieron la tercera. Chaval entonces se preparó a comer otro pedazo de pan, mientras mirando a Catalina con ojos ávidos, murmuraba:
-¡Ven, tonta!
La joven se estremeció. Para dejarla en libertad, Esteban se había vuelto de espaldas, y viendo que no se movía, le dijo en voz baja:
-Anda, hija mía.
Entonces asomaron a sus ojos las lágrimas que hacía tiempo estaba conteniendo. Lloró amargamente, sin tener fuerzas para levantarse, sin saber siquiera si tenía hambre o no, sufriendo grandes dolores en todo el cuerpo. Él se había puesto en pie. Iba y venía de un lado a otro; golpeaba las paredes fuertemente, haciendo la señal de los mineros en peligro, furioso de aquel resto de vida que le obligaban a pasar encerrado con un rival aborrecido. ¡Ni siquiera el consuelo de reventar uno lejos del otro! No podía andar ocho o diez pasos sin tropezar con aquel hombre. Y ella, la infeliz, que era necesario repartírsela aún a la hora de la muerte. Pertenecería al último que muriese: el otro se la volvería a robar, si moría antes que él.
Aquel tormento no terminaba; la repugnante promiscuidad se agravaba con la confusión de los alientos y de las necesidades íntimas satisfechas en común. Por dos veces Esteban la emprendió a puñetazos con las rocas, como para abrirse camino.
Pasó otro día más; Chaval se acercó a Catalina, compartiendo con ella el pan que se disponía a comer. La joven mascaba los bocados penosamente; él se los hacía pagar con caricias, en su obstinación de celoso que no quería morir sin volver a poseerla, y allí mismo, delante del otro. Catalina, agotada, se abandonaba a él; pero cuando trató de violentaría, se quejó:
-¡Oh! ¡Déjame! ¡No puedo, estoy medio muerta!
Esteban, temblando, había apoyado la frente en la pared para no ver nada. De pronto se volvió, y dirigiéndose al otro, gritó fuera de sí:
-Si no la dejas, te mato.
-¿Qué te importa a ti esto? Es mi mujer y me pertenece.
Y estrechándola entre sus brazos, tan fuertemente que la hacía gritar, la besó en la boca repetidas veces, mientras añadía:
-Déjame en paz, ¿eh? Haz el favor de retirarte un poco, para que hagamos nosotros lo que nos parezca.
Pero Esteban, con los dientes apretados, exclamó de nuevo:
-¡Si no la dejas, te ahogo!
El otro se puso rápidamente en pie porque comprendió por el tono de su voz que la cosa iba de veras. La muerte le parecía demasiado lenta, y era necesario que inmediatamente uno de los dos dejase de vivir. Empezaba de nuevo la batalla en el mismo sitio donde uno de los dos, o los dos quizás, se quedarían para siempre; y tenían tan poco sitio, que no podían blandir los puños sin destrozárselos contra la pared.
-¡Cuidado -rugió Chaval-; porque esta vez te mato!
Esteban, en aquel momento, se volvió loco. Sintió algo así como una ola de sangre que le subía de las entrañas a la cabeza, quitándole la vista. Sentía una necesidad imperiosa de matar; una necesidad física, como la excitación de una mucosa produce un golpe de tos. Todo aquello era superior a su voluntad y consecuencia de la lesión hereditaria. Había cogido un pedrusco enorme de carbón; lo levantó con los dos brazos, y, arrojándolo con fuerza, lo dejó caer sobre el cráneo de Chaval.
Éste, que no tuvo tiempo de hacerse atrás, cayó al suelo con la cara destrozada y el cráneo hecho pedazos. La masa encefálica salpicó el techo de la galería; de la herida manaba un río de sangre. Esteban, con los ojos casi fuera de sus órbitas, contemplaba aquel cadáver sumido en la semioscuridad que reinaba en la galería. Al fin había sucedido lo que temía; al fin había matado a un hombre. Confundido como estaba, recordaba todas sus luchas: aquel combate inútil contra el veneno que dormía en sus músculos, contra el alcohol acumulado en su raza. Sin embargo, no estaba ebrio más que de hambre; la embriaguez continua de sus ascendientes había bastado. Se le erizaba el cabello ante el horror de aquel asesinato, y a pesar de las protestas de su educación, su corazón latía alborozado, con la bestial alegría de un apetito al fin satisfecho. Luego sintió el orgullo de haber sido el más fuerte. ¡También él sabía matar! Catalina lanzó un grito terrible:
-¡Dios mío! ¡Está muerto!
-¿Lo sientes? -preguntó Esteban con extraña entonación.
Ella se ahogaba, balbuceaba. Luego vaciló, y cayó en brazos del joven.
-¡Ah! Mátame a mí también. ¡Ah! ¡Muramos los dos juntos!
Y se abrazaba a su cuello, y él correspondía al abrazo, y así permanecieron largo rato, como si en efecto aguardasen la muerte en aquel instante. Al cabo de algunos minutos, se desprendieron uno de otro. Luego, mientras ella se tapaba los ojos con las manos, él arrastró el cadáver hasta la entrada del plano inclinado, para quitarlo de aquel rincón estrecho, donde aún era necesario permanecer quién sabe cuánto tiempo. La vida se habría hecho imposible con aquel muerto a sus pies. Ambos se estremecieron al oír el sordo ruido que produjo el cuerpo de Chaval cuando cayó en el agua.
Al cabo de un rato vieron que la inundación, siempre creciente, invadía el trozo de terreno donde se refugiaban.
La lucha empezó de nuevo. Habían encendido la última linterna que les quedaba; el agua no tardó en subirles hasta las rodillas. Como la galería estaba en cuesta, subieron a la parte superior, lo cual les dio un respiro de algunas horas. Pero la inundación crecía, y pronto se vieron mojados hasta la cintura. En pie, horrorizados, con la espalda pegada a la pared, contemplaban la crecida, sin saber qué hacer. Cuando el agua les llegase a la boca todo concluiría.
De pronto reinó profunda oscuridad: se había consumido la última gota de aceite de la última linterna que tenían.
Oscuridad completa, absoluta; la oscuridad de la tierra, donde habían de quedar enterrados sin volver a ver jamás la luz del día.
-¡Maldita sea! -juró sordamente Esteban.
Catalina se apretaba contra él, como buscando protección, y repetía en voz baja una frase usual entre los mineros:
-La muerte apaga la linterna.
Ante aquella amenaza, su instinto luchó con bríos; sentía un deseo febril de vivir. Esteban empezó a abrir un agujero en la hulla con ayuda del mango de la linterna, en tanto que Catalina hacía lo mismo con las uñas. De ese modo hicieron una especie de banquillo en alto, donde poder sentarse; y cuando se vieron en él, los dos se encontraron sentados, con las piernas colgando, la espalda encorvado y la cabeza pegada al techo de la galería. El agua no les mojaba más que los talones; pero pronto experimentaron una terrible sensación de frío en todo el cuerpo. En el banco que habían hecho, la humedad era tanta, que estaba muy resbaladizo y les obligaba, a sujetarse bien para no caer. Se acercaba el final. ¿Cuánto tiempo esperarían la muerte metidos en aquel nicho, sin atreverse a hacer movimiento alguno, extenuados, hambrientos, sin pan y sin luz? Lo que más les hacía sufrir, era la oscuridad.
Las horas transcurrieron monótonamente, sin que ninguno de los dos pudiera darse cuenta de su duración. Ya no tenían esperanza alguna de salvación; todo el mundo ignoraba su presencia en aquel sitio, todos estaban en la imposibilidad de llegar allí, y el hambre acabaría con ellos, si por casualidad la inundación les perdonaba.
Quisieron hacer otra tentativa, dando golpes en la pared, como antes; pero la piedra de que se sirvieran se había quedado abajo.
Además, ¿quién había de oírlos? Catalina, resignada, apoyó su dolorida cabeza contra la pared de carbón. De pronto se estremeció violentamente.
-¡Escucha! -murmuró en voz baja-. ¡Escucha!
Esteban pegó la oreja a la pared. Uno y otro quedaron inmóviles, llenos de ansiedad. No, no se equivocaban.
Allá, a lo lejos, muy lejos, acababan de sonar tres golpes. No sabían cómo contestar. Entonces Esteban tuvo una idea.
-Puesto que tienes los zuecos, da golpes con los talones.
Así lo hizo ella; volvieron a escuchar, y distinguieron otra vez el ruido de los tres golpes lejanos. Veinte veces hicieron la prueba, y las veinte les contestaron. Los dos estaban llorando; se abrazaban y se besaban, a riesgo de perder el equilibrio. Por fin sus amigos, sus compañeros, estaban allí y corrían a socorrerlos. Aquello fue un desbordamiento de gozo y de amor, que mataba los tormentos pasados, como si sus salvadores estuviesen tan cerca, que no necesitaran más que empujar un bloque para abrirles paso.
Poco a poco fueron desanimándose otra vez, y pensando en el tiempo que se necesita para perforar un metro en el espesor de las capas de carbón, comprendieron que de ningún modo podrían estar vivos cuando llegara el auxilio generoso de sus amigos.
Pasó un día y luego otro. Llevaban seis allí enterrados. El agua que se había detenido cuando les llegaba por la rodilla, no subía ni bajaba; sentían las piernas metidas en aquel baño de hielo.
La pobre Catalina sufría horriblemente por efecto del hambre. Se llevaba las manos a la garganta, como si quisiera ahogarse, y no podía contener los quejidos que le arrancaban aquellos dolores espantosos que sentía en el estómago. Esteban, acosado por el mismo tormento, palpaba febrilmente en la oscuridad; de pronto, sus dedos tropezaron en un pedazo de madera, sin duda resto de algún puntal medio podrido, y sus uñas se clavaron en él para arrancarle las hebras. Dio un puñado de ellas a Catalina, que se las comió con glotonería. Dos días vivieron comiendo de aquella madera podrida; la devoraron toda entera, y se desesperaron al ver que se había acabado. Entonces creció su suplicio: estaban rabiosos de no poder comerse la ropa que cubría sus cuerpos; un cinturón de cuero que Esteban llevaba puesto, los consoló un poco. El joven fue cortando pedacitos de él con las uñas; Catalina los mordía, los mascaba, y acababa por tragárselos, entreteniendo sus mandíbulas, y acariciando la ilusión de que estaba comiendo. Cuando se acabó el cinturón, se consolaron chupando un pedazo de tela de sus blusas.
Pero pronto aquellos violentos gritos del estómago se calmaron; el hambre se convirtió en un dolor profundo pero sordo, en el agotamiento lento y progresivo de las pocas fuerzas que les quedaban. Sin duda hubieran muerto antes a no ser porque tenían toda el agua que deseaban. Les bastaba bajarse un poco, para beber en la palma de la mano y, aunque lo hacían veinte veces seguidas, se sentían abrasados por una sed tal, que toda aquella agua no parecía bastar a saciarla.
El séptimo día, Catalina se inclinaba para beber, cuando dio con la mano en un cuerpo flotante.
-Mira, Esteban. ¿Qué es esto?
Esteban tanteó en las tinieblas.
-No comprendo; parece la cubierta de una puerta de aireación.
Catalina bebió, pero, como sumergiera la mano por segunda vez, el cuerpo extraño volvió a chocar con su mano.
-¡Es él, santo Dios! -exclamó, lanzando un grito terrible.
-¿Quién?
-Él; ya te lo puedes figurar. He sentido su bigote.
Era el cadáver de Chaval, arrastrado hasta allí por la corriente. Esteban alargó el brazo y pudo sentir también el bigote y la nariz aplastada. Un estremecimiento de repugnancia y de terror le sacudió. Presa de una náusea incontenible, Catalina había escupido el agua que le quedaba en la boca. Le parecía como si hubiese bebido sangre, y, como si toda aquella agua profunda ante ella fuese ya la sangre de aquel hombre.
-Espera -tartamudeó Esteban- voy a echarlo de aquí.
Y empujó con el pie el cadáver, que se alejó. Pero pronto lo volvieron a sentir junto a sus piernas.
-¡Maldita sea! ¿Te irás de una vez?
La tercera vez, lo dejaron ya. Por lo visto, una corriente en aquel sentido lo empujaba. Chaval no quería irse, quería estar con ellos, junto a ellos. Fue una pavorosa compañía, que acabó de emponzoñar al aire. Durante toda aquella jornada, no bebieron, luchando contra la sed, prefiriendo morir; y sólo al día siguiente la tortura horrible que sufrían les decidió a hacerlo. Verdad es que a cada sorbo apartaban el cadáver; pero bebían sin embargo. Realmente, no valía la pena de romperle la cabeza, para que luego volviera así entre ellos, con la testarudez de sus celos. Hasta el final estaría pues allí, ante ellos, vivo o muerto, para impedirles estar juntos.
Otro y otro día transcurrieron. Catalina lloraba mucho, y estaba abatidísima, hasta que acabó por caer en un estado de somnolencia invencible. Esteban la despertaba; la muchacha decía torpemente algunas palabras, y se quedaba otra vez dormida, sin levantar siquiera los párpados; y temiendo que se cayese y se ahogara, la cogió por la cintura. Él era quien tenía ahora que contestar a las señales hechas por los compañeros que trabajaban para salvarlos. El ruido se aproximaba cada vez más; los golpes de las picas y de las palas se oían a sus espaldas muy claramente. Pero también sus fuerzas disminuían por momentos, y ya no tenía ni valor para contestar a las señales que hacían sus salvadores. Ya sabían que estaban allí; ¿para qué cansarse más? Ya no tenía interés ni siquiera en que llegasen. A fuerza de esperar tanto, acababa por olvidarse durante horas y horas de lo mismo que esperaba.
Algún tiempo después tuvo un consuelo. El nivel del agua descendía considerablemente. Hacía nueve días que trabajaban para salvarlos y por primera vez, desde entonces, gracias al descenso de las aguas, podían dar unos cuantos pasos por la galería cuando una conmoción espantosa los tiró al suelo. Se buscaron en la oscuridad y abrasándose estrechamente, locos de terror, permanecieron un gran rato creyendo que la catástrofe se reproducía. Todo quedó en silencio; hasta el ruido de los trabajos que los habían de salvar cesó de repente. En el rincón donde se habían acurrucado, Catalina rompió en una estridente carcajada.
-¡Qué hermoso día debe hacer en la calle! Ven; salgamos de aquí.
Esteban, al principio, trató de cambiar aquel acceso de locura; pero su cabeza, aunque más sólida que la de ella, se contagió, y el joven perdió la exacta sensación de la realidad. Todos sus sentidos se trastornaban, sobre todo los de Catalina, agitada por la fiebre, atormentada ahora por la necesidad de hablar y de hacer gestos. Los zumbidos de sus oídos se habían convertido en murmullos de agua corriente, en gorjeos de pájaros, y percibía un fuerte perfume de hierbas campestres, y veía claramente grandes manchas de fresco verdor, tan grandes que se figuraba estar en el campo, a las orilla del canal, paseando por los trigos, disfrutando de un sol espléndido.
-¿Eh? ¡Qué calorcito hace! ¡Cógeme en tus brazos, y estemos juntos, muy juntos, siempre, siempre!
Esteban la abrazaba y ella se estrechaba contra él; continuaba aquella alegre charla de mujer dichosa.
-¡Qué tontos hemos sido esperando tanto! Desde el primer momento te quise, y tú, sin comprenderlo, retrasaste nuestra felicidad. Luego… ¿te acuerdas de aquellas noches que pasábamos en claro, llenos de deseos que jamás satisfacimos?
Esteban se sintió contagiado de aquel fingido buen humor, y bromeaba, evocando los recuerdos de sus angustias y de sus desafortunados amores.
-¡Me pegaste una vez, sí, sí! -murmuró-; ¡me diste de bofetadas en los dos carrillos!
-Porque te quería con toda mi alma -murmuró Catalina-. Quería dejar de pensar en ti, y me decía cien veces que todo estaba acabado; bien sabía yo que al fin y al cabo seríamos el uno del otro. Pero se necesitaba una ocasión, una oportunidad, ¿no es cierto?
Esteban guardaba silencio.
-¿De modo que me quedaré ahora contigo? -continuó ella-. ¿Ya no nos separaremos más?
Estaba tan desfallecida, que apenas podía hablar. Él, asustado, la estrechó contra su corazón.
-¿Te sientes mal? ¿Sufres mucho? Ella se incorporó asombrada.
-¿Sufrir? ¡No por cierto! ¿Por qué?
Pero aquella pregunta la sacó de su sueño, y mirando desesperada a la oscuridad, se retorció las manos, invadida por otro acceso de tristeza.
-¡Dios mío, Dios mío! ¡Qué oscuro está!
Ya no eran los trigos, ni el olor a hierbas campestres, ni el canto de las alondras, ni los rayos del sol; era la mina inundada, destruida, convertida en el sepulcro donde agonizaban desde hacía tantos días.
La perversión de sus sentidos aumentaba el horror; se sintió presa de las supersticiones de su infancia, y vio al Hombre Negro, aquel minero viejo que a lo mejor aparecía en las minas para castigar a las muchachas de mala conducta.
-Escucha. ¿Has oído?
-No; nada oigo.
-Sí, el Hombre Negro. ¿No sabes? ¡Mira! ¡Allí está!. Allí, dispuesto a vengar a la mina del daño que acaban de hacerle. ¡Oh! ¡tengo miedo, mucho miedo!
Durante largo rato estuvo callada. Luego, continuó en voz baja:
-Pero no, es el otro.
-¿Qué otro?
-El que estaba con nosotros, el que ya no volverá.
La imagen de Chaval la perseguía, y hablaba confusamente de él; relataba la vida de perros que le daba; recordaba el único día que estuviera amable con ella en Juan-Bart, y los demás días pasados entre caricias y golpes.
-Te digo que viene, y que nos impedirá reunirnos. ¡Ah! Vuelve a tener celos. ¡Oh! ¡Échale; que yo esté sola contigo y con nadie más!
Impetuosamente, se colgó a su cuello, buscó la boca de Esteban, y pegó a ella la suya apasionadamente, como si quisiera beber su aliento. Creyó que se disipaban las tinieblas otra vez y que de nuevo veía el sol. Sonrió de ese modo que sólo pueden hacerlo las mujeres enamoradas. Él, estremecido, sintiéndola tan cerca de sí, medio desnuda, con aquel traje de hombre hecho pedazos, la abrazó en un inesperado despertar de su virilidad. Aquella fue su noche de bodas, celebrada en una tumba, sobre aquel suelo fangoso, obedeciendo a la necesidad de no morirse sin haber sido felices siquiera un momento. Se amaron en el instante de desesperar de todo, en el momento de la muerte.
Todo quedó tranquilo después. Esteban seguía sentado en el suelo, en el mismo rincón, con Catalina sobre sus rodillas, acostada e inmóvil. Horas y más horas transcurrieron de aquel modo. Durante mucho tiempo creyó que estaba dormida; luego la tocó, y la sintió fría. Estaba muerta. Y sin embargo, Esteban no se movía, como si temiera despertarla. La idea de que era el primero que la había poseído después de ser mujer, y de que acaso se hallaba embarazada, le conmovía profundamente.
Pero poco a poco sus fuerzas se iban agotando. No tenía conciencia de dónde estaba, ni de qué le sucedía. Muy cerca de él se sentían los golpes enérgicos de los picos que perforaban la roca; pero, además de que tenía pereza de levantarse, le faltaban fuerzas para ello.
Pasaron otros dos días; Catalina, desde luego, no se había movido: él seguía acariciándola maquinalmente, sin darse cuenta de que estaba muerta.
De pronto se estremeció. Se oían voces: pedazos de roca cayeron a sus pies, y cuando un instante después vio una luz, se echó a llorar. No pudo moverse de su sitio; pero sus amigos se lo llevaron de allí y empezaron a darle a la fuerza cucharadas de caldo. Hasta que llegó a la galería de Réquillart, no reconoció al ingeniero Négrel, que estaba en pie delante de él; y aquellos dos hombres que se despreciaban, el obrero sublevado y el jefe escéptico, se echaron uno en brazos del otro y lloraron, en la sacudida profunda de la humanidad que había en ellos. Era una tristeza inmensa, la miseria de varias generaciones, el exceso de dolor que puede traer la vida.
Arriba, en medio del campo, la viuda de Maheu, arrodillada junto al cadáver de Catalina, dio un grito, luego otro, luego otro, y después una serie de largos quejidos que partían el alma.
Ya habían sacado varios cadáveres que estaban colocados en fila: Chaval, a quien se supuso aplastado por un desprendimiento del techo de la galería, un aprendiz y dos cortadores igualmente destrozados. Algunas mujeres, confundidas con la muchedumbre, perdían el juicio, se desgarraban los trajes y se mesaban el cabello. Cuando lo sacaron de allí, después de haberlo ido gradualmente acostumbrando a la luz y después de darle algún alimento, Esteban apareció flaco, cadavérico, con el cabello completamente blanco, y todos se separaban respetuosamente ante aquel anciano.
La viuda de Maheu cesó de llorar un momento, para mirarle con expresión estúpida, los ojos desmesuradamente abiertos.